Anselme Bellagarrigue

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MANIFIESTO

Anselme Bellegarrigue (el primer manifiesto del anarquismo: una condena inexorable y definitiva del poder y de la polĂ­tica)


MANIFIESTO Anselme Bellegarrigue (el primer manifiesto del anarquismo: una condena inexorable y definitiva del poder y de la polĂ­tica) ExtrtaĂ­do de: http://anarquismoindividualista.blogspot.com/2009/10/ manifiesto-o-la-anarquia-es-el-orden-x.html

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MANIFIESTO Anselme Bellegarrigue (el primer manifiesto del anarquismo: una condena inexorable y definitiva del poder y de la política) La anarquía es el orden Si me preocupara el sentido atribuido comúnmente a ciertas palabras y dado que un error vulgar ha hecho de "anarquía" el sinónimo de "guerra civil", tendría horror del título con que he encabezado esta publicación, porque tengo horror a la guerra civil. Al mismo tiempo, me honra y me complace no haber formado parte nunca de un grupo de conspiradores ni de un batallón revolucionario; me honra y me complace porque esto me sirve para establecer, por una parte, que he sido bastante honesto para no engañar al pueblo, y, por la otra, que he sido bastante hábil para no dejarme engañar por los ambiciosos. He visto pasar, no puedo decir que sin emoción, pero al menos con la mayor calma, a fanáticos y charlatanes, sintiendo piedad por los unos y sumo desprecio por los otros. Y cuando, después de esas luchas sanguinarias -habiendo constreñido mi entusiasmo a no moverse sino en el estrecho marco de un silogismo-, he querido hacer cuenta del bienestar que había traído cada cadáver, he encontrado cero en el total; y cero es nada. Me horroriza la nada; también me horroriza la guerra civil. Por eso, si he escrito ANARQUÍA en la portada de este diario, no puede ser para adjudicar a esta palabra el significado que le han dado -muy equivocadamente, como explicaré en breve- las sectas gubernamentalistas, sino por el contrario, para restituirle el derecho etimológico que le conceden las democracias. La anarquía es la negación de los gobiernos. Los gobiernos, de los que somos pupilos, naturalmente no han encontrado nada mejor que hacer que educarnos en el temor y el horror a su destrucción. Pero como, a su vez, los gobiernos son la negación de los individuos o del pueblo, es racional que éste, despertando a las verdades esenciales, paulatinamente se sienta más horrorizado por su propia anulación que por la de sus maestros. Anarquía es una vieja palabra, pero esta palabra expresa para nosotros una idea moderna, o más bien un interés moderno, porque la idea es hija del interés. La historia ha calificado de "anárquico" el estado de un pueblo en cuyo seno se encuentran varios gobiernos en competición; pero una cosa es el estado de un pueblo que, queriendo ser gobernado, carece de gobierno precisamente porque tiene demasiados, y otra el de un pueblo que, queriendo gobernarse a sí mismo, carece de gobierno precisamente porque no lo quiere. En efecto, antiguamente la anarquía ha sido la guerra civil, y esto no porque ella expresara la ausencia de gobiernos, sino la pluralidad de éstos, la competición, la lucha de clases gubernamentales. El concepto moderno de verdad social absoluta o de democracia pura ha abierto toda una serie de conocimientos que invierten radicalmente los términos de la ecuación tradicional. Así, la anarquía, que, confrontada con el término monarquía significa guerra civil, desde el punto de vista de la verdad absoluta o democrática no es nada menos que la expresión verdadera del orden social. En efecto: quien dice anarquía dice negación del gobierno; quien dice negación del gobierno, dice afirmación del pueblo; quien dice afirmación del pueblo, dice libertad individual; quien dice libertad individual, dice soberanía de cada uno; quien dice soberanía de cada uno, dice igualdad; quien dice igualdad, dice solidaridad o fraternidad;

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quien dice fraternidad, dice orden social. Al contrario: quien dice gobierno, dice negación del pueblo; quien dice negación del pueblo, dice afirmación de la autoridad política; quien dice afirmación de la autoridad política, dice dependencia individual; quien dice dependencia individual, dice supremacía de clase; quien dice supremacía de clase, dice desigualdad; quien dice desigualdad, dice antagonismo; quien dice antagonismo, dice guerra civil; por lo tanto, quien dice gobierno dice guerra civil. No sé si lo que acabo de decir es nuevo, excéntrico, o espantoso. No lo sé ni me preocupo por saberlo. Lo que sé es que puedo audazmente poner en juego mis argumentos contra toda la prosa gubernamentalista blanca y roja del pasado, presente y futuro. La verdad es que yo, en este terreno -que es el de un hombre libre, extraño a la ambición, tenaz en el trabajo, despreciativo del mando, rebelde a la sumisión-, desafío a todo argumento del funcionarismo, a todos los lógicos de la marginación y a todos los defensores del impuesto -monárquico o republicano-, ya se llame progresivo, proporcional, territorial, capitalista, sobre la posesión o sobre el consumo. Sí, la anarquía es el orden, mientras que el gobierno es la guerra civil. Cuando mi inteligencia penetra más allá de los miserables detalles en los que se apoya la dialéctica cotidiana, encuentro que las guerras intestinas que, en todos los tiempos, han diezmado a la humanidad, están ligadas a esta única causa, exactamente: la destrucción o la conservación del gobierno. En el campo político, sacrificarse por la conservación o el advenimiento de un gobierno siempre ha significado destriparse y degollarse. Mostradme un lugar donde el hombre se asesina en masa abiertamente, os haré ver un gobierno a la cabeza de la carnicería. Si buscáis explicaros la guerra civil de otra forma que como un gobierno que quiere llegar o un gobierno que no quiere irse, perdéis vuestro tiempo; no encontraréis nada. La razón es simple. Un gobierno es creado. En el mismo instante en que el gobierno es creado tiene sus criaturas, y, en consecuencia, sus partidarios; y en el mismo momento en que tiene sus partidarios, tiene también sus adversarios. Y este solo hecho fecunda el germen de la guerra civil, porque es imposible que el gobierno, investido de todo su poder, obre del mismo modo respecto a sus adversarios que a sus partidarios. Es imposible que aquéllos no se vean favorecidos y que éstos no sean perseguidos. Por lo tanto, también es imposible que de esta desigualdad no surja pronto o tarde un conflicto entre el partido de los privilegiados y el partido de los oprimidos. En otras palabras, una vez que el gobierno se ha constituido, es inevitable el favoritismo que funda el privilegio, que provoca la división, que crea el antagonismo, que determina la guerra civil. Por lo tanto, gobierno es guerra civil. Si es suficiente ser, por un lado el partidario y por el otro el adversario del gobierno para determinar un conflicto entre ciudadanos; si está demostrado que fuera del amor o del odio que se siente por el gobierno, la guerra civil no tiene ninguna razón de existir, esto quiere decir que para establecer la paz es suficiente que los ciudadanos renuncien, por una parte, a ser partidarios, y por otra, a ser adversarios del gobierno. Pero dejar de atacar o de defender al gobierno para hacer imposible la guerra civil, no es nada menos que no tenerlo en cuenta, ponerlo entre los desperdicios, suprimirlo a fin de fundar el orden social. Ahora, si suprimir el gobierno es, de un lado, establecer el orden, y del otro, fundar la anarquía; entonces, el orden y la anarquía son paralelos. Antes de seguir adelante, ruego al lector que se prevenga contra la mala impresión que pueda causarle la forma personal que he adoptado con la finalidad de facilitar el razonamiento y de precisar el pensamiento. En esta exposición, YO significa mucho menos el escritor que el lector y el oyente: YO es el hombre.

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La razón colectiva tradicional es una ficción Puesta en estos términos, la cuestión estriba en tener -por encima del socialismo y del inextricable caos en que lo han sumergido los capitostes de las diversas tendencias- el mérito de la claridad y de la precisión. Yo soy anárquico, hugonote político y social; lo niego todo, no me afirmo sino a mí mismo; porque la única verdad que me es demostrada material y moralmente, con pruebas sensibles, comprensibles e inteligibles; la sola verdad verdadera, sorprendente, no arbitraria y no sujeta a interpretaciones, soy yo. Yo soy. He aquí un hecho positivo. Todo el resto es abstracto y cae dentro de la X matemática, en lo desconocido: no tengo que ocuparme de ello. La sociedad consiste esencialmente en una vasta combinación de intereses materiales y personales. El interés colectivo o de Estado -en virtud del cual el dogma, la filosofía y la política reunidas han reclamado hasta hoy la abnegación integral o parcial de los individuos y de sus bienes-, es una pura ficción, que en su vestidura teocrática ha servido de base a la fortuna de todos los cleros, desde Aaron hasta el señor Bonaparte. Este interés imaginario sólo existe en la legislación. No ha sido cierto nunca ni nunca será cierto, no puede ser cierto que haya sobre la tierra un interés superior al mío, un interés al cual yo deba el sacrificio, siquiera parcial, de mi interés. Si sobre la tierra sólo hay hombres y yo soy un hombre, mi interés es igual al de cualquier otro. Yo no puedo deber más de lo que me es debido; no se me puede dar más que en proporción a lo que doy. Pero no debo nada a quien no me da nada; entonces, no deba nada a esa razón colectiva (o bien al gobierno) porque el gobierno no me da nada y no podría nunca darme tanto cuanto me toma (de aquello que por otra parte no tiene). En todos los casos el mejor juez de la oportunidad de un elección y quien debe decidir acerca de la conveniencia de repetirla soy yo; respecto a esto, no tengo consejos, ni lecciones, ni, sobre todo, órdenes que recibir de nadie. Es deber de cada cual, y no solamente su derecho, aplicar este razonamiento a sí mismo y no olvidarlo. He aquí el fundamento verdadero, intuitivo, incontestable, indestructible del único interés humano que se debería tener en cuenta: el interés personal, la prerrogativa individual. ¿Significa esto que quiero negar absolutamente el interés colectivo? Ciertamente, no. Sólo que, al no gustarme hablar en vano, no hablo. Después de haber puesto las bases del interés personal, obro respecto al interés colectivo como debo obrar respecto a la sociedad cuando he introducido al individuo. La sociedad es la consecuencia inevitable de la agregación de individuos; el interés colectivo es, a igual título, una consecuencia providencial y fatal de la agregación de los intereses personales. El interés colectivo sólo se realizará plenamente en la medida en que quede intacto el interés personal; porque, si se entiende por interés colectivo el interés de todos, basta que, en la sociedad, sea dañado el interés de un solo individuo para que inmediatamente el interés colectivo ya no sea más el interés de todos y, en consecuencia, haya dejado de existir. En el orden fatal de las cosas, el interés colectivo es una consecuencia natural del interés del individuo. Esto es tan cierto que la comunidad no tomará mi campo para trazar una calle o no me pedirá la conservación de mis bosques para mejorar el aire sin indemnizarme. En este caso mi interés es el que se impone. Es el derecho individual el que pesa sobre el derecho colectivo. Yo tengo el mismo interés que la comunidad en tener una calle y en respirar aire sano; sin embargo, cortaría mi bosque y guardaría mi campo si la comunidad no me indemnizara; pero así como su interés es indemnizarme, el mío es ceder. Tal es el interés colectivo que resulta de la naturaleza de las cosas. Hay otro que es accidental y anormal: la guerra. Esta escapa a tal ley. Esta crea otra ley y lo hace siempre bien. No es preciso ocuparse sino de lo que es constante. Pero cuando se llama interés colectivo a aquél en virtud del cual cierran mi laboratorio, me impiden el ejercicio de tal o cual actividad, secuestran mi diario o mi libro, violan mi libertad, me prohiben ser abogado o médico en virtud de mis estudios personales y de mi clientela, me intiman la orden de no vender esto, de no comprar aquello; cuando, en fin, llaman interés colectivo a aquél que invocan para impedir que me gane la vida a la luz del sol, del modo que más me gusta y bajo el control de todos, declaro que no lo entiendo o mejor, que lo entiendo demasiado. Para salvaguardar el interés colectivo, se condena a un hombre que ha curado a su semejante ilegalmente -es un mal hacer el bien ilegalmente-, con el pretexto de que no tiene el título; se impide a un hombre defender la causa de un ciudadano (libre) que le ha dado su confianza; se arresta a un escritor; se arruina a un

