De pelotas y algo más

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De pelotas y algo más

Enrlque Aníbal Sauz


De pelotas y algo más Enrique Aníbal Sanz


La primera vez

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ecuerdo como si hubiese ocurrido la semana pasada, aunque ya hayan pasado aproximadamente 33 años de aquel día. Estuve durante una hora, mientras miraba de reojo primero al Capitán Piluso y luego a Astroboy, asomándome para ver por las hendijas de la ventana del comedor, que desde el primer piso me permitiría espiar cuando papá llegara del trabajo. Me sentía ansioso y no podía esperar quieto. Ya había dedicado parte de la tarde a cortar prolijamente rectángulos de papel de diario, que guardé con gran expectativa, en una bolsita de nylon. Por fin llegó el momento en que apareció el fitito anaranjado que anunciaba el arribo del viejo. Me tomó no más de quince segundos bajar la escalera y recorrer el pasillo con mi bolsita en la mano. El estado de exaltación que me invadía parecía hacerme más rápido. Cuando se abrió la puerta y vi la cara de papá, me pareció captar que algo no le había salido del todo bien en su jornada. Además, cuando traté de mostrarle lo que había preparado, no le dio la tras-

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cendencia que para mí merecía. Al ratito logré escuchar las explicaciones que justificaban su estado de ánimo, cuando le pudo contar a mamá lo que le había ocurrido. Mi papá dictaba clases en la facultad y si bien era un tipo que destilaba respeto, esto no quitaba que sus alumnos tuvieran buen trato y una relación amable con él. Sin embargo, ese día cada vez que se daba vuelta para anotar algo en el pizarrón, escuchaba murmullos y carcajadas, y al preguntarles a los alumnos que era lo que estaba pasando, se hacía un silencio sepulcral, hasta que volvía a girar para hacer las anotaciones y volvían a repetirse las risotadas, y así hasta finalizar la clase. Cuando iba saliendo de la facultad para subirse al auto, empezó a hilar los hechos y recordó que había sentido un ruidito sospechoso que, como para disimular y no hacerse cargo, fingió no haberlo escuchado. Esto le hizo pasar la mano por la tela de su pantalón y detectar que tenía un terrible tajo en forma de siete, que se le había provocado, al engancharse con algún clavo que asomaba su punta, en las viejas sillas que tenía el salón. Allí entendió todo, excepto porque no había logrado generar el grado de confianza, como para que sus alumnos le contaran lo ocurrido. Esto lo hubiera transformado en un hecho divertido, incluso para compartir y sin embargo no fue así y creo que realmente eso fue lo que fastidió al viejo. De todos modos, la narración de lo acontecido, parecía haber descomprimido el mal ánimo, aunque este hecho era un presagio de lo que luego ocurriría. Era una de esas típicas noches de invierno, bastante fría, sobre todo por la humedad que ya se había transformado en una llovizna casi imperceptible, pero que mojaba más de lo que aparentaba. Estacionamos el auto a cinco cuadras y se percibía una vorágine, un estado de apuro generalizado. A las tres cuadras de ca-

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minata rauda para mis pequeñas piernas, lancé el primer -pá, estoy cansado, a lo que él me contestó con un esperanzador -falta poco y llegamos. El murmullo de los cantos acompasados me distrajo, pero el viejo en lugar de aflojar aceleraba el tranco. Al llegar a la esquina, el resplandor de las luces me encandiló y logró deslumbrarme hasta que el grito de “hay semillitas”, entremezclado con otro más insistente y que sonaba de más lejos al compás de “hay gorro, bandera y bincha”, me hizo reaccionar. Obviamente, no podía discernir cuál de las dos cosas quería más y luego de percutir un ratito, el viejo sacó unos pesos del bolsillo y me dio el gusto con el paquete de semillitas y una bandera de palo largo, con un blanco resplandeciente, que brillaba más aún por la intensidad de las luces y contrastaba solemnemente, con la hermosa franja azul oscuro que la cruzaba en el centro. Seguimos caminando con celeridad, ya que a lo lejos se veía una cola de gente, que se amuchaba en lo que deberían ser las boleterías. Unos veinte metros antes de llegar, sentí que la pisada de mi zapatilla derecha, no había sido igual que las de los pasos anteriores, sino que daba la sensación que había apoyado sobre algo más acolchado. Cuando estábamos en la fila para sacar las entradas y luego de haber logrado avanzar unos metros, empezamos a escuchar a la gente decir “¡que baranda!” y que unos cuantos levantaban los pies, mirando por sobre los hombros la suela de sus calzados. Le tocó también el turno a mi viejo que por suerte no tenía nada, pero al revisar mi suela derecha, tenía incrustado un tortazo bien de lleno, en todas las ranuras que traían las zapatillas Topper de tenis. “No lo puedo creer”, fue lo único que alcanzó a gritar mi viejo. Se apuró en sacarme de la fila sin levantar la perdiz, y me

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llevó del lado del bosque lejos de la gente. Se ve que le había pegado flor de pisotón a un bostazo de los caballos de la infantería, que se alineaban en la proximidad de las boleterías. Con una ramita frágil de eucaliptos, logró emprolijar algo el desastre, pero con la proximidad del comienzo del partido, volvimos a la cola para poder sacar la entrada e ingresar a la cancha. El acceso al estadio fue maravilloso, ver toda esa cabecera repleta de gente cantando y saltando al unísono y coordinadamente, era una nueva sensación y por cierto muy emocionante. Si bien el partido no era trascendente y no se jugaba por nada, por las dudas fuimos a la tribuna del costado que estaba con menos cantidad de gente y en donde podríamos ganar altura más fácilmente, para que yo pudiera ver mejor el partido. Una vez que encontramos el lugar adecuado, saqué los recortes de papel de la bolsita y los apoyé en el tablón. Estaba maravillado por el marco, era como que no me alcanzaban los ojos para registrar tantas cosas a la vez. El campo de juego, la platea techada, los gritos, las torres de iluminación con la gente trepada, la abundancia de insultos tanto de viejos como de niños, las camisetas de los jugadores de la tercera que ya se iban por el túnel, mientras que comía semillitas casi sin darme cuenta. Mi viejo disfrutaba tan sólo con mirar mi cara, aunque se distrajo con el comentario acerca del mal olor que sentían algunos vecinos ocasionales del tablón. Claro que, tanto él como yo, sabíamos las causas de esa atmósfera mal oliente, pero en medio de la tribuna, se entremezclaba con alguna ráfaga que provenía de los puestos de choripán y nos ayudaba a que el olor fuera más difuso y no se pudiera detectar con certeza el foco del mismo. La algarabía reinante de pronto comenzó a incrementarse, esto me dio un indicio de que algo importan-

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te iba a suceder. Tomé mi pilón de papeles, que por la cuestión climática se habían apelmazado, y el momento tan esperado se hizo realidad. Por la boca del túnel se asomó la camiseta lila que en esa época usaba el loco Gatti, y una fila india de jugadores que se apresuró hasta la mitad de la cancha. La gente lanzó serpentinas y papeles y una nube blanca hizo desaparecer por completó la cabecera del bosque. Semejante espectáculo me dejó paralizado, pero luego de unos segundos de retardo, lancé mi pila de papeles que voló en forma compacta y sin desplegarse, directamente a la cabeza lustrosa y pelada de un ropero de dos metros de alto, que estaba a escasos ocho escalones por debajo de nuestra posición. Mientras el pelado giró su cabeza, a la vez que sacaba el bolo de papel que se deslizaba en su nuca, mi viejo se agachaba hasta llegar a la altura de mi oído, un poco para retarme, pero además para hacerse el boludo y que el pelado no se le viniera encima. El partido se puso en marcha y en tan sólo cinco minutos donde logré descifrar en que arco contaban los goles nuestros, quien era el árbitro, para que estaban los jueces de línea, porque mostraban la primera tarjeta amarilla, etc., me empecé a aburrir y me senté en el tablón con mi bandera enrollada en las rodillas. Las semillitas se habían acabado y dos necesidades naturales básicas invadieron mi alma. Tenía hambre y ganas de hacer pis. Pa, quiero ir al baño, aguantá hasta el entretiempo retrucaba el viejo. Pa, tengo hambre, ahora te compro una coca, contestaba. Tengo hambre, no sed. No hinches, esperá, mirá el partido que recién empieza. De pronto el silencio invadió la noche, lo que me hizo sospechar que algo trascendente estaba ocurriendo. Al pararme y asomarme entre los de adelante mío que me tapaban y bastante, vi que estaban moviendo el balón desde el centro de la cancha y la sugerencia inmediata

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de mi viejo, que me dijo seriamente – vení que te llevo al baño – terminó de confirmar mis sospechas, 1 a 0 en contra. Me tomó de la mano y empezó a descender por los tablones, pero por un camino que no era el más lógico. Al rato me dí cuenta que lo que trataba, era eludir al pelado que fue víctima de mi ocasional ataque. El humor de la gente, dada las circunstancias del partido, no era el mejor, y papá se ligó unos cuantos insultos. “Porque no bajas por otro lado”, fue lo más suave que se escuchó en el trayecto hacia el pasillo que nos dirigiría al baño. Satisfecha la primera necesidad, empecé a insistir con mi segundo objetivo y al pasar por un puesto de panchos, me compraron uno tan grande, que apenas podía sostenerlo en mis manos. Nos quedamos cinco minutos al lado del alambrado y junto con el pitazo del árbitro que indicaba el final del primer tiempo, terminé el último bocado de pancho al que había cargado con abundante mostaza. Aprovechamos el entretiempo para subir nuevamente a la tribuna, y nos ubicamos casi a la misma altura, pero a unos diez metros de donde estábamos antes. Durante aproximadamente diez minutos del segundo tiempo, pude concentrarme mínimamente en el partido, un poco porque desde este lugar veía algo más, y otro poco por el lavado de cabeza que mi viejo me había hecho durante el descanso. Cuando estaba sentado en el tablón, distraído observando a lo que sería la barra brava, que me sorprendía por el equilibrio que hacían un puñado de personas apiñadas sobre los paravalanchas, estalló la felicidad. El alarido de gol me hizo rebotar como un resorte, salté y dí rienda suelta a la alegría provocada por un contagio

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obligado, todos se abrazaban con todos sin conocerse. Desenrollé la bandera y comencé a revolearla de un lado a otro, hasta que fue detenida por la cabeza cubierta con una boina que tenía el anciano que le había tocado en suerte ubicarse delante mío. Apenas fue un roce, pero con la suficiente potencia para que la boina cayera sobre el tablón y fuera deslizándose de a poco, con el repique que hacía el mismo por los saltos de la gente. Inevitablemente la gorra cayó hacia el vacío. Mi viejo a la vez que me puteaba en todos los idiomas y repetía entre dientes – te voy a matar- miraba agachado entre los tablones, para ver si podía detectar donde había caído. Allá está, se escuchó. No se preocupe señor que ya se la traigo, le manifestaba al pobre hombre que miraba estupefacto. El viejo bajó los tablones con una destreza inusitada y en menos de cinco minutos apareció, gracias a Dios, con la gorra sana y salva. Con los nervios que me había generado esta situación, sumado al frío de la noche y a que había cargado el estómago con porquerías, me empecé a sentir descompuesto. Sentía que una especie de Allien había invadido mi estómago. Estuve casi quince minutos soportando sin decir palabra, consciente que la experiencia del primer partido no había sido del todo feliz. Los tablones seguían moviéndose como si estuviera en un “samba” y esto complicaba las cosas. “Papá”, tenía que gritar porque se ve que la mano venía bien y la gente estaba eufórica, “estoy descompuesto”. - ¿No aguantás? -, me preguntaba y a su vez también suplicaba mi viejo. Me quedé quieto sentado, pero el Allien estaba a punto de brotar y junto a un furibundo ¡Uuuuuhhh!, que invadió el estadio por una situación a favor no concretada, salió despedido todo lo que había ingerido. Por suerte, pude apuntar entre los escalones y nadie notó nada excepto mi viejo, que resignado, me

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alzó a upa, y empezó a bajar los tablones, sin dejar de espiar hacia el campo de juego, con ansias de que se quebrara el empate. Cuando estábamos caminando ya afuera del estadio y pasábamos por debajo de la cabecera, un brutal estallido de Goooool retumbó en todo el bosque. La alegría de mi viejo fue inmediata. Bailaba conmigo a upa como si fuera la primera novia. Una vez que nos subimos al auto, el partido ya había terminado y el Lobo había ganado. Mi viejo me miró y me dijo feliz, viste hijo que traes suerte. Por las dudas, el otro día cuando lo llevé a mi hijo Luquitas por primera vez a la cancha, tomé ciertos recaudos. Le prohibí llevar papelitos, compré la entrada en forma anticipada, fuimos un domingo por la tarde, en taxi y lo alcé desde que nos bajamos del vehículo hasta llegar a la platea. No compré ni banderas ni panchos. Por suerte también ganó Gimnasia, pero del partido pude ver poco y nada.

