Autologia

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Parecía muy sofocada por este pequeño esfuerzo y permaneció sentada en la cama unos momentos; entonces se percató del suculento desayuno que Marie, la joven sirvienta, había depositado sobre su mesilla de noche. Tostadas con mermelada, zumo de naranja y un cestito rebosante de tentadoras fresas. En un pequeño recipiente, varias pastillas de colores esperaban junto a un vaso de agua. —¿No te lo vas a tomar? —pregunté con gula. Mi abuela se quedó mirándolo, deteniéndose en el pequeño montón de pastillas. Sopesó mi pregunta como si se tratase de un asunto de vida o muerte. —Hoy no —dijo finalmente—. Pero ¿y tú?, ¿has desayunado? —Negué con la cabeza—. Llévate las fresas. Sería un delito desperdiciarlas. Son como la vida misma, ácidas por naturaleza pero deliciosas cuando se las endulza con azúcar y alegría… Tomé el cesto, ayudé a mi abuela a ponerse en pie y juntas subimos al desván. En cuanto la puerta se abrió, corrí hacia la penumbra del trastero tropezando con todo tipo de objetos a mi paso. Busqué el baúl de cuero verde, mi favorito. Lo encontré bajo una cómoda carcomida por las termitas. Lo abrí y una docena de muñecas me miraron desde la fría vacuidad de sus ojos cristalinos y sus perfectos rostros de porcelana. Tomé una de ellas en mis brazos y la arrullé; una larga grieta le surcaba la cara, pero seguía siendo la más hermosa del baúl. Sus tirabuzones azabache se mantenían esponjosos y saltarines y las 54


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