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editor; se encarcela a un propagandista; se envía al juzgado de lo criminal a un hombre que ha lanzado un grito o que se ha comportado de cierto modo. ¿Qué gano yo con estas desgracias? ¿Qué ganáis vosotros? Yo corro de las Pirineos al Canal de la Mancha, del Océano a los Alpes, y pregunto a cada uno de los treinta y seis millones de franceses qué provecho han obtenido de estas crueldades estúpidas ejercitadas en su nombre sobre infelices cuyas familias gimen, cuyos acreedores se inquietan, cuyos asuntos van a la ruina y que, cuando logren sustraerse a los rigores de que han sido víctimas, quizá se suiciden por disgusto o se conviertan en criminales por odio. Y frente a esta cuestión nadie sabe qué he querido decir, cada uno declina su responsabilidad en aquello que ha sucedido, la desgracia no ha hecho surgir nada en nadie. Se han derramado lágrimas, los intereses han sido dañados en vano. Pero ¡es a esta monstruosidad salvaje a lo que se llama interés colectivo! En cuanto a mí afirmo que si este interés colectivo no es un torpe error, yo lo llamaría la más vil de las bribonadas. Pero dejemos esta furiosa y sangrienta ficción y digamos que, dado que el único modo de llegar a obtener el interés colectivo consiste en salvaguardar los intereses personales, queda demostrado y suficientemente probado que lo más importante, en materia de sociabilidad y economía, es favorecer, ante todo, el interés personal. Por lo tanto, tengo razón al decir que la única verdad social es la verdad natural, es el individuo, soy yo. El dogma individualista es el único dogma fraterno No quiero ni oír hablar de la revelación, de la tradición, de las filosofías china, fenicia, egipcia, hebraica, griega, romana, alemana o francesa; fuera de mi fe o de mi religión, de las que no debo rendir cuentas a nadie, no sé qué hacer con las divagaciones de los antepasados; yo no tengo antepasados. Para mí, la creación del mundo data del día de mi nacimiento; para mí, el fin del mundo debe cumplirse el da en que devuelva a la tierra mi cuerpo y el aliento que constituyen mi individualidad. Yo soy el primer hombre, yo seré el último. Mi historia es el resumen de la historia de la humanidad; yo no conozco, no quiero conocer otra cosa. Cuando sufro ¿qué satisfacción me proporciona la alegría ajena? Cuando gozo ¿qué ganan de mis placeres aquellos que sufren? ¿Qué me importa lo que se ha hecho antes de mí? ¿En qué me afecta aquello que se hará después de mí? No tengo que servir de holocausto al respeto de las generaciones extintas, ni de ejemplo a la posteridad. Yo me encierro en el ciclo de mi existencia y el único problema que tengo que resolver es el de mi bienestar. No tengo más que una doctrina, esta doctrina no tiene sino una fórmula, esta fórmula no tiene más que una palabra: GOZAR. Honesto quien la reconoce; impostor quien la niega. Es la del individualismo crudo, del egoísmo innato: no lo niego en absoluto, lo confieso, lo constato, me glorifico de ello. Traedme para que lo interrogue a aquél que podría sentirse herido y reprocharme. ¿Os causa algún daño mi egoísmo? Si decís que no, no tenéis nada que objetar, porque soy libre en todo aquello que no puede dañaros. Si decís que sí, sois unos fulleros, porque mi egoísmo no es más que la simple apropiación de mí por mí mismo, un llamado a mi identidad, una protesta contra todas las supremacías. Si os sentís heridos por la realización de este acto de toma de posesión, por la conservación que llevo a cabo de mi persona -es decir, de la menos discutible de mis propiedades-, vosotros reconocéis que os pertenezco o como mínimo que tenéis miras sobre mí. Sois unos explotadores (u os estáis convirtiendo en tales), unos acaparadores, unos codiciosos de los bienes ajenos, unos ladrones. No hay camino intermedio. Es el egoísmo el que es de derecho o lo es el robo; es necesario que yo me pertenezca o es necesario que caiga en posesión de algún otro. Es inadmisible pedir que yo reniegue de mí mismo en provecho de todos, porque si todos deben renegar de sí como yo, nadie ganará en este estúpido juego más de lo que ya habrá perdido y, en consecuencia, quedará igual, es decir, sin provecho. Evidentemente, esto haría absurda la renuncia inicial. Y si la abnegación de todos no puede beneficiar a todos, necesariamente beneficiará a algunos en particular. Entonces, estos últimos serán los dueños de todo y también, probablemente, los que se dolerán de mi egoísmo. Pues bien, que se fastidien. Cada hombre es un egoísta; quien deja de serlo se convierte en un objeto. El que pretende que no necesita serlo, es un ladrón.

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¡Ah!, sí, comprendo. La palabra suena mal: hasta ahora la habéis aplicado a aquéllos que no se contentan con sus propios bienes, a aquéllos que acaparan los bienes ajenos; pero aquellas personas pertenecen al orden humano, vosotros no. Al lamentaros de su rapacidad, ¿sabéis qué hacéis? Constatar vuestra imbecilidad. Hasta ahora habéis creído que existen tiranos. Y bien, os habéis engañado, no hay sino esclavos: allí donde nadie obedece, nadie manda. Escuchad bien esto: el dogma de la resignación, de la abnegación, de la renuncia de sí mismo ha sido siempre predicado a los pueblos. ¿Qué resultó de ello? El papado y la soberanía por la gracia de Dios. ¡Oh! el pueblo se ha resignado, se ha anulado, durante mucho tiempo ha renegado de sí mismo. ¿Qué os parece? ¿Está bien eso? Por cierto, el mayor placer que pueda darse a los obispos un poco confundidos, a las asambleas que han sustituido al rey, a los ministros que han sustituido a los príncipes, a los gobernadores civiles que han sustituido a los duques -grandes vasallos-, a los subgobernadores que han sustituido a los barones -pequeños vasallos-, y a toda la secuela de funcionarios subalternos que hacen las veces de caballeros y nobiluchos del feudalismo; el mayor placer, digo, que pueda darse a toda esta nobleza de las finanzas, es volver a entrar cuanto antes en el dogma tradicional de la resignación, de la abnegación y del reniego de uno mismo. Encontraréis todavía entre ellos protectores que os aconsejarán el desprecio de las riquezas -y correréis el riesgo de que os despojen de ellas-, enocontraréis entre ellos devotos que, por salvar vuestra alma, os predicarán la continencia reservándose el derecho de consolar a vuestras mujeres, vuestras hijas o vuestras hermanas. No está mal. Gracias a Dios, no carecemos de amigos devotos dispuestos a condenarse en nuestro lugar mientras nosotros seguimos el viejo camino de la beatitud, del cual ellos se mantienen cortésmente alejados, sin duda para no entorpecernos el camino. ¿Por qué todos estos continuadores de la antigua hipocresía ya no se sienten tan en equilibrio sobre los escaños creados por sus predecesores? ¿Por qué? Porque la abnegación se va y el individualismo arremete; porque el hombre se encuentra lo bastante hermoso como para osar tirar la máscara y mostrarse al fin tal cual es. La abnegación es la esclavitud, la vileza, la abyección; es el rey, es el gobierno, es la tiranía, es el luto, es la guerra. El individualismo, al contrario, es la redención, la grandeza, la hidalguía; es el hombre, es el pueblo, es la libertad, es la fraternidad, es el orden. El contrato social es una monstruosidad Que cada uno en la sociedad se afiance personalmente y sólo se confirme a sí mismo y la soberanía individual está fundada, el gobierno ya no tiene razón de ser, toda supremacía queda desvirtuada, el hombre es igual al hombre. Hecho esto, ¿qué queda? Queda todo lo que los gobiernos vanamente han tratado de destruir; queda la base esencial e imperecedera de la nacionalidad; queda la comunidad que todos los poderes perturban y desorganizan para hacerse con ella; queda la municipalidad, organización fundamental, existencia primordial que resiste a todas las desorganizaciones y a todas las destrucciones. La comunidad tiene su administración, sus jurados, sus órganos judiciales; y si no los tiene los improvisará. Por lo tanto, estando Francia municipalmente organizada por sí misma, también está democráticamente organizada de por sí. No hay, en cuanto al organismo interno, nada que hacer, todo está hecho; el individuo es libre y soberano en la nación. Ahora ¿debe la nación o la comunidad tener un órgano sintético y central para solventar ciertos intereses comunes, materiales y concretos, y para servir de interlocutor entre la comunidad y el exterior? Esto no es problema para nadie; y no veo que haya que inquietarse demasiado por aquello que todos admiten como racional y necesario. Lo que está en cuestión es el gobierno; pero un mecanismo funcional, una cancillería, debidos a la iniciativa de las comunidades autorreguladas, pueden constituir, si es necesario, una comisión administrativa, no un gobierno. ¿Saben qué es lo que hace que un alcalde sea agresivo en una comunidad? La existencia del gobernador civil. Si se suprime a éste, y aquél se apoya únicamente sobre los individuos que lo han nombrado, la libertad de cada uno está garantizada.

