THELunes nº 4 Especial Género Negro

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número [4]

Noviembre-Diciembre

“REFUGIO” Relato Breve de Asier Chueca

“HISTORIA DE UN MAR ENAMORADO” Cuento Infantil

de Natalia Palet Bert

JAMES ORLOQUE Fotografía

“DOS HOMBRES Y UN DESTINO” Relato Breve de Miguel Paz Cabanas ganador del I Certamen de Relatos El Colectivo

A

THELUNES PRODUCTION

DISPARA... O NO DISPARES ARTÍCULO PÁG 3

WITH

“¡QUÉ HORROR!” MICRORRELATO GANADOR EN LA III EDICIÓN DE GETAFE NEGRO DE VÍCTOR SALGADO FERREIRO AND

“CRONOS” {NOVELA POR EPISODIOS} “T.O.D.A.” {CÓMIC POR EPISODIOS}


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P4 {Relato Breve} Silencio

P8 {Cómic por episodios} That Old Deep America, Cap 3

P11 {Poesía} Varios Artistas

P14 {Relato Breve} Refugio

P16 {Fotografía} James Orloque

P19 {Relato Breve} Dos Hombres y un Destino

P22 {Cuento Infantil} Historia de un Mar Enamorado

{Microrrelato} ¡Qué Horror! P12 {Novela por episodios} Cronos, Cap. 6

Despedimos el 2010 con este número especial sobre género negro, más cargado que nunca de contenidos, y nos tomamos un breve descanso para volver con más fuerza en 2011. Sin embargo, no está en nuestros planes dejar de pensar en vosotros. Estamos preparando nuevas propuestas para los próximos números e implementando nuevos servicios y herramientas en nuestra página web con el objetivo de permitiros participar de una forma más activa en nuestro universo. Queremos que nuestros usuarios registrados, seáis aficionados o profesionales, os sintáis parte de nuestro proyecto y en breve podréis disfrutar de nuevos privilegios.

Para empezar

Os mantendremos informados de éstas y otras novedades en www.thelunes.com y en las redes sociales. Y por último, un aviso a navegantes: THElunes os quiere ofrecer un regalo muy especial estas navidades, un exclusivo curso gratuito de escritura para nuestros futuros colaboradores, diseñado para que disfrutes la imaginación, la comunicación y la literatura como sólo THELunes sabe hacerlo. FE DE ERRATAS. Lamentablemente cometimos el error de equivocarnos a la hora de indicar la autoría del relato breve “Metamorfosis”, publicado en el nº 3 de THELunes . La autora de este relato es Isabel Ali y no Andrés R. Rodríguez.

Recoge THELunes, El Periódico Gratuito de Entretenimiento, siempre el último lunes de mes, en Alcorcón (Estación), Atocha (Estación), Getafe Central, Fuenlabrada Centro, Leganés Central, Móstoles Central, Parla, Valdemoro y ¡En los centros de difusión cultural de dichas localidades!

Edita: THELunes, S.L.

Director: Daniel Cano Editora: Mar San Alberto Marketing y R.R.H.H.: Liria Sánchez Coordinadora de contenidos: Diana Cermeño Diseño de arte y maquetación: Juan Moro Heras Diseño de portada: Juan Moro Heras Colabora: Mihai Stana, Imagina Online, S. L. & Dmma Edición on line: www.thelunes.com

Redacción.

Impresión: Altair Depósito Legal: TO-0262-2010 ISSN: 2171-5610

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Dispara... o no dispares Autora {Mar San Alberto}...

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obert Mitchum, Jane Greer y Kirk Douglas se pasean por la pantalla de mi televisor en una historia lírica y fatalista. Vuelvo a ver Retorno al pasado de Jacques Tourner, seguramente la más romántica entre las películas del cine negro. Esta obra de 1947, señalada por muchos críticos de cine como una de las mejores en su género, cumple con precisión todos sus cánones estilísticos y narrativos.

A pesar de su romanticismo poco frecuente, el argumento de Retorno al pasado está cargado de pesimismo y sus personajes ambiguos son reflejo de los arquetipos del género: el detective, la mujer fatal, el magnate mafioso… En esta historia, Jeff Bailey (Robert Mitchum), ex investigador privado, se ve obligado a abandonar su retiro en un pequeño pueblo americano por encargo de Fred Sterling (Kirk Douglas), un magnate mafioso que quiere localizar a Kathie Moffet (Jane Greer), a la que acusa de haberle robado e intentado matarle. La trama, infinitamente más compleja que este breve resumen argumental, está plagada de engaños, mentiras y fue ambientada dentro de una atmósfera oscura y amarga. Así, Retorno al pasado resulta ser un ejemplo perfecto para presentar un balance de los tópicos del género adaptados al cine a partir de la literatura negra, puesto que la mayoría de los films noir emblemáticos son en realidad adaptaciones literarias o guiones escritos por los novelistas clásicos del género, contratados expresamente por Hollywood para dar vida a sus producciones. Los tópicos del género Los personajes del film de Tourner –curiosamente un director poco habitual en el génerose mueven en un espacio dominado por lo fatal y están cargados de sentimientos como la sospecha, la farsa o el cinismo. Como suele ser habitual en las historias negras, todos mienten. La verdad no es, precisamente, un denominador común en sus argumentos y, aunque los personajes hablen mucho, el espectador debe leer entre líneas. Casi siempre resulta más significativo lo que no se dice que lo dicho. Esta “doblez” en los diálogos, cargados de cinismo, juega también un papel importante en las relaciones entre los personajes masculinos y femeninos. (“Jeff, debiste matarme por mi conducta de hace un momento”. “Aún hay tiempo”). Este juego entre el personaje masculino y el femenino se desarrolla siempre a través de los tópicos. Los protagonistas masculinos suelen representar la imagen del antihéroe ambiguo, a veces pasivo, en ocasiones conflictivo, siempre observador. Mientras tanto, los personajes femeninos juegan en ocasiones un falso rol angelical tras el que se esconde la típica femme fatale, como ocurre aquí. De este modo, Jane Greer interpreta a uno de los personajes femeninos más perversos y retorcidos de la historia del cine. En ella se encuentra otro de los argumentos imprescindibles de las historias negras: su relación con los demás está permanentemente mediatizada por el interés y con el fin de conseguir sus objetivos, los otros son tan solo un medio para alcanzarlos y, por tanto, la falsedad y la mentira rigen su comportamiento. El sabor amargo de esta historia de traiciones, es también otra de las características habituales del relato negro. Gracias precisamente al obligado desarrollo trágico de las tramas, cargadas de una visión pesimista donde el fracaso reina a sus anchas, este género cinematográfico impone una de las revoluciones narrativas que marcaron época: la desaparición del happy end, ese sospechoso y perpetuo final feliz hasta ese momento imprescindible en las producciones de Hollywood. No podía ser de otra manera, todo en el cine negro conduce hacia lo inexorable y lo trágico, más aún si tenemos en cuenta la sociedad que reflejan sus argumentos. Tramas oscuras de poder donde las relaciones de los personajes con la violencia van siempre

acompañadas de la más aparente normalidad. No en vano, el propio Raymond Chandler, novelista pionero en el género, lo definió él mismo como “el simple arte de matar”, en referencia a la facilidad, sencillez e indiferencia con que se podía asesinar en las grandes ciudades de la época y, por supuesto, en sus novelas. En este contexto, los típicos detectives privados como Phillipe Marlowe, del propio Chandler, o Sam Spade, de Dashiell Hammet, se convierten en privilegiados observadores, pesimistas y cínicos, de una sociedad corrupta donde las apariencias siempre engañan, distanciándose de los detectives clásicos de otras épocas. Del thriller al género negro Precisamente, en este contraste con los relatos policíacos clásicos protagonizados por personajes como Sherlock Holmes o Poirot, se encuentra una de las claves del género, aunque también la continua discusión sobre su propia identidad como tal. Dentro del relato negro las reglas del policiaco clásico, donde la lógica impone su razonamiento y los protagonistas destacan por una inteligencia pura al servicio de una sociedad burguesa, saltan en pedazos. Para empezar, en el género negro la suerte pasa a ser un elemento imprescindible para la resolución de las tramas, en las que el transcurso de los acontecimientos y el puro azar conducen a un final del relato muchas veces caótico. En contraposición a estos factores, el desarrollo argumental del cine policiaco abunda en sus fundamentos en la lógica analítica, el planteamiento de hipótesis y sus consecuentes deducciones, en unas premisas en definitiva más accesibles y previsibles para el gran público. Por otro lado, la sociedad que refleja el género negro y las cualidades que definen a sus protagonistas poco o nada tienen que ver con los relatos policiacos tradicionales. Frente a los escenarios burgueses europeos donde se desarrollan las tramas de Holmes o Poirot encontramos las calles sucias y sangrientas donde habita el lumpen de las grandes ciudades estadounidenses. Y frente al detective cerebral, intelectual, ingenioso e implacable con el mal más propio de épocas pasadas, vemos cómo en el género negro reina el pesimismo, el cinismo y los malos hábitos teñidos directamente por el existencialismo imperante en el siglo XX. ¿Se trata entonces de un género nuevo o tan solo de una revisión, de una nueva vuelta de tuerca de otro ya existente? En esta permanente discusión sobre el concepto de género, que se ha dado en todas las disciplinas artísticas, quizás ponga un poco de luz la teoría de Jean-Pierre Coursodon: “El cine negro es menos un género que un estilo. Sin embargo, es más que un estilo”. Un todo o una parte en sí, es evidente que el relato negro, tanto literario como cinematográfico, cuenta con un estilo propio que le caracteriza y pertenece a una época muy concreta, de la que es deudor absoluto. Y Retorno al Pasado es, sin duda, un ejemplo perfecto para adentrarnos en los cánones del mismo, además de una obra cumbre del cine de su época. Aunque no creo que Jane Greer estuviera muy de acuerdo con afirmaciones absolutas a cerca de nada. Según de qué lado soplara el viento ella decidiría si saca o no el revolver y nos dispara a quemarropa. En el cine negro, como en la vida, nunca se sabe.


