Boletín 76 Libélula Libros

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Volumen 1, n° 76 Boletín Bibliográfico Febrero de 2018 ISSN: 1909-0110

Cra. 23 A Nº 59-104 & Cra. 23 N° 23-06. Teléfono: 885 42 01. Manizales. Colombia. librerialibelulalibros@gmail.com Av. Bolívar Nº 15 Norte 23. Teléfono: 735 86 46. Armenia. Colombia. libelulalibrosarmenia@gmail.com

Editorial

El Doctor Calle Si los libros sirven para algo, si juntarlos y acumularlos trae alguna certeza, no digamos tranquilidad, la vida del Doctor Calle fue una especie de respuesta a esa pregunta. Desde que lo conocí la solución fue siempre la misma: libros, libros, libros. De ahí se desprendía y se explicaba todo: lo difícil y lo cruel, lo sencillo y lo encantador; la literatura era para él, y eso nos enseñó, una forma de soportar la vida, de burlarla y esquivarla. Hace ya unas semanas que se murió pero sigue ahí, y quizás todo ya ha pasado y no hay nada que hacer. El dolor lo viste a uno a la fuerza, dice Giovanni Quessep. ¿Qué queda de uno? ¿A qué suena la voz de alguien que ya no está pero que seguimos oyendo todos los días? Es como si la memoria se encargara de perseguir lo que ya no es posible tener, de preservar y aquietar lo pasado. Y esto es tan triste como suponer que un latido es eterno. Este tipo de fracasos le encantaba al Doctor Calle: que también me enseñó que la comprensión es menos importante que la belleza. Fue abogado, juez y profesor, se casó, tuvo una hija: se supone que eso resume su vida. Tal vez. Los recuerdos se encargarán de rellenar el resto, nos queda eso. Lo vi durante diez años casi todos los días, y si reviso mi biblioteca sé que estará muchos más. Su inteligencia, su insistencia en la soledad como precaución contra la desdicha, su forma de leer y de apuntar, de seleccionar y guardar, todo hizo parte de un empeño único y propio, tan imperfecto como entrañable. Es curioso: insisto en que era un gran lector pero no explico por qué. En uno de sus poemas favoritos está la clave: “Musée des Beaux-Arts”, de Winstan

Hugh Auden. Lo que más lo conmovía en ese poema que describe la caída de Ícaro, luego de intentar volar y alcanzar lo que nadie antes, y que Auden contempló –y ahí se inspira su poema–, en el cuadro de Bruegel el Viejo: Paisaje con la caída de Ícaro, era, me acuerdo, “la calma ante el desastre”. “Todo parece lejos del desastre”, dice el verso más famoso. Así lo vi la última vez: sereno ante lo que se venía. La vida pasa y los hombres se enferman: podemos ser indiferentes ante ello o no. Nada se salva, la muerte es la muerte y las cosas son iguales a las cosas. El Doctor Calle leía para volver eso que leía su vida. Lo de Auden encierra una decisión. Con eso es suficiente: con que las palabras sean nuestro amor y nuestra mortaja. Tomás David Rubio