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Una institución que depende de la comunidad no es un gobierno; un gobierno es una institución a la cual la comunidad obedece. No se puede llamar gobierno aquello sobre lo cual pesa la influencia individual; se llama gobierno a aquellos que aplasta a los individuos bajo el peso de su influencia. En una palabra, lo que está en cuestión no es el acto civil -del cual expondré próximamente la naturaleza y el carácter-, sino el contrato social. No hay, no puede haber, un contrato social, en primer término porque la sociedad no es un artificio, ni un hecho científico, ni una combinación de la mecánica; la sociedad es un hecho providencial e indestructible. Los hombres, como todos los animales de costumbres sociales, vive en sociedad por naturaleza. El estado natural del hombre es en sí el estado de sociedad; por lo tanto, es absurdo, cuando no infame, querer constituir con un contrato lo que está constituido de por sí y a título fatal. En segundo lugar, porque mi modo de ser social, mis actividades, mi fe, mis sentimientos, mis afectos, mis gustos, mis intereses, mis hábitos, cambian cada año, o cada mes, o cada día, o a veces varias veces al día, y no me complace comprometerme frente a nadie, ni de palabra, ni por escrito, a no cambiar de actividad, ni de convicción, ni de sentimiento, ni de afecto, ni de interés, ni de hábito; y declaro que si yo hubiera tomado un compromiso semejante no habría sido más que para romperlo. Y afirmo que si me lo hubieran hecho tomar por la fuerza, habría sido la más bárbara y al mismo tiempo la más odiosa de las tiranías. A pesar de ello, la vida social de todos nosotros ha comenzado por contrato. Rosseau inventó esta cuestión, y desde hace sesenta años el genio de Rosseau se arrastra en nuestra legislación. Es en virtud de un contrato, redactado por nuestros padres y renovado últimamente por los grandes ciudadanos de la Constituyente, que el gobierno nos prohibe ver, oir, hablar, escribir o hacer nada fuera de aquello que nos permite. Tales son las prerrogativas populares cuya alienación da lugar a la constitución del gobierno. En lo que me atañe, yo pongo en discusión a éste y por otra parte dejo a los otros la facultad de servirlo, de pagarlo, de amarlo y finalmente de morir por él. Pero aún cuando el pueblo francés en pleno consintiera en ser gobernado en materia de educación, culto, finanzas, industria, arte, trabajo, afectos, gustos, hábitos, movimientos y hasta en su alimentación, yo declaro con todo derecho que su voluntaria esclavitud en nada empeña mi responsabilidad, así como su estupidez no compromete mi inteligencia. Y sin embargo, de hecho, su servidumbre se extiende sobre mí sin que me sea posible sustraerme a ella. No hay duda de ello, es notorio que la sumisión de seis, siete u ocho millones de individuos a uno o más hombres comporta mi propia sumisión a éste o a estos mismos hombres. Yo desafío a cualquiera a encontrar en este acto otra cosa que una insidia, y afirmo que en ningún período la barbarie de un pueblo ha ejercitado sobre la tierra un bandolerismo mejor caracterizado. En efecto, ver una coalición moral de ocho millones de siervos contra un hombre libre es un espectáculo de bellaquería, contra cuya barbarie no se podría invocar a la civilización sin ridiculizarla o convertirla en odiosa a los ojos del mundo. Pero yo no puedo creer que todos mis compatriotas sientan deliberadamente la necesidad de servir. Lo que yo siento todos deberían sentirlo; lo que yo pienso, todos deberían pensarlo; porque yo no soy ni más ni menos que un hombre; yo estoy en las mismas condiciones simples y laboriosas de cualquier trabajador. Me sorprende y asusta encontrar a cada paso que doy en el camino, a cada pensamiento que acojo en mi mente, a cada empresa que quiero comenzar, a cada moneda que tengo necesidad de ganar, una ley o reglamento que me dice: no pasar de aquí; no pensar esto; no emprender aquello; aquí se deja la mitad de esa moneda. Frente a los múltiples obstáculos que se levantan por todas partes, mi espíritu intimidado se hunde en el embrutecimiento: no sé hacia dónde volverme; no sé qué hacer; no sé en qué convertirme. ¿Quién ha agregado al flagelo de los desastres atmosféricos, a la polución del aire, a la insalubridad del clima, al rayo que la ciencia ha sabido domar, esta potencia oculta y salvaje, este genio malvado que espera a la humanidad desde la cuna para que sea devorada por la misma humanidad? ¿Quién? Los mismos hombres que, no teniendo bastante con la hostilidad de los elementos, además se han dado a los hombres por enemigos. Las masas, todavía demasiado dóciles, son inocentes de todas las brutalidades que se cometen en su nombre y en su perjuicio. Son inocentes, pero no ignorantes; creo que, como yo, las sienten y se indignan; creo que, como yo, se apurarían a suprimirlas; sólo que, no distinguiendo bien las causa, no saben cómo actuar. Yo estoy intentando esclarecerlas sobre uno u otro punto. Comencemos por señalar a los culpables.

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De la actitud de los partidos y de sus periódicos La soberanía popular no tiene órganos en la prensa francesa. Diarios burgueses o nobles, sacerdotales, republicanos, socialistas: ¡Servidumbre! Domesticidad pura; lustran, friegan, desempolvan los arreos de algún caballo político a la espera de un torneo del cual el poder es el premio -del cual, en consecuencia, mi servidumbre, la servidumbre del pueblo, son el premio-. Exceptuada "La Presse" que, a veces, cuando sus redactores olvidan su orgullo para permanecer altivos, sabe encontrar alguna elevación de sentimientos; exceptuada "La Voix du Peuple" que, de tanto en tanto, sale de la vieja rutina para arrojar alguna luz sobre los intereses generales, no puedo leer un diario francés sin sentir por quien lo ha escrito una gran piedad o un profundo desprecio. Por una parte, veo venir al periodismo gubernativo, al periodismo poderoso gracias al oro del impuesto y al hierro del ejército, aquél que tiene la cabeza ceñida por la investidura de la autoridad suprema y que tiene en sus manos el cetro que esta investidura consagra. Lo veo venir con la llama en el ojo, la espuma en los labios, los puños cerrados como un rey del foro, como un héroe del boxeo, que acusa a su gusto y con una perversidad brutal a un adversario desarmado contra el cual lo puede todo y del cual no tiene nada, absolutamente nada que temer; tratándolo de ladrón, de asesino, de incendiario. Lo cerca como a una bestia feroz, negándole la comida, arrojándolo en las prisiones sin decirle por qué y aplaudiéndose por lo que hace, alabándose de la gloria que obtiene, como si luchando contra gente desarmada arriesgase algo y corriese algún peligro. Esta cobardía me rebela. Por la otra parte, se presenta el periodismo de la oposición, esclavo grotesco y mal educado; que gasta su tiempo en quejarse, en lloriquear y en pedir gracia; que a cada escupida que recibe, a cada bofetada que le propinan, dice: vosotros os comportáis mal conmigo, no sois justos, no he hecho nada para ofenderos. Y replica estúpidamente a las acusaciones que le dirigen como si se tratara de cosas legítimas. No soy un ladrón, no soy un asesino, tampoco soy un incendiario; venero la religión, amo la familia, respeto la propiedad; sois más bien vosotros quienes despreciáis todas estas cosas. Yo soy mejor que vosotros y sin embargo me oprimís. No sois justos. ¡Esta bajeza me indigna! Contra polemistas semejantes a éstos que encuentro en la oposición, comprendo la brutalidad del poder; la comprendo porque, después de todo, cuando el débil es abyecto, se puede olvidar su debilidad para no recordar sino su abyección. Esta es una cosa irritante, algo que se tira y se tritura bajo el pie como se aplasta a un gusano de tierra. Y la abyección es algo que no comprendo en un grupo de hombres que se llaman democráticos y que hablan en nombre del pueblo, principio de toda grandeza y de toda dignidad. Aquel que habla en nombre del pueblo, habla en nombre del derecho; ahora, yo no comprendo que el derecho se irrite, no comprende que se digne discutir con la injusticia y menos aún puedo comprender que descienda hasta el lamento y la súplica. Se sufre la opresión, pero no se discute con ella cuando se quiere que muera; porque discutir es transigir. El poder es instituido; vosotros os habéis puesto (todo el país se ha puesto, gracias a vuestro adorables consejos e iniciativas) a disposición de algunos hombres. Estos hombres usan de la fuerza que les habéis dado; la usan contra vosotros ¿Y vosotros os compadecéis? ¿Qué pensábais? ¿Que se servirían de ella contra sí mismos? No pudísteis pensar esto; por tanto, ¿de qué os quejáis? El poder debe necesariamente ejercitarse en provecho de aquellos que lo tienen y en perjuicio de los que carecen de él; no es posible ponerlo en movimiento sin dañar a una parte y favorecer a la otra. ¿Qué haríais vosotros si fueseis investidos de él? O no lo usaríais para nada (lo cual equivaldría pura y simplemente a renunciar a la investidura), o lo usaríais en vuestro beneficio y en detrimento de aquéllos que lo tienen ahora y que no lo tendrían más. Entonces cesaríais de lamentaros, de lloriquear y de pedir clemencia para asumir el rol de aquéllos que os insultan y para pasarles a ellos el vuestro. Pero, ¿qué me importa a mí que la cosa se dé vuelta? A mí, que nunca tengo el poder y que sin embargo lo hago; a mí, que pago dinero al opresor, cualquiera que sea y de dondequiera que venga; que, de alguna manera, soy siempre el oprimido. ¿Qué me importa a mí este columpio que alternativamente abate y exalta la cobardía y la abyección? ¿Qué tengo que decir del gobierno y de la oposición, sino que ésta es una tiranía en formación y aquél una tiranía de hecho?

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¿Por qué despreciaré más a este campeón que al otro, cuando ambos no se ocupan sino de edificar sus placeres y sus fortunas sobre mis dolores y mi ruina? El poder es el enemigo No hay periódico en Francia que no sostenga a un partido, no hay partido que no aspire al poder, no hay poder que no sea enemigo del pueblo. No hay periódico que no sostenga a un partido, porque no hay periódico que se eleve a aquel nivel de dignidad popular donde impera el tranquilo y supremo desprecio de la soberanía. El pueblo es impasible como el derecho, altivo como la fuerza, noble como la libertad; los partidos son turbulentos como el error, iracundos como la impotencia, viles como el servilismo. No hay partido que no aspire al poder, porque un partido es esencialmente político y se forma, en consecuencia, de la esencia misma del poder, origen de toda política. Ya que si un partido cesara de ser político, cesaría de ser un partido y entraría de nuevo en el pueblo, es decir, en el orden de los intereses, de la producción, de la actividad industrial y de los intercambios. No hay poder que no sea enemigo del pueblo, porque cualesquiera que sean las condiciones en las cuales se pone, cualquiera que sea el hombre que está investido de él, de cualquier modo como se lo llame, el poder es siempre el poder, es decir, el signo irrefutable de la abdicación de la soberanía del pueblo y la consegración de un dominio supremo. La Fontaine lo ha dicho antes que yo: el patrón es el enemigo. El poder es el enemigo en el orden social y en el orden político. En el orden social: Porque la industria agrícola, sustento de todas las industrias nacionales, es aplastada por los impuestos con que la grava el poder y devorada por la usura (desembocadura fatal del monopolio financiero), cuyo ejercicio es garantizado por el poder a sus discípulos o agentes. Porque el trabajo, es decir la inteligencia, es expropiado por el poder, ayudado de sus bayonetas, en provecho del capital (elemento tosco y estúpido en sí), que sería lógicamente la palanca de la industria si el poder no impidiera la asociación directa entre capital y trabajo. Y que de palanca se convierte en féretro debido al poder que lo separa de éste, poder que no paga sino la mitad de lo que debe y que, cuando no paga en absoluto, tiene -por su uso de las leyes y los tribunales-, alguna institución gubernativa dispuesta a aplazar por muchos años la satisfacción del apetito del trabajador perjudicado. Porque el comercio está amordazado por el monopolio de los bancos -del cual el poder tiene la llave- y estrechamente atado por el nudo corredizo de una reglamentación entorpecedora -producto también del poder-. Y este comercio debe enriquecerse indirectamente, en forma fraudulenta, sobre la cabeza de mujeres y niños, mientras le está prohibido arruinarse bajo pena de infamia (contradicción ésta que sería un certificado de idiotismo si no fuera porque existe en el pueblo más espiritual de la tierra). Porque la enseñanza está cincelada, recortada y reducida a las restringidas dimensiones del modelo confeccionado por el poder, de tal forma que toda inteligencia que no lleva su marca es como si no existiese. Porque quien no va al templo, ni a la iglesia, ni a la sinagoga, debido a la interferencia del poder paga el templo, la iglesia y la sinagoga. Porque -para decirlo todo en pocas palabras-, es criminal quien no oye, ve, habla, escribe, piensa ni actúa tal como el poder le impone oír, ver, hablar, escribir, pensar, actuar. En el orden político: Porque los partidos sólo existen y desangran al país con y por el poder. No es el jacobinismo lo que temen los legitimistas, los orleanistas, los bonapartistas, los moderados: es el poder de los jacobinos. No es al legitimismo a quien combaten los jacobinos, los orleanistas, los bonapartistas, los moderados: es el poder de los legitimistas. Asimismo, todos aquellos partidos a los que véis moverse sobre la superficie del país como flota la espuma sobre un líquido en ebullición, no se han declarado la guerra a causa de sus disidencias doctrinales, sino justamente a causa de su común aspiración al poder. Si cada uno de estos partidos supiera con certeza que sobre él no caerá el peso del poder de alguno de sus enemigos, el antagonismo cesaría instantáneamente, como