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PARA LA IDA

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Silencio

Autor {Juan Bolea}...

—¿E s éste el departamento de crímenes? Quien había formulado aquella pregunta era una mujer mayor, ataviada con un cárdigan pasado de moda, una falda de lana y un sombrerito. La subinspectora Martina de Santo la miró durante unos segundos, pero en seguida volvió a desviar su atención hacia los papeles que estaba consultando. La viejecita insistió: —Si ésta no es la sala de crímenes, ¿alguien podría decirme qué tengo que hacer, o adónde debo dirigirme, para denunciar uno? Esta vez, Martina de Santo alzó la cabeza y la observó con más detenimiento. La señora permanecía junto a la puerta, pero su actitud era decidida, y no parecía intimidada por los uniformes que pasaban a su espalda ni por el trajín de la comisaría, que hervía de actividad a esa hora de la mañana. —¡Agentes! —exclamó la vieja dirigiéndose a Martina y a otros dos investigadores de la sección de Homicidios, quienes trabajaban en sus mesas, ocupados con sus respectivos asuntos—. ¿Quieren atenderme o deberé dirigirme a los periódicos, en demanda de atención? Martina de Santo decidió dirigir una amistosa seña a aquella aguerrida ciudadana.

otro apartamento, el C, pero queda al otro extremo del mío y no puedo oír lo que su inquilino hace. En el C vive un hombre pulcro, soltero, un profesor, creo, que no da ningún problema. Los Ponce, en cambio, sí. —Entiendo —aseguró Martina, tomando notas con su pluma de plata; inquirió, con un deje de ironía—: ¿Cuál de estas personas, según usted, ha sido asesinada? —La señora Ponce —repuso, sin vacilación, Úrsula Ortiz de Camposoto; y añadió, con rotundidad—: Su marido, Rómulo Ponce, la mató ayer, entre las once y las doce de la noche. Martina enarcó las cejas. —¿Dispone de alguna prueba para sostener su acusación? —Una, al menos, que considero irrefutable: el silencio. Martina sonrió, cortésmente. —¿Le parece ésa una prueba material?

—Dudo que los periódicos vayan a solucionar sus problemas, señora, y no sé si nosotros seremos capaces de hacerlo, pero pase y siéntese.

—Dada mi experiencia, lo es. Como le decía, subinspectora, todas las noches el matrimonio Ponce protagoniza una violenta discusión a la hora de la cena. Primero son sus voces, subidas de tono; después, los gritos y algún plato roto, u objetos que se rompen en el calor de la disputa. Finalmente se apaciguan, se meten en la cama y hacen... eso.

Pálida y rígida, la mujer ocupó una silla enfrente de ella.

—¿El qué?

—¿Cómo se llama usted? —preguntó la subinspectora.

—Lo que suelen hacer marido y mujer —repuso la anciana, ruborizándose.

—Úrsula Ortiz de Camposoto.

—¿El amor, quiere usted decir?

—¿Cuál es el motivo de su presencia aquí, señora Ortiz de...?

—Sí, eso.

—De Camposoto. De los Camposoto de toda la vida. Como le adelantaba, vengo a denunciar una muerte.

—¿Cómo lo sabe?

Martina se recostó en su butaca y se abrió la americana. La funda de su pistola destacó sobre su camisa de seda blanca.

—Porque les oigo. Son como... animales en celo. En especial, el marido, Rómulo. Ruge y brama como un toro. Y ella también grita, cuando le sobreviene... eso.

—Soy la subinspectora De Santo. Exponga los hechos, si es tan amable.

—Entiendo —dijo Martina, sonriente.

—Todo sucedió anoche, a eso de las diez —empezó a relatar la anciana, con ímpetu; pero sus manos temblaban sobre su descolorida falda, demasiado calurosa para la primavera de Bolscan—. Mis vecinos, los Ponce, comenzaron a discutir a la hora de la cena. No me extrañó, pues lo hacen con harta frecuencia. A diario, prácticamente, y siempre a la misma hora, al caer la noche. Nuestros pisos son contiguos y las paredes, de papel. ¡Todo se oye, aunque una no quiera!

La denunciante la contempló con severidad.

—¿Dónde vive usted, señora Ortiz? —Resido en el tercero A del número 22 de la calle Virgen de la Alegría, cerca del parque. Ellos, los Ponce, en el tercero B. En nuestra planta todavía hay

—No, subinspectora, no me entiende. Lo que pretendo comunicarle es que esa pareja experimenta un cierto placer en atormentarse, y un cierto tormento en el placer. —Le sorprendería comprobar a cuántos matrimonios puede aplicarse esa norma. —Ya lo imagino —supuso Úrsula Ortiz—. Pero existe una diferencia: siguen vivos. Ella, María Ponce, no. Anoche dejé de escucharla minutos antes de las once, después de que profiriera una serie de amenazas y voces de


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socorro. Al otro lado de la pared se oyó un grito ahogado, y algo así como el peso de un cuerpo al caer al suelo. Después, Rómulo paseó por el piso como una fiera enjaulada. A eso de las tres de la madrugada se tumbó en la cama —lo sé porque crujieron los muelles— y debió quedarse dormido. Yo, como usted supondrá, no pude pegar ojo. A las siete de la mañana, Rómulo Ponce se despertó y conectó un ruidoso aparato, un taladrador o una sierra mecánica. Estuvo empleándolo más de una hora, hasta que el piso quedó en silencio. ¡Un silencio en el que ella, su desdichada esposa, ya no tenía cabida, pues estaba muerta! —¿Por qué está tan segura? ¿Hizo alguna comprobación? —¡Por supuesto! Me temblaban las piernas, pero salí al rellano y llamé al apartamento B. Rómulo Ponce tardó en abrirme. Estaba a medio vestir, con el pantalón del pijama y una chaqueta encima. Lo más delator era su rostro. ¡Llevaba el crimen grabado en la cara! Me quejé del ruido. Intentó despistarme diciéndome que estaba colocando una estantería, pero no lo logró. ¡No se engaña tan fácilmente a una Camposoto! —¿De los Camposoto de toda la vida? —ironizó Carrasco, otro de los agentes, que había oído la conversación.

—No me interesa, lo siento. —Le remitiré información, por correo ordinario. Tal vez entonces cambie de opinión. —No lo creo. Buenos días. La puerta del apartamento B se cerró. La subinspectora bajó las escaleras, salió del portal y caminó unos metros por la calle. Desde la acera de enfrente, observó la planta tercera del número 22. Las ventanas correspondientes al piso de Úrsula Ortiz estaban abiertas. Las de los Ponce, sin embargo, permanecían cerradas. Martina agradeció el fresco soplo de aire primaveral que flotaba desde un parque cercano, hasta que el portal volvió a abrirse y María Ponce salió a la calle. Se había puesto un vestido estampado, y recogido su melena en una cola de caballo. Miró a ambos lados, como para asegurarse de que nadie la observaba, y rompió a caminar a paso vivo en dirección contraria al chaflán que protegía a Martina de su visión. La subinspectora la siguió hasta una parada de autobús. María Ponce subió al primero que se detuvo y desapareció entre los pasajeros. Martina regresó al número 22, subió al tercero y volvió a llamar a la puerta de Los Ponce. Nadie contestó. En cambio, se abrió la puerta de Úrsula. La anciana asomó al rellano su ávido rostro.

Martina lo fulminó con la mirada. Humillada, la denunciante había bajado la cabeza, y se miraba las sarmentosas manos, cuajadas de joyas baratas. Eran las doce del mediodía. En las calles de Bolscan debía seguir brillando un sol tierno, primaveral, pero sus rayos no iluminaban la sala de Homicidios, pues carecía de ventanas. La subinspectora sintió necesidad de respirar un poco de aire fresco.

—¿Y bien? ¿Qué ha podido averiguar?

—Puedo acompañarla hasta su casa. Echaré un vistazo al piso de sus vecinos.

—Es lo que he visto, simplemente.