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La pelota dobla y mucho

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abía dos reglas en mi casa que eran inapelables, no se hacía ruido a la hora de la siesta y no se jugaba al fútbol con una pelota de cuero. La primera regla, si bien era difícil de comprender para mí y mis tres hermanas, dentro de mi mentalidad de niño que se aventuraba entre los diez y once años de vida, había un sesgo de entendimiento de que el viejo laburaba mucho y que merecía un tiempo de descanso, para recuperar las fuerzas y seguir con el consultorio hasta la noche. La segunda regla era más complicada para cumplir, porque tener esa perla de gajos que relucía engrasada para que el cuero no reseque, y sin poder tocarla, era casi un sacrilegio. Pero unos cuantos jarrones y vidrios rotos, que fueron víctimas de la imaginación de una volea al ángulo, y derivaron en reiteradas penitencias, hicieron que la regla se convirtiera en un nuevo acápite del reglamento de la FIFA, que se agregaba para mi departamento de calle 19. Por suerte la vida me había recompensado con

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un primo varón, que equilibraba lo que el barba nunca me supo explicar a esa edad, tres hermanas no era justo. Pero parece ser que él me respondía con la asidua presencia de Rodi en mi hogar, aunque en ese entonces no consideraba tal explicación. Las jornadas de mi primo en casa, generaban un halo de inmunidad en ciertas reglas, y agregaban una pizca de desinhibición, a esa picardía que muchas veces estaba latente en mí, pero que con la vida cotidiana familiar parecía reprimirse y quedar guardada hasta la nueva visita de Rodi. Nuestra fuente de creatividad y cultura en esas épocas eran la escuela y la calle, y tanto mi primo como yo habíamos jugado al fútbol en todos lados. Sin embargo, el útil, la redonda, no siempre era la misma. A veces una piedra, otras un borrador, tal vez una lata o hasta una mísera pero brillante tapita de gaseosa. El estadio en donde jugaba de local contra mi clásico rival, era la terraza del departamento, que en lugar de verde césped, se brindaba con sus cerámicas color terracota, que hacía que uno anduviera bien de reflejos, porque el pique era mucho más rápido en esa superficie. Uno de los arcos, se formaba con el hueco que tenía la parrilla por debajo, donde normalmente debía guardarse el carbón o la leña, pero al ser un asador de departamento solo estaba para eso, para ser una de las vallas del maravilloso escenario. El otro arco, considerablemente más grande, por cierto, se conformaba con las patas delanteras de chapa de una antigua mesa, que había quedado a la intemperie por esas contradicciones del mundo de los adultos, que guardan las cosas por cariño, pero que quedan abandonadas en el olvido. Si bien los clásicos se jugaban infinidad de veces al año, hay uno que quedará grabado en mi memoria para siempre. Estábamos en esas etapas de la vida, en

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las que el orgullo va dejando de ser semilla para convertirse en tallo, y una derrota se convertía en eternas cargadas, que brotarían sin cesar desde la hora del Tody con las Lincoln, hasta que el cansancio nos venciera en el dormitorio improvisado para cuando Rodi venía de visita, y a veces no terminaba allí, sino que invadía también en algún sueño no deseado. Esa tarde el partido era de un tres a tres vibrante, yo recién llegaba de la escuela y tenía los mocasines calzados como el mejor Fulvence. Le entré al balón con un cálculo aproximado del viento que embolsaba en la terraza, pero con un furibundo derechazo que podría definir la contienda. Claro que el cálculo no fue el correcto, y el botellón de detergente Camello que hacía las veces del Tango Adidas, pero en este caso de un hermoso color amarillo patito, voló por sobre el metro noventa que tenían las paredes del perímetro olímpico del estadio y juntamente con mi mocasín derecho, fue a parar al patio de la vieja del fondo, que para esos días se encontraba fuera de la ciudad. El partido no podía quedar nunca empatado, y comenzamos el operativo rescate. El primer recurso fue un gancho de carnicería, que atamos a la soga de colgar la ropa para hacer una especie de pesca, sentados montando la medianera como si fuera un caballo, pero que nos ayudaba a traer el mocasín hasta mitad de camino y luego caía cuando por el vaivén de la soga, inevitablemente se chocaba contra la pared. Esta experiencia, nos hizo pensar que el tarro de detergente no lo íbamos a recuperar jamás con este mecanismo. La segunda opción, fue ideada y ejecutada por mi primo, que al ser algo mayor cargó con la obligación de demostrar que él podía solucionar el episodio. No tuvo mejor idea que tantear, colgado de la medianera para que yo le indicara, cuán lejos quedaban sus pies del patio de la vecina. Sufrió la desgracia que a mí me causó

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gracia la situación de ver su carita, similar a la de un batracio, que solamente asoma los ojos en la superficie del agua. Esto lo hizo reír y en consecuencia le generó la pérdida de fuerza en sus dedos, que de a poco fueron desapareciendo. En ese momento realmente me asusté, fueron segundos o quizás menos, pero lo vi hincado en el patio, y lo único y desatinado que se me ocurrió preguntarle fue - ¿caíste bien? El pánico me invadió, hasta que escuché la primera de las miles de puteadas que se encadenaron y mi carcajada, que encerraba nervios y gracia, retumbó en el patio y se escuchó en el vecindario. Aunque la situación no era del todo feliz, ya que para esta altura tenía el partido sin definir, y un botín, la pelota y al equipo rival tres metros abajo del escenario del encuentro. Para colmo la tardecita se nos venía encima, lo que podía significar el inminente arribo de mis padres de sus trabajos, y todo se convertiría en una tragedia. El patio de la vecina, que, desde arriba, era lo más parecido a los huecos de los ascensores, tenía una de esas ventanas que solo tienen un paño de vidrio y un enrejado, que entrecruzaba chapas achatadas. Mi primo que tenía ciertas facilidades para las trepadas, o al menos eso era lo que representaba cuando lo veía subir a los árboles con destreza, al ser más alto y mayor que yo, empezó la odisea de la escalada, poniendo minuciosamente la punta de su calzado en el canto de las chapas del enrejado, que no superaban el centímetro y medio de espesor. Todo venía bien hasta haber subido casi tres cuartos de la ventana, pero en uno de los últimos casilleros, el panel de vidrio se astilló y al soportar la presión de la punta del pie, se terminó rompiendo. De todos modos, esto ayudó a que pudiera sostenerse más cómodamente, al calzar su zapatilla

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en el agujero abierto por el vidrio roto. Solamente debía estirarse para poder alcanzar un fierro, que empotrado en la pared asomaba su punta, y luego tomarse de mi brazo, que colgaba estirado desde la medianera. Por supuesto, esta imagen volvió a causarme mucha gracia, pero el rostro de mi primo denotaba aires de seriedad y cierto enojo, por lo que me vi obligado a concentrarme en lo que aparentemente se trataba de algo peligroso. Felizmente, los movimientos fueron exactos y muy coordinados, y finalmente logró retornar a la terraza. Si bien había podido recuperar mi botín que fuera lanzado por Rodi antes de comenzar su ascenso, y también recuperé a mi entrañable rival, el partido debió suspenderse por fuerza mayor. Fue el primer y único clásico en la historia que terminó en empate. Ambos nos quedamos contemplando en silencio, asomados mirando hacia abajo al bidón de detergente, que se deslizaba en el patio de la vecina de pared a pared, por la brisa del atardecer. Sin dudas, en ese silencio hubo un acuerdo implícito que se transformaría en el secreto eterno del vidrio roto. Pero no sólo eso quedó en la historia. Cuando el famoso capitán lanzó la frase, que la pelota no dobla si se juega en la altura, con mi primo ya 20 años antes habíamos comprobado, que eso realmente era una farsa inventada para justificar la derrota, ya que, sin dudas en la altura, de la terraza claro, la pelota amarillo patito en este caso, doblaba y mucho.

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La pelota no se mancha, pero mancha

–T

e voy a contar algo que no lo vas a poder creer. No sabés lo que me pasó....

—¿Qué te pasó? —Viste Marcela, la de enfrente, que no la soporto, bueno, quiero decir, que no la soportaba. —Si, ¿y qué?, nos pasamos todo el día juntos y me decís eso, ¡que novedad!, ¿sabías que yo tampoco me la banco? —Dale, no seas gil, en el fondo es buena, y además está bastante buena, ¿no? —¿Qué te pasa? ¿Tomaste o te volviste loco? fea no es, pero es insoportable. —Me puse de novio. —¿Con quién? —¡Vos sos tarado!, ¿De quién estamos hablando? Marcela, es mi novia. —Ja, ja, ja, ja.

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—De que te reís, en serio, anoche cuando íbamos en el auto del novio de mi hermana, la llevamos a la casa; íbamos sentados los dos atrás, me dió por pasarle la mano por sobre su hombro, la abracé sin decir palabra, tampoco me dijo nada, la miré, me miró y le puse un beso y el sopapo que esperaba no llegó nunca. —¡Qué suerte! —¿Cómo que suerte? ¿Y ahora qué hago? —Vos hace lo que quieras, que suerte si me pasara lo mismo con Victoria. —¿Con Victoria? ¿No me digas que estás enamorado? —Igual que vos. —No pará, lo mío fue un accidente y ya que estamos... —Que linda que es. —Uyyy, el pibe se enamoró. Y si tenés un día de suerte en el malón que hace Laura, quien te dice... Marcelo era mi compañero de aventuras en los albores de la adolescencia. En esa época todas las series exitosas que consumíamos en la tele, eran protagonizadas por un par de héroes. Quien no miraba Starsky y Hutch, Chips, los Dukes de Hazard, El Agente de Cipol entre muchas otras. Siempre había un protagonista rubio, bonito y valiente y el coprotagonista morocho, inteligente y simpático. Y nosotros éramos y jugábamos a eso. Marcelo era el pibe rubiecito, de ojos claros y que llamaba la atención. En mi caso morochito de rulitos y nada más, asique por instinto natural, me hacía el chistoso, simpático e intelectual, y algo de vez en cuando ligaba. Logramos la sociedad ideal, éramos grandes amigos y en épocas de vacaciones nos pasábamos el día entero juntos en Villa del Plata. Compartíamos infinidad de cosas y de historias desde la niñez, incluso nuestra mascota, uno de esos perros de la calle que lo primero

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que hacen es mover la cola, para poder comer en las diez casas que lo habían adoptado y bautizado con un nombre diferente. Para nosotros era simplemente el Negro y era nuestro compañero inseparable de aventuras desde que éramos pequeños. Marcelo andaba en una Legnano rodado 20, amarilla, con asiento banana y volante alto. Mi bici también era Legnano, pero con asiento y volantes convencionales, y tenía un hermoso color azul metalizado tirando al celeste. Y el Negro andaba con sus cuatros patas corriendo en medio de nuestras travesías. La otra pasión que compartíamos con Marcelito era la pelota, si bien los gustos futbolísticos nos ponían en la vereda de enfrente, era mucho más entretenido utilizar el tiempo para jugar, que para ponerse a discutir de fútbol y nosotros jugábamos. Y vaya si jugábamos, de los tres meses de verano había partido todos lo días, excepto cuando venían esas tormentas de febrero, que nos obligaban a jugar a las cartas con las chicas del grupo que se había armado en el barrio, salvo que funcionara el Scalectrix que rara vez ocurría. Generalmente los partidos los días de semana eran a las Bases, dos contra dos incluyendo pechito y escapadita para poder gambetear un poco, o con arco chico si se sumaba alguno más. Y los fines de semana se hacía el gran partido donde participaban desde padres, tíos, familiares y hasta cualquier visitante ocasional. Cada tanto, nos cruzábamos en algún duelo contra los pibes de otro barrio, en un picado de cinco contra cinco y esa tarde de sábado jugábamos un picado de estas características. Cuando llegamos con las bicis, luego de haber distraído al Negro para que no nos siguiera, porque a veces se le daba por seguir a la pelota y no se podía jugar, nos asombramos ya que además de nuestros adversa-

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rios, estaban las chicas que habían venido a alentarnos. —¡¡No!! Está Marcela, ¿y ahora qué hago? Si desde el primer día se pone así de cargosa no quiero imaginar cómo va a ser después. —Y Vicky, que linda que está, mirá la carita que tiene, es tan dulce. —Dale, ponete las pilas que tenemos que ganarles a estos. Si perdemos, en la fiesta de la noche nos van a gastar, nos van a volver locos. Ni terminé la frase y Marcelo había tirado la bici en el medio de la placita, entre los pastos, sin reparar siquiera donde la había dejado y corrió casi hipnotizado a saludar al grupo de bulliciosas mujeres, que sinceramente no me caía para nada simpático que estuviesen presenciando el encuentro. Cuando casi estaba por empezar el partido y nos juntamos en el círculo central para sacar, se me acerca con carita de regalado y me dice: —Hoy es mi día de suerte, viste que me vino a ver. —Concentrate y hacé goles y deja tus amores para la noche. —Me preguntó si iba al malón. —¡Dale que empieza! —Me dijo que si le dedicaba tres goles iba a bailar conmigo. Y parecía que las cosas no eran casualidad. Apenas le toco la pelota, le engancha al primero que se le viene, y clava un derechazo en el ángulo que nos pone ganando 1 a 0 desde el vestuario. La cancha tenía no más de cuarenta metros, pero para Marcelo en ese momento parecía el Monumental.

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Francamente la descosió, metió cinco goles y ganamos fácil 7 a 3 y en cada gol sin excepción cuando festejaba, me repetía una y mil veces, “la tengo, hoy es mi día de suerte”. Cuando finalizó el partido, una bandada de cotorras alborotadas y ruidosas nos invadió, eran ellas y provocaron un contraste inmediato en el ánimo de Marcelo y el mío. Él, feliz y conmovido por las felicitaciones, los festejos y sobre todas las cosas por la proximidad de Vicky. Y yo, nada más que contento por haber ganado, pero la presencia de la troup femenina, no me causaba ninguna gracia ya que no nos podíamos quedar como siempre a comentar el partido, mientras compartíamos una Coca y para colmo tenía que oficiar de novio. Mientras Marcelo no paraba de confirmar y reconfirmarle a Vicky con un reiterativo e inocente “Nos vemos esta noche”, se me acerca Marcela buscando cierta intimidad para el diálogo. —¿Me pasas a buscar por casa para ir juntos a la fiesta?, me preguntó. —¿A a a a la fiesta? apenas tartamudeé. —Si, ¿no pensás ir? me increpó. —Bue, bueno si, pero... —¿Qué te pasa? —Es que hoy juega Boca, el clásico por el torneo de verano y lo íbamos a ver con los chicos antes de ir al malón. —Mirá nene, metete algo en la cabeza, si querés ser mi novio primero estoy yo y después el fútbol sino olvidate que me conociste. —Pe.… pe... pero, nos vemos a la noche, exclamé, un poco para poner fin a la charla y otro poco para no verbalizar todas las cosas que se me venían a la cabeza.