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cesó el 24 de febrero de 1848, en la época en que el pueblo, habiendo destruido el poder, desbordó a los partidos. De ello se deduce que un partido, sea cual sea, sólo existe y es temido porque aspira al poder. Y si quien carece del poder no constituye un peligro, en consecuencia es verdad que cualquiera que tenga el poder es automáticamente peligroso; de donde queda abundantemente demostrado que no existe otro enemigo público que el poder. Por lo tanto, social y políticamente hablando, el poder es el enemigo. Y, como más adelante demostraré que todos los partidos aspiran al poder, resulta que cada partido es premeditadamente un enemigo del pueblo. El pueblo no hace más que perder su tiempo y prolongar sus sufrimientos haciendo suyas las luchas de gobiernos y partidos Es así como se explica la ausencia de todas las virtudes populares en el seno de los gobiernos y de los partidos; es así como, en estos grupos nutridos de pequeños odios, de miserables rencores, de mezquinas ambiciones, el ataque ha caído en la bellaquería y la defensa en abyección. Es necesario matar al periodismo corrompido. Es necesario destituir a estos amos sin nobleza que tienen miedo de convertirse en siervos y expulsar a estos siervos sin audacia que esperan llegar a ser amos. Para comprender la urgencia de desembarazarse del periodismo, el pueblo debe ver claramente dos cosas: En primer término, que al intervenir en las luchas entre gobiernos y entre partidos, dirigiendo su actividad hacia la política en vez de aplicarse a sus intereses materiales, lo único que consigue es descuidar sus asuntos y prolongar sus sufrimientos. En segundo lugar, que no tiene nada que esperar de ningún gobierno ni de ningún partido. En efecto -tal como luego demostraré de modo más preciso-, se puede afirmar que un partido, despojado de esta apariencia y de ese prestigio patrióticos de los cuales se circunda para enredar a los tontos, no es sino un hatajo de ambiciosos a la caza de cargos. Esto es tan cierto que a los monárquicos sólo les ha parecido soportable la República a partir del momento en que ellos ocuparon las funciones públicas y estoy segurísimo que no pedirán jamás el restablecimiento de la Monarquía si se les deja ocupar en paz todos los cargos de dicha República. Esto es tan cierto que los republicanos únicamente han encontrado soportable la Monarquía a partir del momento en que, bajo el nombre de República, ellos la gestionaron y administraron. En fin, es tan cierto que el partido burgués ha hecho la guerra a los nobles desde 1815 a 1830 porque los burgueses eran mantenidos a distancia de los cargos importantes; que los nobles y republicanos han hecho la guerra a los burgueses desde 1830 hasta 1848 porque a unos y a otros les estaba vedado el acceso a esos mismos cargos y que, después del advenimiento al poder de los monárquicos, el mayor reproche que les han formulado los republicanos es el haber destituido funcionarios de esta escuela, reconociendo así, de una manera conmovedora, que para ellos la República es una cuestión marginal. Por la misma razón por la cual un partido se mueve para apropiarse de los cargos o del poder, el gobierno, que está provisto de éstos, se activa para conservarlos. Pero un gobierno se encuentra circundado de un aparato de fuerzas que le permite acosar, perseguir, oprimir a aquéllos que quieren despojarlo. Y el pueblo, que de rebote sufre las medidas opresivas provocadas por la agitación de los ambiciosos -y cuya alma generosa se abre a las tribulaciones de los oprimidos-, suspende sus asuntos, marca un alto en el camino progresivo que recorren se informa de lo que se dice, de lo que se hace, se calienta, se irrita y finalmente presta su fuerza para contribuir a la caída del opresor. Pero el pueblo, al no haber peleado por sus propios intereses, ha vencido sin provecho -amén que, como explicaré más adelante, el pueblo no tiene necesidad de combatir para triunfar-. Puesto al servicio de los ambiciosos, su brazo ha empujado al poder a una nueva pandilla en lugar de la anterior. Poco después, al convertirse a su vez los antiguos opresores en oprimidos, el pueblo -que, como antes, vuelve a recibir el contragolpe de las medidas provocadas por la agitación del partido vencido, y cuya gran alma, como siempre, se

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abre a las tribulaciones de las víctimas-, suspende de nuevo sus asuntos y termina por prestar su fuerza a los ambiciosos una vez más. En definitiva, en este juego brutal y cruel, el pueblo no hace más que perder su tiempo y agravar su situación; se empobrece y sufre. No avanza un solo paso. Admitiré sin repugnancia que las fracciones populares (que son todo sentimiento y pasión) difícilmente se contienen cuando el aguijón de la tiranía las hiere demasiado intensamente; pero está demostrado que dejarse arrastrar por la codiciosa impaciencia de los partidos sólo empeora las cosas. Está probado, además, que el mal del cual tiene que lamentarse el pueblo le es causado por lo grupos que, sólo por el hecho de no obrar como él, obran contra él. Los partidos deben cesar en su iniquidad en nombre de ese mismo pueblo al que oprimen, empobrecen, embrutecen y habitúan a no hacer otra cosa más que lamentarse. No hay que contar con los partidos. El pueblo no debe contar más que consigo mismo. Sin retroceder demasiado en nuestra historia, tomando solamente las páginas de los dos últimos años transcurridos, es fácil ver que la turbulencia de los partidos ha sido la primera causa de todas la leyes represivas que se han sancionado. Sería largo y fastidioso hacer aquí la lista, pero para respetar la exactitud de los hechos históricos debo decir que, desde 1848, sólo puede citarse una medida tiránica que no se apoyó sobre provocaciones de partido, sino que fue debida a la sola voluntad del poder: es aquella cuya ejecución M. LedruRollin impuso a sus prefectos. Desde esa época las prerrogativas populares han ido desapareciendo una a una, debido al abuso que de ellas hizo la impaciencia de los ambiciosos, expresada a través de maniobras agitativas. No pudiendo el poder discriminar, la ley inflige a la totalidad golpes que sólo deberían sufrir los provocadores: el pueblo es oprimido y la culpa no es sino de los partidos. Si por lo menos los partidos no sintieran que el pueblo los respalda; si éste, ocupado en sus intereses materiales, de sus actividades industriales, de su comercio, de sus negocios, ahogara con su indiferencia e inclusive con su desprecio esa baja estrategia que se llama política; si tomara, con respecto a esta agitación psicológica, la actitud que tomó el 13 de Junio frente a la agitación material, los partidos, aislados de improviso, cesarían de agitarse; se extinguirían inmediatamente, se disolverían poco a poco en el seno del pueblo y, en fin, desaparecerían. Y el gobierno -que no existe sino por la oposición, que no se alimenta sino de los problemas que los partidos suscitan, que no tiene razón de ser más que por los partidos, que, en una palabra, desde hace cincuenta años no hace más que defenderse y que, si no se defendiera más, cesaría de existir- el gobierno, digo, se pudriría como un cuerpo muerto; se disolvería por sí mismo y la libertad estaría fundada. El pueblo no tiene nada que esperar de ningún partido Pero la desaparición del gobierno, el aniquilamiento de la institución gubernativa, el triunfo de la libertad de la cual todos los partidos hablan, en verdad no satisfaría el interés de éstos. Ya he probado abundantemente que todo partido, por su propia naturaleza, es esencialmente gubernativo (característica ésta que se procura ocultar al pueblo con el mayor cuidado). En efecto, en su cotidiano polemizar se da a entender que el gobierno obra mal, que su política es mala, pero que podría obrar mejor, que su política podría ser mejor. Al fin de cuentas, cada periodista transluce en sus artículos este pensamiento: ¡Si yo estuviera allí, ya veríais cómo se gobierna! ¡Y bien! Veamos si verdaderamente hay un modo ecuánime de gobernar; veamos si es posible crear un gobierno dirigente y de iniciativa propia, un poder, una autoridad, sobre las bases democráticas del respeto al individuo. Me interesa examinar a fondo esta cuestión, porque hace poco he dicho que el pueblo no tiene nada que esperar de ningún gobierno ni de ningún partido y por lo tanto me apresuro a demostrarlo. Henos aquí en 1852; el poder que esperáis obtener, vosotros montañeses, socialistas, moderados -me da lo mismo-, lo tenéis. Me complace ver que la mayoría está orientada hacia las izquierdas. ¡Sed bienvenidos! Por favor, ¿queréis explicarme cómo concebís vosotros lo que se ha de hacer? Deseo ignorar vuestras divisiones internas; me abstengo de ver entre vosotros a Girardin, Proudhon, Louis Blanc, Pierre Leroux, Considerant, Cabet, Raspail o sus discípulos; supongo que reina entre vosotros una perfecta unión (si supongo lo imposible, es porque quiero, ante todo, simplificar el razonamiento).

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De modo que aquí os tenemos, todos de acuerdo. ¿Qué haréis? Liberación de todos los prisioneros políticos; amnistía general. Bien. Sin duda no haréis una excepción con los príncipes...Así demostraréis temer la fuerza de sus partidarios -y este temor traicionará un defecto vuestro, el de reconocer que bien se los podría preferir en lugar vuestro, reconocimiento que implicaría vuestra incertidumbre acerca del hecho de cumplir con el bien general-. Las injusticias, una vez reparadas en el orden político, siguen deteriorando la economía y la vida social. Vosotros no presentaréis bancarrota, por supuesto. El honor nacional, que entendéis a la manera de Garlier, 45 centésimos, os impondrá respetar la Bolsa en detrimento de 35 millones de contribuyentes, ya que el débito creado por las monarquías tiene un carácter demasiado noble como para que el pueblo francés no deba desangrarse 450 millones anuales en provecho de un puñado de especuladores. Por lo tanto, comenzaréis por salvar el débito: pobres, pero honrados. Estas dos calificaciones no concuerdan en particular con los tiempos que corren; pero, en fin, vosotros actuáis todavía como en los viejos tiempos y que el pueblo, endeudado como antes, piense lo que quiera. Pero, ahora que lo pienso, vosotros debéis ante todo privilegiar a los pobres, a los trabajadores, a los proletarios; llegáis con una ley de contribución sobre los ricos. ¿Proclamáis la libertad ilimitada de prensa? Esto os está prohibido. Si cambiáis la base de los impuestos, si tocáis la fortuna pública, os expondréis a una discusión de la cual no saldréis bien parados. Personalmente, me siento dispuesto a probar con toda claridad vuestra impericia acerca de este punto, así como la necesidad que la necesidad de vuestra conservación os obligará imperiosamente a hacerme callar (con lo cual haréis muy bien). Por lo tanto, a causa de las finanzas, la prensa no será libre. Ningún gobierno que se inmiscuya con los grandes intereses puede proclamar la libertad de prensa; eso le está expresamente prohibido. Las promesas no os faltarán; pero prometer no es cumplir y si no preguntad al señor Bonaparte. Evidentemente, vosotros conservaréis el ministerio de educación y el monopolio universitario; sólo que dirigiréis la enseñanza exclusivamente en el sentido filosófico, declarando una guerra feroz al clero y a los jesuitas -lo cual me convertirá en jesuita contra vosotros, como me hago filósofo contra el señor Montalembert, en nombre de mi libertad, que consiste en ser lo que me place sin que vosotros ni los jesuitas tengáis nada que ver en ello. ¿Y el culto? ¿Aboliréis el ministerio de culto? Lo dudo. Me imagino que, en el interés de los gobernómanos, crearéis ministerios más que suprimirlos. Habrá un ministerio de culto como hoy y yo pagaré el cura, el ministro y el rabino, a pesar de que no voy a misa, ni a la prédica ni a la cena. Conservaréis el ministerio de comercio, el de agricultura, el de obras públicas. Y sobre todo el de interior, porque tendréis prefectos, subprefectos, una policía del Estado, etc. Y mientras conserváis y dirigís todos estos ministerios -que constituyen precisamente la tiranía de hoy-, continuaréis diciendo todavía que la prensa, la instrucción, el culto, el comercio, las obras públicas, la agricultura son libres. ¿Qué haréis entonces que no hagáis hoy? Yo os lo diré: en vez de atacar, os defenderéis. No veo para vosotros más recurso que cambiar todo el personal de las administraciones y de las oficinas y obrar con respecto a los reaccionarios como los reaccionarios obran respecto a vosotros. Pero esto, ¿no se llama gobernar? Este sistema de represalias, ¿no constituye el gobierno? Si debo juzgar por lo que sucede desde hace casi sesenta años, me doy clara cuenta de lo único que haréis convirtiéndoos en gobernantes... Afirmo que gobernar no es otra cosa que luchar, vengarse, castigar. Ahora, si vosotros no os dais cuenta que es sobre nuestras espaldas que sois azotados y que azotáis a vuestros adversarios, nosotros, por nuestra parte, no sabemos disimularlo, y creemos que el espectáculo debe llegar a su fin. Para resumir toda la impotencia de un gobierno, cualquiera que sea, en cuanto a lograr el bien público, diré que ningún bien puede surgir sin reformas. Pero cada reforma constituye necesariamente una libertad, cada libertad, una fuerza adquirida por el pueblo y, a su vez, un atentado a la integridad del poder. De ello se sigue que el camino de las reformas -que para el pueblo es el de la libertad- para el poder es fatalmente el de la decadencia. Por lo tanto, si vosotros decís que queréis el poder para hacer reformas, admitid al mismo tiempo que queréis alcanzarlo con la finalidad premeditada de abdicar de él... Y como no soy tan estúpido de