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A mí me defendió José Fernando Calle Yo sé que se espera que hable de José Fernando Calle, el lector impenitente, el aguzado perfilador de frases o el perspicaz recaudador de citas. Que hable de las veces en que compartimos algún giro inesperado o charro de Calvin y Hobbes o Charlie Brown o, en fin, cuando le mencioné mi admiración sin límites por Henry Purcell, el inmenso músico del barroco inglés y especialmente su famosa marcha fúnebre en los funerales de la Reina Mary. Sin ningún asomo de pedantería el doctor Calle me fue contando que la Reina había muerto de viruela en 1694, apenas ocho meses antes de la muerte de Purcell, y que los súbditos tuvieron que esperar un mes velando a la reina mientras Purcell pulía la música para los funerales y en la corte no sabían qué hacer con el cuerpo de la difunta regia. Podría quedarme todo el día tratando de expurgar sus libros comentados o recuperar su perpetua «A la sombra de las hojas», que para honra mía comenzó a aparecer en un suplemento literario de La Patria a mediados de los 80’s y que hacíamos a seis manos Gloria Luz Ángel, Octavio Arbeláez y yo. Sin embargo, se me antoja recordar a José Fernando Calle por una historia que a mi parecer dibuja de cuerpo entero su inmensa calidad como abogado. Si como lector era fascinante, como abogado, el doctor Calle era, sencillamente, una rara avis. Lo digo porque, a despecho de lo que en nuestro medio se estila, José Fernando Calle era un abogado penalista sin artificios retóricos, sin la obsesiva manía del lenguaje administrativo de la sesquipedalia verba. Sucedió que laburando en el Hospital de Caldas fui vinculado a un proceso penal sobre unos contra-

tos firmados por varios especialistas con la institución. Entonces alguien mencionó el nombre del doctor José Fernando Calle. No sabía que Calle, el contertulio de la Librería Palabras, fuera penalista, dije sorprendido. Es un penalista y de los buenos, recuerdo que me respondieron sin asomo de duda. Entonces yo y otros colegas nos pusimos de acuerdo con él, de mera palabra, para que acompañara en las indagatorias ante la fiscal del caso y presentara los descargos de ley según se estila. No recuerdo haber oído de José Fernando Calle una palabra de más, ni altisonancias, ni latinajos y menos expresiones como mi defendido, mi poderdante. Nada. Todo lo dijo en el lenguaje más austero que se pueda imaginar en el ampuloso mundo del derecho nuestro. Sobra decir que fuimos liberados de toda responsabilidad penal y después el mundo volvió sobre su cauce. Tampoco, después, José Fernando Calle volvió a mencionar el caso. Siguió como si nada hablando de sus libros, haciendo sus acostumbrados escolios, tejiendo, a base de frases cortas y adustas su improbable biografía, como la del 1 de septiembre del 2017, cuando escribió en su cuenta de Twitter: “Hoy hace cuarenta años llegué —de juez— a Manizales, y aquí me quedé. Ese mismo día conocí a Ariel Ortiz Correa que se murió hace medio año”. Y esta del 14 de octubre: “No me resigno a que el «Boletín de Libélula Libros» aparezca sin mi «A la sombra de las hojas». Pero así es la vida —y lo otro”. Gustavo López Ramírez


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La imagen incompleta En la sede de Manizales de Libélula Libros, en la columna que señala el centro del espacio, hay una foto maravillosa de Borges que ahora será, sin embargo, una imagen incompleta. Bajo ella hay en mi memoria un hombre que revisa cuidadosamente los bordes de un libro, sus comisuras, sus rincones. Sus lecturas, sus historias, su risa —que pueden considerarse la misma cosa— hacen parte de ese espacio vital y metafórico (terrible expresión, habría pensado él). Puedo verlo junto a la columna hablando de algo que leyó en cierta página, de alguna conversación que tuvo en algún pasillo, de alguna situación que le refirieron y que él enriqueció: puedo escucharlo mezclándolas y volviéndolas la misma cosa, imantándolas a la vida misma. Está ahí, de pie. En un brazo cuelga su paraguas y en el otro sostiene sus libros cuidadosamente envueltos, protegidos de absolutamente todo. Está en el frenesí de una anécdota donde un personaje conocido o no ha dado una vuelta equivocada por un giro sin retorno, o un hombre sostiene tres peniques, o una mujer espera al lado de una puerta cerrada. En