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Nos juntamos en la casa de Marcelo a la espera del clásico de verano, toda la barra de amigos estaba alrededor de la televisión a la expectativa de lo que pudiera ocurrir, excepto claro, la figura de la cancha que en esta ocasión no era Francescoli ni el Chino Tapia, sino Marcelito que se demoraba ultimando detalles en el baño. Cuando ya habían transcurrido ocho minutos del primer tiempo, un aroma invadió la sala, y todos los presentes giramos las cabezas sincronizadamente, como si estuviéramos mirando un partido de tenis en vivo. Las miradas se dirigieron hacia la punta del pasillo, donde se asomaba el aprendiz de galán que, peinado puntillosamente, calzaba unos flamantes carpinteros Lee y una colorida y moderna Hering brasilera. Poco tardaron en llegar las cargadas y comentarios sarcásticos acerca del tiempo incurrido en semejante preparación, a lo que Marcelo respondía una y otra vez con un insistente “dale, vamos que se hace tarde”. En el entretiempo abruptamente nos apagó la televisión y no nos quedó otro remedio que darle el gusto y emprender camino al malón. Mientras el resto de nuestros amigos se fueron cada uno por sus medios, esperé a Marcelo hasta que cierre la casa. —¿En qué vamos? —En las bicis, me respondió. —¿Te parece? ¿y qué hacemos con el Negro? —Tirale las hamburguesas que están en la heladera, al terreno de al lado, cuando esté distraído comiendo arrancamos. —Ok. Hecho el operativo de distracción para que el Negro no nos persiga, emprendimos el camino de no más

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de seis cuadras, hasta la quinta donde se hacía la fiesta. —Que tarde se hizo, seguro que llegaron los de Regatas, exclamó Marcelo. —¿Y? —¿Y?, ¡ya sabes cómo se ponen las chicas con los flacos de Regatas! —Que importa, con suerte Marcela se engancha con alguno y zafo. —¡Ah sí!, a vos no te calienta, pero Vicky. —Seguro que te espera, ¿no te dijo que iba a bailar con vos? —Sí, pero.... —¿Pero que, te agarró el cagazo? ¿te la vas a encarar me imagino, ¿no? —Voy a ver, si me da bola, quizás... —¡Encarátela y punto, otro día más así y me mato! Cuando llegamos, tiramos las bicis en la vereda, porque en esa época no nos preocupaba la mínima posibilidad que se las robaran, y entramos. Para sorpresa de Marcelo, las chicas de nuestro grupo ya estaban bailando, asique el panorama no fue de lo más alentador. Un raudo repaso visual me permitió soltarle una frase de calma. Al menos yo no había localizado a Vicky dentro de las bailarinas del grupo. A Marcelo no le alcanzaban los ojos para poder buscarla, mientras saludábamos a los que nos íbamos cruzando. En un segundo me pareció divisar a Vicky sentada en un rincón hablando con otra chica y un par de chicos de Regatas. Lo único que atiné fue a hacerme el distraído y me dirigí sin pronunciar palabra hacia fuera, donde estaban un par de amigos, jugando cabezas en parejas. Lo agarré a Marcelo y grité “hay equipo”, para jugarle a los ganadores. —Yo no juego, tengo que buscar a Victoria, me debe estar esperando.

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—Dale, hacemos un partido mientras aparece. —No, me voy a transpirar, mira como estoy, impecable. —Al final eso que tira más que una yunta de bueyes es verdad. —Entendeme, es sólo por hoy. —Ya no podés arrugar, el desafío está, jugás un partido y no te jodo más. —Bueno dale, sino además vas a perder y te tengo que aguantar toda la noche. Empezamos el partido y de movida, Marcelo cabecea fuerte la pelota de goma tipo Pulpito y se va por arriba del ligustro que cercaba la quinta. Si bien era bastante atropellado de por sí, su apuro por terminar cuanto antes el partido pactado a cuatro goles, lo hizo más atolondrado aún. Al asomarme a la calle, una imagen trágica y cómica a la vez invadió mis retinas. La pelota había caído en la zanja y el Negro nos había localizado, con tanta mala suerte que, al salir Marcelo, se le paró en dos patas en señal de alegría y con la pelota en la trompa que nuestro amigo y mascota había recogido solidariamente de la zanja. Ni les cuento como quedó la Hering y los jeans de Marcelo, que para entonces había rezado un rosario de puteadas hacia el Negro y con dedicatoria personal para mí especialmente. Literalmente me quería matar, más cuando insinué un “quedaste lindo”, como para rematarla. Esto provocó que me persiguiera no con las mejores intenciones. Corrí hasta donde pude, porque al estar tentado, perdía fuerzas para poder esquivar las patadas que cada vez eran más cercanas. En un segundo se me ocurrió una idea que bajo presión me parecía la mejor. Me tiré cuerpo a tierra, para arrastrarme por un hueco, que se ve que habían hecho los perros en el alambre tejido y

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pasé arrastrándome por debajo del ligustro, hacia el interior de la quinta. Sabía que un par de patadas me iban a alcanzar pero que Marcelo no me iba a seguir por ese lugar, porque había programado no ensuciarse a pesar que, para entonces, ya lo estaba y mucho. De repente la luz brilló en mi camino, me puse de pie y mientras me sacudía las hojas que tenía en la cabeza, me encuentro con Vicky que en ese momento fue como encontrar a la virgen. Con voz angelical me preguntó si lo había visto a Marcelo. “Claro exclamé, al fin te encuentro, no sabes cómo se puso Marcelo cuando te vió hablando con los chicos de Regatas”. Era conciente que había hablado de más, pero era una de las pocas chances que me quedaban para dar vuelta la situación. Vicky había quedado asombrada y perpleja con mis declaraciones y un par de segundos de silencio se me hicieron una eternidad. Por suerte ella esbozó una sonrisa que me hizo pensar en que no todo estaba perdido. —Dale Quique, no me cargues, ¿es verdad lo que me contás? —Por supuesto, hace unos días que no hace otra cosa que hablar de vos, repliqué. Ni bien terminé de pronunciar mi respuesta, giré mi cabeza hacia la puerta, intuyendo la entrada de Marcelo, que se asomó como un torbellino corriendo sin sentido, con el único objetivo de encontrarme. Para su sorpresa me encontró, pero con Vicky y esto lo paralizó instantáneamente. —Ho... ho... hola Vicky, ¿cómo estás?, ¿dónde estabas?, dijo Marcelo cruzando los brazos, tratando de disimular las huellas de barro que había dejado el Negro en su

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remera. —Hola Marce, me dijo Quique que me buscabas. —Bue, bueno, si, si, ¿hay Coca?, tengo un poco de sed. —Yo te traigo, interrumpí y aproveché para huir cuanto antes de la escena. Cuando volví con dos vasos de gaseosa, ya no estaban ni Marcelo ni Vicky, solamente me esperaba el Negro, que movía la cola más de lo habitual, como si algo percibiera. Me senté en el borde de la pileta, desde donde se podía divisar la improvisada pista de baile en el quincho. En un rincón estaba mi amigo bailando lentos con Victoria, mientras se escuchaba “Que profundo es tu amor” de los Bee Gees. El Negro tomó gaseosa del vaso que me había sobrado y se apoyó al lado mío sobre el borde de la pileta. “Bueno Negrito, parece que nuestro amigo tendrá finalmente su esperado día de suerte, a pesar que se le embarró un poco la cancha”. Sólo bastaron un par de “guau, guau” y un agitar de cola constante para demostrarme que asentía lo que le estaba comentando. “Tengo sueñito amigo, ¿vamos?”, me puse de pie y me dirigí adonde estaban tiradas las bicis. Me subí a mi Legnano y emprendí el camino de regreso sin que nadie nos viera salir. El Negro me siguió corriendo alrededor de mi trayectoria, como demostrando que por casualidad o no, podíamos decirnos “misión cumplida”, uno de nosotros se iba a ir a dormir mucho más feliz que de costumbre.

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Plaza Azcuénaga y el fútbol antiprofesional

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l futbol genera una pasión por sí mismo. No hace falta ninguna motivación extra más allá del juego. Que me vienen a hablar de incentivación y premios si sabemos que desde la primera vez que uno se calza los cortos, las zapatillas y la pelota, con eso basta. Podrá haber distintos aditamentos que hacen las cosas más brillantes, más deslumbrantes, pero el juego es lo que alimenta el deseo y las ansias de ganar. Habrá estadios lujosos o potreros improvisados, como aquel de plaza Azcuénaga, donde abundaba la tierra, sobre todo en las áreas y se formaban nubes de polvo que, por momentos, hacían agudizar la vista, para poder divisar la pelota. Donde los arcos eran, por un lado, la estructura de caños que sostenía las hamacas. Algún lungo enrollaba las cadenas del improvisado travesaño, subido a los hombros de otro, y uno de los arcos ya estaba listo. El otro, que era completamente natural y ecológico, quedaba formado por los troncos de dos pi-

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nos añejos, que mantenían una distancia prudencial y se enfrentaba en forma paralela al arco de las hamacas. Habrá botines de súper lujo, con una gama de marcas y colores, que pasan por todos los tonos del arcoíris. Y de los otros, como aquellas zapatillas flecha con la puntera reforzada, que se usaban hasta que la punta del dedo gordo quedaba a la intemperie, y se asomaba por sobre la tela ajada, montado a la goma de la puntera. Por supuesto que, en tal estado, ya se descartaban para no correr riesgos de lesión, pero ya tenían unos cuantos partidos encima y alguna que otra cinta adhesiva, para tapar ajaduras menores. Habrá camisetas parecidas a un traje de fiesta, realmente maravillosas, pero que mejor que esas Hering lisas de colores vivos, que se usaban sólo para los partidos, porque con el paso del tiempo, habían sufrido algún agujero, que en general, se hacía en las costuras por debajo de la axila. Habrá goles espectaculares. Como olvidar los del Diego o los que hoy en día hace Lio en el Barza. También en mi retina y mi memoria, no puedo borrar la cantidad de goles olímpicos que con picardía convertía en el arco de las hamacas. Claro que, en ese caso, aprovechaba la física del dibujo del arco, ya que la línea de fondo, donde se ubicaba la pelota para ejecutar el corner, estaba por delante del travesaño, que se desplazaba hacia atrás en altura, por el ángulo que formaban los caños que soportaban las hamacas. Con un buen chanfle y un arquero bajito, las que iban altas y al segundo palo entraban siempre. Habrá palcos de lujo, como los que tienen los estadios actuales, que cuentan hasta con ascensores. Qué bueno recordar aquel gran baúl de madera, que se encontraba atrás del arco de los pinos, donde el cuidador de la plaza guardaba sus palas y rastrillos. Sobre el

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mismo, los más pequeños, lesionados y algún curioso, se trepaban para ganar altura, y disfrutaban del partido desde un lugar preferencial. Habrá técnicos con salarios descomunales y un arsenal de técnicas y tácticas, que muchas veces ni ellos pueden explicar. Y como olvidar al viejo del Tano, cuando desde atrás de uno de los arcos, comenzaba dando indicaciones copiando a Osvaldo Zubeldía, pero con el correr de los minutos, iba tomando temperatura hasta terminar con gritos de guerra, tales como - “a las costillas Gallego”. Habrá pegadas envidiables, como la de Román o Roberto Carlos, con diferentes técnicas para entrarle al balón, pero con similar eficacia para convertir. Acaso algo mejor que patear un tiro libre, con esas pelotas que eran de plástico consistente, que se dejaban un poco desinfladas para que no piquen tanto. La astucia era tener en cuenta la trayectoria que dibujaba en el aire, que no era igual a la de un balón profesional, sino que era más parecido a patear un globo. La pelota con el impulso inicial, arrancaba hacia una dirección, pero luego tomaba un cambio de rumbo inesperado. Lo que parecía que se iba muy desviado, terminaba adentro del arco para sorpresa del arquero. Habrá balones sin costuras y con diseños exclusivos de marcas multinacionales. También estaban las bolas de medias y trapos entremezclados para jugar en el patio de la escuela. Las Pulpito, las de plástico, las de cuero áspero que raspaban si uno las peinaba. Pero como olvidar aquella que encontré un día en un baldío en Punta Lara, de cuero color amarillo. Fue tal la emoción, que dormí toda la noche con ella al lado de mi almohada. Lástima que fue la primera y última noche, ya que, al día siguiente, cuando “la puse” para el partido de la plaza, un micro 508 la destrozó, cuando por un

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rechazo largo, se fue al medio de la Diagonal 73, que por entonces pasaba por el medio, dividiendo la plaza Azcuénaga en dos partes simétricas. Habrá códigos de vestuario y adentro de la cancha. Pero nada más fiel, que aquel grito de guerra, que salía de boca de quién había puesto la bocha para el match. “Rompe, pincha, revienta, garpa” se escuchaba antes de cada partido. Y así era nomás. Si por cualquier circunstancia, ocurría alguno de los acontecimientos descriptos en el cantito, había que hacerse cargo de reponer el balón al damnificado. Habrá noventa minutos de juego además de un par de minutos de descuento, y estadísticas que nos informan que el tiempo neto de juego, en algunos partidos, fue nada más que de cincuenta minutos. Como asumir ese dato, recordando el partido, revancha y bueno, típico de aquellas épocas, en que volvíamos de la escuela, tirábamos el portafolio en casa, y salíamos velozmente rumbo a la plaza, para no llegar último y quedar afuera del picado. Cuando el viejo tenía que venir a sacarnos de la plaza, para que vayamos nuevamente a casa, porque ya era la hora de la cena. Claro que el tiempo neto de juego en ese caso, superaba fácilmente las dos horas. Habrá invasiones de campo de juego, por hinchas apasionados y de los otros. Claro que nada se compara con las que hacían los más chicos, que se ponían de relleno cuando faltaba gente. En algún momento determinado del partido se aburrían o cansaban. Se ponían a jugar en el medio de la cancha con palitos o piedritas, desentendiéndose del juego. Había que tener la habilidad de esquivar no sólo a los rivales, sino también a ellos, que de repente pasaban de jugadores a invasores. Habrá utileros y ayudantes de campo que constituyen lo que hoy es el cuerpo técnico y que cuando algún jugador manifiesta el menor esbozo de sed, se

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acercan con un ramillete de botellitas de agua, o de esos jugos mágicos que aportan minerales. Quién puede olvidar esos parates improvisados que oficiaban de entretiempo, donde cada equipo se juntaba en puñados, para tomar la exquisita agua que brotaba de la bomba. Alguno se hacía cargo del bombeo hasta que finalmente le tocaba el turno. Jamás hubo algo más refrescante en la vida. Habrá tableros electrónicos sofisticados, digitales y hasta pantallas gigantes de última tecnología. Pero qué lindo era aquello de agarrar un pedazo de ladrillo o carbón. En cada gol, el goleador corría luego del festejo, y agarraba el cascote a modo de tiza, para anotar sobre la loza que tapaba el pozo de agua, el tanteador. Claro que las anotaciones se volvían ilegibles a una altura del partido y era más sano apelar a la memoria para evitar cualquier intento de trampa. Habrá rumores de todo tipo, que tal fue a menos, que este compró al árbitro, que el partido está arreglado. Lo que no se puede negar, es que, en este bendito país, el que se digne en llamarse futbolero, pero de esos futboleros de los que les corre el potrero en la sangre. Esos que pasaron por su propia plaza Azcuénaga. Esos de raza, van a dejar hasta la última gota de sudor por querer ganar, jueguen con la camiseta que jueguen. Porque fueron forjados con el fuego sagrado del fútbol, ese que es antiprofesional a pesar del sueldo, el puro, el maravilloso, el de la esencia.