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creeros tan poco ingenios os advierto que sería contrario a todas las leyes naturales y sociales -y principalmente la de la propia conservación, que ningún ser puede dejar de lado- que hombres investidos de la fuerza pública se despojaran por su propia voluntad de la investidura y del derecho principesco que les permite vivir en el lujo sin producirlo. ¡Id a contar vuestras patrañas a otra parte! Vuestro gobierno no puede tener más que un objetivo: vengarse del anterior; exactamente como el que os siga no podrá tener sino una finalidad: vengarse de vosotros. La industria, la producción, el comercio, los asuntos del pueblo, los intereses de la multitud no pueden florecer en medio de estas luchas. Yo propongo que se os deje solos para que os rompáis bien la cara, de modo que nosotros podamos dedicarnos a nuestros asuntos. Si la prensa francesa quiere ser digna del pueblo al cual se dirige, debe cesar de hacer sofismas en torno a los asuntos deplorables de la política. Dejad que sean los retóricos quienes fabriquen a su gusto leyes que los intereses y las costumbres desbordarán. Por favor, no interrumpáis con vuestros cacareos inútiles el libre desarrollo de los intereses y la manifestación de las costumbres. La política no ha enseñado nunca a nadie el medio de ganarse honradamente su pan; sus preceptos no han servido más que para estimular la poltronería y dar coraje al vicio. Por lo tanto, no nos habléis más de política. Llenad vuestras columnas con estudios económicos y comerciales; decidnos qué se ha inventado de útil; qué se ha descubierto en cualquier país que sea material o moralmente provechoso para el acrecentamiento de la producción y el aumento del bienestar; tenednos al corriente de los progresos de la industria, de modo que encontremos, a través de estas informaciones, el modo de ganarnos la vida y de vivirla en un ambiente confortable. Todo esto nos importa mucho más que vuestras estúpidas disertaciones acerca del equilibrio de los poderes y sobre la violación de una Constitución que -hablando francamente- ni aún virgen me parece muy digna de mi respeto. Del electorado político o sufragio universal Lo que acabo de decir me lleva naturalmente al examen de las causas que originan todos estos vicios. Estas causas, para mí, deben buscarse en las elecciones. Desde hace dos años y por sórdidas razones de las que -quiero creer- los partidos no se dan cuenta, se mantiene al pueblo en la convicción de que no llegará a la soberanía y al bienestar sino con la ayuda y la intervención de representantes regularmente elegidos. El voto -tesis municipal aparte- puede conducir al pueblo a la libertad, a la soberanía, al bienestar, tanto como la entrega de todo lo que posee puede conducir a un hombre a la fortuna. Quiero decir con esto que el ejercicio del sufragio universal, lejos de garantizarla, no es sino la cesión pura y simple de la soberanía. Las elecciones, de las cuales los sofistas de la última revolución han hablado tanto y tan seriamente; las elecciones, si se las antepone a la libertad, son como el fruto antes que la flor; como la consecuencia antes que el principio; como el derecho antes que el hecho: la más solemne estupidez que se haya podido imaginar en cualquier tiempo y país. Aquellos que se han permitido, aquellos que han tenido la audacia de llamar al pueblo a votar antes de permitirle consolidarse en su libertad, no sólo han abusado groseramente de la inexperiencia de éste y de la docilidad temerosa de una larga dependencia ha impreso en su carácter; sino también, dándole órdenes y declarándose, por este solo hecho, superiores a él, han desconocido las reglas elementales de la lógica -ignorancia que debía conducirlos a caer víctimas de su infernal artilugio, impeliéndolos a errar tristemente en el exilio empujados por el resultado del sufragio universal. Un hecho extraño -y sobre el cual debo reclamar la atención del lector, sobre todo en interés de la demostración que seguirá- es que el sufragio universal se ha volcado en ventaja de sus enemigos declarados, esto es, en provecho de los servidores las monarquías. El pueblo ha dado las gracias a aquellos que lo habían esclavizado; les ha otorgado, con su voto el derecho a darle caza con red y señuelo, al acecho o persiguiéndole, al tiro libre o con trampa, con la ley por arma y con sus semejantes por perros de presa. Creo que me está permitido no aceptar sin examen esta pretendida "panacea" de la democracia a la que se llama electorado o sufragio universal, cuando observo que ésta destruye a aquellos que le han dado existencia y que vuelve omnipotente a los que la han torturado desde su nacimiento. Asimismo, declaro que la combato como se combate a una cosa maléfica, a una monstruosidad sin proporciones.

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El lector ya habrá comprendido que aquí no se trata de contestar un derecho popular, sino de corregir un error fatal. El pueblo tiene todos los derechos imaginables. Yo me atribuyo por mi parte todos los derechos, inclusive el de quemarme el cerebro o el de tirarme al río. Sin embargo -aparte que el derecho a mi destrucción, al salirse de la ley natural, deja de llamarse un derecho para convertirse en una anomalía del derecho, en una forma de desesperación-, ni aún esta exaltación ab norma (que llamaré también un derecho a fin de facilitar el razonamiento) en caso alguno podría darme la facultad de hacer sufrir a mis semejantes la suerte que me toca sufrir personalmente. ¿Es así también en cuanto al derecho a votar? No. En este caso, el votante arrastra en su mismo suerte también al que se abstiene. Yo me obstino en creer que los electores no saben que se suicidan civil y socialmente yendo a votar: un viejo prejuicio los enajena de sí mismos y el hábito que tienen de aceptar el gobierno les impide ver lo que les conviene mirar por sí mismos. Pero suponiendo, por el método del absurdo, que los electores que abandonan sus asuntos, que descuidan sus intereses más urgentes para ir a votar, sean conscientes de esta verdad -vale decir, que con el voto se despojan de su libertad, de su soberanía, de su fortuna, en favor de sus elegidos que, en adelante, dispondrán de las mismas; suponiendo que aceptan esto y consientan libre pero locamente en ponerse a disposición de sus mandatarios, no veo por qué su alienación deba comportar la de sus semejantes. No veo, por ejemplo, cómo ni por qué los tres millones de franceses que no votan jamás son objeto de la opresión legal o arbitraria que hace pesar sobre el país un gobierno constituido por los siete millones de electores votantes. No veo, en una palabra, por qué debe suceder que un gobierno que yo no he hecho, ni he querido hacer, ni consentiría jamás en hacer, venga a pedirme obediencia y dinero, bajo el pretexto de que está autorizado por sus artífices. Hay aquí, evidentemente, un engaño sobre el objeto, acerca del cual es importante explicarse, y es lo que estoy por hacer. Pero primero haré la reflexión siguiente, que me sugirió el advenimiento electoral del 28 del corriente mes. Cuando se me ocurrió publicar este diario, no elegí el día adecuado, ni pensé en las elecciones que se preparaban; por otra parte mis ideas son demasiado elevadas para que puedan nunca adecuarse a las circunstancias y las eventualidades. Además, suponiendo dañoso para algún partido el efecto de la presente exposición -suposición bien gratuita por cierto-, una voz de más o de menos a derecha o a izquierda no cambiará la situación parlamentaria. Y, después de todo, que no se alarmen si bajo el golpe de mis argumentos el sistema parlamentario se derrumba entero. Dado que es precisamente dicho sistema el que combato, esto me impedirá al menos ir más lejos. Por otra parte, mucho más importante que saber si estoy inquietando a los fanáticos del sufragio universal o a los que lo aprovechan, es asegurarme que mis doctrinas se apoyan en la razón universal; y, por lo que se refiere a este último punto, estoy absolutamente tranquilo. Oso decir que, si no tuviera la garantía absoluta de la oscuridad de mi nombre contra el ataque de los que se nutren del electorado, en la solidez de mis deducciones encontraría todavía un refugio donde la prudencia les impediría venirme a buscar. Los partidos acogerán este diario con desprecio; según mi opinión, es la cosa más sabia que pueden hacer. Se verían obligados a tenerle demasiado respeto si no lo desdeñaran. Este diario no es el diario de un hombre, es el diario del HOMBRE o no es nada. Las elecciones no son y no pueden ser actualmente más que un fraude y una expoliación Dicho esto, afrontaré la situación sin preocuparme de los sentimientos de miedo o de los sueños de esperanza que podrán empujar de vez en cuando a mi favor o en mi contra a los evocadores de la monarquía y los profetas de la dictadura. Usando de la inalienable facultad que me dan mi título de ciudadano y de mi interés de hombre, y razonando sin pasión así como sin debilidad; austero como mi derecho, calmo como mis pensamientos, diré: Cada individuo que, en el presente estado de las cosas, pone en la urna electoral una papeleta para la elección de un poder legislativo o de un poder ejecutivo es -si no voluntariamente, al menos por desconocimiento, si no directamente, al menos indirectamente-, un mal ciudadano. Ratifico lo dicho sin quitarle ni una sílaba. Al presentar la cuestión de este modo, me desembarazo de una sola vez de los monárquicos, que persiguen la realización del monopolio electoral, y de los gubernamentalistas republicanos, que hacen de la

