LOS CAMINOS DE LA MUSICA - EUROPA Y ARGENTINA

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En el ruido de la locomotora a vapor que mima Pacific 231 hay mucho más que una simple especulación programática. Esa obra cifra un imaginario completo de la modernidad: la velocidad, la ruptura con cualquier forma de lirismo y de nostalgia, el cosmopolitismo (el tren trae consigo la idea de viaje, de desplazamiento geográfico) y también la de un paisaje cambiante que sólo puede cristalizar la fugacidad congelada de la instantánea (son los años de la invención de la máquina de fotos Kodak). Los ecos verbales de esos principios constituyen la matriz de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, el primer libro de Girondo, publicado en 1922. Del modo en que el autor escribía en esa época podría decirse lo mismo que observó Borges de Calcomanías, su libro siguiente: Girondo es un violento. Mira largamente las cosas y de golpe les tira un manotón. En línea con esta poética, el español Ramón Gómez de la Serna, cómplice de Girondo en sus aventuras en el presente, aseguraba con exaltada entonación: «¡Qué ‘Marsellesa’ la que interpretan las locomotoras y las sirenas de fábrica en coro colectivista! Se oye en todos los contornos, y tan sugerente y perforante es esa ‘Marsellesa’ interpretada por los finos y encanutados labios de las máquinas, que la nieve de las estepas rusas queda ranurada y picada como el albo papel de los rollos de pianola». Como hace notar el crítico Jorge Schwartz, «Girondo (así como Marinetti) sustituye la sempiterna imagen de la Victoria de Samotracia por el popular y ruidoso tranvía –verdadero emblema urbano en que se funden el vehículo y el paisaje de la ciudad. La unión de la rapidez al utilitarismo aparece de inmediato en el título: ‘Veinte poemas para ser leídos en el tranvía’, en que la preposición ‘para’ sugiere finalidad, al tiempo que orienta al lector para una lectura determinada. La ligazón del medio de locomoción con la obra de arte funciona como un modo de atribuir a esta última un cuño programático, vinculándola irremisiblemente a lo urbano. De esa forma, tanto el trayecto del tranvía como la lectura del poema se equiparan y son considerados como objetos de consumo». Basta la lectura de los poemas para comentar lo dicho. En este caso, «Pedestre»: En el fondo de la calle, un edificio público aspira el mal olor de la ciudad. Las sombras se quiebran el espinazo en los umbrales, se acuestan para fornicar en la vereda. Con un brazo prendido a la pared, un farol apagado tiene la visión convexa de la gente que pasa en automóvil. Las miradas de los transeúntes ensucian las cosas que se exhiben en los escaparates, adelgazan las piernas que cuelgan bajo las capotas de las victorias. Junto al cordón de la vereda un quiosco acaba de tragarse una mujer. Pasa: una iglesia idéntica a un farol. Un tranvía que es un colegio sobre ruedas. Un perro fracasado, con ojos de prostituta que nos da vergüenza mirarlo y dejarlo pasar. De repente: el vigilante de la esquina detiene de un golpe de batuta todos los estremecimientos de la ciudad, para que se oiga en un solo susurro de todos los senos al rozarse.

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