Los ojos de la anciana brillaron de excitación. Martina la precedió hasta la salida. Úrsula Ortiz caminaba despacio; tenía los tobillos hinchados, y la noche en vela parecía haberla envarado. La subinspectora la invitó a subir a su coche. Un cuarto de hora después, aparcaban en la calle Virgen de la Alegría. El número 22 carecía de ascensor. Subieron con lentitud hasta la tercera planta y entraron al domicilio de la denunciante. Era un piso pequeño y angosto, pero bien iluminado; la luz natural entraba a raudales por las ventanas. Úrsula invitó a la subinspectora a pasar a su dormitorio. Desde allí, le explicó, lo había oído todo: las voces, los gritos, los jadeos, el silencio y, después, el culpable deambular del asesino en trance de ocultar su crimen...

—¿Vio a María Ponce?

—No se oye nada —observó Martina—. No debe de haber nadie.

—Haga el favor de bajar la voz —rogó Martina—. Sus vecinos pueden oírla, y no les hará gracia enterarse de que les acusa de un crimen.

—No se fíe. Juraría que ese individuo sigue ahí dentro. La subinspectora salió del piso y llamó al timbre de la puerta contigua. De inmediato le abrió una mujer joven, no muy alta, bastante atractiva, con grandes ojos de color pizarra y una mata de cabello oscuro cayéndole sobre una camisa vaquera. —¿Señora Ponce? —¿Sí? —Disculpe las molestias. Represento a la enciclopedia Historia y Mundo. Si dispone de unos minutos, me gustaría exponerle las ventajas de nuestra última oferta editorial. Puedo asegurarle que las condiciones de suscripción son muy ventajosas.

—Que sus fundamentos eran erróneos. La señora Ponce sigue gozando de buena salud. —¡Eso es lo que usted se cree!

Martina asintió. —Descríbamela. La subinspectora lo hizo. Úrsula quiso saber cómo eran sus ojos, su pelo, su boca. La descripción coincidía, pero no por eso la anciana se dio por vencida. —¡Una suplantadora, eso es lo que vio!

—¡El marido contrató a alguien para que se hiciese pasar por ella, mientras iba a enterrar a su verdadera mujer! Martina de Santo decidió que no tenía nada más que hacer allí. Le entregó a la anciana una tarjeta con sus números de teléfono y regresó a comisaría. Durante la tarde, la subinspectora se ocupó de otros asuntos. A las nueve salió a tomar un bocado, pues tenía guardia. La sección de Homicidios quedó vacía a partir de las diez y media. Martina siguió trabajando en un par de casos atrasados hasta que, a medianoche, sonó el teléfono. —¿Subinspectora? Soy Úrsula Ortiz de Camposoto. ¿Recuerda lo que le dije acerca del silencio en el piso B? Pues bien, eso es lo que está sucediendo. ¡En el apartamento de los Ponce no se oye volar una mosca!


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—¿No se han peleado? —No. —¿Tampoco han hecho eso? —Tampoco —repuso Úrsula; Martina casi pudo sentir cómo se ruborizaba. —Entonces, ¿no tiene nada nuevo que contarme?

la finada. El rostro magullado de Úrsula Ortiz de Camposoto la contempló desde el eterno silencio de la muerte. —Está destrozada —dijo el médico—. Esa caída desde más de quince metros debió romperle la mitad de los huesos. Fíjese en esos golpes en el cráneo. El impacto debió ser terrible. —¿Cabe la posibilidad de que la golpearan antes de morir? —apuntó Martina.

—Nada en absoluto, subinspectora, y eso es lo más grave. ¡Ya son dos noches regidas por un silencio, nunca mejor dicho, sepulcral! Martina apeló a toda su paciencia. —Escuche, Úrsula. Para reaccionar ante una alarma debemos disponer de un indicio, por pequeño que sea. ¿Puede proporcionarme algo más que sus meras sospechas? Al otro lado del hilo hubo un silencio. Luego, Úrsula dijo, en voz queda: —He estado pensando en lo que usted vio esta mañana, subinspectora. Llamó al piso B y le abrió una mujer que se negó a atenderla. Después esa misma mujer, vestida de otra manera, abandonó la casa. En los dos años que he tratado a mis vecinos, jamás he visto a María Ponce con un vestido estampado, ni con el cabello recogido. Siempre lleva pantalones, y el pelo suelto. Tiene una melena preciosa, negra como ala de cuervo, y le gusta lucirla. ¡Le digo que no era ella y que la verdadera María Ponce está muerta! De seguir con vida se habría peleado con su marido, y después habría hecho eso con él. ¿Es que no lo entiende? —Lo siento, señora Ortiz. Créame que comprendo su actitud, pero no puedo actuar sobre una base tan débil. Procure descansar. Llámeme cuando se despierte, me alegrará saber que se encuentra bien. Pasó la noche. A las ocho de la mañana, Martina concluyó su turno y se fue a su casa para dormir unas horas. Se levantó a mediodía, tomó un ligero desayuno y se dirigió de nuevo a su puesto de trabajo. Al llegar a Jefatura le esperaba una desagradable sorpresa. —Una mujer ha muerto esta noche —le informó el inspector Buj—. La han encontrado hace unas horas, en el hueco del ascensor de su casa. El agente Carrasco se encarga del caso. Según su parte, durante la madrugada no hubo ningún aviso. —Estrictamente, no —dudó Martina. En cuanto el inspector se metió en su despacho, Martina se precipitó a la mesa de Carrasco. Su compañero había dejado anotado en un papel una dirección y un nombre: Úrsula Ortiz de Camposoto, calle Virgen de la Alegría, 22. El pulso de la subinspectora se desbocó. Llamó a Carrasco al busca y le interpeló. La mujer estaba muerta. Un vecino había hallado su cadáver a las nueve de la mañana, pero el forense dictaminó que el fallecimiento se había producido de madrugada, hacia la una. Ciertamente, opinó Carrasco, era extraño que una mujer mayor, que, además, vivía sola, hubiera salido de su piso a una hora tan intempestiva. Todavía era más raro que nadie la hubiese oído caer desde un tercer piso. Carrasco estaba en el Anatómico Forense. Con un vago sentimiento de culpa, Martina se dirigió hacia allá. El forense accedió a mostrarle el cadáver de

—¿Se refiere a si pudo ser víctima de un atraco? —intervino el agente Carrasco—. No, no lo creo. En su casa no parecía faltar nada. La cama estaba deshecha, como si se hubiera levantado en mitad de la noche, pero el cuerpo apareció vestido. —Quisiera comprobar sus objetos personales. Un auxiliar trajo una caja de cartón. En su interior yacían las prendas con que Úrsula había visitado la comisaría en la mañana anterior, incluido el absurdo sombrerito. Era obvio que la señora Ortiz se disponía a salir. “¿Hacia la comisaría?”, se preguntó Martina. —Fue un accidente —sentenció Carrasco—. El ascensor estaba averiado. Es un modelo antiguo, y carece de cerradura de seguridad. La mujer se pondría nerviosa al comprobar que no bajaba, abriría la puerta para comprobar dónde estaba la cabina, se asomaría y caería al vacío...


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—¿Disponemos de las llaves de su piso? Carrasco asintió. —Démelas, quiero hacer una comprobación. —¿Por qué? ¿Tiene alguna sospecha, alguna pista? Martina murmuró:

cama de Úrsula, y pegó el oído a la pared. A las nueve, oyó abrirse la puerta del piso B. Unos pasos deambularon por las habitaciones contiguas, o por el pasillo, para detenerse justamente al otro lado del tabique. La subinspectora oyó toser a Rómulo Ponce, cómo se tumbaba en la cama y de qué descuidado modo dejaba caer los zapatos sobre el suelo de madera. A las diez sonó el timbre. Rómulo se levantó para abrir. Se trataba de una mujer. Atenuada, Martina reconoció su voz: era la misma a la que había ofrecido una suscripción de falsos fascículos. La mujer entró al dormitorio. Martina escuchó susurrar a Rómulo, y cómo su respiración se hacía más rápida a medida que crujían los muelles de la cama. Ninguno de los dos hablaba, pero su mutuo placer empezó a expresarse en jadeos, y brevemente en sofocados gritos. Cuando todo quedó en silencio, la voz de Rómulo pareció sonar en el dormitorio donde vigilaba Martina. —Raquel... —dijo con claridad—. Raquel... Martina de Santo salió al rellano y llamó al timbre de la casa B. Esta vez no iba a ofrecer una enciclopedia, o la pistola no brillaría en su mano.

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¡Ya a la venta la nueva novela de Juan Bolea! Sinopsis de Orquídeas Negras, de Juan Bolea En marzo de 2009, un joven vulcanólogo llamado Ricardo Dax llega a la isla de El Hierro.

