17 minute read

PRIMERA CRÓNICA

Caperucita roja en un país de vikingos 1

UN RUIDO contra los cristales de granizada, lluvia y viento me despierta. Son las cuatro de la mañana. Me levanto y miro por la ventana. La abro. La oscuridad es negra azabache. Una fría y fuerte ráfaga me induce a cerrarla inmediatamente.

Advertisement

Tengo la sensación de un frío intenso, más propio de un lugar de coordenadas geográficas cercanas a uno de los polos, con hogares tipo iglús. Regrese a la cama. Nuevamente, otro tipo de ruido, esta vez de ladridos de perros, me vuelve a espabilar. Me asomo de nuevo a la ventana. Miro el paisaje. Disfruto de Una habitación con vistas, que además de ser el título de un largometraje excelente y una novela escrita por Edward Morgan Forster, me ofrece una espléndida imagen del Vallés Oriental. Siempre he pensado que tener una habitación con buena vista, es un encuentro visual con el exterior; con la naturaleza y con las personas. Cada día este elemento singular, mi casa, me propone, a los cuatros vientos: ¡Ponte aquí, y mira esto! Y me pongo a contemplar. Y me siento un ser ínfimo frente a una naturaleza sublime. Hay días que me proporcionan placer, tranquilidad o euforia, y no solo visualmente; también afloran emociones, se despiertan los sentidos y se tienen vivencias. ¡Qué suerte la mía! me digo a mi mismo. Algunas veces, a través de los intersticios apenas oscilantes del follaje, veo a los pájaros cambiar de ramas. Los sigo con la mirada. Los veo bajar o subir de un solo impulso. ¡Qué maravilla verlos entretenerse atusando con el pico sus plumajes!

El día se ha levantado con un cielo absolutamente gris y cuajado de nubes que amenazaban con más lluvia. El hori- zonte está difuminado por la presencia de la neblina. De súbito veo un par de canes, expertos en salir de su casa a pasear sin su dueño, que andan sueltos por la calle provocando un concierto de ladridos de otros perros, que defienden su territorialidad. El señor Eduardo, el vecino de enfrente, se asoma por detrás de las cortinas. Me saluda con la mano. Le devuelvo el saludo. De cara rolliza y frente amplia, sus ojos, (son azulados tipo lobo), tendrán la misma expresión inexpresiva a las doce del mediodía. El hombre, que tiene fama en el vecindario de ser una persona anacoreta, misántropa y misógina, lleva puesto aún el pijama, y le cuelga del cuello una corbata floreada convenientemente anudada. Me parece que un simple detalle en su vestuario dice mucho más sobre una persona, que todos los esfuerzos mentales que elucubran los vecinos sin base científica alguna realizada con probetas, tubos de ensayo, microscopios, y frascos reactivos en algún laboratorio. En mi opinión por lo que he visto y por cómo viste, así como por sus actitudes y sus reacciones cotidianas, Eduardo contempla el mundo desde una perspectiva diferente; tan diferente, que le hace ser un monumento a la peculiaridad. Pienso, que podría formar parte de la gama, extensa, de los personajes de Marvel, con su semblante tan distinto, pero original, como el Capitán América, Iron Man, Spiderman o Hulk. En las escasas ocasiones en las que hemos intercambiado algunas palabras en una conversación siempre corta, me parece un ser bastante recalcitrante. Zafio. Tosco. Un Don erre que erre. Supongo que es consecuencia de muchos años viviendo como un náufrago voluntario. No me extrañaría, para nada, que la soledad le inspirara a escurrir los espaguetis en una raqueta de tenis. Sin embargo, es muy correcto en las maneras, y tiene una forma curiosa de saludar. Mañana, tarde o noche, si te cruzas con él, expresa con su voz levemente rajada, como saludo de despedida, un ¡Buen viaje! Sin esposa, amiga, compañera ni hijos, que se le sepa, apenas recibe visitas. Algunas, las más habituales, son de una mujer con un estilo de vestir parecido a Mary

Poppins, que da la sensación que en cualquier momento puede entonar el “supercalifragilisticoespialidoso”. Es la señora que le ayuda en las faenas de la casa. En otras ocasiones, el más asiduo, es un hombre de huesos cortos, robusto, hombros cuadrados, prominente mentón, nariz corta y ancha. Los pelos en los dedos de sus manos son una pista para un rápido diagnóstico. Tiene alto nivel de andrógenos. Su cuerpo, en pecho y espalda, seguramente, estará vestido con abundante vello, que le dará el prototipo perfecto del hombre de Cromañón cuando vaya a la playa a tomarse un baño y el sol. Es nuestro cartero. Mientras, en la calle, sigue la onomatopeya del ¡guau! ¡guau! ¡guau!