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A dedo, por el amor de Dios

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ran tiempos de secundario, ya en quinto año y a punto de egresar. Si te gustaba el fútbol, en el colegio Nacional, era obligatorio pasar casi todas las tardes en el campo de deportes y jugar largos picados. En general, la gente que se juntaba era siempre la misma, salvo raras excepciones. No necesariamente debían ser de la misma división, lo que importaba era la pasión por la redonda. En 5to 5ta, teníamos unos cuantos futboleros. El Besugo o el Pulvo iban al arco, Tito, Sergio, La Garza, El Negro, Bigote, el Colo, el Gueto y el Goro entre otros, siempre se sumaban a cualquier campeonato que se organizara. En una tarde de viernes, después de terminar una jornada de deporte, estábamos disfrutando de una gaseosa, en las tradicionales rondas sobre el piso, que servían de distensión pero que también ayudaban para fortalecer más al grupo. En medio de todos los comentarios, apareció casi como sin querer, la voz aguda y tímida de La Garza, que deslizó “quieren que nos anote-

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mos en un campeonato”. En ese estado de adolescencia plena, obviamente que nadie investigaba nada, y todos, por supuesto que vimos con buenos ojos el desafío que nos propuso La Garza. —Bueno, perfecto —agregó—, el sábado a las siete de la mañana los levanto por Plaza Italia. —¿Qué?¿A qué hora?¡Estás loco! —fue la respuesta generalizada y casi al unísono. —Es que el torneo no es en La Plata y tenemos que salir temprano. Eran las siete menos diez, de un lindo día típico de primavera, con el cielo celeste y diáfano. Fresquito por la mañana, pero se preveía que, con el sol del mediodía, iba a ponerse más cálido. Bajamos con el Pulvo del 508 y enseguida nos encontramos con Tito, la Garza que estaba con gente en una camioneta y el Goro. Pronto fueron llegando todos los que se habían comprometido. Había que juntar once y ya éramos doce, pero como siempre, faltaba el Colo. La familia de la Garza se empezó a impacientar bastante, y bajaban a la vereda avizorando la llegada del Colorado. Pero era más un deseo que otra cosa. El grupo sabía que siempre el último en llegar era el Colo y también era consciente, que no se lo podía colgar. Había que esperarlo porque la descosía. Empezamos una maniobra de distracción y también si se quiere de investigación, porque, al fin y al cabo, nadie sabía dónde era el campeonato en cuestión. En el espontáneo diálogo, un poco para hacer tiempo y otro poco para saber más, le preguntamos al papá de la Garza. Para sorpresa de todos, nos respondió que nos íbamos a San Miguel del Monte. Al decir verdad, no teníamos mucha noción de si eso era cerca o lejos, pero a mí me dejó cierta preocupación el destino. En ese mo-

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mento apareció el sonido inconfundible del ciclomotor Piaggio color verde oscuro del Colo, que detuvo en la plaza y ató con candado al poste del alumbrado público. El padre de la Garza ya había puesto en marcha la camioneta, una rastrojera que no tenía caja generosa, por lo que tuvimos que amucharnos para poder entrar apretados. El viaje enseguida, como suele ocurrir en estos casos, empezó con matices divertidos. Para cada transeúnte que cruzábamos teníamos dedicado algún grito o saludo de los que no se pueden transcribir, pero que nos hacía más agradable la excursión. Una vez que tomamos la ruta, la monotonía del paisaje y la incomodidad de la camioneta comenzaron a fastidiarnos y a generar discusiones que alteraron la tranquilidad inicial del viaje. Finalmente, luego de dos largas horas de viaje y para la felicidad de nuestro equipo, entramos en un campo que bordeaba la laguna. Lo primero que me llamó la atención en el camino que ingresaba al lugar, fue un cartel que decía “bienvenidos hermanos”. Una vez que arribamos a una explanada, detectamos la presencia de varios vehículos, que nos anunciaban el arribo al lugar de destino donde se realizaría el torneo. En un principio me despertó cierta intriga el lugar, porque en un amplio paneo no pude detectar ninguna cancha de fútbol y ni siquiera se vislumbraba un arco, como para ir a pegarle unos tiros al Pulvo, que en esa ocasión iba a ser el arquero del equipo. Cuando nos apresuramos a saltar por los bordes de la camioneta, con el ímpetu acostumbrado de nuestra juventud, se generó naturalmente un alboroto. El padre de la Garza nos suplicó imperativamente que hiciéramos silencio y nos señaló con un leve movimiento de cabeza, a un grupo de gente, que se amuchaba alrededor de un edificio escuchando a alguien. Si bien bajamos el tono de voz, le restamos importancia y sólo le preguntamos a la Garza

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donde eran las canchas. Nos indicó un sendero que bordeaba un arroyo e inmediatamente nos dirigimos para allí, a pesar que la Garza y su familia fueron para el lugar en donde estaba la gente. El camino lo hicimos casi corriendo, ansiosos de llegar a la cancha y empezar a hacer rodar la pelota que era para lo que, en definitiva, habíamos ido. En el trayecto El Negro y El Goro, miraron con ganas un bote que estaba a la vera del arroyo. Lo movieron un poco y siguieron corriendo, pero comentándose algo entre risas, que no alcancé a interpretar. Pasó más de media hora para que empezaran a arrimarse más personas al lugar de las canchas donde supuestamente se desarrollaría el campeonato. Por suerte, comenzó a tomar más clima de torneo, se arrimaron otros equipos a pelotear, varios árbitros y algunas personas que aparentaban ser los organizadores. Uno de ellos nos preguntó quién era el capitán del equipo. Nos miramos y le respondí que era yo, sin tenerlo ni premeditado ni consensuado, pero salió espontáneamente. El organizador junto a los árbitros me explicó que integrábamos un grupo de cuatro equipos. Que clasificaban los primeros de cada uno de los cuatro grupos y que se cruzarían en las semifinales. En la previa del primer encuentro, me llamaron al centro de la cancha con el capitán del equipo contrario. Extrañamente los jueces de línea, el árbitro y el capitán rival se abrazaron, formando un círculo mirando hacia el suelo, como si fuera un scrum de rugby, al cual me integraron de forma tal de cerrar la rueda. No me opuse, pero me sentí incómodo, y quedé tan sorprendido que no alcancé a entender que era lo que decía. Fue una especie de discurso del que sólo pude entender la palabra final, por el énfasis que todos le dieron, “Amén”. Los dos primeros partidos los ganamos con cierta facilidad. El tercero fue el más disputado y áspero. Ter-

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minó empatado cero a cero y con una tarjeta amarilla para mí, que fue totalmente injusta. Me habían pegado un patadón desde atrás que me hizo volar unos metros. Lógicamente, cuando paré de dar vueltas rodando por el impulso, sentado en el piso le espeté un sinfín de puteadas al que me había pegado y me ofrecía la mano para levantarme. Era lo más natural y futbolero, pero para el árbitro no resultó así. Amarilla para mí y nada para el otro por el gesto del perdón, según explicó el árbitro. Clasificamos para las semifinales que se disputarían después del mediodía. Eran cerca de las 12:30 hs. Deberíamos esperar hasta las 15:00 hs. que era el horario dispuesto para el partido que definiría a los finalistas del torneo. Después de tanto desgaste y lo que nos esperaba aún, sentimos la necesidad imperiosa de comer. Le consultamos a la Garza donde podíamos comprar algo y automáticamente nos señaló el lugar donde habíamos visto a toda la gente reunida inicialmente. La arremetida al recinto fue normalmente ruidosa, dentro de lo esperable para nuestro parecer de entonces. Otra vez nos cruzamos con el grupo de gente entre los que se encontraban los familiares de la Garza, y el papá nos miró con poca simpatía. Esto nos llevó a comprar rápidamente un sándwich y una Coca, y nos retiramos raudamente del lugar. Empezamos a dispersarnos en grupos por los distintos rincones del predio, que tenía un marco natural de abundante arboleda, arroyos y zanjones que desembocaban en la laguna. Con el Pulvo, el Colo y Sergio, seguimos caminando por el sendero que bordeaba el arroyo y desembocaba en las canchas. Cuando estábamos llegando al lugar donde se jugaba, para poder tirarnos a descansar un rato, sentimos cierto ruido que nos extrañó, pero al que no le dimos demasiada importancia.

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Seguimos unos metros, y escuchamos gritos y risotadas y un chapoteo de agua, lo que nos intrigó e hizo que volviéramos sobre nuestros pasos para ver de qué se trataba. De repente y para nuestra sorpresa, vimos al Negro y al Goro subidos arriba del bote que habían tanteado y estaba suelto, y que se habían apoderado para dar un paseo. Ante ese escenario, con algún consejo del Pulvo que los instaba a devolver el bote, que nunca tuvo respuesta ya que creo que ni siquiera lo escuchaban por las carcajadas, salimos corriendo para que no nos pescaran a nosotros. Llegamos a la cancha y esperamos, hasta que se fueron arrimando los integrantes de los otros equipos, para jugar la fase final del torneo. En la semifinal ya no contábamos con suplentes porque habíamos perdido a los dos náufragos y tuvimos un partido más complicado, como era de esperarse en esta instancia del campeonato. El partido terminó 2 a 2 y fuimos a los penales. La primera tanda de 5 penales por equipo finalizó empatada y hubo que pasar a la serie de un penal por equipo. El Canalla metió el primero para nosotros y ellos hicieron el suyo. Así se fue dando una sucesión de empates, hasta que hubo que repetir los ejecutantes. Tito, que había pateado muy bien en la primera oportunidad, lo quiso asegurar y lo pateó muy fuerte pero también muy alto, y finalmente quedamos eliminados. Una vez que se definieron los finalistas, nosotros con la frustración del caso, nos queríamos volver a La Plata. El padre de la Garza nos convocó a todos, al lugar de encuentro donde se congregaba la gente. Nos manifestó que nos iban a juntar a todos los participantes para agradecernos el haber concurrido y que luego se jugaría la final. Lentamente fueron arribando todos, y luego de

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unos minutos en el centro del lugar donde se juntaban, comenzó a hablar un pastor. En medio de nuestro asombro, empezamos a semblantearnos de reojo unos a otros. Cuando lo observo al Pulvo, me mira con cara de “que estamos haciendo acá” y ese gesto me causó mucha gracia. Me tenté y no podía parar. Traté de pasar desapercibido y empecé a alejarme de la ronda, pidiendo permiso en los casos que fuera necesario. De repente, había llegado a un claro y empecé a acelerar el paso, hasta que me escabullí por el sendero del arroyo. En el momento que estuve seguro que ya no estaba en el campo visual de la gente, empecé a correr sin destino, pero convencido de huir de ese lugar. Por suerte, mi rauda carrera la interrumpió el encuentro con el Negro y el Goro, quienes habían terminado su excursión náutica, porque al parecer el bote estaba dañado y se empezó a llenar de agua. Lo dejaron a medio hundir en la orilla, lo aseguraron con una soga a un árbol y empezamos a deliberar sobre lo que íbamos a hacer. En breve apareció Sergio corriendo porque me había visto escapar. Así uno tras otro, se fueron sumando, al ver que se estaban yendo todos los del equipo. —Hagamos un plan —propuse. —Que plan, vámonos a la mierda —gritó el Besugo. —¿Y la Garza? ¿Y los padres? —pregunté. Por supuesto que nadie contestó. Empezaron a correr por un camino que seguía bordeando el arroyo, pero en sentido contrario al que nos llevaba a las canchas. Después de quince minutos de aventura, arribamos a la entrada del predio y estábamos en la ruta. Eran alrededor de las cinco de la tarde, mucho tiempo de luz no teníamos, pero la voluntad popular fue empezar a caminar por la banquina, para hacer dedo a los

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autos y camiones que volvían para La Plata. El objetivo era difícil, porque éramos unos cuantos. La fortuna se tenía que inclinar muy de nuestro lado para encontrar un alma caritativa que nos lleve a todos. Si bien planeamos separarnos en grupos, tampoco fue una solución, porque la ruta tampoco era muy transitada como para que abundaran oportunidades. Ya había pasado más de una hora, de acuerdo a mis cálculos. En un instante, se escuchó un grito y luego otro. Cuando nos damos vuelta, vemos que el grupito más retrasado, se tiró cuerpo a tierra, al borde de la banquina y divisamos que se aproximaba un vehículo. Instantáneamente nos zambullimos de cabeza a los pastizales que había en el costado de la ruta. A unos quinientos metros se veía venir lentamente a la rastrojera del papá de la Garza. Cuando vimos que siguió de largo y que ya no había indicios del ronquido del motor, nos fuimos levantando poco a poco, para seguir nuestro periplo. Estaba cayendo la tarde y la luz del sol comenzaba a perder intensidad. Nos juntamos para deliberar, porque nos había empezado a preocupar un poco la situación. —Allá viene uno —gritó el Canalla. Se veía aproximar un rodado bastante grande— Es el TALP, viene el TALP —afirmó. —Yo no tengo un mango, ¿y vos? —le pregunté a Sergio. —Nada. —¿Vos Pulvo? —Unas monedas —respondió. Poco a poco fuimos viendo que no llegábamos a comprar el pasaje. La situación se tornó tensa, el colectivo cada vez estaba más cerca y era la única opción para no pasar la noche en la ruta. El Colo empezó a tocarse el bolsillo del buzo Adidas negro con las clásicas

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tres tiras blancas. De pronto se le dibujó una sonrisa y nos dijo: —De casualidad le pedí unos mangos antes de salir a mi viejo porque no tenía nafta para la motito. El abrazo de felicidad de todos fue tal que terminó en manteada. Cuando nos levantamos el ómnibus estaba a una cuadra de distancia. Lo paramos y subimos. Fuimos sentándonos de a dos y el Pulvo que había subido último, quedó sólo y le tocó sentarse con el pasajero que venía dormitando en el asiento de adelante. A tan sólo tres kilómetros de haberse sentado, vino disimuladamente al asiento de cinco butacas del fondo del colectivo y nos dijo: —Che boludos, háganme un lugarcito acá en el fondo, que el tipo que está durmiendo en el primer asiento es el pastor.