—Sólo el silencio. Eran las siete de la tarde cuando la subinspectora regresaba al número 22 de la calle Virgen de la Alegría. El ascensor seguía detenido en el último piso; se oían las voces de los operarios que procedían a su reparación. Martina bajó al sótano y, a través de la reja, inspeccionó el lugar donde había caído el cuerpo, cuya silueta había sido dibujada con tiza. Todavía se distinguían en el suelo restos de sangre. La subinspectora subió las escaleras hasta la tercera planta. El rellano era de baldosa color tabaco, y por eso tardó en descubrir una horquilla junto al felpudo del piso de la víctima. Estaba descascarillada, pero tenía adheridos un par de cabellos canosos; pertenecientes, sin duda, a la difunta propietaria. Sin hacer ruido, Martina abrió y cerró la puerta del piso A. Las persianas seguían alzadas, pero la luz del exterior comenzaba a dar paso al atardecer. Sobre las ocho y media, anocheció. Martina se sentó en una silla, junto a la

Durante los meses previos se han registrado temblores que podrían hacer presagiar una catástrofe de dimensiones similares a la de 1971, en el volcán de Teneguía, en La Palma, o en 1909, en el Teide. La misión de Dax consiste en realizar con la mayor discreción posible un mapa sísmico del archipiélago y detectar sus potenciales riesgos: terremotos, tsunamis, nuevas erupciones volcánicas… Desde un punto de vista muy diferente, Ricardo Dax llega a este remoto lugar que para los antiguos era el fin del mundo conocido para olvidar. Su novia, Leticia, ha muerto durante esa pasada Navidad, en Barcelona, en un accidente de moto. Y ya desde su primera aproximación a la isla, sospecha que su estancia allí va a estar condicionada por factores bien distintos a los meramente científicos. La vida en la pequeña isla se anuncia claustrofóbica. Pocos habitantes, cierta hostilidad a los extraños y demasiado interés por las vidas ajenas. Amor, relaciones complejas, sexo, alcohol, traición, muerte,…


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PARA EL CAFÉ

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PARA EL CAFÉ

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PARA EL CAFÉ

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PARA EL DESCANSO

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Poesía

El bosque nos espera.

Hay un resto de noche junto al día que empieza.

El bosque nos espera los pájaros ocultos corean nuestros nombres Oe, oe, oe

El bosque nos espera y nosotros caminamos entonando el ritmo de los pájaros, agitando las manos como girasoles. No hay fuentes que calmen nuestra sed al otro lado del bosque entonces, ¿por qué este dulce caminar hacia la muerte? Miguel Ángel Martín

del poemario Suponiendo la cicatriz como posibilidad de la herida (Amargord, 2010)

La sangre sobre la nieve es más roja y más azul tu desnudez lirio en el tallo que te rompe con la fuerza de tu peso. Me hice campana para guiarle hasta tu abrazo aún quemaba mi piel en la aurora de hielo afiló y engrasó las estacas metódicamente para hacer justicia temblaba al clavarme frente a ti contemplé su erección y su mirada turbia al besar sus labios con mis dedos cayó muerto Un moscardón en tus pulmones zumba el final de tu agonía y mi tortura nuestro charco de sangre se disuelve en esta esponja blanca Ángela Saiz

¡Qué Horror! Autor {Victor Salgado Ferreiro}...

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Sobre Vlad Draculea El Empalador (1431- 1476), uno de tantos héroes de la Historia

Para hacer justicia

Esther Rodríguez Cabrales

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Rebeca Álvarez Casal del Rey

desnudez del cuerpo tendido nadie habla apenas un gesto

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También hay una niña, está tumbada al sol, sobre la hierba. Y hay un resto de noche de perfil, tal vez (si le dejara) besaría sus ojos. Pero la niña duerme, de momento el cuervo no es más que un pájaro.

Los caminos abiertos muestran sus venas color púrpura y las ramas de los árboles saludan como serpientes cariadas.

gesto de ropa rendida en un cuarto olvidado como muerta abandonada en algún rincón de la realidad ¿? pendientes hundidos en la desventura [...] un libro de poemas aún no escritos los zapatos permanecen anclados en la infancia bajo la cama siempre sueños y un foco alumbrando

d

Hay un resto de noche de perfil despeinando muñecas cerca del mediodía. Y de pronto abanica el aire que lo encierra y callan las chicharras un instante.

No hay jade, no hay orquídeas no hay sol al otro lado del bosque.

Poema en un sólo acto

la III e

Hay un resto de noche de perfil, próximo a la piscina. Su ojo es el punto de fuga del jardín, su silueta forma sombras chinas sobre el muro, enjaulada por verjas que el reflejo del agua hace temblar.

Escena trágica o desnudez del suicidio

en or

Cuervo.

o era un fantasma quien surgió entre la niebla. Venía en mangas de camisa. Se acercó apresuradamente hasta mi coche. Era uno de los muchos conductores que, como yo misma, habíamos aparcado en la cuneta esperando que la niebla se disipara. El pitillo que sujetaba entre los labios bailaba al son que castañeaban sus dientes. Golpeó con suavidad mi ventanilla e hizo señas pidiéndome fuego. No parecía un tipo peligroso y yo me había quedado sin tabaco. Le dejé entrar en mi vehículo. ¡Que horror!–dijo aterido, a modo de saludo. Me ofreció un cigarrillo y, cogiendo el encendedor del salpicadero, lo encendió galantemente antes que el suyo. Me hizo reír con sus chistes sobre fantasmas. Pusimos música y coqueteamos. Niebla fuera, humo dentro. Entre vapores, quiso besarme. Cedí a sus encantos. Siempre aprovecho ese momento para arrancarles la lengua de un bocado, mientras hundo mis uñas entre sus vísceras. Prefiero cazar dentro del coche. ¡Hace tanto frío afuera!


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Cronos

Autor {Manuel Trigo}...

En anteriores capítulos... Cronos cuenta cómo se vio diezmada la población de su nave debido a una simple gripe, debido al anquilosamiento del sistema inmunológico. Comienza a explicar que algo falló en el rodamiento motor.

«T

al como te acabo de comentar, la nave que salió de la Tierra era una enorme mole en forma de largo proyectil que había conseguido escapar de la fuerza de atracción terrestre a base de viva fisión nuclear para elevar el peso de sus bodegas repletas de material. Con aquellos materiales, ya en el espacio, se construyeron varios anexos, como las huertas adheridas al módulo tres y dos gigantescas ruedas, que se fijaron a ambos lados de la proa, con lo que la nave tiene el aspecto de un rudimentario tren de aterrizaje delantero de un avión. —Eso no me aclara mucho, hay muchos tipos de trenes de aterrizaje. Pero he visto fotos. Debo de tener alguna en esta carpeta. —Mientras la busca, imagínese un brazo estirado, eso sería la nave original, el misil que salió de la Tierra. El hombro sería la parte trasera o módulo seis y la mano la proa, o módulo uno. Aunque en un principio, existía un módulo siete, que consistía en un enorme depósito de agua que nos dio el empuje al evaporarse a fuerza de siete reactores nucleares abiertos. Siete bombas nuclea-

res bajo nuestros pies nos sacaron de la Tierra. Luego, desechamos esa fase y no utilizamos los materiales por su elevada contaminación radiactiva. Ese no lo tendrá en la foto. El motor del módulo seis es un eyector pulso—iónico, movido por una minicentral nuclear de fusión, mucho más lento, pero mucho más seguro y con un consumo despreciable de cualquier materia digna de ser atomizada, ionizada y lanzada hacia atrás con velocidades cercanas a la de la luz. De modo que cualquier materia es apropiada para utilizarla como combustible propulsor y daba salida a determinados desperdicios que de ninguna manera pueden ser reciclados. El consumo eléctrico del motor, y del resto de la nave, queda garantizado por nuestra minicentral, diseñada para funcionar durante varios milenios con nuestra reserva de deuterio y tritio, los isótopos de hidrógeno que el pequeño reactor convertía en helio, y que a su vez pasaba a ser expelido en el propulsor del pulso—iónico. —Muy interesante, pero se va por las ramas en cuanto me descuido. Le recuerdo que me estaba haciendo un símil del aspecto de la nave y ya tenemos la fotografía delante. —Sí, perdón. ¿Ve estos seis cilindros que rodean el fuselaje principal, justo en la mitad de su longitud? Eso son las huertas que fabricamos una vez iniciado el viaje. Después construimos esas gigantescas ruedas a ambos lados de la proa que casi llegan hasta las huertas. Esos tres radios que tiene cada una son huecos, a modo de pasillos, y comunican las ruedas habitables con el eje y, a través de éste, con el fuselaje principal de la nave. Estas ruedas giran y la fuerza centrífuga simula la gravedad, con lo que la gente caminaba por su interior con los pies apoyados sobre la parte más distante y la cabeza dirigida hacia dentro, hacia el eje de giro. Por tanto, los tres radios que iban hacia el centro eran como tres chimeneas que salían del techo del curvo pasillo. Al ascender por ellos se pierde gradualmente la gravedad hasta desaparecer al llegar al centro, al rodamiento, al grave problema. Antes, todo ese destrozo que ve en la foto estaba cubierto por una preciosa cúpula aerodinámica. —¿Qué sucedió? —Verá: El gran rodamiento era de agujas, de esos que en lugar de bolas llevan una especie de rodillos, que no sé por qué se les llama agujas, y menos en este caso, pues cada aguja era un cilindro del tamaño de un bidón de cincuenta litros. El eje de giro es un tubo con un diámetro interior de tres metros de diámetro que sobresalía por ambos extremos de la cúpula, terminando en esas trifurcaciones, comienzo de los radios de las ruedas. Al ascender por cual-