ALLÍ ESTÁ Buck, un terranova. Tiene todo el perfil de ser un “tipo” duro al estilo Clint Eastwood en Sin perdón. El monarca de los climas fríos, con su ladrido de tenor dramático impresiona con su voz y por su tamaño. Sus dueños, vecinos de la misma calle, me comentaron que le pusieron el nombre en homenaje a Jack London y al personaje de su novela La Llamada de lo Salvaje. A su lado se encuentra Fang, su compañero, un yorkshire terrier con el aullido de barítono. Se llama igual que el perro que protagoniza historias en la saga escrita por Joanne Rowling, Harry Potter, y que el joven hijo de los mismos vecinos, de padre muy efusivo y madre toda lo apática posible, escogió para su mascota. Además de otros canes con distintos tonos de voz, también los míos, se unieron al concierto: Ella, Kira, una gozada de border collie que encontré abandonada en el bosque y desconozco el motivo del porqué sus anteriores dueños le pusieron ese nombre, aporta su ladrido de soprano. Por cierto, desde aquel encuentro es La perra de mi vida, que además de ser un sentimiento, es el título de un libro sobre el amor inconmensurable de su autor, Claude Duneton, hacia su perra, Rita. Al igual que existen palabras o frases que, al leerlas o escucharlas, te pueden cambiar la vida en algunos aspectos, en aquel encuentro, ella consiguió el mismo objetivo con sus ojos atónitos de color avellana. Y el segundo, Argos, es un perro mestizo que adopté y que añade, al pentagrama musical, unas notas tan bajas que sus ladridos se parecen al sonido de un contrabajo. Su nombre es un reconocimiento a la lealtad; un homenaje al perro fiel de Ulises de La Odisea de Homero. Él fue el único que, después de veinte años de estar ausente, en un extraordinario despliegue de cualidades sensoriales, reconoció al rey de la isla de Ítaca cuando este regresó, aunque estuviera desaliñado y vistiese con harapos. Después de saludarle con un movimiento rápido de la cola de un lado hacia el otro, feliz de verle, murió. Su vida fue La historia de un perro llamado Leal, igual que el título de una novela de Luis Sepúlveda. Junto a ellos dos, un galgo, el benjamín de la casa, cuyo nombre es una consideración al asno de la obra de Juan Ramón Jiménez, Platero y Yo. A los tres les doy melancólicos abrazos, y se que no les gustan. Pero me gusta sentir su olor y que me den lengüetazos en el rostro. Locura o no, con los tres mantengo conversaciones continúas sobre el desamor entre humanos. No lo entienden.