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Fábula del bosque embrujado

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e acordás lo que le pasó al abuelo en el 29, cuando la cantidad de hinchas aumentó y aumentó sin parar y tuvieron que agrandar esta

tribuna. —Claro Euca, como no me voy a acordar si el abuelo está todavía en el corazón de toda nuestra frondosa familia. —Por suerte nosotros recién éramos pequeños y estábamos más retirados, entonces no hizo falta. -Si por suerte, pero de ahí en más la abuela nos signó un trabajo indeseable hasta hoy y ya no sé si podremos resistir a tanta contradicción. El bosque platense es un pulmón fundamental dentro del trazado que pergeñó Dardo Rocha en la ciudad que había soñado. En ese paraíso que cotidianamente se debate en una batalla contra el hormigón y que por suerte sigue siendo indemne en líneas generales y nos regala a los platenses, un espacio de recreación y distensión que no muchas ciudades tienen.

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En ese marco se entabla el estadio del Club Gimnasia y Esgrima La Plata, el decano del futbol argentino. Si bien el escenario no es de grandes dimensiones, el entorno del bosque lo hace uno de los más pintorescos conjuntamente con el de Newells Old Boys que se encuentra en el parque de la Independencia de la ciudad de Rosario. —Pino, no me voy a olvidar nunca lo fanático que era el abuelo, como quería este club que vio nacer desde la construcción de la techada, hasta la instalación del último tablón. —Claro Euca, los tablones que se hicieron con las maderas donadas por unos cuantos parientes lejanos. —Si, y ese amor por la divisa lo trasladó hasta el más recóndito rincón del bosque, incluso los amigos que cubren la calle 50 pasando por el Colegio Nacional y la escuela Anexa. Las dimensiones de este espacio verde son bastante generosas y en él se sitúan lugares destacados para la ciudad. El jardín Zoológico, el museo de Ciencias Naturales, el Observatorio Astronómico, la facultad de Medicina, Agronomía, Veterinaria entre otras, son algunos de los atractivos de los muchos que se fueron forjando en este paseo. —Euca, te acordás que el abuelo era un roble, pero siempre se estremecía cuando nos contaba aquella situación terrible que ocurrió cuando construyeron la cancha de los vecinos. —Si, él nunca pudo digerir muy bien eso. Se llenaba de angustia cuando nos lo contaba. —Es que quedaron muchos hermanos en el camino y encima para semejante fin.

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—Por supuesto, los rivales de toda nuestra vida. Y para colmo los parientes que teníamos allí eran los más traidores de la familia. Así les fue, los bajaron de raíz. En la entrada del bosque, lindando con la avenida 1, que es la que sirve de límite entre la ciudad y el predio, se encontraba el estadio del club Estudiantes de La Plata, que figuradamente es como una lengua de tierras que la ciudad le ganó al Bosque. —La verdad Pino, yo respeto mucho la tradición familiar y el legado que nos trasmite la abuela, pero…. —Euca, no podemos claudicar nunca a esto, es por el bien nuestro y el de todos los retoños. —Si lo entiendo, pero no me digas que no te acordas de tantas historias en las cuales hicimos trizas la alegría de toda esta maravillosa gente de Gimnasia. —Es que nosotros nos forjamos con la experiencia y el progreso y el éxito no fueron muy beneficiosos para nuestra familia. La diversidad de la flora es muy importante en el predio. Esto permite que el lugar sea un refugio de paz para cada visitante que busca un poco de ocio y esparcimiento. Es el lugar ideal para relajarse y pasar del ruido de la ciudad, al placer de regocijarse por el encanto del trino de los pájaros y la contemplación de la naturaleza. —Más allá de lo que provocamos en el 62 y en el 70, creo Euca que lo más grave que le hicimos a esta gente fue lo del 95. —Sin dudas Pino, pero en esa ocasión tuvo que intervenir la mismísima abuela, casi se nos escapa por el entusiasmo que teníamos. —Es que esta gente es maravillosa y se merece una ale-

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gría. Yo soy muy sensible, no te olvides que estoy hecho de madera débil. —Sí, yo no tanto, pero tengo que confesar que el fanatismo del abuelo, me dejo ganar el espíritu y que era capaz de dar mi vida por ese campeonato. El encanto del paseo del bosque tiene algo que trasciende al entendimiento humano. Cuenta la leyenda que cada una de las plantas tiene un don especial y que ese don se utiliza para proteger las especies. Cuando un árbol muere el don es transferido a los árboles nuevos y que con el desarrollo de las plantas el don se perfecciona. —Euca, siempre me quedo con la espina de saber que hubiera sido de nosotros, si la abuela no escuchaba el diálogo de los dirigentes esa tarde del partido con Argentinos Juniors. —Es que, con el campeonato del 95 en el bolsillo, si o si el estadio se iba a agrandar. —Es verdad, había mucha euforia, el club crecía de la mano del proyecto de Timoteo y además era un quiebre en la historia del club. —Por supuesto, el primer campeonato y la misma grandeza de esta hinchada que siempre acompaña. —Pero te imaginas la cantidad de chicos que se hubieran sumado a la tribuna. —Si, para mí nuestro destino estaba echado. —No se vos, pero entregaba hasta el último gramo de mi corteza que me queda, por haber logrado esa hazaña. —No lo dudes Pino, creo que todos los de nuestra generación se entregaban por ese campeonato. —Pero Euca, de que sirve lamentarse si la historia ya está escrita y nosotros acá vivos para contarla. —Si la abuela no hubiese escuchado ese diálogo de los dirigentes……

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Después de la consecución de la Copa Centenario, título oficial no reconocido por esas cosas mágicas de la naturaleza, se empezó a palpitar el fervor de los hinchas que hacían de Gimnasia cada día un club más grande. La dirigencia proyectaba ampliar el estadio para hacerlo más moderno y multiplicar la capacidad. Sin dudas el impulso de la campaña del 95, terminó por convencer a los dirigentes a que tomasen la decisión de llevar a cabo este proyecto, si se lograba el título. Esto se plasmó, en los jardines detrás de la platea de la techada, en ese famoso partido de los tres penales del cabezón Dopazo. —No puedo creer los poderes de la abuela, todavía me asombran. —Si, metió todos los embrujos posibles para que pasara lo que pasó. —La pelota no entraba en el arco de Independiente y encima utilizó todos sus influjos para que el gordo ese de pelo largo, estirara más de lo que su naturaleza pudiera, la punta del botín y la clavara en el ángulo. —Yo admiro el amor por la familia que nos enseñaron nuestros antepasados, pero un día Pino, te aseguro que el amor por la camiseta va a poder mucho más. —¿Y nosotros lo podremos ver, Euca?

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De visitante y partida doble

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l año 87 tuvo un comienzo aventurado y no es casual que así lo mencione, ya que ocurrió una de las aventuras más lindas de mi vida. Por esos tiempos con el grupo de amigos del Colegio Nacional, solíamos veranear en San Bernardo, donde los padres del Potro tenían un duplex que nos albergaba en las quincenas en donde quedaba desocupado. Generalmente terminábamos en Mar del Plata, haciendo la última semanita en el departamento de los viejos de Gota. Con esto, no sólo nos pasábamos unas buenas vacaciones, sino que además forjamos un grupo de amigos, que hasta el día de hoy sigue adelante. En una noche de diciembre, alguien deslizó un tímido “che, y si nos vamos a Brasil”, generando el entusiasmo inmediato de la mayoría de los presentes. La idea no parecía descabellada, el cambio favorecía y gran parte ya había cumplido los 21, salvo algunas excepciones entre las que me encontraba. Ese no era el único escollo que tenía que superar, sino que también, la situación económica de la familia no era la mejor. La

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decisión de sumarme a la aventura no me fue tan rápida como para el resto de los viajeros. Tan es así que los pasajes escaseaban y los muchachos me empezaron a meter presión. Por supuesto, a mí no me generaba el más mínimo impulso de apurarme, pero viéndolo a la distancia creo que mi mamá, era la que absorbía el desafío para que yo pudiera estar en ese viaje soñado. Aunque él nunca lo supo, el segundo día de enero salimos desde la estación de 1 y 44, en el tren que partía a las 7 de la mañana vía Constitución, gracias a la colaboración del finado abuelo Carlos que aportó su reloj pulsera de oro. La vieja tuvo la valentía y el corazón de venderlo y con lo recaudado darme los mangos necesarios para encarar el viaje. Al arribar a Constitución, hicimos un trasbordo medianamente rápido, y digo medianamente porque a Carita se le antojó conseguir Philip Morris, que para entonces no se vendían en el país, hasta que luego de recorrer la estación de punta a punta, se dio por vencido. Nos subimos al subte que nos trasladaría a la estación Federico Lacroze, desde donde partía el tren del Ferrocarril General Urquiza que daría comienzo a una verdadera odisea. Aproximadamente a las 10 de la mañana, Gota, Carita, el Gordo Reni, Mauro, El Potro y yo, alias el Gallego, emprendimos viaje con destino a Paso de los Libres. Al comienzo todo parecía emocionante, cada uno encontró su lugar, recorrimos el tren vagón por vagón y el bamboleo provocado por la marcha, le ponía algo de emoción al periplo. Descubrimos un vagón donde servían café y hasta encontramos una barra de conocidos platenses que se dirigían al igual que nosotros, hacia Uruguaiana. Luego de transcurridas unas horas, todo empezó

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a tornarse tedioso y la monotonía del viaje se vio alterada solamente con cada parada en las estaciones, algunas muy curiosas, por cierto, como por ejemplo en algún pueblito de Corrientes, donde subían vendedores ambulantes ofreciendo naranjas o bolsitas de nylon que contenían agua. Cerca de las 8 de la mañana del día siguiente arribamos a Paso de los Libres, bajamos en la estación y una caravana de taxis y coches particulares esperaban el descenso de pasajeros ofreciendo abordar, para realizar el cruce de la frontera. Subimos a un auto apretándonos los seis más el equipaje. Se suponía que el cruce no demoraría demasiado. Y así fue, pero nuestras expectativas de velocidad se multiplicaron en los pies de quien conducía el vehículo, que, con el afán de trabajar varios viajes, aceleraba a fondo, sin respetar ni siquiera las curvas cerradas y desestimando incluso, el momento en que se abrió la puerta en la que iba apretujado Gota, a quien casi dejamos en el camino, sino hubiese sido por su acrobático manotazo a mi brazo, para contener el impulso. Arribamos a la terminal de ómnibus de Uruguiana cerca del mediodía. El calor era importante y la cantidad de gente que había, más aún. Como era esperable los pasajes hacia Río o cualquier lugar cercano estaban agotados, y nuestra única esperanza era poder tomar el colectivo que salía hacia Porto Alegre, a las 17 hs. de acuerdo a lo que se comentaba. De todos modos, debíamos esperar esta posibilidad, por lo que nos instalamos en la placita de Urugaiana una vez más sin ningún tipo de preocupación y con la felicidad de que estábamos en Brasil. En un momento Carita había desaparecido, por lo que intuíamos nuevamente había ido en busca de sus mentados Philips Morris. De repente, lo vemos cruzar la calle con todos

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los dedos de ambas manos, ocupados por ramilletes de botellitas de vidrio de Coca Cola. Carita estaba deslumbrado por el precio muy favorable, por cierto, y compró todas las botellas que estaban a su alcance. Cerca de las 16.30 hs, confirmamos y compramos los pasajes y a las 17 hs, cargamos los bolsos y nos subimos al colectivo sin reparar en nada. Estábamos camino a nuestro nuevo destino. Llegamos a la rodoviaria de Porto Alegre por la noche, y con la ilusión que nos generaba el estar en una ciudad más importante, como para poder hacer el enlace con Río de Janeiro. Pero las esperanzas se esfumaron, en el mismo momento en que El Potro volvió con la novedad que todos los pasajes a Río estaban agotados. Nuestra única alternativa, era la posibilidad de poder conseguir algún colectivo ilegal que ofreciera el traslado. Nos sentamos en los bancos de la terminal y la espera se hacía cada vez más larga. La ansiedad y la desazón comenzaron a calar en el ánimo de algunos de los del grupo. En medio de una multitud, se escuchó un grito rápido pero insistente, que despertó la inquietud de Mauro que nos empezó a llamar con desesperación. Levantamos los bolsos y corrimos atrás de una persona que nos subió a un colectivo, casi sin pensar en lo que estábamos haciendo. Con la premura, no alcanzamos ni a darnos cuenta que estábamos nuevamente en un supuesto traslado hacia Río de Janeiro. El viaje fue toda una odisea, ya que no sólo íbamos muy rápido, sino que el transporte en cuestión se caía a pedazos. El cansancio me vencía, desde que salimos de Buenos Aires, sólo había podido dormitar en el tren, pero no lo suficiente. Nos turnamos para poder descansar, mientras que algunos intentaban dormir otros cuidaban los bolsos, pero entre los gritos, bromas y cierto grado de preocupación,

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nadie pudo pegar un ojo. Encima, cuando el chofer hizo el cambio por su compañero, lo realizaron sin detener el colectivo y a bastante velocidad. El viaje fue sin paradas, pero así y todo llegamos a la rodoviaria de Río al día siguiente a media tarde. Enseguida, conseguimos una combi que nos trasladó, haciendo un mini Tour de pasada, para que pudiéramos conseguir alojamiento. Tras las consultas fugaces en dos o tres hoteles, nos dimos cuenta que la mano venía cambiada, y que pasar la noche en algún hotel accesible, para nuestros débiles bolsillos, iba a ser imposible. El chofer nos dejó en la Avenida Atlántica, con todos nuestros bolsos a cuesta, y con un panorama sombrío. Compramos un par de gaseosas y nos sentamos en los bancos de las amplias veredas, contemplando el mar y deliberando sobre los pasos a seguir. En ese momento el cansancio se hacía sentir, ya eran muchas las horas con poco descanso y no había mucho optimismo para poder alojarse. Las opiniones para decidir qué hacer eran encontradas. Reni que tenía algún resto más en el bolsillo entró en desesperación, y se plantó mal. Estaba dispuesto a pagar lo que fuera por esa noche, para poder conseguir algún lugar para alquilar. Se estaba poniendo el sol sobre el mar y el paisaje era maravilloso. Después de todo, estábamos en pleno corazón de Río de Janeiro, y a mí nadie me podía empañar la alegría incontenible que sentía, al poder contemplar los barcos que navegaban mansamente sobre Copacabana. Era un placer supremo que era imposible no disfrutar y alterarse por nada. Reni entró en cólera y amenazó con que se volvía para La Plata sino lo seguíamos, mientras que yo lo hacía engranar más aún, cuando le decía “Tranquilo gordo, tranquilo, mirá lo que es esto, mirá donde estamos”. El sol finalmente se puso en el mar y nos quedamos a pesar de las protestas del gordo, durmiendo en

