Autologia

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Para cuando Mr. Gorski regresó de la guerra, Neil ya andaba enredado en asuntos del aeropuerto de Aeronca, al norte de Wapakoneta, y los misterios de la aviación le impidieron reparar en la presencia de Mr. Gorski. Su vecino ya no era el mismo que se había ido cuatro años antes: la energía de antaño se había quedado enterrada en un bosque francés, junto con su brazo izquierdo. El viejo Ford pasó de rojo cereza a granate y de granate a magenta por la acción del polvo y la desidia. Las tejas perdieron su orden matemático y no lo volvieron a recuperar. Lo único que parecía capaz de hacer moverse a Mr. Gorski era un viejo telescopio que el antiguo operario de Goodyear compró con la primera mensualidad de su pensión de veterano. Mr. Gorski dedicó toda una tarde, en la que la ausencia de nubes permitía ver nítidamente la Luna, a elegir el punto adecuado del jardín en el que colocarlo, haciendo pruebas una y otra vez como un fotógrafo que busca el encuadre exacto. Una vez decidida la ubicación pidió ayuda a Selma para colocar una butaca de jardín junto al artefacto. Selma era una mujer muy seria. La estricta educación judía de su infancia neoyorquina la cohibía a la hora de dejar fluir sus emociones. En los tiempos en los que su marido fue un obrero fuerte, vital y dicharachero, no había sabido acoplarse a él. Entendía la alegría de su cónyuge como una prueba de debilidad de espíritu y de lejanía con el Señor. Ahora que Edward Gorski era poco más que una sombra que cuando anochecía cambiaba el sofá y la televisión por la butaca y el telescopio, no encontró la manera de acompañarle en la desgracia. Un suspiro era 75


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