También oigo un concierto de fugas de viento que siguen soplando y que parecen un coro de voces góspel expresándose al unísono, desde lo más profundo de la naturaleza. Sin dudarlo me cambio de vestimenta, cuelgo el pijama y me visto al ritmo del show demoledor de Kira, al más puro estilo a capella, interpretando “Alma libre blues”. Abro la puerta y me acerco al buzón para recoger el correo. Escucho y veo al propietario de los perros escapistas junto a su hijo; este, va vestido igual que el personaje de la novela de John Boyne El niño con el pijama de rayas. Llama con silbidos a los perros y pronuncia sus nombres. Nos saludamos. Empieza a llover; cae un agua muy fina. El padre ha salido de su casa al asfalto de la calle vestido con un albornoz con capucha. Si no fuera porque lleva pantuflas en vez de unos zapatos deportivos, diría que se parece a Sylvester Stallone vestido de Rocky Balboa. En aquel preciso momento, sopla un viento tan frío y tan fuerte que sus silbidos traspasan las hojas de los árboles provocando el tiritar de sus ramas y casi me pierdo en una de las ráfagas. La lluvia arrecia. Todos nos refugiamos en nuestros respectivos hogares. Y con el regreso de los canes a sus respectivas casas concluye, también, El coloquio de los perros que, además de ser una conversación de egos entre canes (que impertinentes, despertando al vecindario), es el título de una novela de Miguel de Cervantes. Pasados unos minutos, llega aquel momento especial que tienen los días de frío, nubes, lluvia y viento: Es el encendido de la chimenea. Una vez acomodada la leña en el hogar es la hora de prender el fuego. Entonces empieza la sinfonía de los chisporroteos y sientes, próximo, el calor de Kira, Argos y Platero que permanecen, como el título de aquella tierna y emotiva película, Siempre a tu lado. Unas horas después llega otro instante peculiar, el momento de colocar unos pimientos rojos y unas berenjenas al fuego para asarlos y, a posteriori preparar una escalivada, después de quitarles la piel quemada, las semillas, las venas adheridas a la pulpa interior y aliñar con aceite y sal. Mientras se van escalivando, forma no personal del gerundio simple del verbo escalivar, reconocido por la Real Academia de la Lengua, colocamos las botellas de vino encima de la mesa. Le siguen unos apetitosos tacos de queso para mantenerse firme de pie, otros de fuet tradicional que me hacen el guiño cuando acerco la mano a la mesa y me proponen hacer unas sesiones de “fuet shui”, unas aceitunas aderezadas con múltiples hierbas aromáticas para chuparse los dedos, unas finas lonchas de jamón que juntas integran un grupo de jotas, unas croquetas caseras de setas para alucinar y unos pinchos de tortilla de patata, con y sin cebolla para no discriminar a nadie. No llega ni a unos instantes después, que aquellos ornatos aderezados han desaparecido. Al lado de las bandejas vacías, un par de botellas permanecen inmóviles, secas. El líquido

Cabernet Sauvignon, de la zona de Costers del Segre, de color rubí intenso, con mucho cuerpo y taninos aterciopelados, con gran potencia aromática, también, se han evaporado. Supongo que ninguno de los antiguos griegos que iniciaron este ritual, allá por el siglo v a.C., iba a pensar que algunos de sus semejantes, veintiséis siglos después realizarían aquella costumbre de tomarse un refrigerio en los prolegómenos de la comida del mediodía. Con vino o sin él, no existe la modernidad sin una buena tradición.

Terminadas las fases para preparar la delicatessen escalivada, hay que dedicar un momento a avivar la lumbre mortecina. Primero pongo unas ramas pequeñas, si dispongo de piñas (no siempre las tengo) también las añado y encima unos trozos de leña más gorda. Suenan de nuevo los primeros compases de los chisporroteos acompañados, esta vez, por las primeras cadencias del Bolero de Ravel. Mientras escucho la narrativa musical de ambos ritmos, con un trepidante ritmo envolvente, me dispongo a leer la correspondencia.

LA LUMBRE entra por los sentidos; los colores de las llamas por los ojos; el olor de la leña por el olfato; el crepitar de las ascuas por el oído; y el calor del fuego, se siente en la piel. Después de tirar a la papelera el correo comercial, me dispongo a abrir un único sobre. Lo sostengo en mis manos, y lo abro. Por los pequeños detalles que exhibe la imagen que he extraído de su interior, es de un país nórdico y el lugar se parece a una de esas tiendas que existen en todas las ciudades que reciben turistas, dónde todo está estratégica y perfectamente colocado para que los visitantes se sientan atraídos irresistiblemente a comprar recuerdos locales y artesanías. En la parafernalia del consumo turístico, el souvenir, pienso, representa la encarnación del gasto inútil. Y a pesar de ello, esos objetos banales, kitsch, inútiles, horteras e incluso feos, acaban siendo parte del paisaje de nuestros hogares y representan, a veces, objetos de gran valor sentimental. Al verlos o tocarlos nos traen el recuerdo de un lugar que se mantiene en la memoria. O de alguien que tuvo el detalle de acordarse de nosotros mientras estaba de vacaciones. Son, como un disco de vinilo, un registro que, a través de su capacidad de invocar narrativas, nos llevan a lugares visitados y, también, nos emocionan.