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los bancos de la Avenida. En verdad descansamos muy poco, pues entrada la noche el ambiente no era precisamente el de un convento, y teníamos que cuidar que ningún amigo de lo ajeno se llevara nuestros equipajes. Al día siguiente bien temprano, comenzamos a recorrer inmobiliarias para poder alquilar algún departamento. No fue tarea sencilla, no había lugar por ningún lado, y estábamos fusilados de cansancio y muy pero muy sucios. Recién pasado el mediodía, fuimos a una inmobiliaria en donde ingresaron El Potro y Carita, y salieron a la media hora con un personaje que nos iba a llevar a ver un monoambiente sobre la Avenida Copacabana. Con Gota nos miramos y deslizamos una sonrisa. Caminamos en silencio hasta el lugar que quedaba tan sólo a la vuelta de la inmobiliaria. Cuando subíamos en el ascensor, Gota pretendió falar en portugués con el administrador que nos iba a mostrar el departamento. El hombre lo mira y le dice, “que me hablás en portuñol si yo soy tucumano”. Las carcajadas invadieron el ascensor y generaron el mejor clima, lo cual anunciaba buenos augurios. Y fue así, finalmente conseguimos el tan anhelado hospedaje y Río se ponía a nuestros pies por una larga y hermosa semana. Obviamente, los días de playa fueron fantásticos, conocimos lugares espectaculares y las noches eran las soñadas. Un atardecer en la playa de Barra de Tijuca, un lugar muy parecido a lo que sería el paraíso, comenzamos a tocar la pelota como acostumbrábamos hacerlo a esas horas. Estábamos en pleno apogeo de la era dorada del Diego, por lo que no nos achicábamos con la calidad de los brasileños, sino que, por el contrario, estábamos más que orgullosos. Diría que hasta casi agrandados. Era muy común que pasara algún brasileño con la camiseta de su selección y que, tanto de parte de ellos

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como nuestra, se gritara “Pelé o mais grande” o “Maradona es el mejor”, lo que conllevaba a levantar el pulgar o bajarlo de acuerdo a como fuera el mensaje. Fue así que nos cruzamos con un grupo de ellos que nos encaró con el versito de Pelé y contrarrestamos automáticamente y al unísono con “Maradona O Mais grande Jogador de la historia”. En una discusión armoniosa surgió el desafío. En pocos minutos se armaron los montoncitos de arena, que harían las veces de arcos, aunque no con la facilidad con la que lo hacíamos en nuestras playas, porque allí la arena era muy finita y blanca. Reforzados con algún piloncito de remeras, los arcos y el improvisado estadio estaban listos para el comienzo del clásico. Al principio todo fue complicado, ellos tocaban y hacían circular la pelota con una facilidad admirable. Eran rápidos como gacelas y se deslizaban en la arena con tanta naturalidad, que parecían estar jugando sobre el mejor césped del mundo. Como suele suceder en estos casos y más aun tratándose de “brasucas”, la cosa se puso picante. Ellos seguían tocando y tocando, y, a pesar que no creo fuera su intención, daba la sensación de que nos estaban gozando. Íbamos 4 a 1 abajo, cuando un morochito se escapó en velocidad por la derecha. Carita salió al cruce y se la pisó amasándole la pelota por entre las piernas. Caño, que digo caño, flor de caño. La bocha se fue un poquito larga, pero el negrito tenía un buen tranco y la iba a primeriar cuando se encontró con una barrida, casi parecida a un topetazo, del gordo Reni que jugaba al rugby y se los hizo saber en una fracción de segundo. El morocho desapareció en una nube de arena que erupcionó del piso. Cuando se levantó cobró faul, pero nadie dijo nada, y continuaron con el juego, que por supuesto para ellos así lo era. Para nosotros eso fue un buen síntoma. Primero nos sirvió para confirmar que no les gustaba entrar en roces, y luego, fue como

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el impulso inicial que generó un sentimiento. Poniendo garra se podía y había que hacérselos sentir. Se jugaban dos tiempos de 30 minutos, que controlaban de afuera un par de amigos que no participaban del match. Casi sobre el final de los primeros 30, un rechazo largo de Mauro, que iba a cualquier lado, pegó en la pierna del más veterano de los brasileros y ese rebote providencial pasó casi por encima de la montañita de arena y palo derecho. Para nosotros, fue más por adentro que por afuera, lo que nos llevó a gritar Gol y a discutir a muerte que la pelota ingreso. Al fin de una breve discusión, se llegó al 2 a 4 a favor de ellos. Descansamos y nos arengamos apenas 5 minutos. Entramos a llevarlos por delante y metimos como tenía que ser. Argentina – Brasil era un clásico, en el monumental de Núñez o en una playita recóndita brasilera. Por supuesto, que no fuimos todo lo leal que correspondía, pero eso era solo un detalle. La verdad, es que nos tirábamos al piso en cada pelota y si no se llegaba a la pelota, nos llevábamos puesto a alguno de ellos. Se puso caldeada la cosa, porque a pesar de su pasividad, finalmente engranaron y empezaron a putearnos en todos colores. De todos modos, ya estábamos 4 a 4 y faltaba muy poco. Cuando gritaron de afuera que era el último minuto, salió un rebote hacia la derecha en mitad de cancha, la recibí abierto, pero sin marca. Lo vi picar a Barberis, uno de los del Nacio que había ido con otro grupo y lo encontramos en el viaje. Yo estaba en donde la arena se empieza a poner más húmeda por el mar, y desde allí crucé un pelotazo muy largo, pero con mucha precisión. La bola le cayó al pecho al Barba, que con un sólo movimiento la tiró 5 metros para adelante y le ganó en velocidad al brasuca que lo marcaba. Me mandé un pique de acuerdo a lo que merecía la circunstancia, y quedé solo para que me la toque adelante del

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arco y definir el partido. Pero el Barba se la jugó solo, la tiró para afuera y se sacó de encima al último defensor y metió el latigazo de zurda, forzado y al bulto. Para esto, mis gritos pidiéndosela se escuchaban hasta Angra y luego mis insultos por morfón también, pero en un segundo pasé de la ira a la gloria. Quiso el destino, que el rebote del arquero cayera a un metro delante de donde estaba. Me tire con el pie hacia delante y el defensor y el arquero también se zambulleron hacia donde estaba la pelota. Alcancé a impulsarla antes que ellos y la mandé al medio del arco. La pelota entró casi sin ganas y demorándose más de lo deseado. Gol al fin. Cuando lograba salir de la maraña de brasileros, se me vino la horda de muchachos que me aplastaron en la arena y festejaban más que en la final contra Holanda en el 78. Cuando nos levantamos habíamos quedado prácticamente solos. Ellos se estaban yendo entre protestas y discusiones. Hicimos una carrera en grupo hasta el mar y nos quedamos con una felicidad inigualable disfrutando y comentando cada jugada hasta que casi se hizo la noche. El festejo y el análisis del partido, continuó luego de la ducha de rigor, en un bar de la Avenida Atlántica. Nos sentamos al aire libre a disfrutar de la noche y a comer unas pizas y por supuesto las Brahmas que estaban bien frías, corrían una atrás de otra. Gota se paró para ir al baño y cuando volvió dijo: “Che está jugando Argentina”. Había un televisor colgado de un soporte, en una columna que estaba en el trayecto hacia el baño. Desde donde estaba nuestra mesa, no se alcanzaba a ver la pantalla, pero de fondo se escuchaba el volumen entremezclado con el murmullo de los brasileños, que se atestaban alrededor de la tele. El partido en cuestión, era la final del campeonato mundial senior, que en esa oportunidad se había organizado

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en Brasil. La final la jugaban el local contra Argentina. Intercambiamos un par de opiniones para ver si valía la pena mudarse a otra mesa a ver el partido, pero la concurrencia del lugar y la trascendencia del match, sumado a que ya estábamos acomodados hacía varias cervezas, hizo que lo desecháramos. De fondo, sólo había podido escuchar que se jugaba en el estadio Pacaembu en San Pablo, y que la torcida brasilera, le daba bastante importancia al partido, ya que cada ataque de la verdeamarela, provocaba las exclamaciones típicas del lenguaje futbolero. La velada fue fantástica, y nos olvidamos por completo del partido, hasta que un silencio a nuestro alrededor invadió el ambiente. Solamente quedó resonando, el aullido del relator televisivo que deliberadamente gritaba O PININO, PININO, PININO ....... O PACAEMBUUUU... Nuestra alegría deslizó alguna que otra sonrisa fuerte, pero bastó con dar un vistazo a nuestros vecinos, como para darnos cuenta que no éramos muy queridos para entonces. A escasos 5 o 10 minutos, se repitió la misma escena con iguales protagonistas, O PININO, O PACAEUMBUUUU y el segundo de Argentina, con el agregado de que luego de eso, el árbitro pitó el final del partido y la Argentina era campeona del mundo senior. Y ésta no la pudimos contener. Gota, que siempre hacía imitaciones de relatos de futbol, sobre todo cuando lograba desinhibirse con alguna copita, comenzó a relatar exactamente idéntico al de la transmisión de televisión. Recuerdo haber festejado y intentado abrazar a Mauro, pero fue todo tan rápido que no logré retener mucho en la memoria. Repentinamente, estábamos corriendo todos tratando de dejar atrás la horda de brasileños, que se nos venía encima. Cada uno tomó para

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donde pudo, y fuimos llegando a las escaleras del edificio donde estaba nuestro departamento, hasta que llegaron por último Reni y Carita y concluimos que, por suerte, no había bajas ni heridos. Nos subimos al ascensor y Gota empezó nuevamente su relato: “avanza con la pelota Mas, la lleva Oscar, gambetea a un hombre, engancha, le pega de zurda y GOLLLLL!!!! O PININO, GOL O PININO O PACAEUMBU!!!! Gritamos el gol en el ascensor y nos abrazamos, esta vez más que en la final con Alemania en el 86. Cuando llegamos al departamento, entramos y trabamos la puerta con todo lo que se podía, y seguimos festejando de visitantes y por partida doble, y con una Brahma, por supuesto.

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Incentivo

E

stábamos en tercer año de Ciencias Económicas y el tema principal por el mes de marzo, era confirmar uno a uno a cada integrante del equipo, que venía de conseguir dos títulos consecutivos. En la facultad se organizaba cada año, un torneo interno que era bastante competitivo y el equipo que ganaba este torneo, se convertía en el representante para jugar el interfacultades, algo así como la Copa Libertadores, para trazar un paralelismo. Tuvimos la suerte que el equipo que se armó en el primer año, que siempre depende un poco del rejunte en algunas cursadas compartidas, si bien era de medio pelo tenía algunos jugadores que venían juntos del secundario y hacía tiempo se conocían. Con esa pequeña ventaja se hizo la diferencia y salieron campeones. Digo salieron porque en mi caso, me sumé al grupo al año siguiente, ya que me había tocado el servicio militar en Río Gallegos. Ya en tercer año el equipo se fue depurando, se sumaron algunos jugadores importantes como Pascual,

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que era un wing veloz que había jugado en Argentino de Quilmes, y la formación casi que salía de memoria. El arco lo cuidaba el Negro Flores, que no era una garantía pero estaba bien protegido por una defensa sólida que la componían dos aguerridos, el Zurdo y el Tano por los laterales y dos centrales más duchos con el balón como Coco y Juanchi. En el medio jugábamos, yo que me tiraba por la derecha, Marito que era el más luchador, el Colo con una zurda de excelente pegada y Pepe que también le aportaba habilidad al juego del equipo. Arriba estaban Pascual y el Tero que, además de un delantero brillante, fue uno de los mejores cabeceadores que vi en mi vida, hasta incluso no tenía nada que envidiarle al Colo Sava o Palermo. El resto del plantel lo conformaban Juancho, Willy, Bachi, entre otros que iban alternando con la formación titular. Willy era un pibe que había venido a estudiar desde Los Toldos que era su pueblo natal. Él había asumido por accidente, desde la creación del equipo, la función de delegado, que dicho sea de paso ninguno deseaba. En una reunión se llevó a votación y por decisión unánime todos levantamos la mano al momento de votarlo. Ser delegado implicaba tener que ir a las reuniones para los sorteos, inscribir al equipo y sus integrantes, hacer los trámites de planillas y además tener que dirigir los partidos que habitualmente se hacían los sábados y que empezaban desde muy temprano. A esa altura de la vida, a ninguno nos gustaba sacrificar las pocas horas de sueño que nos dejaba de saldo una noche larga de fin de semana, por lo que solamente el sacrificio lo hacíamos por el partido que nos tocaba jugar a nosotros. Pero el bueno de Willy lo hacía, era uno de esos tipos sumisos que a todo decía que si, muy tímido, y la crueldad de nuestra juventud abusaba de su benevolencia, por llamarlo de alguna forma. Para mi Willy era Marioneta,

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un nuevo apodo que yo le había popularizado, motivado por su forma de correr cuando jugaba a la pelota. Tenía una forma muy particular de poner los brazos, al contrario de como los mueve al correr el común de la gente, él los tenía rígidos y bien pegaditos al cuerpo y solamente flexionaba las muñecas de ambas manos. Esto no hacía más que confirmar que tener que ingresar para jugar en reemplazo de un compañero lo ponía sumamente nervioso y el miedo escénico no sólo que lo ponía rígido, sino que opacaba sus dotes técnicos que no eran del todo limitados. Generalmente las primeras dos o tres pelotas que Marioneta tocaba se las entregaba a los rivales y Marito, que era el más temperamental del equipo y que destilaba garra por los poros, corría furioso hasta donde estaba ubicado en la cancha y lo zamarreaba a modo de ponerlo a tono con la intensidad y la importancia del partido, a lo que Marioneta le respondía solo con un gesto casi angelical, sin esbozar defensa alguna. Sin dudas, era un tipo sano que seguía con la bondad de su pueblo, pero de difícil comprensión para los códigos que manejaban el resto de sus pares. Vivía en la casa del centro de estudiantes de Los Toldos, en donde compartía habitación con cinco chicos, la mayoría de su edad, y muchas veces me contaba que cuando se agotaban los víveres pasaban hambre y se las tenían que rebuscar entre todos, comprando o tomando prestado algo de algún supermercado de barrio. Pero a pesar de los malos tratos, Marioneta era muy fiel al equipo y al grupo y no dejaba de participar de cualquier evento o actividad que se organizara. Había un asado y Marioneta estaba primero que todos en el lugar de la cita, y no sólo eso, sino que además se encargaba de que todo estuviera perfecto. Había que jugar un amistoso fuera de la ciudad y él se ocupaba de averiguar

