Ópera fugitiva.

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ÓPERA FUGITIVA



NELSON FERREIRA

ÓPERA FUGITIVA novela

SEGUNDA EDICIÓN realizada con el auspicio de

EDICIONES DE LA BANDA ORIENTAL


Carátula: Fidel Sclavo

ISBN 978-9974-1-1218-6 Corrección: Alfredo García Diseño: Silvia Shablico © EDICIONES DE LA BANDA ORIENTAL S.R.L. Gaboto 1582 - Tel.: 2408 3206 - Fax: 2409 8138 11.200 - Montevideo, Uruguay. www.bandaoriental.com.uy Queda hecho el depósito que ordena la ley Impreso en Uruguay - 2020


Gabriel Reyes y el espejo infiel

I Nelson Ferreira de Mattos nació en Montevideo en 1948, aunque desde muy niño reside en Tacuarembó, donde integra una vasta estirpe de médicos. Su primera publicación, una nouvelle (Lámparas de fuego, Lectores 9a Serie, setiembre de 1993), constituye un texto tenso y atrapante, claro y cargado de sugerencias que, a cada relectura, se multiplican. Señalaba Heber Raviolo, en el prólogo: “Las cuatro avaras páginas que nos hemos reservado para esta introducción no nos permiten entrar a un análisis más minucioso de un texto que, a medida que profundizamos, va adquiriendo los caracteres de lo inagotable”. La rebelión de Miguel Adiego –pintor indígena, protagonista principal– responde a un proceso de percepción de la realidad que conduce, casi inevitablemente, a una manera sutil y personal (pero no por ello menos profunda y certera), de alzamiento frente al poderoso encomendero español a quien servía.

II Ópera fugitiva tiene, en una primera evaluación, escasos puntos de contacto con Lámparas…, sobre todo desde el punto de vista formal y en cuanto a la ubicación de la acción. Sin embargo,

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reaparece –bajo nuevos mantos– el tema del poder casi irrestricto, dueño de vidas y haciendas y hay también, en el agonista principal, una fuerte influencia de la realidad que se le va imponiendo en sus pensamientos y acciones (aunque cabe marcar la diferencia en el sentido de que Gabriel Reyes asume deliberadamente la búsqueda de la realidad y de su propio destino). La acción transcurre en el Tacuarembó finisecular, entonces villa de San Fructuoso. El hilo narrativo toma como eje dos peripecias en la vida del entonces todopoderoso del Departamento, Coronel Carlos Escayola, Jefe Político: el asesinato –por orden suya, según testifica un personaje– de dos hermanos (los Rollano) y el proyecto de construcción del “mejor teatro de América” (que luego sería el Teatro Escayola, cuyas ruinas aún conserva Tacuarembó, con mármoles de Carrara y tapices y artefactos de iluminación traídos de Francia). Pero este hilo narrativo es un leve soporte de la acción, la melodía unitiva de la trama, y casi no genera expectativas por cuanto, al tratarse de acontecimientos históricos, tienen una culminación conocida o conocible. El verdadero eje está en la peripecia de Gabriel Reyes y la búsqueda que lleva a cabo de esencias y verdades filosóficas y correlativamente, de su propio destino. Y esta peripecia es, en realidad, una alegoría del Uruguay, que está buscando (a través de múltiples vertientes) su propia identidad, su configuración nacional. Nacido como país sin una voluntad previa y deliberada de sus habitantes, concibiéndose a sí mismo como parte o provincia de un todo mayor, Uruguay carecía de referentes para integrar un verdadero perfil como Nación y para integrarse a sí mismo. A falta de estructuras más elaboradas, el cabo a que asirse estaba constituido por la adhesión a las dos divisas surgidas en Carpintería y que de alguna manera le eran preexistentes. En este contexto debemos considerar la batalla entre positivistas y espiritualistas, a nivel de las clases cultas, de los “doctores”, y los cambios y transformaciones que se operaban (o al menos se esperaban) en el “país real”.

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III ¿Cómo asume Ferreira esta realidad tan compleja, para transformarla en materia narrativa, novelable, sin permitir que decaiga la acción o derive hacia el ensayo? Tal vez la herramienta más eficaz que usa es la de la estructura, similar a la de una ópera. La novela abre y cierra, con introducción y epílogo, por parte de un médico montevideano que encuentra, por azar, en un comercio de viejo –el “laberinto” de Fernández Tablas– un cofre que contiene los manuscrito de alguien a quien conoció en San Fructuoso: Gabriel Reyes. Es el médico quien da un orden a ese material, que no puede definir, a ciencia cierta, si se trata de fragmentos de un diario personal o de una novela. La pulpa narrativa está constituida, entonces, por esos escritos del protagonista, realizados en primera persona. La estructura operística que señalábamos es la que habilita, en este marco general, el énfasis de ciertas voces, de ciertas “arias” que engarzadas a esa melodía o hilo narrativo al que hacíamos referencia, van constituyendo los mosaicos del friso mayor de la novela.