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formación de los poderes políticos un producto del derecho común; en realidad caigo, no en el aislamiento -que, por otra parte, me preocuparía poco-, sino en medio del vasto núcleo democrático -más de un tercio de los electores inscritos- que protesta, con una abstención continua, contra la indigna y miserable suerte que le hacen sufrir, desde hace más de dos años, la hedionda ambición, y la no menos hedionda rapiña de los partidos y de los vividores. Sobre 353.000 electores inscritos en el departamento del Sena, solamente 260.000 han tomado parte en la votación del 10 de marzo pasado, a pesar de que el número de las abstenciones esta vez ha sido menos elevado que en las elecciones precedentes. Y siendo París un centro político más activo que los demás y conteniendo, en consecuencia, menos indiferentes que la provincia, es exacto decir que los poderes políticos se forman sin la participación de más de un tercio de los ciudadanos del país. Es a ese tercio al que me dirijo. Porque allí, se convendrá en ello, no existen el miedo que vota bajo el pretexto de conservar, ni la ignorancia servil que vota por votar; allí existe la serenidad filosófica que fundamenta en una conciencia apacible el trabajo útil, la producción no interrumpida, el mérito oscuro, el coraje modesto. Los partidos han calificado de malos ciudadanos a estos sabios y serios filósofos de los intereses materiales, que se mezclan a las saturnales de la intriga. Los partidos tienen horror a la indiferencia política, metal sin poros que ninguna dominación puede corroer. Es tiempo de prestar atención a estos legionarios de la abstención, porque es entre ellos que se encuentra la democracia; es entre ellos que reside la libertad, tan exclusivamente, tan absolutamente, que esta libertad no será alcanzada por la nación sino el día en que el pueblo entero imite su ejemplo. Para aclarar la demostración que estoy haciendo, debo examinar dos cosas: primero, ¿cuál es el objetivo del voto político? Segundo, ¿cuál debe ser inevitablemente su resultado? El voto político tiene un doble objetivo, directo e indirecto. El primero es constituir un poder; el segundo es -una vez constituido éste- liberar a los ciudadanos y reducir las cargas que pesan sobre ellos; y además, hacerles justicia. Este es, si no me equivoco, el objetivo reconocido del voto político, en cuanto al interior. Aquí no está en cuestión lo que atañe al exterior. Por tanto, yendo a votar y por el solo hecho del voto, el elector reconoce que no es libre y atribuye a aquél a quien vota la facultad de liberarlo; confiesa que está oprimido y admite que el poder tiene la fuerza de volverlo a levantar; declara querer la institución de la justicia y concede a sus delegados toda autoridad para juzgarlo. Muy bien. Pero reconocer a uno o más hombres estas capacidades, ¿no es poner mi libertad, mi fortuna y mi derecho fuera de mí? ¿No es admitir formalmente que éste o estos hombres -que pueden liberarme, volver a levantarme, juzgarme-, son capaces asimismo de oprimirme, arruinarme, juzgarme mal? E inclusive les es imposible hacer otra cosa, considerando que, al haberles sido transferidos todos mis derechos, yo ya no tengo ninguno y que protegiendo el derecho, no hacen sino protegerse a sí mismos. Si yo pido a algo a alguien, admito que éste tiene lo que yo le pido; sería absurdo que hiciese una petición para obtener lo que ya está en mi poder. Si tuviera el uso de mi libertad, de mi fortuna, de mi derecho, no iría a pedírselos a nadie. Si se los pido, probablemente es porque éste los posee y, si es así, no veo del todo claro qué lecciones mías tenga que recibir acerca del uso que considera oportuno darles. Pero, ¿cómo es que el poder se encuentra en posesión de lo que me pertenece? ¿Cómo lo ha conseguido? El poder, tomando por ejemplo aquello que tenemos delante, está constituido por el señor Bonaparte que, todavía ayer, era un pobre proscrito sin demasiada libertad y sin más dinero que libertad; por setecientos cincuenta Júpiteres tonantes que -vestidos como todos y no más bellos ciertamente-, hace unos meses hablaban con nosotros -y no mejor que nosotros, oso decirlo-; por siete u ocho ministros y sus acólitos, la mayor parte de los cuales, antes de tirar de las cuerdas de las finanzas, tiraban de la cola del diablo con tanta obstinación como un amanuense cualquiera. ¿Cómo ha sucedido que estos pobres desgraciados de ayer sean mis patrones de hoy? ¿Cómo es que estos señores detentan el poder al cual han sido enajenadas toda libertad, toda riqueza, toda justicia? ¿A quién hay que responsabilizar por las persecuciones, las imposiciones, las iniquidades que sufrimos todos nosotros? A los votantes, evidentemente.

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La Asamblea Constituyente, que fue la que empezó a meternos en el baile; el señor Luis Bonaparte, que ha continuado la instrumentación; y la Asamblea Legislativa, que ha venido ha reforzar la orquesta, todo esto no se ha hecho solo. No, todo esto es el producto del voto. A todos aquéllos que han votado les corresponde la responsabilidad de lo que ha sucedido y de lo que seguirá. Nosotros, demócratas del trabajo y de la abstención, no aceptamos esta responsabilidad. No busquéis entre nosotros la solidaridad con las leyes opresivas, los reglamentos inquisitoriales, los asesinatos, las ejecuciones militares, los encarcelamientos, los traslados, las deportaciones...la crisis inmensa que aplasta al país. ¡Id a golpear vuestro pecho y a prepararos para el juicio de la Historia, maníacos del gobierno! Nuestra conciencia está tranquila. Ya es bastante que, por un fenómeno que repugna a toda lógica, suframos un yugo que sólo vosotros habéis fabricado; ya es bastante que hayáis empeñado, junto con lo que os pertenecía, lo que no os pertenecía -lo que debería ser inviolable y sagrado-: la libertad y la fortuna de los demás. El derecho de primogenitura y las lentejas del pueblo francés Y no os creáis, burgueses engañados, gentilhombres arruinados, proletarios sacrificados, no creáis que lo que sucedió pudo no haber sucedido si vosotros hubiéseis nombrado a Pedro en lugar de Pablo, si vuestros votos hubiesen sido para Juan y no para Francisco. De cualquier modo que votéis os entregáis y quienquiera que sea el vencedor, su victoria os perjudica. A uno y a otro tendréis que pedírselo todo; por lo tanto, jamás volveréis a tener nada. Por otra parte, comprended bien que -y no es ciencia en absoluto, sino la pura y simple verdad-, si el mal hubiera venido únicamente de los reaccionarios, si los revolucionarios hubieran podido hacer vuestra fortuna, seríais riquísimos. Porque todos los gobiernos, de Robespierre a Marat -sus almas ante Dios estén-, fueron revolucionarios; esta Asamblea que tenéis aquí, ante vuestros ojos, también se compone totalmente de revolucionarios. Nadie ha sido más revolucionario que el señor Thiers, el administrador de Nuestra Señora de Loreto. El señor Montalembert ha pronunciado discursos tales sobre la libertad absoluta que nadie podría hacerlos mejor. El señor Brryer ha conspirado desde 1830 hasta 1848. El señor Bonaparte ha hecho revoluciones por escrito, con las palabras y con las acciones; y no hablo de la Convención de la Montaña, cenáculo que por muchos meses ha tenido en sus manos los medios de gobierno para cubriros de un manto de opulencia. Todos los hombres han sido revolucionarios hasta que han formado parte del gobierno; pero también todos, cuando han formado parte del mismo, han sofocado la revolución. Yo mismo, si un día se os ocurriera entregarme el gobierno y si, en un momento de olvido o de vértigo, en vez de sentir piedad y desprecio por vuestra estupidez, aceptase el título de amparador del robo que habéis perpetrado contra vosotros mismos, ¡os juro por Dios que os las haría ver negras! ¿No os bastan las experiencias que habéis tenido? Sois bien duros de mollera. Justamente hace poco que habéis erigido un gobierno blanco cuyo único objetivo -y no podríais reprochárselo- es desembarazarse de los rojos. Si mañana hacéis un gobierno rojo, su único objetivo -¡y estaría bueno que lo encontráseis incorrecto!- será desembarazarse de los blancos. Pero los blancos no se vengan de los rojos ni los rojos de los blancos más que a golpes de leyes prohibitivas y opresivas. ¿Y sobre quién pesan estas leyes? Sobre aquéllos que no son ni rojos ni blancos, o que son, a sus expensas, tanto rojos como blancos; sobre la multitud que no tiene ninguna culpa; así es que el pueblo está totalmente magullado por los golpes de maza que los partidos se propinan mutuamente. Yo no critico al gobierno. Éste ha sido creado para gobernar y gobierna. Usa de su derecho y, haga lo que haga, opino que cumple con su deber. El voto, al darle el poder, implícitamente le ha manifestado: el pueblo es perverso, vuestra es la rectitud; aquél es pasional, a vos corresponde la moderación; aquél es estúpido, vos inteligente. El voto, que ha dicho esto a la mayoría actual, al presidente en funciones, volvería a decirlo -porque no puede decir otra cosa- a una mayoría cualquiera y a cualquier presidente. Por tanto, gracias al voto y a lo que consigo trae, el pueblo se pone en cuerpo y bienes a merced de sus elegidos para que éstos usen y abusen de la libertad y la fortuna que se les otorgan; entregada sin reservas, la autoridad no tiene límites. Diréis: ¡Pero la probidad! ¡Pero la discreción! ¡Pero el honor!...Humo. Vosotros hacéis sentimentalismos cuando es necesario hacer números. Si invertís vuestros intereses sobre conciencias, invertís a fondo perdido: la conciencia es un utensilio a válvula.

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Reflexionad un instante sobre lo que hacéis. Vosotros os amontonáis en torno a un hombre como alrededor de una reliquia; besáis el borde de su manto; lo aclamáis hasta la sordera; lo cubrís de regalos; repletáis sus bolsillos de oro; os despojáis, en su provecho, de todas vuestras riquezas; le decís: Sed libre por encima de los libres, opulento por encima de los opulentos, fuerte por encima de los fuertes, justo por encima de los justos. ¿Y os imagináis que a continuación podréis controlar el uso que hace de vuestros regalos? ¿Os permitís criticar esto, desaprobar aquello, calcular sus gastos y pedirle cuentas? ¿Qué cuentas queréis que os rinda? ¿Habéis extendido la factura de lo que le habéis dado? ¿Vuestra contabilidad está en déficit? Y bien: no tenéis títulos contra él, la cuenta que queréis presentar no tiene base, no se os debe nada. ¡Ahora gritáis, hacéis ruido, amenazáis! Es un afán inútil. Vuestro deudor es vuestro dueño: inclinaos y pasad. En los cuentos bíblicos se dice que Esaú vendió su derecho de primogenitura por un plato de lentejas. Los franceses lo hacen aún mejor: regalan su derecho de primogenitura y junto con él las lentejas. Lo que hace nacer a los gobiernos no es lo que los hace vivir Repetiré que no discuto el derecho; lo que discuto, como cosa inoportuna, es el uso actual del derecho. Antes de hacer uso de mi derecho de nombrar delegados, es importante que comience por hacer acto de soberanía, por ejercerla materialmente en los hechos, para darme cuenta de aquello que tengo que hacer personalmente y de lo que debe entrar en las atribuciones de mis delegados. Debo, en una palabra, consolidarme a mí mismo antes de fundar cualquier otra cosa. Las instituciones no deben ser creadas por medio de leyes, sino que, al contrario, deben promulgarlas. Primero me instituyo, después legislaré. No que perder de vista que la teoría del derecho divino, a la que estamos directamente ligados, se basa sobre una pretendida prioridad que tendría el gobierno sobre el pueblo. Toda nuestra historia, toda nuestra legislación, están fundadas sobre este monumental absurdo: que el gobierno es una cosa que precede al pueblo, que el pueblo es una derivación del gobierno; que ha habido o que ha podido haber un gobierno anteriormente a la existencia de ningún pueblo. Esto es lo aceptado, los anales del mundo están esculpidos sobre esta aberración de la inteligencia humana. Por lo tanto, mientras dure el gobierno, el principio de su autoridad quedará intacto, el derecho divino se perpetuará entre nosotros y el pueblo -cuyo sufragio equivale a la antigua consagración- nunca será, tome el nombre que tome, más que un súbdito. El paso de la teocracia a la democracia no pueda advenir en ningún caso a través del ejercicio del derecho electoral, porque este ejercicio tiene como objetivo específico el de impedir la muerte del gobierno, es decir, mantener y reavivar el principio de la autoridad gubernativa. Para pasar de un régimen al otro es necesario romper el mecanismo de delegación, que empuja fatalmente hacia el respeto de la tradición teocrática. Es necesario interrumpir su uso y no retomarlo sino después de haber introducido en los hechos sociales el ejercicio estable del gobierno de sí mismos: el autogobierno. Racionalmente, puedo poner a cargo de otro la gestión de algunos aspectos de mi futuro solamente después de hacer acto de posesión; si lo nombro antes de haber mostrado mis títulos, luego se negará a reconocerme y tendrá razón. Pero he aquí lo que quiero decir: en cualquier país, la unanimidad acerca de cualquier cuestión es irrealizable. Sin embargo, dada la forma en que todo gobierno deriva del voto, para impedir el nacimiento de un gobierno se necesitaría nada menos que la abstención unánime. Porque, suponiendo que nueve sobre diez millones de electores se abstuvieran, quedaría siempre un millón de votantes para instituir un gobierno al cual la nación entera se vería obligada a obedecer. Y en Francia siempre habrá al menos un millón de individuos que tendrán interés en crear un gobierno; por lo tanto, la propuesta es absurda. Y lo que es más: no se necesita encontrar un millón de hombres para crear un gobierno; cien mil, diez mil, quinientos, cien, cinco individuos pueden hacerlo, un ciudadano solo puede constituirlo. Lafayette solo, en 1830, hizo rey a Luis Felipe; y durante los dieciocho años que siguieron a este advenimiento, el poder parlamentario se ha formado, en un país de 35 millones de almas, con el único concurso de 200 mil contribuyentes. No importa lo restringido que sea el número de ciudadanos que concurren a hacer un gobierno, su autoridad no sufre mengua. Pero lo que me importa demostrar aquí es que ningún gobierno podría vivir sin el beneplácito de la mayoría nacional.