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cómo llegar a la cancha y de qué forma nos convenía ir. Lo ponía bien que estuviéramos todos juntos, y a pesar de no expresar casi palabra, se lo veía feliz en esos momentos. El día en que ganamos el último campeonato nos fuimos a festejar a un bodegón que estaba bastante lindo, donde se podía tomar buena cerveza mientras se picaba algo. Y para no ser la excepción, éramos bastante cabuleros, por lo que en cada partido que habíamos jugado en el torneo de este año, a la noche nos juntábamos desde temprano en el mismo boliche. Casualmente, el lugar era del papá de un estudiante de Ciencias Económicas que era un año menor que nosotros. El pibe jugaba muy bien al fútbol, algunos ya lo conocíamos de las ligas infantiles de La Plata. Era un zurdito habilidoso y con buen porte, que manejaba desde la mitad de la cancha el ritmo de su equipo. El papá era el gordo Luis, con el que muchos de nosotros habíamos tomado algo de confianza, sobre todo cuando las cervezas ya habían circulado en abundancia. El gordo Luis no era muy simpático y a decir verdad, era bastante engreído y fanfarrón, pero al tener un hijo con aptitudes para el fútbol, solía engancharse en las últimas conversaciones de la noche, en las que también participaba el mozo, el Migue Vázquez. Más que diálogos, eran largas discusiones generalmente interminables, hasta que los más enfervorizados, que habitualmente eran Marito, el Tano y el gordo Luis, se levantaban encolerizados y se iban. Rara vez no haya ocurrido lo mismo, esta situación particularmente la disfrutaba bastante, ya que mi objetivo era cizañar con latiguillos dándole la razón a unos y otros alternadamente, lo que hacía poner más tensa la reyerta, mientras que el resto de los integrantes del equipo, que no intervenían en las discusiones, y el Migue se divertían captando mi maniobra y también se

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sumaban con algo. El Migue era un pibe buenazo, aparte de un excelente arquero, que laburaba en el bodegón desde hacía un año para poder bancarse los estudios. Había venido a estudiar a La Plata desde un pueblo de la provincia de Buenos Aires y le iba bastante bien en la facultad. El gordo Luis le había ofrecido el laburo de mozo después de verlo jugar de arquero en el equipo de su hijo, y a pesar de esto, el Migue no le tenía mucha simpatía y lo tildaba de miserable. Razón no le faltaba, porque el gordo se abusaba de la situación y del perfil bajo del Migue y le pagaba muy poco, aparte de tenerlo muy cortito con el tema de que lo del bar no podía ser consumido por los empleados. Tan era así, que cuando le convidábamos algo y estaba el gordo, Migue no aceptaba bocado porque si lo pescaban se perdía el único día franco que tenía en la semana. El día que ganamos por octavos de final, nos encontramos festejando nuevamente hasta altas horas de la noche en el bar que siempre nos traía fortuna, pero esta vez se dio una situación particular. Cuando se habían ido todos los clientes y la única mesa la ocupaba nuestro plantel completo, el gordo Luis se trenzó en una nueva y eterna discusión con Marito. Hasta aquí nada nuevo, pero como el partido de cuartos de final nos enfrentaría al equipo del hijo de Luis, el debate se había planteado. “Que el equipo de mi pibe es mejor”, “que ustedes están viejos y encima no se cuidan”, “a ustedes les gusta la joda”, y Marito que le retrucaba, “les vamos a pasar el trapo”, “son todos tiernitos”, “nos los comemos con la experiencia”. Los ánimos se habían caldeado y todo terminó cuando el gordo se puso firme, golpeó con el canto de su mano derecha cerrada contra la gruesa tabla de la barra, y en medio del silencio que había provocado, lanzó como un misil la frase “apostemos algo si

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estás tan seguro”. “Dale”, dijo Marito, “que querés apostar, gordo”, mientras yo lo codeaba para que aflojara tratando que recapacite, porque encima que los mangos no abundaban, el equipo del pibe del gordo jugaba bien en serio. —Hagamos algo — dijo el gordo— si pasan ustedes pago un costillar completo para todos, si no le garpan uno para el equipo de mi hijo. —Y dale —dijo Marito— que te pensás, que vamos a arrugar”. Quedó un manto de silencio en el ambiente, todos nos mirábamos y nos semblanteamos unos con otros sin pronunciar palabra. El Migue había terminado de limpiar la mesa, el pobre estaba cansado y seguramente quería que nos fuéramos así se terminaba su jornada de laburo. Para peor, cuando el gordo nombró lo del costillar, se le iluminaron los ojitos, ya que, desde hacía ocho meses, cuando había visitado a su abuelo cerca de su pueblo, que no podía comer un buen asado. “Che, vamos”, les dije a todos apiadándome de Migue, mientras me paraba haciendo mucho ruido con la silla para que el resto se contagie. El día del partido llegó y el clima era tenso. Con los antecedentes de los dos equipos, era algo así como una final anticipada. Me saludé con algunos rivales que eran compañeros de cursadas, por el tema de la colimba venía desfasado en algunas materias y tenía buena relación con muchos de ellos. Y para terminar de calentar, me mandé un pique hasta el arco donde estaba el Migue, al que le estreché un abrazo y le desee suerte. El Migue me pidió si a la noche, cuando salíamos, lo podíamos pasar a buscar, que él se prendía.

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—Si loco, cómo no vas a venir, ¿y el laburo? —le pregunté. —No, le pedí el franco al gordo —me contestó. Por suerte pudimos jugar con todos los titulares, pero lamentablemente no teníamos recambio. Por distintas causas, los que nos hacían el aguante como suplentes no habían podido venir, cosa que era bastante habitual a excepción del caso de Marioneta, que en esta ocasión tampoco se hizo presente. El primer tiempo fue interminable, a decir verdad se nos hizo interminable a nosotros, porque no pudimos pasar la mitad de la cancha. Nos pegaron un baile, que por esas cosas que tiene el fútbol no se pudo concretar en el marcador. Y el segundo tiempo siguió en ese sentido. En el medio no podíamos agarrar la pelota y lo único que hacíamos era correr atrás de los bochazos largos que la defensa tenía que lanzar en forma obligada, pero sin demasiada precisión. En uno de esos pelotazos fortuitos, uno de ellos le pifió el derechazo que quiso calzar en el aire y generó el primer y único corner a favor nuestro en el partido. El Colo mandó el centro al primer palo como siempre, para la cabeza del Tero, y el Migue salió a destiempo y golpeó, con sus dos puños para delante, al pómulo de nuestro delantero en lugar de la pelota. Penal, gol de Tero que era infalible desde los doce pasos y a festejar el 1 a 0. Si antes de esto sufrimos, después fue casi un calvario. De todos modos, la pelota se había encaprichado en no entrar, pero no era más que eso, un capricho de la redonda. Faltando cinco minutos para el final del partido, sacó con el pie el Negro Flores desde el arco, después de haber cortado un centro casi por milagro, porque no era nada común en él. La pelota picó mal y salió larga para el lado donde estaba parado Pascual, que tenía un pique impresionante. Les ganó a los centrales en velocidad y encaró el arco de Migue que salió

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apresurado a cortarlo, Pascual la tiró larga a un costado y el brazo derecho de Migue lo cruzó en los tobillos, en su impulso por querer alcanzar la pelota. Penal, gol del Tero, 2 a 0 y partido liquidado. Nuevamente éramos semifinalistas y esta vez de yapa, nos ligamos un costillar para toda la barra, así que el festejo era por partida doble. Cuando Migue me vino a felicitar me pasó el domicilio de su casa, para que no me olvide de lo acordado previamente al partido. Con Marito estábamos eufóricos, mejor noche de sábado no se podía pedir. Me pasó a buscar con el auto del viejo por casa y lo fui guiando hasta el lugar donde vivía nuestro arquero rival. Cuando llegamos a la esquina, le consulté a Marito: —¿Che loco, por acá no vive Marioneta?. —Sí, creo que sí —me respondió. Al estacionar en la dirección exacta, vi un cartel de chapa que colgaba y escrito con pintura gastada, parecía decir centro de estudiantes o algo por el estilo, pero sumado a que estaba oscuro y que el Migue nos esperaba en la puerta y se apresuró para subir al auto, nos pusimos a conversar del partido y me quedó el tema pendiente. —Vamos para el bodegón del gordo —me dijo Marito. —Obvio —agregué— no vamos a abandonar la cábala. —No, pará, yo los guío, vamos para otro lado —nos sorprendió el Migue. —¿Qué? —dijimos al unísono. — ¡Estás loco! ¿Y los pibes? —reclamé. —Quedate tranquilo, ya hablé, el Tero y el Colo pasan a tomar una birra por su maldita cábala y el resto ya sabe donde nos juntamos.

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La intriga con Marito nos dejó mudos, hicimos unos cuantos kilómetros en silencio escuchando algo de música y tirando algunas puntas para poder ver qué era lo que se tramaba el Migue, a quién por supuesto no conocíamos demasiado. Finalmente arribamos a un club que pertenecía a un sindicato. Cuando bajamos del auto, la brisa era agradable y traía consigo un perfume a leña que daba placer y hambre a la vez. Del fondo, donde se dibujaba la sombra de una figura humana, resaltaba brillante la lumbre de los leños que enaltecía al costillar enclavado en el asador. —Somos los primeros —dijo el Migue, a lo que agregó —ya deben estar por llegar los demás. —Che Marito, ¿ese que está allá no es Marioneta? —pregunté. —Claro, si no quien iba a preparar el costillar —lo interrumpió Migue— Hoy, cuando salí de casa antes del partido, le pedí que se viniera tempranito a armar todo. —¿No me digas que Marioneta y vos “arreglaron” todo esto?

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Un día el 10 pidió el cambio

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ay cosas que son inevitables, que se realizan en pequeños actos de inconciencia, por lo que uno ve o mama de la cultura. Es que, en cada circunstancia de la vida, hacemos cosas con o sin intención. Movimientos, reflejos, tics o como les guste ponerle. Toda vez que teníamos que empezar un partido, cada integrante de nuestro equipo tenía sus vicios o cábalas, si se puede denominar de esa forma. El arquero, un hombruno de prominente vientre, algo mayor que la mayoría, era la voz de la experiencia y el capitán. Barbado y de presencia, imponía respeto con su imagen, aunque los que lo conocíamos, sabíamos que era tan sólo eso, una impresión a primera vista. Cuando entraba al campo de juego, acostumbraba en cada partido a besar ambos palos además de hacer una especie de marca en el centro del arco, a modo de referencia, usando para eso los tapones de los botines Fulvence negros con vivos verdes. El marcador de punta derecho, un aguerrido y

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temperamental lateral que tenía poco juego, pero que dejaba la vida en cada pelota, siempre en la previa, aplaudía y gritaba a cada uno de los que tenía cerca, por la posición que ocupaban en el campo de juego. El dos, bajito para su puesto, pero de buena pegada y voluntarioso, se clavaba un Marlboro antes de cada partido, sea cual fuera la hora del comienzo. Su compañero de zaga, de muy buena técnica e incluso con llegada al gol, no hablaba con nadie hasta que terminaba el partido. Solamente cambiaba su costumbre en los casos que le saltaba la térmica. El lateral izquierdo o número tres, un zurdo con imagen de los años 70, de pelo largo hasta los hombros, más parecido a un guitarrista de banda de rock nacional que a un jugador de futbol, se llegaba al lugar donde andaba cada compañero, le pegaba un abrazo y a cada uno le repetía a modo de arenga: ¡vamo eh, vamo eh! En mi caso, entraba a la cancha y apenas pisaba el pasto, me pegaba un pique corto y veloz, desde mitad de cancha hasta la línea de fondo y viceversa. Cuando regresaba a la mitad de la cancha, le pegaba a la pelota desde allí, tratando de embocarla al arco. El número cinco, era el más temperamental y corredor de todos. Lo más probable es que en el partido, tuviera una trifulca con el árbitro o algún adversario. Había que apalabrarlo constantemente para que no caliente el partido y poder terminar jugando con los once. A pesar de esto, antes de que empezara el juego, era entrador y amigable, se saludaba con todos como queriendo entablar amistad. Una actitud curiosa y totalmente opuesta a la que luego se daba durante el partido. El puntero derecho, siempre entraba a la cancha cuando estaba por empezar el juego. Venía corriendo del vestuario si es que lo hubiera, o sino desde alguna canilla, porque le gustaba mojarse el pelo en la previa al

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partido. Era extremadamente veloz y eso le daba como un toque, si se quiere, más aerodinámico. El centrodelantero, vulgarmente conocido como el nueve, tenía por costumbre sentarse atrás del arco, generalmente un rato largo antes que comience el partido. Era un tipo muy metódico y tal vez por haber sufrido varias lesiones o por obsesivo, tardaba mucho tiempo para vendarse y revendarse si era necesario. Era una de las figuras de la cancha, que cabeceaba y hacía goles de todos lados, le pegaba bien con las dos piernas, merecía la pena esperarlo hasta que terminara con sus pacientes preparativos. El once, era habilidoso pero muy pachorra, le gustaba poco correr y sacrificarse, pero con su pegada suplía su debilidad. Un gran ejecutor de tiros libres y en los córners te ponía la pelota en la cabeza. En general antes de pisar la cancha, daba tres saltitos en una pierna para luego persignarse idéntica cantidad de veces. No es casualidad que me haya salteado al número diez, y lo postergué para el final de este relato de características y costumbres que, sin dudas, constituyen parte de la cultura del deporte nacional por excelencia. Es que el diez, a pesar que con el correr de los años se haya desvirtuado, siempre fue la figura del equipo. Por decencia, el que se animaba a poner la diez, tenía que ser muy dotado técnicamente, además de panorama para jugar en equipo y poner la pelota al claro, y por sobre todas las cosas, ser guapo. Cuando digo guapo, no lo menciono desde el aspecto de ser patotero, pero si en el sentido de aguantarse la que venga y si fuese necesario, usar la habilidad y picardía, como para irritar al rival, sacarlos de las casillas, para desordenarlos y en lo posible, dejarlos con uno menos. Nuestro diez tenía todo eso, pero además se agrandaba en las difíciles y se vanagloriaba que nunca, por nada del mundo,