Pero una cuestión es tener un objeto de un lugar colocado en una estantería y otra muy diferente es la colección de un mismo objeto de todos los viajes a distintos lugares. ¿Dónde está la sabiduría en coleccionar más de trescientas cucharitas souvenir de los lugares visitados? ¿Y similar cantidad de recuerdos en llaveros, imanes y muñecas vestidas con sus respectivos trajes folclóricos? ¿Y centenares de postales?

¿Y decenas de amuletos de la suerte? ¿Y de posavasos? ¿Y de monumentos en miniatura atrapados en bolas de cristal? ¿Por qué hay millones de comercios llenos hasta la bandera de productos de bienes innecesarios e inútiles? Los souvenirs ni constituyen el líquido amniótico ideal que nos transmiten detalles de un lugar, ni nos permiten apreciar nada de su gente y su manera de ser, pero aún asi los adquirimos. Tampoco sirven para cultivar los valores vinculados a la solidaridad, empatía, tolerancia, el bien común, la igualdad, entre otros. Solo es la evidéncia de haber estado en un lugar. En cambio si la colección de souvenirs nos permitiera acumular dignidad y rigor, cultivaríamos exigentes acciones para que pudiéramos hacer mella a la rampante corrupción de funcionarios públicos, a las fabulosas retribuciones a los expolíticos, ejecutivos, banqueros, tertulianos de plató, parejas resquebrajadas que cuentan su infidelidades y mil anécdotas más; a los que mantienen la teoría del empujón al vecino para mantenerse ellos en pie… y hablando de pie, a los mercenarios malabaristas del balón y sus allegados comisionistas.

Decía Rainer Maria Rilke “Si el árbol, no apremia a su savia, y se yergue confiado en las tormentas de la primavera, sin miedo a que detrás pudiera no venir el verano”, añadiría, porque las personas, por dignidad, no apremian a detener el delirio de la omnipotencia del dinero y el utilitarismo. Todo tiene su precio, pero no es objeto de compra el esfuerzo individual por saber y adquirir consciencia. El saber y ser consciente puede desafiar a las leyes del mercado, y cambiar el proceso de compra de los souvenirs y el mercantilismo de las relaciones personales.

EN LA imagen, ellos, mis dos amigos, parecen liliputienses1 al lado de aquella joven. Los tres parecen haber escapado de las páginas de Los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift. La joven viste con su traje tradicional. Luce un tono de piel facial blanquecina y luminosa, con un matiz rosado en sus pómulos que me recuerda a un jarrón de alabastro iluminado por dentro. Percibo una sutil delicadeza y un fuego, como un resplandor volcánico, que habita en su interior. Y me hago las siguientes preguntas: ¿ Será capaz la delicadeza de escribir historias dulces y tiernas? Y el calor, ¿será capaz de derretir a una persona que se le acerque en busca de felicidad? Me parece (es sólo una impresión que deduzco al ver la foto) que la joven exfolia su cara y usa alguna crema hidratante para regenerar su piel, puesto que la tiene impoluta. Un mensaje en la parte posterior de la imagen, escrita a mano, cambia mi primera impresión:

El estupendo cutis se debe al uso diario de los beneficios de la sauna, muy habitual en el país de los brobdingnagianos2, que le limpia la piel de toxinas e impurezas. Hemos reservado cinco sesiones, las mínimas para ver algún resultado, Hasta pronto. Cuídate, nosotros no lo dejamos de hacer.

1. Liliputiense: Habitantes extremadamente pequeños del país de Liliput. Personajes del libro de Jonathan Swift Los viajes de Gulliver.