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dejó de funcionar. En un rodamiento común, esas agujas, o las bolas en los rodamientos de ese tipo, son de un acero de gran calidad; más cuanto más se piense exigir al rodamiento. Sin embargo, nuestras agujas eran a la vez los imanes del inducido del motor y habíamos utilizado neodimio en pro de conseguir la mayor cantidad de gauss posible. —¿Gauss? —Sí, es la medida de un campo magnético. Necesitábamos una gran potencia en los imanes, pues era fundamental para que el rodamiento motor pudiese mover tan gigantescas ruedas. El problema del neodimio resultó ser la duración. El rodamiento se había visto sometido a un sobreesfuerzo permanente, debido al desequilibrio de las ruedas. Las personas moviéndose sin cesar de un lado a otro de la rueda provocaban un desplazamiento de masas considerable que acusaba gravemente el rodamiento. —Eso sí lo entiendo bien. Mi coche perdió hace poco uno de los contrapesos de equilibrado de una de las ruedas y al llegar a cierta velocidad vibraba el volante, y eso que se trata de un plomillo de sólo unos pocos gramos. quiera de los radios se llega a estas trifurcaciones, entrando en el eje central. Nada más entrar en él, por cualquiera de los dos extremos, hay unas aberturas para salir de ese eje tubular y salir al exterior, que antes era el interior de la cúpula, igualmente presurizada, como toda la nave. Un poco más hacia el centro se encontraban las agujas del rodamiento. ¿Me sigue? Pone usted cara de enterarse de poco. —Siempre he sido muy transparente. Se me ha notado, ¿verdad? Pero no se preocupe. Siga contando, que aunque eso no se ve en la foto, ya comprenderé lo que pueda cuando me lleguen los informes de los técnicos. Mi función es otra. No es la parte de la historia que más me interesa. —Pues le interese o no, se la cuento porque el rodamiento lo diseñe yo y yo soy el protagonista. Déjeme ese bolígrafo y un papel para que le haga un boceto mientras le cuento. La innovación tecnológica que propuse fue integrar el motor que hacía girar a las ruedas en el propio rodamiento, hacer que ambas cosas fuesen una sola, un rodamiento que se moviese solo, aplicando electricidad, por supuesto, pero sin motores acoplados. Los bobinados del inductor estaban en el anillo interior. Éstos inducían corrientes en los potentes imanes que eran en realidad esos cilindros—aguja, que antes comparé con bidones. De modo que el anillo exterior estaba forrado interiormente de esos rodillos, y se mantenían adheridos por la fuerza de su propio campo magnético. Así, al aplicar corriente a los bobinados del exterior del anillo, los cilindros imantados se ponían solos a caminar, a rodar sobre la superficie interior del anillo. Ahora, sólo falta completar el rodamiento con el anillo interior, que al estar ajustado a los rodillos, también se ponía a girar movido por éstos. Y este anillo interior giratorio era precisamente ese gran eje hueco que salía por los laterales de la cúpula para convertirse en los tres radios que movían cada rueda. Pues es verdad, es usted muy transparente. Se le sigue notando que no se entera. —Entiendo la forma de todo ello, pero los tecnicismos de los imanes, los bobinados y todo eso me queda un poco grande. No es mi especialidad. —No se preocupe. Puede resultar demasiado técnico. No insistiré en hacerle comprender cómo funcionaba, lo que quería contar es por qué

—En el volante lo notabas, pero eso hace vibrar el vehículo entero, y el neumático transmite la vibración a éste a través del rodamiento, y nuestro rodamiento era débil. Los imanes comenzaron a agrietarse y se desprendieron pequeños fragmentos de su superficie, haciendo funcionar al rodamiento sobre grava metálica. El problema se acentuó hasta el extremo de pensar que si se desprendía un trozo suficientemente grande se pudiese gripar, parando en seco a las ruedas. La inercia podría dañar o partir los brazos o la proa de la nave. Se decidió invertir la polaridad del suministro eléctrico y parar las ruedas lentamente para intentar repararlo.

Continuará...

EN EL PRÓXIMO CAPÍTULO. ¿Podrán reparar el rodamiento? ¿Tan importante es para el buen funcionamiento de la nave?

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PARA EL WATERCLOCK

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Refugio

Autor {Asier Chueca}...

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unto con la primera claridad del alba que se colaba por los resquicios de las persianas, los primeros retazos de conciencia fueron poco a poco penetrando en su mente. Los mecanismos de su cuerpo empezaron a ponerse en marcha lentamente, con parsimonia. Era uno de esos privilegiados que necesitaba pocas horas de sueño. No dormía más de seis, pero con la profundidad de un niño. Él siempre decía que era el sueño de un hombre con la conciencia tranquila, limpia por el deber cumplido; el que le marcaba su pueblo. Relajado, disfrutó de esas primeras sensaciones. Eran, con mucho, las mejores del día. Poco a poco, aunque de alguna manera un paso por detrás, fueron llegando otros sentimientos menos agradables. Los primeros síntomas de dolor que le recordaban su afección fueron abriéndose camino. Sufría la enfermedad de Parkinson. Era molesto, pero no le impedía tener una vida normal. Al menos de momento. Su mente intentó escabullirse de aquel tormento. Sabía bien cómo hacerlo. Abrió los ojos a la claridad del día, y la buscó, en su rincón, al otro lado de la cama. El mejor bálsamo contra la enfermedad. Su amada yacía allí, como todas las mañanas, aún dormida. La observó con ternura, mientras una tenue sonrisa se dibujaba en un rostro poco acostumbrado a expresar emociones. Alargó la mano, con cuidado de no despertarla, y le acarició el rostro con la yema de los dedos. “Te adoro, mi amor” le susurró al oído. Ella se movió de manera imperceptible, mientras su subconsciente le agradecía aquel gesto obsequiándole con una sonrisa satisfecha. Aquello formaba parte del sencillo ritual que seguía todas las mañanas desde que la vida les había unido. Al menos, todas las que aquella maldita guerra les permitía dormir juntos. En aquellas caricias y palabras llenas de sensibilidad exponía su corazón. Nada podía describir el escalofrío que le recorría todo el cuerpo en aquellos momentos en los que sus sentimientos salían puros a la superficie. Deseó poseerla, pero desechó aquel sentimiento con rapidez, ya sin apenas añoranza. Hacía ocho meses que debido a la enfermedad había perdido la capacidad de amar físicamente. Aquello lo entristeció, sobre todo por ella, que aún era lo suficientemente joven para necesitarlo. La entereza que mostró al saberlo, el desinterés ante el hecho, lo colmó por completo. Su amor estaba por encima de las necesidades físicas. Él apenas lo notó. Aquella demostración de ternura matutina le llenaba un millón de veces más que cualquier acto guiado por un instinto animal. Era el amor desde la paradoja de la razón, desde la frontera del intelecto. Un amor puro que se basaba en la lógica que le marcaban sus sentimientos. Sin más explicación. No había necesidad. Sencillamente la amaba. La sinrazón de la vida y del destino. Mientras el mundo se volvía loco y aquella guerra interminable avanzaba inexorable; el amor florecía

en sus vidas llenándolas de alegría, a pesar de la época oscura que les había tocado vivir. La desdicha generalizada se disolvía en sus miradas llenas de complicidad y ternura como un azucarillo en el café. Intuyó su cuerpo atlético bajo las sábanas. Sus facciones, angulosas, relajadas ahora por el descanso, estaban llenas de la vitalidad de la juventud. Era una mujer bastante más joven que él, pero a pesar de lo que había pensado la gente al principio, le correspondía. No perseguía ni su posición ni su dinero. Le amaba como él la amaba a ella. Sin más. Se lo veía en sus ojos. Todos los días. Todo el tiempo. La jornada que comenzaba iba a ser larga. Perezoso, se incorporó y salió con sigilo de la cama. Se calzó las zapatillas a tientas, sin encender la luz para no despertar a su amada, mientras abandonaba la habitación dispuesto para un nuevo día.