un momento de la historia ha acelerado todo y mira hacia afuera, hacia la calle, esperándola a ella. Continúa, se apoya presuroso en la estantería que encuentra a su lado. Todos están pendientes de la continuidad, del cierre, del momento en que el círculo se completa. De repente, alguien pita afuera y él tiene que irse sin terminar lo que nos estaba contando. Clema, Clema, la bella Clema la espera con su paciencia de ventana abierta al horizonte. Él se despide sin irse, se queda entre nosotros con sus palabras y nos promete terminar luego. O quizá creemos que ya cerró el capítulo y que nunca volverá a hablarnos de ello, para siempre sorprendernos e hilar las palabras que cuenta con las que escribe, con las que ha imaginado, con las que leyó sin prisa. Siempre sin prisa. La imagen se ha quedado pendiente, potencial, poiética (cómo habría odiado esta palabra). Suspendida, debajo del marco, hay una historia por contarse, habitada por la memoria y el tiempo, hay una palabra, quieta, hay un murmullo. Misael Peralta

Una lágrima Lo importante de la vida viene casi siempre de afuera. Por ejemplo, del libro de Peter Handke Preguntando entre lágrimas. Apuntes sobre Yugoslavia bajo las bombas y en torno al Tribunal de La Haya. Es un libro que sólo pude conseguir cuando Libélula lo importó desde Chile. Hace pocos días falleció alguien que siempre recordaré, y más al releer este libro. Se envenenó. Lo envenenaron. Se fue. Se lo llevaron. No sé. Pero sí sé que fue rápido, como rueda una lágrima, y como la sombra que se hace mientras busca el suelo, sin pedir permiso, contra el Tribunal patético de la vida. William Ospina Mejía


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El color del tiempo. Poemas completos. Clarisse Nicoïdski, Sexto Piso. Trad. Ernesto Kavi. Mazal –o masal– significa, en ladino, destino, en turco, historia. Muchos judíos sefarditas expulsados de España en 1492 fueron acogidos por el imperio Otomano, una gran cantidad se asentaron en Estambul donde formaron comunidades casi idénticas a las que habían abandonado en España. Mazal sobrevive también en el hebreo moderno, pero significa buena suerte o felicidades: “Si avrin las manus/ comu un livru/ ondi sta scritu mi masal…”*, escribió Clarisse Nicoïdski en uno de sus bellos poemas en sefardí. Cunseja, otra palabra sefardita, significa historia y también fábula. “Cóntami la cunseja/ qui si camina in tus ojus/ cuandu lus avris la maniana…”**, otra vez Nicoïdski. Mazal o cunseja: historia, fábula, o destino. El hado insoslayable visto luego parece el acaecimiento de meros sucesos sin sentido. La historia es apenas la narración del destino hecho realidad y no se desdice de su condición de fábula divina. Los idiomas no se equivocan. Clarisse Nicoïdski (1938-1996) escribió los poe-

mas que integran El color del tiempo cumpliendo su masal. Poco a poco y mientras escribía en francés el resto de su obra –recibió en 1968 el Premio de la Academia Francesa por su novela Le désespoir tout blanc- fue fabricando los delicados poemas que componen el pequeño volumen y que merecen leerse con inmensa morosidad, recomiendo uno cada día o cada mes. Los fue escribiendo, o tejiendo valdría decir, con el amor de quien sabe que tiene en sus manos un cristal delicado que está próximo a romperse, aquel “spaniol nuestro” cuyo destino parece ineludible, extraviado en las rendijas del tiempo y de la burda ramplonería del pragmatismo y del igualitarismo. Por eso es conmovedor y sublime el reclamo de Nicoïdski: “scrita/ racha di la primera scrituria/ palabra di una lingua pardida/ aprovu intinderti/ cuandu durmin lus ojus la cara la frenti/ cuandu / no sos nada mas qui un barcu al fin di su viaje/ nada mas qui una scrituria muda”¨***. pfa Libélula Libros *“se abren las manos/ como un libro/ donde está escrito mi destino…” **“cuéntame la historia/ que camina en tus ojos cuando los abres por la mañana…” ***“escrita/ línea de la primera escritura/ palabra de una lengua perdida/ intento escucharte/ cuando duermen los ojos la cara la frente/ cuando/ no eres nada más que un barco al final de su viaje/ nada más que una escritura muda”.