2. Brobdingnagiano: Gigantes que habitan en Brobdingnag. Personajes del libro de Jonathan Swift Los viajes de Gulliver.

Observo sus labios, gordezuelos, pintados de igual color que el del vestido, rojo, dibujando una boquita “pezjolin”. Su mirada, que surge de unos ojos azules claros, me resulta cortés, amable y con pinceladas de felina seducción. De su cabeza descienden dos trenzas rubias al estilo vikingo, impecables. En el pecho luce un collar de abalorios realizado con conchas marinas. Si te fijas un poco más en los detalles de las conchas, puedes adivinar que en el vestido resaltan unos pechos que no están encorsetados por ningún sujetador. La falda le llega justo a la rodilla. Sus columnas, más cercanas al estilo griego corintio que al romano compuesto, las describo como largas y firmes. Y suponiendo que su capitel está adornado de caulículos y hojas de acanto, estoy seguro que, si se ha dado el caso, colmaron los delicados deseos de curiosos rastreadores a los que se les ha concedido permiso para explorar. Las piernas, además, están cubiertas por unas medias blancas de encaje con signos geométricos, rombos, y están rematadas en sus pies, con unos zapatos rojos, que hacen juego con el vestido y los labios; y, además, están ornamentados con un tacón de aguja. La chica se exhibe con un resplandor coruscante

Mis amigos, diminutos latinos, apenas le llegan al hombro a la giganta nórdica, y seguramente no se rozarán los dedos de ambas manos si la rodearan con sus brazos. Hay una palabra que describe a la perfección su cuerpo: voluptuosa. La mujer de rojo no sólo es el título de una película; también es una realidad corpulenta y exuberante de un país de vikingos. Alta y dotada en toda su anatomía, es un universo de redondas sensualidades.

Cerca, detrás de ellos tres, observo un hombre con una melena tan larga que le llega hasta los hombros. La está observando con cierto encantamiento, con ojos saltones de color miel y mirada diabólica, con su pelamen de blancura albina y sonrisa de lobo sapiens, de dentadura albura. Da la sensación de estar al acecho. ¿Aguardará la actuación de la diosa del amor, Freya?, o ¿Tan solo espera ser atendido para decidir qué recuerdo se lleva de su paso por la tienda? En este último supuesto: ¿Será un cuerno para beber cerveza?, ¿un yelmo de los que veo expuestos en las estanterías?, ¿un imán que al llegar a su hogar pondrá en la puerta del frigorífico para recordar que estuvo allí?, ¿una cucharita con la cabeza del dios Odin para remover el café?... Me imagino que al final del día, cerrada ya la tienda, la joven de vestido y zapatos rojos, no sé si llevará capa con capucha del mismo color para protegerse del frío regresará a su casa; no sin antes, visitar a su abuela para llevarle pan, miel y un ramillete de flores. Mientras, el hombre de sonrisa lobo sapiens de albura dentadura, de ojos saltones de color miel y de mirada diabólica y melena de blancura albina habrá regresado a su hogar con un recuerdo de su paso por aquel lugar, que transformará el paisaje de su casa. ¿O quizás estará en la modalidad de “caza en espera’’ para atrapar a la presa? Y si es así, ¿irá tras los pasos de ella? ¿Efectuará un acercamiento? ¿Será sigiloso? ¿La saludara? ¿Llegaran a hablar?

Y después del lance, juntos, ¿quizás darán su primer paseo, sin ninguna dirección determinada, pues el bosque es, todo, de ambos? Y en el sendero, en medio del bosque, durante la caminata, ¿ella, se le acercará de forma manifiesta y descarada y le verá las orejas al hombre de sonrisa lobo sapiens? ¿Y él, le enseñará su albura dentadura? ¿Juntos, sonreirán?

Seguramente ella, con una voz entrañable le preguntó por su nombre:

—Úúú me llamo Licántropo.

—Pues yo soy Rödluva.

Y siguen conversando:

—¿Cuántos años tienes? —pregunta él.

Habiendo oído la edad, ella le contesta:

—¡Oh! Tenemos la misma edad.

Luego, él se dejará llevar para ir adonde ella quiera, muy probable a casa de su abuelita.

—¿Aúúú está tu abuelita? —le preguntará el hombre de melena blancura albina con ojos saltones de color miel.

—¡Bien, gracias! Estoy muy contenta; ayer conoció a un leñador. Siempre le había dicho que debía buscarse un compañero y dejar de estar sola en medio del bosque donde habitan bestias feroces.

—¿Te gusta leer?

—Sí.

—¿Qué estás leyendo?

Caperucita en Manhattan de Carmen Martin Gaite. ¿Y tú?

—Aúúú El lobo estepario de Hermann Hesse.