*******************

Observó su reflejo en el espejo mientras se desvestía antes de ducharse. Desde que empezó aquella maldita guerra había envejecido mucho. El estrés hacía que la enfermedad avanzara, y a pesar de sólo contar con cincuenta y dos años, su aspecto era el de un hombre de setenta. Torció el gesto al girarse hacia la ducha. El malestar empezaba a penetrar poco a poco en las articulaciones. Abrió el grifo mientras se preparaba para el sufrimiento de todas las mañanas. Durante unos segundos, el agua fría, casi congelada, le desperezó por completo a la vez que hacía que el dolor del cuerpo se volviera insoportable. Después, al girar la rueda del agua caliente, sintió alivio, mientras notaba como se le desentumecía el cuerpo. Era su penitencia particular, pero gracias a ella aguantaba mejor el transcurso del día. Después de secarse, no sin cierta dificultad, se puso el uniforme junto a las botas y el resto de su vestimenta militar. Asomó por la cocina, lo justo para desayunar algo frugal: unas tostadas y un café. Cambió unas palabras de cortesía con la criada, mientras su mente, perezosa, siguió resistiéndose a centrarse en lo que le deparaba el día. De nuevo pensaba en ella. Su amada había asumido sin protestar todos aquellos años en la sombra. Era consciente de que sus quehaceres le absorbían sobremanera, y prefería pasar los días en la casa de las montañas a la espera que él acudiera allí el fin de semana. Al principio todo aquello había sido sin duda lo más adecuado; pero en los últimos meses había empezado a echarla demasiado de menos. Cada vez se sorprendía más a sí mismo pensando en ella en mitad de una reunión, o en pleno apogeo de un desfile. Por no hablar de la soledad que sentía por las noches cuando se acostaba. Toda aquella añoranza había hecho


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que se planteara pedirla matrimonio y que se mudara con él a la capital, pero le daba miedo su respuesta. A ella le horrorizaba todo aquel ambiente militar en el que él se veía obligado a moverse debido la guerra. La presencia del chofer y la escolta en el exterior de la casa le sacó de su ensimismamiento. Los observó desde el gran ventanal de la cocina, inquietos por la responsabilidad de escoltarle. Era hora de marchar. Antes de hacerlo regresó hasta la habitación. Asomó la cabeza lo justo para verla removerse tranquila en la cama, mientras ocupaba el espacio que él había dejado él libre. Con cuidado de no despertarla, le lanzó un beso silencioso y cerró la puerta tras de sí.

Durante el viaje de vuelta la melancolía de la separación le resultó insoportable. Más que nunca. Toda suerte de locuras pasaron por su mente. El deseo de dejarlo todo y huir con ella le asaltó con fuerza. Escapar lejos de toda aquella histeria que parecía haber embargado al mundo. Suspiró, mientras movía la cabeza de un lado a otro. Jamás podría hacer semejante disparate. Su destino estaba marcado por aquella guerra, era demasiado lo que estaba en juego. Soltó una carcajada risueña, ante la sorpresa del chofer, que le observó desde el retrovisor de reojo, inquieto. Definitivamente, tendría que traerse a Eva con él. Su ausencia le hacía perder el tiempo pensando en tonterías.

Se recostó en el asiento, y por primera vez en toda la mañana, su cerebro se centró en la jornada que tenía por delante. Aquél iba a ser un gran día. En un par de horas tenía una reunión con los altos mandos para tratar por fin el gran problema. Él lo había tenido claro desde el principio, pero en contra de su manera habitual de actuar, los dejó convencerse solos. Había permitido que la situación madurase y que la realidad cayese por su propio peso. No era una decisión fácil de tomar. Era consciente de las terribles connotaciones que tenía el asunto. El resto del viaje hasta Berlín se produjo sin novedad. Cuando salió del coche Eva había pasado a aquel refugio en su subconsciente donde se quedaban atrapados sus sentimientos. El hombre dejaba paso al líder implacable. Al monstruo sin escrúpulos lleno de odio racial. Su mente volvió a repasar con rapidez el discurso que iba a pronunciar. Hacía ya varios meses que la situación en los ghettos se había vuelto insostenible. Los campos de Auswitz, Dachau, Mauthausen, Treblinka,… estaban preparados a la espera de la orden. “La Solución Final”, como él sabía desde el principio, se tendría que llevar a cabo. Y aquél era el día en que se aprobaría. Una sonrisa helada empezó a dibujarse en los labios de Adolf Hitler mientras su pasos resonaban por los pasillos de la cancillería del III Reich rumbo hacía el exterminio final. El holocausto en su última fase estaba a punto de comenzar.


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Próximas Exposiciones

James Orloque

Diciembre de 2010 Exposición en preparación en Madrid. Sala sin confirmar. Consultar en www.orloque.com.

Fotógrafo {James Orloque}...

U

na obra en continua progresión. Una mezcla nada improvisada de fotografía, pintura y diseño gráfico. La observación y la experimentación como punto de partida y desde ahí, un proceso de evolución incesante al que el artista no pone límites. James Orloque se define como autodidacta. En el origen de sus fotografías, más allá del mero aprendizaje de las herramientas habituales para desarrollar su trabajo, se encuentran otros elementos de mayor relevancia. Primero, la influencia, claramente visible en su obra, de grandes maestros de la pintura como Rubens, Caravaggio, Rafael, El Bosco, El Greco o Picasso, a quienes él

considera precursores de cualquier tipo de arte visual. En este sentido, el estudio de la iluminación, la composición y el trazado de las pinturas de estos genios del pasado ha resultado fundamental en el planteamiento de su propio concepto creativo. En segundo lugar, la auto producción de su puesta en escena. Mediante un decorado, compuesto de forma totalmente artesanal y tan sólo con la ayuda de su única asistente, consigue recrear en sus composiciones un universo que da amplia cabida a su rompedor concepto visual. Continúa en la página 18


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Más información en: www.orloque.com contact@orloque.com

“Guernica”


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“Mask W1”

Artista {James Orloque}...

“Redemptio”

Y por último, el uso de herramientas modernas, de nuevas tecnologías como la post-producción y el retoque digital, fundamentales en una obra innovadora como la suya y que le han permitido plasmar físicamente un mundo imaginario definido en su interior mucho antes de disparar el diafragma de su cámara. Viene de la página 16

De este modo, James Orloque ha ido construyendo un mundo imaginario propio, impactante y, aunque cargado de referencias clásicas e históricas, único y personal.

“Mirror”


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Dos Hombres y un Destino Autor {Miguel Paz Cabanas}...

L

a mañana del 25 marzo de 1968, sentado en un avión de propulsión a chorro, Ignacio Torices Abad, detective privado, volaba hacia Londres acompañado por un miembro de la policía secreta española, cuyo apodo, El Calvo, no se debía a una deficiencia capilar, sino al apellido que le correspondía por consanguinidad desde tiempos inmemoriales. Los dos se habían conocido medio año antes, diremos que en circunstancias insólitas, pero que habían sido el preludio de una misión que mantendría en vilo al mismísimo régimen de Franco. Agustín Calvo, natural de Écija y casado con una manchega que le había proporcionado once hijos, ejercía como comisario en el distrito de Vallecas, donde le precedía un prestigio de modales broncos y métodos poco ortodoxos. De complexión robusta, su forma de andar por las calles tenía algo de apatía desafiante, lo que inspiraba en los maleantes madrileños un legendario pavor. Poco imaginaba el comisario que su culo flotaría semanas después en las aguas del Río Támesis, pero la palidez de su rostro denotaba que la idea de volar sobre el océano no era, en ese momento, y a pesar de su bizarría, una contingencia placentera. Para Ignacio Torices, su compañero, aquel también era su primer viaje en avión. Huelebraguetas de poca monta, adicto a las paellas de arroz caldoso y las copitas de chinchón, la causa de su presencia se atribuía a su parentesco con un subsecretario de Estado y a que, pasmosamente, poseía un somero pero aseado dominio del inglés. Torices lo había adquirido gracias a un curso por correspondencia y al hecho, quizá menos voluntarioso, de haber ejercido de crupier en las Islas Canarias. La gestión que tenían que realizar estos dos hombres en tierras británicas era poco menos que un secreto de Estado. Citados a la misma hora y en el mismo despacho por un funcionario que ostentaba una oscura autoridad, las palabras que éste les había dedicado medio año antes todavía resonaban en su mente, aureoladas por una vehemencia teñida de presagios: ―Se espera de ustedes -les conminó en tono solemne- que cumplan su trabajo con discreción y eficiencia ejemplares, a expensas de recibir los máximos galardones…o pasar el resto de sus días persiguiendo pulgas en una penitenciaria. A lo que el policía había respondido entrechocando sus talones con el brazo en alto, mientras Torices, más impresionable, se sobaba imprudentemente el cuello de la camisa.

El mismo Caudillo los recibiría en El Pardo antes de partir, recodándoles la lista de afrentas que la patria había sufrido a manos de la pérfida Albión. No nos fallen, les dijo con su voz de falsete, entregándoles personalmente los billetes para el vuelo.

En Londres, a pesar de haberse iniciado la primavera, lucía una escarcha póstuma en los árboles y hacía un frío húmedo y clerical. La secular niebla de la City se derramaba desde Camden Town hasta la Abadía de Westminster, y el Río Támesis, fiel a su leyenda, bajaba más lúgubre y turbio que nunca. Alojados en una lujosa pensión de Brompton Road ―no se había reparado en gastos: algo que desconcertó a los dos hombres de manera distinta―, Calvo y Torices se quedaron ensimismados largo tiempo, hasta que, recordando la imagen de las pulgas y los pijamas de los presidiarios, decidieron que era hora de ponerse en marcha. Lo cierto es que, por asombroso que resulte confesarlo, ninguno sabía exactamente en qué consistía su misión. O mejor dicho, cuál era el objetivo de la misma, pues lo que sí habían recibido era una serie de pautas minuciosas, que incluían un vestuario excéntrico, unos contactos impredecibles y el nombre de un local ―pub, lo llamaban― donde dar comienzo a la rueda de sus pesquisas. La bruma opulenta que empapaba Londres esa tarde no impedía que la ciudad hiciese gala de su cosmopolitismo, reflejando la delicia mística que, de un modo exaltado, habían dejado en Europa los años sesenta. Las plazas eran estuches de colores, llenas de jóvenes lánguidos y risueños, que paseaban despreocupados bajo la indulgente mirada de los bobbys. A costa de mimetizarse, Calvo se había vestido con las ropas de un hippie, mientras Torices, con su chaqueta Harrington y sus pantalones de mezclilla, tenía, probablemente, un aire más mod. Ambos se encontraban igual de ridículos ―quizá un poco más Calvo, con su cinta en la frente y su blusón estampado―, pero eso no les impedía caminar por la calle con aire resuelto, con el arrojo de quien se dirige lealmente a cumplir un servicio capital. El primer paso de su periplo lo dieron en pleno Soho, entre las brumas ― éstas menos gélidas― de un pub donde no cabía ni un alfiler. Les llevó un tiempo dar con su contacto ―por fortuna, un camarero español―, por lo que al distinguirlo entre la muchedumbre de caras rubicundas ―trasportando con aplomo una bandeja llena de pintas espumosas―, los dos hombres, visiblemente nerviosos, se miraron a la vez con alivio. ― ¿Es usted Benavente? ―le inquirió el comisario Calvo. ―No; soy de Cuéllar, Segovia.