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La filosofía y, después de ésta, una escuela mucho más segura -la de la experiencia y los hechos-, han demostrado de una manera irrefutable que la veradera razón de la permanencia de los gobiernos está, no ya en el concurso material o electoral de los ciudadanos de un país, sino en la fe pública o en el interés, porque la fe y el interés son una sola y única cosa. El gobierno que tenemos en este momento lo debemos a los juegos electorales de siete u ocho millones de ciudadanos muy obedientes, cada uno de los cuales ha perdido, con la mejor gracia del mundo, dos o tres días de trabajo para aprovechar la oportunidad de entregarse en cuerpo y alma a personajes que no conocían, pero a los cuales han asegurado cinco monedas de cinco francos a fin de hacer amistad. ¿Os parece que la Asamblea Legislativa y el señor Bonaparte están más sólidamente asentados de lo que lo estuvieron la Cámara de Diputados de 1847, creada por doscientos mil contribuyentes solamente, o que Luis Felipe, creado por un solo hombre? Decidme: ¿Pensáis que un gobierno creado por un millón de individuos podría haber sido más mezquino, más impopular, más confuso que aquél al cual ocho millones de individuos han dado vida? Evidentemente, no lo pensáis. Aquí no hay hombre -y cuando digo hombre, quiero decir lo contrario de funcionario- que no haya visto profundamente heridos sus intereses o su fe por los regímenes que han sido instaurados sucesivamente desde 1848; en consecuencia, no hay hombre que deba felicitarse del resultado de su voto y que pueda creer que su abstención habría dado lugar a algo peor que lo existente. Estáis, pues, constreñidos a admitir que habéis perdido vuestro tiempo con el más mísero de los resultados. Y, salvo que tengáis la intención de perder siempre vuestro tiempo -cosa que dudo-, me parece que debéis estar muy próximos a sacrificar el voto a realidades más substanciosas. Para el poder ya es una apuesta muy mala vuestro descontento; pero si le faltara vuestra papeleta para darse coraje, sería muy débil, y dudo que pudiera conservar las riendas. Por lo tanto no es la unanimidad en la abstención lo que importa obtener, así como no es necesaria la unanimidad del voto para formar gobierno. La unanimidad en la inercia no podría ser condición esencial para el advenimiento del orden anárquico que está en el interés y, en consecuencia, en el honor de todos los franceses realizar. Siempre habrá suficientes funcionarios, advenedizos, aspirantes, rentistas del Estado y pensionistas del Tesoro para constituir el electorado. Pero el número de chinos que a toda costa quieren mantener a estos mandarines del poder se reduce día a día, y si de aquí a dos años todavía quedan diecinueve, declaro que la culpa no será mía. Por otra parte -ya que es necesario decirlo todo-, ¿a qué llamáis vosotros sufragio universal? Un diario dice: hay que elegir al ciudadano Gouvernard. Otro objeta: no, hay que elegir al ciudadano Guidane. "No escuchéis a mi antagonista -responde el primer diario-. ¡El ciudadano Gouvernard es el candidato necesario! He aquí los motivos" Etc. "Guardáos de prestar fe a aquello que os dice mi adversario -replica el segundo diario-, nada es posible sin el ciudadano Guidane: he aquí la razón" Etc. Para ese entonces y después de haberse mantenido hasta aquí encerrado en una reserva olímpica, desciende a la liza un tercer diario (el más gordo de la especie) que pronuncia doctoralmente esta sentencia: es necesario elegir al señor Gouvernard. Y se elige al señor Gouvernard. ¿Y vosotros decís que es el pueblo quien ha hecho la elección? Esta decisión ha tenido tan poco que ver con la voluntad popular como si la adjudicación del poder se hubiera jugado a los dados o a la lotería. Dicho sea esto para arreglar mis cuentas con la forma, sin comprometer mis reservas en cuanto a la sustancia. Pero yo conozco republicanos, o quienes se las dan de tales, que tienen mucho miedo a que el pueblo, con su abstención, favorezco el renacimiento de la soberanía real. En lengua vulgar -lengua que es la mía-, podemos decir que el miedo que sienten estos republicanos expresa la aflicción que les causaría la imposibilidad de su elección personal, ya que si, según se dice, los republicanos han prestado importantes servicios, yo afirmo que ni vosotros ni yo hemos visto ni la sombra de estos servicios en moneda, en libertad, en dignidad o en honor. Puede ser que yo desmitifique un poco el patriotismo, pero, ¿qué queréis? No he nacido poeta y en la matemática de la historia he encontrado que sin estos republicanos la monarquía estaría muerta y

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enterrada desde hace sesenta años; que sin estos republicanos que han prestado a la monarquía el ya citado servicio de restablecer la autoridad cada vez que el pueblo ha querido darle un empujón, haría ya mucho tiempo que los franceses -incluido yo- seríamos libres. Los monárquicos, creedlo, no irán muy lejos el día en que estos republicanos tengan la extrema cortesía de no hacer más monarquismo. Los monárquicos, os lo aseguro, detendrán su carrera bien pronto cuando les abandonemos el campo electoral entero en vez de dejarles simplemente la mayoría. Lo que he dicho parecerá extraño, ¿verdad? Lo es, en efecto; pero también la situación es extraña, y yo no soy de los que solucionan las situaciones nuevas con viejas fórmulas como las que empapelan desde hace medio siglo las barracas del periodismo revolucionario. Desenmascarar la política es destruirla A riesgo de repetirme, expondré ahora esta cuestión: ¿Qué expresa el elector cuando depone su papeleta en la urna? Por medio de este acto, el elector dice al candidato: os doy mi libertad sin restricciones ni reservas; pongo a vuestra disposición mi inteligencia, mis medios de acción, mis haberes, mis réditos, mi actividad, toda mi fortuna; os cedo mis derechos de soberanía. Asimismo y por extensión, también os cedo los derechos y la soberanía de mis hijos, parientes y conciudadanos -tanto activos como inertes-. Todo esto se os entrega para que lo uséis como os parezca oportuno. Vuestro humor es mi única garantía. Esto es el control electoral. Argumentad, oponéos, discutid, poetizad, sentimentalizad, no cambiaréis nada. Así es por contrato. Y da igual que el candidato sea uno u otro: republicano o monárquico, el hombre que se hace elegir es mi amo y yo soy una cosa suya; todos los franceses somos una cosa suya. Queda entonces demostrado que el electorado conjuntamente con la alienación de lo suyo, consagra la de lo ajeno. Por lo tanto, resulta evidente que el voto es, por un lado, una estafa, y por el otro, una maldad, o, para decirlo claramente, una expoliación. Si todos los ciudadanos electores votaran, el voto sólo sería una estafa universal, ya que, en este caso, tanto unos como otros, debido a la acción de cada uno, habrían perdido por igual. Pero que un solo elector se abstenga o sea impedido de hacerlo y la expoliación comienza. Cuando sobre nueve o diez millones se abstienen más de tres -como viene sucediendo-, los expoliados ya forman una minoría demasiado importante para que se la pueda dejar de lado. El antiguo principio de la honestidad del poder está mellado y la decadencia del poder es directamente proporcional a la ruina de este principio. Suponed que la mitad de los electores inscritos se abstenga. La situación se vuelve grave para los votantes y para el gobierno que han constituido. Indudablemente, el escepticismo político de toda una mitad del cuerpo social pondré en crisis las no confrontadas convicciones de la otra mitad. Y si se considera que dicho escepticismo provendrá de una indiferencia calculada, motivada, meditada; y que será fruto de la inteligencia o de la libertad -términos equivalentes-, mientras que entre los votantes sólo se encontrará el instinto borreguesco y el apego a la tradición, la ignorancia o la abnegación -que también son la misma cosa-, fácilmente os haréis cargo de la derrota que tal estado de las cosas infligirá al gubernamentalismo. Hoy en día ya es posible tener por válida esta suposición, ya que si cuatro millones de electores no se han abstenido todavía no es precisamente porque deban felicitarse de haber votado. Y todo arrepentimiento implica el reconocimiento de un error. Insistimos sobre la hipótesis: supongamos que todos los adversarios de la monarquía , convertidos al principio moderno de que el poder no puede ser honesto, se abstengan de votar y fundamenten su actitud en esta incontestable verdad: que el voto es al mismo tiempo una estafa y una expoliación. Automáticamente la abolición del sufragio universal , convertido en un delito por la iluminación del espíritu público, hará decaer inmediatamente y en bloque a los monárquicos, ya que no tendrán más cómplices. Dado que fuera de ellos sólo encontraréis hombres perjudicados -cuya no intervención estará racionalmente fundamentada-, los ladrones quedarán desenmascarados. O más bien, en homenaje al sentido común, digamos que ya no habrá ladrones. Porque si la cuestión es reducida a estos términos duros -pero simples y sobre todo verídicos-; si la política, descendida de sus antiguas y charlatanescas alturas, es restituida al nivel de los delitos comunes -de los cuales siempre ha sido el genio escondido pero real-, la ficción gubernativa desaparece y la humanidad se libera de