A partir de aquel día, día tras día, pasearon muchas lunas con noches astríferas. Estuvieron hablando de gastronomía, de aficiones, de viajes, de gustos musicales, de literatura , de sexo...

—Ayer empecé un nuevo libro —dijo ella—, se llama El lobo feroz

—Aúúú lo conozco —dijo él—. Y también a Nele Neuhaus, su autora.

Supongo que les llegó un momento, mirando las estrellas que junto con los planetas conforman el universo, que tendrán la sensación de cuán temprano madrugó la madrugada.

Aquella noche, Rödluva le preguntó:

—¿Qué brazos más grandes tienes?

El sonrió y dijo:

—Aúúú, para abrazarte mejor.

Y siguieron las preguntas por simple curiosidad.

—Qué nariz más grande tienes.

—Aúúú, para olerte mejor.

—Qué boca más grande tienes.

—Aúúú, para besarte mejor.

Habiendo dicho estas palabras el hombre se abalanzó sobre ella y añadió:

—Aúúú. Y te voy a comer. Y ella se dejó abrazar, oler, besar y morder.

Y por la mañana, con la mirada cándida, después de una noche de luna llena con juegos cuerpo a cuerpo y, en ambos, tatuada la palabra sánscrita shanti, que significa paz, a él le desaparecieron las garras, los colmillos, el instinto de cazar y decidió practicar la dieta vegana y dejar de aullar. 5

¿Y MIS DOS AMIGOS? Pienso que no habrán sentido el deseo ni el ánimo de traer ninguno de aquellos recuerdos de inútil utilidad como por ejemplo un yelmo, ni tampoco cucharas con la imagen de Odin, ni habrán salido de la tienda con unos cuernos para beber cerveza o hidromiel para imitar a auténticos dioses nórdicos. Una de las noches, durante su estancia en el país de los vikingos, bajo los efectos de la maravilla y la hermosura de un cielo danzante, y con unas jarras de más, tal vez hayan sufrido visiones oníricas. En ellas habrán soñando mundos de fantasía, magia y misterio con criaturas fantasiosas como gigantas rubias de dos trenzas al estilo vikingo y piernas de estilo griego corintio, danzando en medio de un fenómeno excepcional de luz y color, las auroras boreales. Quizás hayan visto coleópteros con carcasas adornadas de incrustaciones de piedras preciosas. A su lado, observarán enormes salmones danzando sobre las olas del océano, de cuyas aletas brotan brezos púrpuras. Y una carroza imponente, arrastrada por renos y conducida por un barrigón vestido de rojo y gritando alegremente ¡Jou, jou, jou! que se desplazará por un cielo estrellado. Y regresarán a casa ajenos a la historia (de cuento pero a la inversa de cómo lo conocían) que ha surgido entre la joven del vestido rojo y el hombre de ojos saltones de color miel.

Para su vuelta, embarcaron en una réplica de un navío vikingo, drakkar, hasta una ciudad con aeropuerto. Desde allí, en avión, a casa. Pasados un par de días, destapar una cerveza y, sentados en su sillón favorito, empezaron a leer La analfabeta que era un genio de los números de Jonas Jonasson. Y aprendieron que quienes caminan de manera apropiada salen con sabiduría de las adversidades y aprenden de ello. Y entonces recordaron El abuelo que saltó por la ventana y se largó, del mismo autor, a quien conocieron en una estación de autobuses, en un país de vikingos, vestido con su mejor traje y unas pantuflas. Aquel hombre centenario, gracioso y tierno, les contó un montón de historias disparatadas y absurdas, que les entretuvieron durante unas horas.

Pasados unos días, al deseo de viajar y al ánimo de curiosear, les llegaron de nuevo, las ganas de romper la rutina, volver a la locura y embarcarse de nuevo en nuevas aventuras para encontrar el país de los houyhnhnms3 o visitar a los distraídos habitantes de Laputa4 interesados en la matemática y la música.

3. Houyhnhnms: en apariencia son iguales a un caballo común pero razonan. Personajes del libro de Jonathan Swift Los viajes de Gulliver.

4. Isla voladora del libro de Jonathan Swift Los viajes de Gulliver.