Promoción La Senda del Guardián

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DĂŠjate seducir por una aventura de leyenda, magia y amor

En la senda encontrarås‌


Aventura Antes de alcanzar el camino que subía hacia una de las entradas, el aire comenzó a soplar más frío y violento. El cielo se encapotó con una rapidez pasmosa y un trueno sonó en la distancia. Una gruesa gota de lluvia le cayó sobre la cara y a esa le siguieron otras muchas, empapándole en el acto. La tierra tembló, como en una pesadilla, y se abrieron grietas de gran profundidad que crearon un improvisado foso delante del castillo. La lluvia arreció, implacable, y el foso se inundó con presteza. De sus aguas picadas se elevaron olas que parecían esconder en sus profundidades los ojos de algún animal peligroso. Meliagunt trató de recular, alejarse de aquella zanja anegada de pesadillas, pero la tierra se sacudió bajo sus pies una vez más y lo lanzó al agua sin darle oportunidad de aferrarse a algo, hundiéndose en lo inevitable. El peso de sus ropas de caballero y de su cota de malla lo empujaban cada vez más abajo. Braceó sin soltar su espada intentando salir a flote, sin conseguirlo. Se quedó muy quieto de pronto, al notar que algo le rozaba las piernas. Era como si una enorme serpiente estuviera pasando a su lado, restregándole su resbaloso cuerpo por los muslos, rodeándolo mientras preparaba su ataque. Meliagunt se estaba quedando sin aire y era incapaz de pensar en una escapatoria… La dentellada llegó sin previo aviso. El dolor le atravesó la pierna y la cadera derecha, por lo que dedujo que la boca de aquella criatura acuática debía ser enorme. Dejó escapar un grito que se convirtió en desesperadas burbujas de aire bajo el agua, pataleó y movió la espada con pesadez, sin atinar a clavarla en el cuerpo de su atacante.


Pasión De regreso a casa, Verónica echaba humo. Caminaba a tres metros de Kay, con los brazos cruzados sobre el pecho, cerrada a cualquier intento de conversación. No dijo ni una palabra en todo el camino hasta el portal de su edificio y, una vez entraron en el ascensor, el caballero pudo escuchar su respiración costosa. —Vero… —Cállate —jadeó, casi sin voz. Ella apoyaba la espalda contra la pared más alejada y su pecho subía y bajaba con rapidez. Parecía una tetera con el agua a punto de hervir. Kay intuía sus sentimientos, contenidos a duras penas, borbotando en su interior. Levantó la vista y lo enfrentó directamente. El chico se emocionó cuando vio aquellos ojos claros llenos de lágrimas y la mirada dolida que le dedicó. —¿Es que no te das cuenta? —prosiguió, en un susurro afónico—. No puedo más… Algo se rompió dentro de Kay tras esas palabras. No soportó verla en ese estado. Cierto que el alcohol volvía más dramática la reacción de la chica, pero era muy consciente de que su dolor era real, y eso activó sus propias necesidades, catapultándole sin más al lugar que había querido evitar desde que la conoció. Se abalanzó sobre ella y la aprisionó contra la pared, tomando su cara entre las manos. Se lanzó contra su boca y la devoró con ansia, mandando al demonio sus miedos, haciendo pedazos el frío escudo con el que parapetaba su corazón. Sintió el aguijón del deseo clavándose en su alma profundamente y se pegó al cuerpo caliente de la joven. El sabor de su lengua, dulce y con regusto a cerveza, lo volvió loco. Metió una de sus manos bajo aquella minifalda provocativa mientras con la otra continuaba sujetándola por la nuca. Como si ella fuera a escaparse… Verónica echó la cabeza hacia atrás para tomar aliento y jadeó. Buscó sus ojos para comprobar que realmente no estaba soñando y le dedicó la sonrisa más sensual que Kay había visto en su vida. —Bésame otra vez —le pidió. Él obedeció en el acto. Profundizó en aquella boca que lo recibía con ternura y pasión, y la sangre en sus venas se disparó cuando la escuchó gemir y pegar las caderas a su entrepierna.


Deseo Meliagunt se giró muy lentamente para descubrir que ella ya se había deshecho de la ropa interior. Tragó saliva ante la visión y por fin intuyó la enormidad de lo que Gwen estaba haciendo. Nada lo había perturbado tanto en su vida como la imagen de aquel cuerpo desnudo. Notó los dientes afilados y venenosos del deseo clavándose con fuerza en su corazón. Si, hasta ese momento, lo que había sentido por la joven rubia se podía confundir con un amor cortés, similar al que cualquier caballero podría sentir por la dama de sus sueños, verla exhibiendo sus encantos cambió por completo ese ideal. Por primera vez, una chispa oscura prendió en el corazón de Meliagunt. Ella era la mujer de Lionel, no le pertenecía y, sin embargo, supo por instinto que podría abandonar toda su ética y código de honor por hacer suyo, aunque solo fuera una vez, ese cuerpo suave y tentador… El rostro de Gwen estaba encendido de mortificación y sus ojos brillaban como mercurio líquido mientras esperaba alguna reacción por su parte. Nada, excepto el hecho de que su pecho se movía con más rapidez por la respiración agitada, delataba lo que Meliagunt estaba sintiendo. Ella se encaminó al baño, ofreciéndole de este modo una visión plena de su espalda, sus exquisitas nalgas y los muslos torneados. Se detuvo en la puerta y lo miró por encima del hombro. —¿Vienes? Meliagunt tenía los pies clavados en el suelo. Deseó poder salir corriendo, huir de aquella bruja de cabellos de oro que lo tentaba como el mismísimo Lucifer. Pero eso significaría que lo habría vencido. Y él aún no estaba preparado para admitir una derrota frente a la mujer de Lionel…


Magia —¡Venid a mí, ángeles caídos, soldados de Lucifer! Al momento, un escuadrón de guerreros del infierno llegó de la nada para posicionarse junto al nigromante. Por doquier, sus ojos enrojecidos invadieron el lugar y Meliagunt se estremeció al cerciorarse de que eran auténticos demonios dispuestos a pisotear a cualquiera que se interpusiera en su camino. Ataviados con ropas oscuras, sus cuerpos parecían el doble de grandes que los de un caballero normal y la sensación de terror que trasmitían se acrecentó cuando desplegaron las alas a sus espaldas. Parecían estar creadas de una sustancia viscosa, con esencia de tinieblas a juzgar por el modo en que aparecían y se escondían a la vista de sus enemigos. Sus horribles bocas eran muecas de espanto en aquellos rostros infernales y todos sonrieron cuando escucharon la arenga de su líder. —¡Seguidme, mis fieles soldados! Entre todos devolveremos esta joya a la corona que pertenece, y su dueño sabrá recompensarnos como merecemos...

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