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―Me refiero a su apellido, cojones. ―Dispensen, con este ruido no se entera uno de nada. Les estaba esperando. Vengan. El camarero Benavente nacido en Cuéllar era un hombre cachazudo e informal, poco dado a las pompas y ceremonias que tanto complacían a los ingleses. Enseguida trabó amistad con sus compatriotas, y aunque ignoraba la causa de su presencia, se prestó a ayudarles sin ningún reparo. ―Me llamó un primo de Toledo, Armando Ruiz, no sé si habrán oído hablar de él: es empresario musical, vamos de esos que organizan festivales de todo tipo; imagínense, incluso estuvo a punto de participar en el de esos melenudos de Liverpool, los bitels, o como quiera que se llamen. El caso es que me dijo que vendrían dos amigos suyos a conocer Londres y de paso intentar fichar a una estrella pop. ¿Me equivoco? El comisario Calvo y el detective Torices asintieron al unísono, sin tener muy claro de qué iba el asunto. No conocían al tal Armando y la idea de reclutar a un músico inglés les resultaba estrambótica, pero no entraba en sus planes poner en duda las consignas del Caudillo. El comisario carraspeó con una flema solemne y, recolocándose la cinta que se deslizaba sobre su frente a causa del sudor, inquirió: ― ¿Tiene más instrucciones? ―Lo que me llegó es un sobre lacrado para ustedes, que me enviaron por valija diplomática. Imagino que se trata de algo serio, ¿no?... ¿Gibraltar, acaso? El comisario dio un respigo al oír aquel nombre deshonroso y se puso tieso como un poste. ―Concierne, sin duda, a un asunto de Estado―replicó con sequedad―, pero tenemos órdenes de guiarnos según la más estricta reserva. ¿Ha comprendido, Betanzos, digo Benavente? ―agregó con un timbre amenazador. El otro, lívido, se limitó a ir por el sobre y a entregarlo con inusual rapidez. ―Por supuesto, faltaría más, perdonen mi imprudencia… Les ruego que… ―Olvídelo―zanjó Calvo. La patria sabrá agradecerle su discreción y su entrega desinteresadas. En fin, creo que no tenemos más que expresarle nuestra gratitud y marcharnos de aquí, ¿no, Torices? Pero en ese momento entraba en el pub una liga de jovencitas ligeras de ropa que, entre risas, dejaron en el aire una estela de promesas e insurrección. ― ¿No podríamos quedarnos a tomar una cervecita, comisario?―propuso el detective al verlas. ***

En un rapto de lucidez, mientras veía sus calzoncillos colgados de una lámpara de Tiffany’s y su polla entre los golosos labios de una inglesa de cutis oscuro, Ignacio Torices Abad, se preguntó con una mueca de estupor lúbrico cómo había llegado a esa situación.

La situación se remontaba a una velada de origen dudoso, vinculada a una fiesta con invitaciones exclusivas y formalizada nocturnamente en una mansión de porte aristocrático. En su interior, sin embargo, no parecían hospedarse miembros de la realeza británica, sino una serie de tipos piltrosos que, rodeados de mujeres y alcohol, entonaban estridentes himnos psicodélicos. En medio de aquella orgía acústico-carnal, Calvo y Torices (que se suponía acudían de incógnito, o representando un papel falso), se hallaban bastante aturdidos, aunque en ningún instante habían perdido el norte de su misión: que consistía en permanecer el tiempo necesario en aquel territorio (que Calvo, con énfasis catequista, había calificado de diabólico), hasta dar con un representante de bandas musicales llamado Rudolph Hughsbury. Sucedió que el susodicho no se personó hasta bien avanzada la noche y los dos españoles tuvieron que adaptarse como pudieron al clima libidinoso que impregnaba la casa. En honor del comisario Calvo, diremos que mantuvo en todo momento la compostura y que, fuera de una larvada agresividad suscitada por sendos gintonic, no perdió en ningún momento el decoro, conservando intacta su honra y lucidez. Lamentablemente, Torices sí se dejó arrastrar por sus impulsos más procaces y acabó como hemos descrito hace sólo unos párrafos. A las dos de la madrugada, hora inglesa, Calvo consiguió entrevistarse con Hughsbury, al que pudo reconocer por la descripción que figuraba en el sobre lacrado que les entregara Benavente. Se trataba de un galés escuálido, de ojos bulbosos, vestido con una visera de cuero y una horrorosa casaca verde. Es probable que en otro contexto ―pongamos que hablamos de Madrid―, Calvo lo hubiese tomado por lo que era, es decir, un inglés afeminado y perverso, y le hubiese hecho pasar unas horas intempestivas entre las paredes de algún calabozo. Pero no le quedó más remedio que contenerse y seguir al pie de la letra las órdenes que le habían encomendado. A Calvo le sorprendió que Hughsbury le hablara directamente, en un español sazonado de giros malagueños. ―Spain is great! ―exclamó el otro― I love to go there in the summer. Last wild spot in Europe… is so chic… so virginal!... Pero, perdone, me estaba dejando llevar por la nostalgia… Mi nombre es Hughsbury, Rudolph Hughsbury, y usted debe ser Mr. Calvo, supongo. Sobre el papel, y sin muchas certezas, las instrucciones que tenían que seguir los dos españoles eran un tanto singulares, pero en lo medular resultaban muy simples: ser conducidos hasta una estrella del pop, simpatizar con él y, con la excusa de proponerle una gira por tierras españolas, conseguir que al día siguiente ―una fecha que se marcaría con una cruz en los anales de las hazañas patrióticas― no pudiese acudir a cierto evento. El intermediario era Hughsbury, el lugar aquella residencia, y la ocasión se suscitaría a lo largo de la noche. Por extraño que parezca, todo salió a pedir de boca (sobre todo para Torices), de no ser porque el destino, que además de burlón suele ser tortuoso, movió las piezas en torno a un desenlace que ninguno de los españoles esperaba. Broche final que, no obstante, explicaría el siniestro fin de Calvo y, paradójicamente, el éxito de su misión.


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Pero no adelantemos acontecimientos. Una hora después de conocer a Hughsbury y tras recuperar a un desaforado Torices ―cuya ebria cabeza remojó varias veces en una tinaja ventruda― Agustín Calvo lograba, finalmente, su principal propósito: entrevistarse con el famoso Cliff Richard, mientras ensayaba una torpe sonrisa y se hacía pasar por un próspero hombre de negocios. Torices cumplió como pudo su cometido, mezclando latinajos con un inglés que parecía pronunciado por una corneja gangosa ―en expresión de Sir Richard―, pero cerca de la madrugada, cuando ya parecía que el músico había aceptado ir a desayunar con Calvo, apareció por allí otro miembro de su banda y, tras escuchar la oferta de los españoles, deslizó un comentario que alteraría el curso de los acontecimientos. Totalmente beodo, con la liga de una mujer alrededor de la frente, el advenedizo propuso un brindis fraternal, soltando con sarcástica mala uva una frase que, traducida por un atribulado Torices, desencadenaría la risa de su colega y la cólera esteparia del comisario:

persa, y a hombros de un negro que era una estrella de rugby local, acabó sus días hundido en el legamoso lecho del Río Támesis.

―It’s going to be so funny watching this fucking fascists moving their asses around, isn´t it Cliff? We could even play in Gibraltar!

En cuanto a Torices, poco más se sabe de su destino, salvo que abandonó la profesión de detective, se puso a limpiar vasos en un pub y años después tuvo la suerte de regresar al Albert Hall, en esta ocasión a escuchar en su glorioso escenario la guitarra de Jimi Hendrix.