Libro del desasosiego Fernando Pessoa, Acantilado. Trad. Perfecto Cuadrado. Dice el señor Soares tantas cosas con detalle, y al respecto he notado lo siguiente: Un don de dones tuvo que tener este señor Pessoa. Si nos fijamos en el Libro del desasosiego, parece que escribiera sobre el espacio vacío que dejan los renglones de la vida “sin la mancha de la realidad”, y de allí, de esa parte que es el lugar de lo que no vemos, sobre lo que omitimos reparar, obtiene la belleza. La belleza fácilmente se escapa cuando ponemos lupas sobre las franjas ocultas de la vida, pero él –franqueando los extremos de la angustia– nos quitó las trampas. Condenado a lo invisible, al misterio, a los lugares donde solo Dios gobierna, Pessoa apoyó sus páginas en las grietas del alma, y sintiéndolo todo, encontró algunos secretos de Dios. Claudia Tamayo González Libélula Libros


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Zonzo

Bucear en el subconsciente ¿Acaso soy el único que piensa que los cómics de Joan Cornellà son acogedores? Dan ganas de vivir en ellos y lo digo en serio. Déjenme explicarles antes de que me lapiden. Si quitas a los asesinos, pederastas, coprófagos, pirómanos, racistas, cocainómanos, suicidas, depredadores sexuales, misóginos, infanticidas, en fin, toda la gama de depravación que puebla la obra del historietista barcelonés, nos queda un entorno idílico para la vida humana. Fíjense en los fondos. ¿No es una invocación de los barrios gringos de la posguerra, de aquel estado de bienestar inmortalizado por el Hollywood de los 50, en el que un sujeto corta el césped con una máquina podadora bajo un sol radiante y saluda con una abierta sonrisa a una mujer que pasea a su mascota? El placer de sumergirse en los colores pastel, el sentido del orden y de la pulcritud que rige los espacios de sus historias, el diseño de página invariable (clara apuesta por las seis viñetas, con contadas excepciones), su distribución simétrica. Un universo impecable, ideal para reproducirse y morir, de no ser por el resto. En la unión del primer término (personajes) con el segundo (paisaje) está la clave de su tercer libro, Zonzo. Allí se da un contrapunto entre sordidez y armonía. Esta sensación de repulsión-atracción toma más fuerza si se repara el vestuario de los personajes de Cornellà. Tipos de saco y corbata, mujeres elegantemente vestidas y peinadas. ¿Acaso es una realidad alternativa en donde las buenas maneras están estrechamente ligadas a lo inhumano? Traicionar el sentido común El libro contiene 48 historias autoconclusivas, un estilo que el catalán ha desarrollado y divulgado en internet, en donde es muy famoso. El volumen

recopila varias de sus “tiras de una sola página” más célebres, como las llama. Es una edición de tapa dura, con impresiones en papel Kimberly. El patrón se repite: un empaque sofisticado para lo abyecto. Pero la maldad de sus cómics no sería nada sin la irrupción del absurdo. Cornellà defrauda el sentido común del lector, quien espera que el horror lógico surja de situaciones como un bebé que se rompe la cabeza al golpearse contra una mesa o de un niño apuñalado en el pecho por un cazador. En cambio, al final de esas tragedias se topa con la sonrisa malsana y cínica de los personajes (marca registrada del autor), todo al servicio del sinsentido. Varias historias parecen una inquietante violación de las certezas moralmente acordadas, sobre todo en estos tiempos de corrección política a ultranza: desde un sujeto que utiliza a un vagabundo sin extremidades como patineta hasta un policía que cruza victorioso la línea de meta de una maratón tras dispararle a un corredor negro. Pero su fin no es la burla, sino todo lo contrario, una crítica encubierta de cuestiones como el racismo, los videos de gatos en internet, la lucha por los derechos de las minorías, entre otros aspectos. Una caricatura llevada al extremo sobre la banalidad intrínseca de nuestra sociedad. Zonzo puede leerse rápidamente por el carácter esquemático de la narración y la ausencia de globos de diálogo, aunque lo paradójico es que este tipo de lectura no es la mejor forma de enfrentarse al libro. En cada viñeta hay detalles que exigen concentración y pausa, elementos intrigantes y ambiguos que invitan a la interpretación. No es un libro puesto en bandeja con un tono explicativo. Propone un margen para especular sobre lo que quiere transmitir. Imagino a Cornellà como un buzo, que desciende hacia las profundidades del subconsciente en busca de fantasías pasadas de rosca y que al encon-