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todos los malentendidos que hasta hoy han sido el origen de todas las luchas y los deplorables advenimientos que las han seguido. He aquí la Revolución. ¡He aquí la tranquila, sabia y racional transformación del principio tradicional! He aquí la supremacía democrática del individuo sobre el Estado, de los intereses sobre la idea. Ninguna perturbación, ninguna conmoción podrá producirse en este majestuoso desvanecerse de los nubarrones históricos; el sol de la libertad brilla sin tormentas y, tomando su parte de los generosos rayos, cada uno actúa a plena luz y se preocupa de encontrar en la sociedad el puesto que debe ocupar por sus aptitudes o su genio. Ved: para ser libre, no hay más que quererlo. La libertad, que estúpidamente hemos aprendido a esperar como un don de los hombres, está en nosotros, nosotros somos la libertad. Para obtenerla, no son necesarios ni las barricadas o la agitación, los afanes, las facciones, los votos, ya que todo esto no es más que desenfreno. Y como la libertad es honesta, sólo se la alcanza con la reserva, la serenidad y la decencia. Cuando pedís la libertad al gobierno, la estupidez de vuestro pedido demuestra inmediatamente a éste que no tenéis ningún concepto de vuestro derecho. Vuestra petición es el acto de un subalterno, os declaráis inferiores. Al constatar su supremacía, el gobierno se aprovecha de vuestra ignorancia y se comporta respecto a vosotros como debe comportarse respecto a unos ciegos, porque vosotros estáis ciegos. Los que cada día, en sus periódicos, piden inmunidades al gobierno y tratan de hacer creer que lo arruinan y lo debilitan, en realidad sustentan la fuerza y la fortuna de éste -fuerza y fortuna que les interesa conservar, porque aspiran a alcanzarla un día con el apoyo del pueblo, de un pueblo embrollado, engañado, burlado, robado, escarnecido, estafado, subyugado, oprimido, fustigado por intrigantes y cretinos que le hacen enarcar el lomo adulándole, cortejándole como a una potencia, recubriéndole de títulos pomposos como a un rey de opereta y presentándole, para burla del mundo, como el príncipe de los tugurios, monarca de la fatiga y soberano de la miseria. Yo no tengo, por mi parte, que adularle; porque nada quiero coger, ni siquiera la parte que me espera de sus miserias y vergüenzas. Pero tengo que pediros -a vosotros, entendedme bien, y no al gobierno, al que no conozco ni quiero conocer-, tengo que pediros mi libertad que habéis empaquetado junto con la vuestra para luego regalarla. No os la pido como un compromiso que debéis asumir por mí; en realidad, para que yo sea libre, es necesario que lo seáis también vosotros. Sabed serlo. Para esto es suficiente que no ensalcéis a ninguno por encima de vosotros. Alejaos de la política que devora los pueblos y aplicad vuestras actividades a los quehaceres que los nutren y los enriquecen. Recordad que la riqueza y la libertad están juntas como están juntas la servidumbre y la indigencia. Volved las espaldas al gobierno y a los partidos que son sólo lacayos de aquél. El desprecio mata a los gobiernos, porque sólo la lucha los hace vivir. Deponed por fin a este soberano que no consulta a su gente y reíos de las astucias del monarquismo blanco y del gubernamentalismo rojo. Ningún obstáculo podrá resistirse ante la tranquila manifestación de vuestras necesidades e intereses. Dice una leyenda gazcona que mientras el rey de Tillac ignoró quién era, el intendente lo maltrató duramente; pero cuando la dama Juana, su nodriza, les hizo conocer sus títulos y calidad, las gentes del castillo, con el intendente a la cabeza, vinieron a humillarse ante él. Que el pueblo muestre a sus intendentes que ya no reniega más de sí mismo; que cesa de mezclarse en las polémicas de antecámara, y sus intendentes callarán, tomando frente a él una actitud de respeto. La libertad es una deuda que tiene para consigo mismo, para con el mundo que todavía espera de él, para con los niños que nacerán. La nueva política está, por una parte, en la negativa, en la abstención, en la no colaboración cívica y, por la otra, en la actividad industrial. En otros términos, es la negación misma de la política. Ya desarrollaré más ampliamente este argumento. Por ahora me basta decir que si los republicanos no hubieran votado en las últimas elecciones generales, no habría habido oposición a la asamblea. Sólo hubiera habido el caos entre los legitimistas, los orleanistas y los bonapartistas, los cuales se habrían arruinado mutuamente con grave escándalo y, a la hora presente, ya habrían caído todos juntos bajo los silbidos divertidos de la libertad. Conclusiones De todo lo que he dicho -y acerca de lo cual volveré a insistir en otra ocasión, ya sea sobre lo que he olvidado, ya para ampliar lo que no he podido desarrollar enteramente en esta exposición-, resulta que el objetivo del voto político es la formación de un gobierno. He demostrado que la formación de un gobierno -y de la oposición que

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sirve a éste como garantía esencial-, implica la consagración de una tiranía inevitable, cuyo orden debe buscarse en la entrega espontánea que los votantes hacen de sus personas y de sus bienes -así como de las personas y de los bienes de los no votantes- en favor de sus elegidos. De todo ello se deduce que la alienación de la propia soberanía podría no ser una estupidez, sino todo un derecho, cuando el que la regala por medio del voto dispusiera solamente de su parte. Sin embargo, este acto cesa de ser una estupidez o un derecho y se convierte en una expoliación cuando, valiéndose de la brutal razón del número, el votante impone a la soberanía de las minorías su propia soberanía. Y agrego que siendo todo gobierno necesariamente una causa de antagonismo, de discordia, de asesinato y de ruina, aquél que, con su voto, concurre a la formación de un gobierno, es un provocador de guerra civil, un promotor de crisis y, en consecuencia, un mal ciudadano. Ya estoy oyendo gritar a los republicanos del funcionarismo: ¡Traición! No me emocionan, porque los conozco mejor de lo que se conocen ellos mismos. Tengo que arreglar con ellos una vieja cuenta de sesenta años y su quiebra, de la que me hago curador, no será de las más divertidas. Oigo también a los monárquicos e imperialistas preguntarse si no habría alguna cosa que espigar de entre la cosecha que muestro; no me turban, porque he calculado el valor de sus antiguallas de la manera más justa. El porvenir no pertenece ni a éstos ni a aquéllos. ¡Gracias a Dios! Y la monarquía, para hincar su último diente, sólo espera ver caer la última uña de la dictadura. Yo me propongo arrancarles a estas señoras la uña y la raíz. ¡En guardia!

Anselme Bellegarrigue De Wikipedia, la enciclopedia libre

Anselme Bellegarrigue fue un anarquista francés, nacido entre 1820 y 1825 en Toulouse y presuntamente muerto alrededor de finales del siglo xix en América Central. Participó en la Revolución de 1848, fue autor y editor de algunos periódicos de su propia autoría en que expone sus ideas consideradas anarquistas individualistas.

Biografía No se sabe mucho sobre la infancia y la edad adulta de Anselme Bellegarrigue. De acuerdo con su amigo cercano Ulysse Pic, fue al Lycée d'Auch durante algún tiempo, luego viajó a fin de formular su propia educación: entre 1846 y 1848, visitó América del Norte, a través de Nueva York, Boston, Nueva Orléans y el Caribe . Estos viajes lo convencieron de las ventajas de la democracia y las libertades individuales. El historiador catalán del anarquismo individualista Xavier Diez reporta que durante sus viajes por los Estados Unidos Bellegarrigue "contactó, por lo menos, con (Henry David) Thoreau y, probablemente, con (Josiah) Warren".2

Participación en la Revolución Francesa de 1848

Anselme Bellegarrigue regresó a Francia el 21 de febrero de 1848, el día antes de los acontecimientos que pondrían fin al reinado de Luis Felipe I. Participó en la revuelta, pero nunca dejó de criticar el rumbo tomado por el movimiento desde el día siguiente a la finalización de la Monarquía de Julio. Cuando un joven trabajador pasa diciendo: «¡Esta vez, no vamos a ser despojados de nuestra victoria!»(Una referencia a la Revolución de Julio que no había instaurado un régimen que satisficiera las reivindicaciones obreras), él responde: «Ah, mi amigo, la victoria ya ha sido robada: ¿acaso no se ha declarado un gobierno provisional?». También participó en la Société Républicaine Centrale (también llamado Club de Blanqui), donde acusó a todos los partidos políticos de la Segunda República Francesa de haber secuestrado la revuelta popular y haber generado más autoritarismo y concentración de poder, llamándolos "la viruela de las naciones ". Se negó a llamar a esa época de la historia como revolución, en lugar de ello afirmó que "la revolución de 1848 ha sido sólo una consolidación de lo que ha de ser abolido" porque "una revolución debe ser la ruina no de un gobierno, sino de todos los gobiernos". Aunque estaba participando en una sociedad compuesta principalmente de los pensadores socialistas, se opuso a todas las medidas autoritarias y todas las medidas de carácter social, ya que considera que cualquier intervención gubernamental manifiesta la esclavitud de algunos hacia algunos otros, o de un conflicto violento entre los hombres: "La anarquía es el orden, el gobierno es la guerra civil." Incluso se menciona conceptos de la desobediencia civil y de la servidumbre voluntaria: 22


Un demócrata no es quien manda, sino quien desobedece. ¿Usted cree que el día de hoy hay tiranos? ¡Bien! Usted se equivoca, ya que sólo son esclavos: donde nadie obedece, nadie manda. En 1849 fundó la Association des Libres Penseurs en Meulan infancia con algunos amigos, entre ellos Ulysse Pic (que entonces llamó a sí mismo Pic Dugers), con el fin de publicar panfletos anarquistas, pero las detenciones de varios miembros importantes disminuyeron y, por último, pusieron fin a estas actividades.

Publicaciones

Anselme Bellegarrigue publicó, editó y escribió varios textos anarquistas. En 1848, entre octubre y diciembre publicó el panfleto ¡A los hechos!, !A los hechos! Interpretación de la idea democrática en Toulouse, su primera obra conocida. Con él Ulysse Pic editado Le Dieu des riquezas et le Dieu des pauvres y Jean Mouton et le percepteur. Fue también un editor para el diario La Civilización a partir de marzo de 1849, un periódico local sobre la venta de 2.000 ejemplares. Para sus amigos de la Association des Libres Penseurs, escribió un artículo titulado «L'anarchie, c'est l'ordre» (La anarquía es el orden) el 3 de abril de 1850 en La edición de la Voix du Peuple, pero este número fue una publicación interrumpida. Más tarde escribió, editó y libre de publicar su Anarchie, Journal de l'Ordre que sólo tuvo dos números debido a los pocos lectores: el tercer número, que contiene un estudio sobre el origen de la riqueza, nunca fue publicado. Según Sharif Gemie, esta revista (que en su primer número publica el "Manifiesto de la anarquía") constituye el primer manifiesto anarquista en el mundo y uno de los primeros usos modernos de la palabra "anarquía" como ideario político. En 1851 comenzó a escribir una novela: "Le Baron de Camebrac, en tournée sur le Mississipi", publicado episódicamente hasta 1854, y un ensayo: "Les femmes d'Amérique" que describe sus observaciones sobre la sociedad americana. Participó en 1851 en la redacción del Almanaque de la vil multitud, en que también participaron Proudhon y Blanqui, y preparó un Allmanach de l'Anarchisme para el año 1852, que nunca fue publicado debido al golpe francés de 1851.

Regreso a América Al establecerse el Segundo Imperio Francés, Anselme Bellegarrigue regresó a América, en Honduras, donde, según Max Nettlau, fue profesor, y luego en San Salvador, donde se dice que habría participado en el gobierno. De acuerdo con su hijo (como se informa por André Rault), después de pasar tres años en San Salvador decidió volver a la vida natural y se asentaron en la costa del Pacífico.

El anarquismo de Bellegarrigue

Bellegarrigue fue un contemporaneo de Pierre Joseph Proudhon y asi "Los debates y discusiones con Proudhon lo llevarán a un enfrentamiento con los partidarios del mutualismo, y a un rechazo recíproco, a pesar de que sus concepciones no estaban demasiado alejadas entre sí. Bellegarrigue, a pesar de aceptar la sociedad como algo necesario y natural, además de deseable, se aproximaba a los postulados de (Max) Stirner en el sentido de negar todo principio superior que sobrepase la propia existencia individual." Cada hombre es un egoísta; quien deja de serlo, es un objeto. Quien dice que no, es un mentiroso. El autosacrificio es la esclavitud, la degradación de la libertad, la abyección, es el rey, es el gobierno, es tiranía, es un conflicto, es la guerra civil. El individualismo, por el contrario, es la liberación, la grandeza, la nobleza, es el hombre, es la gente, es la libertad, es la hermandad, es el orden. En sus textos, defendió una forma de democracia comunitaria sin poder central y sin institución gobernante máxima, donde los ciudadanos gocen de la máxima soberanía individual y sólo voluntariamente participen en una facultativa administración local. También apoyó la idea de que bien común es siempre la suma del propio interés de cada persona: El interés colectivo no puede ser completo, excepto cuando el interés privado se mantiene completo, al igual que el bien común de todos es bueno, sólo se necesita que, en una sociedad, el interés individual de un solo ciudadano se vea perjudicada por el interés colectivo para que se ponga fin de inmediato al interés de todos y, por tanto, deje de existir.

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