Todo lo que sucedió después (incluyendo los grititos aguachentos de Hughsbury), se precipitó de un modo tan vertiginoso que es difícil no extraviarse en la cronología trepidante de los hechos. Incluso la aparición de dos negros musculosos, cuya presencia había pasado inadvertida en la fiesta, resultó de una violencia inverosímil, aunque bien es verdad que la conmoción provocada por la reacción de Calvo ―arrojándose al cuello de Cliff Richard como un poseso― favoreció que la escena se desquiciara y adquiriese entre el clamor de los golpes un tinte delirante. Hubo hostias para todos y en un momento dado, mientras el famoso cantante huía a gatas de la habitación, ésta acabó por parecerse al camarote de los Hermanos Marx (algo que seguramente enfureció todavía más a Calvo), mientras Torices, de escasos recursos pugilísticos, hacía lo propio por un balcón.

De esta crónica, escasamente conocida y divulgada en nuestro país, sólo quedaría la ceniza de un estribillo que, si la memoria no nos falla, decía escuetamente: La, la, la.

Lamentablemente el comisario Calvo, que había combatido en la División Azul, se empecinó en limpiar el honor patrio a costa de su integridad y minutos después, golpeado arteramente con una silla de estilo Tudor, rodó por el suelo como una bola y con su cráneo hecho puré. Envuelto en una alfombra

Hasta aquí la historia de estos dos héroes anónimos, pues como es universalmente sabido, el 6 de abril de 1968, apenas diez días después de su llegada a la capital de Inglaterra, España conseguía milagrosamente que una deslumbrante Massiel triunfase con su inolvidable canción en el incomparable Royal Albert Hall de Londres. Cliff Richard, el favorito en las apuestas con su Congratulations, quedó segundo, y la francesa Isabel Aubert se alzó con el tercer puesto gracias a una empalagosa balada de aire pastoril. Richard apareció en escena con su aire seductor y dominante, vestido para la ocasión con una levita azul eléctrico y una camisa con chorreras ―que fue muy celebrada―, aunque sólo él, y un fiambre que viajaba con sus pulmones encharcados por el Támesis, sabían que esa camisa ocultaba las huellas que habían dejado en su cuello las garras de un violento comisario de Vallecas. A su regreso, Massiel rechazó el Lazo de Isabel La Católica que le otorgó el Caudillo, galardón que, sin duda, hubiese aceptado con servil gratitud el aludido Calvo.

RELATO GANADOR DEL I CERTAMEN DE RELATOS EL COLECTIVO. El Colectivo es una revista digital sobre Londres en español. Fundada y editada por Laura Rodríguez, la plataforma ofrece una visión variada y original de la capital británica y su vida cultural. El concurso sobre historias de Londres ha contado con el apoyo del Instituto Cervantes y de relevantes personalidades de la cultura. Su objetivo: promover y estimular la escritura, y reflejar la multitud de miradas de la gente que reside o visita esta ciudad. www.elcolectivolondres.com


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Historia de un Mar Enamorado

que reinaba la avaricia. Lorneo murió al tercer año de esta guerra, y como estela formó a Solreo, un anillo dorado, elemento que recordaría su odio inquebrantable hacia la diosa.

Autora {Natalia Palet Bert}... Ilustración: Miriam Rodríguez // Web: http://miriamrodriguezilustradora.blogspot.com

E

sta historia, me la contó mi abuelo, conocido como Timón, un marinero de aguas saladas, ojos oceánicos, pelo de espuma y piel curtida como las playas del Sur.

Galti, bondadosa, logró apaciguar el desenfreno de Catalián, y como espejismo en el tiempo dejó una única lágrima suspendida en el cielo. Una presencia de su tristeza que pasó a llamarse Cataluna...” —¡Por todas las anclas!-grité emocionado. —Calla y escucha.

Todo empezó una tarde en la que él y yo estábamos recogiendo las redes...

“...Durante mucho tiempo Cataluna y Solreo quedaron suspendidos en el espacio, creando una zona de sombra y frío y otra de luz y calor.”

—Corría el año... —¡Abuelo! No empieces con tus cuentos-repliqué.

—Esto, muchacho listo, es lo que conocemos como edad de hielo.

—Natan...éste no es aburrido— me contestó malhumorado.

—¡Por los pulpos lilas!, abuelo. ¿Te la has inventado tú?

—Ya, claro...como, ¿el del tiburón tentáculo? ¡Vamos!

—Esta historia no se la ha inventado nadie.

—Mar, espuma, viento, atardeceres, sol y luna... ¿Te parece aburrido?

—¿Cómo?

—...Bueno, pero... —Me voy a la cama.—dijo medio enfadado, mientras hacía amago de apagar la hoguera que alumbraba nuestro trabajo. —¡No! Espera...

PAR A PEQ LOS UES ... ¡L eese

lo!

—¿Qué quieres?— me preguntaron sus ojos con una chispa de picardía. Sus ojos reflejaban el color anaranjado del fuego y su rostro, oculto entre sombras, disimulaba una sonrisa. —Cuéntame esa leyenda. —¿En serio? —Si sirve para que me duerma...— soy orgulloso, pero tenía curiosidad. —Bien. Pero esta vez el sueño no acudirá, sino la intriga, el amor y la esperanza.

“...Al cabo de un tiempo, la hija de Catalián, Maresta, se fijó en la reluciente esfera que se reflejaba en sus ropas azules y Solreo empezó a interesarse por esa bella manta índiga que cubría gran parte de Galti. Ambos empezaron a acercarse, aún sabiendo que Catalián podría enfurecerse, ya que su odio por Lorneo y todo lo que a él se refería, no había disminuido. Esa tarde, se llegaron a tocar pero, de pronto, apareció Cataluna y, Solreo, se ocultó tras Maresta, temiendo ser descubierto...” —Esto, Natan, originó el atardecer. —¡Es fantástico! “...Ambos cuerpos se enamoraron locamente y todos los días se aproximaban para conversar, pero el resto de de la jornada no podían, ya que Cataluna rondaba por allí cerca. Así que, juntos, crearon unos animales acuáticos, alegres y saltarines, que servirían para transmitirse sus mensajes de amor...” —Abuelo, esos seres sonrientes, ¿son los delfines? —Exacto. Veo que no te has dormido.

“Corría el año dieciséis en el calendario Kirtiniano. La tierra llamada, entonces, Galti, no conocía el calor del sol ni la belleza de la luna. Las nubes ocupaban el cielo y todo era la nada...”

—¿Tenías que sacar ese tema, “abu”?

—¿Cómo?, no lo entiendo.—interrumpí.

“...Por desgracia, su pasión no tardó en ser descubierta. Cataluna los sorprendió y castigó a Solreo obligándolo a retirarse después del atardecer, quedando como único lucero, la luna.

—No hay que entenderlo, sino imaginarlo. “...Catalián, diosa de las aguas saladas, y Lorneo, dios de las tierras sumergidas, luchaban por el poder de Galti. Cegados por el odio y la codicia, se enfrentaron en una lucha en la

—¿Continuamos?

Maresta, para demostrar su tristeza, por las noches se vestía de luto ya que no podía estar con su amado...”


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—Timón, eso explica el día y la noche y porqué el mar se oscurece al ocultarse el sol.

Los dos, quedaron al atardecer.

—¡Bien!, veo que te está gustando.

Maresta, impotente y desconsolada, observaba como la luz de su vida se entristecía al pensar que tenía que odiar hasta matar para poder amar...”

—¿Qué pasó después?

—¡Abuelo!, y ¿qué pasó?

“... Cataluna, cumpliendo órdenes de la diosa, ordenó al viento que moviera las nubes para que éstas ocultasen al sol. Esto, ocurriría la tarde en la que la luna tuviese todo su poder, es decir, cuando estuviese llena.Maresta, enfurecida, agitaba sus mantos en un intento de apartar esas sombras oscuras, pero nunca llegaba a alcanzarlas...”

—Siempre preguntando. Espera, que ya llega el final. Ya lo verás.

—Esto nos dice el porqué de las tormentas, ¿no, “abu”? —Eso es. “...Solreo, triste y enfadado, intentaba destruir y apartar esas masas vaporosas que le tapaban y lanzaba su ira contra ellas, y las nubes, heridas mortalmente, soltaban un grito de agonía...” —Eso...no...¡Ah, claro! ¡Los relámpagos y los truenos!— estaba fascinado, pero lo intentaba disimular pues no quería que mi abuelo lo notara. “...Más tarde, triste por su desdicha, decidieron, muy a su pesar suyo, acabar con Catalián, para poder, así, amarse libremente... Solreo escribió, presuroso, una misiva en la que retaba a la malvada y despiadada diosa a enfrentarse con él, hijo de Lorneo.

“...Esa tarde, no hubo viento, no hubo nubes; sólo existían el anillo y la diosa. La lucha fue equilibrada, pero el odio y la codicia no vencen al amor verdadero. Catalián murió. Pero no, sin antes, herir a Solreo. Esta herida salada, fruto de un amor, sangra todavía en el momento en el que Maresta y su lucero se tocan. El líquido escarlata se esparce por las aguas y por la inmensidad del cielo. La espuma de perlas intenta, cada tarde, curarla, pero es inútil...” —Abuelo, esto último, ¿qué representa? —El líquido escarlata que se esparce sobre el mar y la bóveda celeste en el atardecer, es el reflejo del sol sobre las grandes aguas y representa la unión de dos tesoros: EL SOL Y EL MARAVILLOSO MAR.

Fin.



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