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iba a admitir ser reemplazado en un cambio. En verdad, era una locura suponerlo, porque nadie como él, podía desequilibrar un encuentro. Hasta en sus peores tardes, siempre tenía una ráfaga de inspiración, que le permitía en ese lapso, convertir o hacer una jugada de peligro para el arco rival. Pasemos a contar el bendito hábito del querido amigo, que era el mejor del equipo sin dudas. Por lo llamativo de esa costumbre, para él era seguramente una necesidad fisiológica, tal vez provocada por los nervios lógicos, y para nosotros era una cábala obligada. No lo dejábamos empezar cada partido sin que lo haga. Mal no nos había ido, de los seis campeonatos que jugamos ganamos cinco y el sexto no llegó porque por distintas circunstancias, el equipo se había desmembrado. Cuando nuestro diez elongaba, estirando su pierna izquierda, y manteniendo flexionada la derecha, hacía un movimiento de acrobacia o de contorsionismo y de alguna forma orinaba en la cancha. Seguramente si cualquiera lo intentaba, terminaba todo mojado, pero al parecer la ductilidad no era sólo para el juego. Esa meadita si se me permite el término, era algo obligatorio, que no se podía dejar de realizar por el bien del equipo. Un día de lluvia furiosa, llegamos al predio donde se iba a disputar el partido, en un par de autos. Como la cancha habitualmente era más de tierra que de pasto, se la notaba bastante embarrada. Cada uno hizo sus “modismos”, hasta llegar el turno de nuestro jugador más prestigioso. Para ese match se había puesto unos cortos color blanco y las medias del Flamengo de Brasil, que tenían franjas horizontales rojas y negras. Cuando fue a hacer su típico movimiento de elongación, utilizó la puerta abierta de uno de los autos a modo de refugio. Yo estaba en el asiento del acompañante terminando de vendarme, cuando vi un gesto del diez que me llamó la

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atención. Los rasgos de la cara se le fruncieron y demostraron un indicio de preocupación. Mi pregunta fue casi obligada. —¿Qué te pasa? —Nada, nada —contestó, pero la respuesta fue acompañada por una sonrisa de timidez. —Dale boludo, te conozco desde hace años —le insistí. Y no tuvo más opción que deslizar una respuesta casi sin querer confesarla. —Uia —dijo mientras se palpaba por detrás del muslo— me cagué. Mi carcajada y la del nueve que estaba en el asiento de atrás, fue espontánea e inevitable. Allí empezó una reacción, si se quiere desesperada, como para salvar su desliz. Se quitó rápidamente los cortos y el calzón, el cual arrojó enseguida en un zanjón que había enfrente para descartarlo. Seguidamente tomó el pantalón blanco, lo pasó por el piso tratando de fregarlo y limpiarlo en el agua de un charquito que se había formado por las inclemencias del tiempo. A escasos dos o tres minutos del suceso, apareció nuevamente con los pantalones puestos y dijo: “Ya está, quedó impecable ¿o no?”. Al decir verdad, no había rastros del accidente, puesto que el pantalón estaba indescriptiblemente manchado. Las cargadas no se hicieron esperar. La mayoría, entre risas, le decía que los contrarios no lo iban a marcar en todo el partido por la baranda que portaba a cuestas. El juego dio comienzo en medio de un barrial

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inusitado. Eran de esos partidos que terminan siendo cualquier cosa porque había que empalar un poquito la bola, de forma tal que viaje por el aire y se deslice lo menos posible en el terreno. Por el chiquero que se había hecho, trasladarla al ras del piso era riesgoso. Lo más probable era que la pelota quedara enterrada en un charco. El primer balón que, desde abajo, terminó en un bochazo largo a la punta izquierda en donde estaba parado el diez, se fue unos veinte metros delante de su posición. Fue como un pase en profundidad que invitaba a hacer el esfuerzo, para llegar al fondo y sin marca. En el pique apareció otra vez ese gesto delator en la cara del amigo, lo que terminó de confirmar cuando se detuvo abandonando su objetivo de alcanzar la pelota. “¡Zaz! Se cagó otra vez”, pensé. Y era cierto. El diez automáticamente hizo un ademán que quebró mucho más que una promesa. Su orgullo se rompió en sus fibras más íntimas. Dirigió su mirada al banco de suplentes y agitó sus manos en rededor, una sobre la otra. El típico movimiento que se usa en la jerga futbolística para pedir el cambio. Pasó raudamente al lado mío y giró la cabeza para gritarme. —¡Me voy a la mierda Gallego! —Me imagino —le respondí— llegaste rápido. Se subió con urgencia al auto y desapareció, sin tiempo como para dedicarme una puteada al mal chiste. El partido continuó con el número quince en la cancha. Fue intrascendente y aburrido. Empate en cero, pero quedará en la historia porque ese día, ese único día, el diez pidió el cambio.

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El jarrazo está justificado Escrito por mi amigo Orlando Pulvirenti

A

quella aciaga noche tuve una ligera sospecha. Pero dada la tendencia natural a la paranoia que tengo, tal vez en parte por propio carácter y en parte por cultura nacional, me resistí a pensar que eso era posible y máxime a indagar siquiera sobre la historia. Ahora, ¿por qué voy a hacer estos comentarios recién en este momento y después de 24 años?... es porque una conversación acaecida hace unas escasas semanas, tuvo la virtualidad de darle un vuelo inusitado a aquella duda guardada en un rincón de los recuerdos, en algún vericueto perdido del cerebro. Nos es común a todos, que aquél viernes en el cual la Argentina quedó descalificada del Mundial que se desarrollara en Alemania, el ánimo no fuera el mejor. Reunidos entre compañeros de trabajo, discutíamos, como en todos los ámbitos, si la Argentina había jugado bien o mal, si el resultado era justo o injusto y demás cosas propias de este tipo de cuestiones en las cuales, por cierto, invertimos bastante tiempo. Repasamos la tarea

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y el esfuerzo de cada jugador. Analizamos si habían sido bien hechos los cambios. Si Riquelme deambuló por la cancha o lo suyo era valioso. Esto por cierto generó una intensa polémica, porque divididos como estamos por estos temas, se apresuró a decir Tomás: —Pero qué lo van a criticar si es el único que aportó fútbol en el medio. A lo cual Luis le espetó: —¡Pero si es un pecho frío! Un tipo que no hizo nada más que parar la pelota, y lo que es peor, parar el juego en forma constante... un lento. Hubo un acápite, donde sacaron a relucir cada uno sus innegables parcialidades futboleras locales, y donde se acusaban mutuamente entre hinchas de Boca y River. Alguno acotó: ¡Ahora a Riquelme le van a aplicar la misma censura que a Verón! —¡Cuando se gana son unos ídolos, cuando se pierde, fueron a buscar la pelota despacio al lateral, no pusieron ganas, etc! —agregó para nuestra sorpresa el flaco José, que normalmente habla poco; pero que demostró esa pasión innata que sólo despierta el fútbol... misma que convertía al mudo López, hombre callado, recatado, serio en su trato, en un barra brava increíble cada domingo, donde digno de ser mostrado al mundo de la psicología, dejaba su andar pausado, sereno, hasta meditabundo para convertirse en un sátrapa insultador de referís, linemans, jugadores contrarios, titulares y suplentes y aguateros, para no referirme al hecho de que más de una vez, se tomó a golpes con hinchas y no detenerme en esa injusta detención que sufrió al cometer

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el yerro de tomar un palazo de un policía justo en el aire para acometer en una gran reacción contra el mismo, dándole terrible y certero golpe al milico que cayó de espaldas pesadamente desde el caballo. Una justicia para algunos, un grave yerro de acuerdo al veredicto y sentencia dictado por los jueces que le dieron un año en suspenso. Pero no me quiero ir del relato. Imagínense que el debate se había puesto espeso y si bien, como les anticipé en lo que hace al orden local, abundaban los hinchas de Boca y de River; infiltrados, estábamos un par de hinchas de Estudiantes y quién les habla, de Gimnasia hasta la médula, por convencimiento y herencia familiar de tres generaciones y con perpetuación en una cuarta. Lo cierto, es que no podíamos evitar pasar a la cuestión final. Es decir, a cómo se resolvió la lid futbolística, esa definición desde los doce pasos, que algunos consideran como una cuestión de mero azar o a estar a las apreciaciones que loca, diría obsesiva y repetitivamente durante toda la transmisión del mundial soportamos del Dr. Bilardo: es cuestión de saber. Ciencia pura en su parecer y acoto: para alguien que cambió la medicina por el fútbol, a veces las cuestiones científicas parecen mezclarse. Pero en medio de ese debate, nuevamente las críticas, esta vez pesadas, dura sobre los ejecutores. Que patearon bien, que lo hicieron mal y la verdad, en el medio del despelote de voces cada vez más altisonantes, uno atinó a decir, el pobre sayo lo tendrá Ayala, a quién se le recordará no por todo lo bueno que hizo en dónde jugó, inclusive en la selección, sino por el penal que le atajaron. Y ahí, qué se yo... se me ocurrió decir: “Como el penal que malogró Toledo en la semifinal del ascenso del 82”. Y la verdad, pensé, “¡qué injusto!”, el tipo quedó marcado por un momento efímero, me olvidé de infinidad

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de jugadores que pasaron por el club y al pobre jugador mencionado todavía lo recuerdo. Y todo por unos segundos, en los cuales la pelota en forma rara, loca diría, se elevó unos cuantos metros por encima del travesaño. Me acuerdo esa sensación de impotencia, a los tres Marcelos -amigos que como herencia de la generación tienen todos el mismo nombre, como uno encuentra Tomases ahora, o Cristians en un momento- con la cabeza gacha, mi hermano, abatido... Quique, compañero inseparable desde la primaria... en fin, se había perdido una posibilidad de ascenso. Había que ver el silencio sepulcral, gente grande, ancianos duros, inquebrantables, muchos de ellos lagrimeando, como tan sólo un hombre dolido por una pasión como la del fútbol puede demostrar... Y me golpeó el recuerdo de esa esquinita chiquita reducida, llena de hinchas de Temperley gritando y gozando el triunfo de los dirigidos, para colmo, por Pachamé, que se nos aparecía como injusto después del esfuerzo del equipo, que daba vuelta el dos a uno en la cancha de Huracán, del despliegue de Marchi en el fondo, Kuzemka en el medio, Dominguez y Rodríguez adelante, entre otros... Claro que había también allí hinchas de Estudiantes, precisamente por esas extrañas disposiciones de la AFA, el partido se jugó en esa cancha -si es que cabe el uso de tal denominación para tal espacio de terreno-. Y la verdad, me quedé mudo por unos instantes... lo que aprovechó uno de los hinchas del equipo de los primos para decirme: “¡Qué jugarreta le hicimos ese día!”. La verdad, a la tradicional rivalidad, las versiones transmitidas por los propios jugadores de Tiro Federal de haber recibido incentivos por parte de los pinchas en el último torneo, ahora empezar a confirmar sospechas de que había habido algo más en esa derrota acaecida hacía 24 años, me generaba una gran resistencia. Pero como la curiosidad es más fuerte, como el marido engañado que quieren que le cuenten

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detalles a pesar de cada nueva nota es un puñal clavado más hondo, no pude dejar de pedir que me aclarara la cosa. Miren como habrá sido la cara que puse, que los hinchas de Boca y de River, que están como para cosas mayores y que lo miran a uno como un paria futbolístico, se callaron también para escuchar el relato. Me pregunta entonces: —¿Vos dónde estabas cuando pateó el penal?. Me acordaba clarito, como recuerdo dónde estaba el día del 4 a 2 a Racing con un calor de la gran siete en el mes de diciembre al ascender, como uno se acuerda dónde estaba en todo aquél momento trascendente de la vida. Pero para no remontar demasiado el barrilete, le contesté rápidamente: —Detrás del arco donde se patearon, en la tribuna contraria al Industrial. Y me amplió: —¿Te acordás que Pirís pone la serie 4 a 3, después de que erraran Spataro para Temperley primero y Kuzemka para Gimnasia después...? —Sí, algo me acuerdo —dije. Se me hizo presente la ilusión generada por el yerro del jugador del celeste y la desazón del penal del 5 albiazul... y a continuación me espetó: —¿Tenés presente cuando Toledo toma la pelota? —me preguntó con una sonrisa socarrona, que claramente escondía algo más.

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—La verdad, tanto no me acuerdo, pero estoy seguro que algo tenés para decirme —ya le dije bastante caliente. —Bueno, la verdad que siendo que esperaste 24 años para enterarte de la verdad, bien podés esperar unos segundos más mientras termino la cerveza... Juro que dudé en romperle el vaso en la cabeza, pero me contuve, porque como el resto de los allí presentes quería saber qué había pasado. Tomó unos tragos finales y para mayor desagrado, le quedó pintado en los labios superiores un ridículo bigotito blanco conformado por la espuma. —Bué, te cuento. ¿Te acordás del penal anterior al de Toledo? —No, la verdad que no —la memoria parece que se fija nada más que en lo malo. —Bué, cuando se patea el penal anterior, que fue gol, el pibe que alcanza la pelota que está atrás del arco le pide al arquero de Gimnasia que se la devuelva y cuando se la reintegra al field, la cambia. —¿Y?... pasa seguido —le dije— digo, que cambien un balón por otro, al final son todos aprobados por la AFA... —Sí —me contesta— el problema es que la pelota que le devuelve es bastante más liviana. Arreglo de la gente de Estudiantes... Jeje. Cortesía a Temperley, si querés a Pachamé. Cuando Toledo le pega fuerte para asegurar la bocha, como correspondía a la responsabilidad que tenía, la misma se elevó a los aires. Fin de la historia. El silencio general -no porque uno no sepa que debe haber arreglos, que debe haber trampa, etc, sino por el hecho de descubrir una más- fue tan sólo roto por mí, que no pudiendo creer la historia, le dije:

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—¿Y vos cómo lo sabés? —quería abrir así la posibilidad de que me dijera que era una joda, que se yo, algo distinto..., pero no, el tipo me dice: —Porque yo alcancé la pelota. Y recordando que una vez me había contado que en su momento jugó en las inferiores de Estudiantes y que hacía esa función... mientras pensaba cómo se había colado... no pude dejar de convencerme que la historia era cierta. Y acepto, yo acepto... que no se hizo justicia, no justifico en modo alguno y estoy en contra de la violencia, pero el jarrazo se lo tenía bien merecido... pobre Toledo, pido disculpas... ¿por dónde andará?

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