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trarlas las conduce a la superficie, en donde humedece su brocha para darles una manito de colores pastel. Quizás el punto de Zonzo y de su obra es que hasta lo más aberrante puede tornarse encantador con la pizca justa de magia. ¿Han visto las películas de John Waters o leído los cómics de Simon Hanselmann? A eso me refiero. Andrés Rodelo Libélula Libros

Historia de un cerco personal de Lisboa En los insomnios casi siempre llueve, llovía también esa madrugada que conocí a Tabucchi, sin saber que se trataba de él, llovía en el hotel de esa ciudad que parece haberse congelado con la imagen de una mujer que mira Sostiene Pereira, en un televisor que permanece encendido todo lo que dura la madrugada. A Tabucchi lo conocí en una película que iba por la mitad, en una película que era más el rumor de una Lisboa que no ha dejado de llamarme desde entonces, el personaje parecía haber nacido para ser narrado por mí, pero otro adorador de Lisboa y la lengua portuguesa la había escrito. Sostiene Pereira que, gracias a Los últimos días de Fernando Pessoa, conoció a este poeta que se multiplicaría en sus múltiples heterónimos, que más tarde viviría en El año de la muerte de Ricardo Reis, de la mano de Saramago. Desde esa madrugada de insomnio, no he parado de buscarlo; fui a la Rua dos Douradores, navegué por su Libro del desasosiego, por su vida Plural (de nadie), por su Banquero anarquista, por su Hora del diablo y, sobre todo, no hice más que repetir en otras tantas madrugadas “cuando vine a tener esperanza, ya no sabía tener esperanza”, que a estas alturas de la vida ya no sé a quién le pertenece. Llevaba su Libro del desasosiego como un talismán, tanto que lo perdí en algún vuelo, lo recuperé en alguna otra caída; tanto lo leí, tanto bebí de él que cuando me asomaba a las palabras ahí estaba, outra pessoa, posesionada entre la bruma y la distancia de una ciudad sitiada a 2.800 msnm. Lo conocí en un febrero lluvioso de 1999; también llovía un ocho de marzo de 1914 en aquella habitación de la calle Passos Manuel, esa madrugada que pergeñó o fue pergeñado por todos: Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Antonio Mora, los heterónimos de su vida plural y alquimista, como relata Vicente Valero en El arte de la fuga. Y como una ciudad puede contener otras memorias para albergar Autobiografías ajenas, El invierno en Lisboa me había anunciado antes Antonio Muñoz Molina, y más tarde, muchos años más tarde, lo volvería encontrar en Aquí nos vemos, de John Berger, y en medio de esta niebla, una amiga alemana antes de perderse para siempre, como el personaje de la novela de Pascal Mercier, me la recomendaría con tal pasión que lo buscaría con un empeño semejante al de Blimunda en Memorial del convento, de Saramago. Desde aquella noche lluviosa, no he hecho más que embarcarme en un Tren nocturno a Lisboa, solo así he podido leer a estos autores, con la lucidez del insomnio, ese reverso de la realidad; quizá Lisboa y todos los que han escrito sobre ella no sean más que Sueños de sueños, ese estado del que es inútil despertar, porque todo lo que he leído desde entonces habla de Lisboa, aunque no contenga su nombre. Otto Zambrano Libélula Libros


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