IV Como el propio autor lo advierte, el lector se encuentra en la novela con personajes que en realidad existieron y otros que son puros hijos de la creación, más aún, no todo lo que hacen o dicen los primeros es auténtico y queda en el velo del pasado la veracidad de los dichos y acusaciones que sobre ellos pesaron. A esto agreguemos la vaguedad en el manejo de los tiempos y las secuencias históricas. “Aquí todo se mezcla, como en el recuerdo. O el laberinto Fernández Tablas”, concluye Ferreira. Este deliberado “desorden” responde a una arquitectura muy bien pensada, que sabe sortear los escollos que inevitablemente acarrea una propuesta novelística de esta naturaleza: la esquematización de los personajes en función de sus ideas, de sus acciones o de sus palabras, privándolos de su necesaria carnadura, por ejemplo,

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o la transformación de la novela en un –entretenido– manual de Historia. Es así que Don Servando –el espiritualista a outrance, el idealista, el combatiente– debe luchar contra su carne lacerada y por ella se ve limitado, y, pese a la seguridad de sus convicciones, abre espacios a la confidencia y a la duda, sobre actitudes del pasado respecto a su hijo. O que Escayola da una versión de sí mismo muy alejada de la que esperaba Gabriel (y el propio lector), tanto que hace trastabillar el andamiaje interior, de quien había querido matarlo. El ingeniero L´Olivier, en cuanto a sus hechos, nos deja en un mar de dudas, que quizá nunca tengan una respuesta única. Don Cándido –el mentor positivista– incurre en conductas contradictorias muy alejadas de su aparente asepsia científica. Y así casi todos los pobladores de esta Opera fugitiva.

V Pese a los aspectos siniestros que por momentos adquiere la narración –el asesinato de los Rollano y sus causas, la epidemia de difteria, hasta el pleito de Blanes con su hijo Nicolás, si se quiere–, el entorno general no deja de tener su encanto: la aparición de la fiebre del oro en Cuñapirú, los detalles costumbristas sobre reuniones sociales y festejos de Carnaval en la época, las expectativas que abría la caída de Santos y los progresos –como el ferrocarril– con que se soñaba, la darwinista búsqueda de la mónera, suerte de plasma primigenio, origen de toda forma de vida, anterior y más exigente aun que la del “eslabón perdido”. El género escogido, la novela, permite a Ferreira despliegues mayores que los que autorizaba la imprescindible economía verbal de Lámparas de fuego. Sin embargo, en ningún momento abusa de esta prerrogativa e inclusive –en un rasgo estilístico que le es peculiar– hay momentos en que condensa hechos, conceptos, metáforas, pensamientos, sentimientos y símbolos en cadenas de oraciones de una sola palabra, despertando en el lector una variedad indefinible de sensaciones y, aun más, verdaderas provocaciones a su sensibilidad y a su intelecto.

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VI Lugar común es señalar en una novela “historicista” la vigencia “actual” de los temas planteados o allí discutidos, y es un lugar común difícil de evadir: nos vienen a la mente las dudas de Gabriel sobre la validez de la construcción del teatro de Escayola, la recíproca desconfianza a portar una enfermedad contagiosa y mortal, los abusos de autoridad y la salida de una dictadura que no es tan lejana como a veces creemos. Sin embargo, bastaría releer a Homero o Dante para darnos cuenta de que hay temas “eternos” en el ser humano. Y además el tema del poder que, como decía Espínola en “Rodríguez”, también es lindo. Atacar la realidad desde la perspectiva histórica –fenómeno legítimo y propio en los períodos dictatoriales, como lo hizo el Canto Popular– no constituye el entorno ni la intención del novelista, en este caso. Cabría preguntarse si –consciente o inconscientemente– no hay en el trasfondo de esta historia sobre la construcción de la Patria (y no son casualidad las referencias a Zorrilla de San Martín y Acevedo Díaz –a los que Ángel Rama en su prólogo a El combate de la tapera señalaba como las vertientes intelectuales de su consolidación– y Blanes –“el pintor de la patria”, la incitación a una reformulación del sentimiento nacional frente al fenómeno integracionista y/o a la “aldea global” tan en boga como fenómenos contemporáneos.

VIII La construcción de la Patria, planteada como meta por Gabriel Reyes, su unificación a través de una pintura que incluyera a espiritualistas y positivistas, a blancos y colorados, a asesinos y asesinados, llevada a cabo por un “francés”, además, suena como a delirio y condice bastante con la personalidad del protagonista. Sin embargo, Uruguay así se acrisoló. No puedo cerrar estas líneas sin tres puntualizaciones: 1. De circunstancia: el estudio de los personajes en esta introducción hubiese dado la clave de la novela, sustrayendo

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interés e intriga a su lectura y habría, quizá, predispuesto al lector a esquematizarlos. 2. De análisis: corresponde al lector observar cómo los símbolos y las cosas cambian de esencia en relación a las diferentes secuencias del relato. (Como la Zarza Ardiente que al principio es Dios, luego se transforma en pasión y luego… O esa ópera que acompaña las ensoñaciones de Gabriel, con Thérese primero, con los Rollano después y Beatriz más tarde, haciéndose a veces luminosa, a veces sombría, cambiando su música hasta fugarse finalmente.) 3. De esencia: No solo la construcción nacional es el tema central del relato. Gabriel Reyes va confrontando, vitalmente, su formación cristiana y espiritualista, las ideas positivistas, con la realidad, tanto la de Escayola y su entorno, como la de la vivencia directa de la enfermedad y la marginación. A cada paso encuentra velos, sombras, fraudes (voluntarios o no): en suma, la imperfección del ojo humano para percibir la realidad. La palabra es ambivalente, la pintura más realista, admite lecturas distintas (“Telas dentro de la tela. Engaño dentro del engaño”). El espejo miente, le retacea a Gabriel su verdad más íntima. Es esta, quizá, la clave mayor de esta Opera fugitiva. La más filosófica y la más profunda. La que nos hace dudar de nuestras percepciones. Esta novela, frente a la aparente tersura de su desarrollo, puede sumergirlo en aguas tan profundas como las de la laguna de las Lavanderas. Vale la pena asumir el desafío. Isabelino A. Villa

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Si se busca la verosimilitud de los personajes de la narración, se podrá confirmar la existencia de varios de ellos, como el Coronel Escayola, el pintor Blanes, los profesores Jurkowsky y Arechavaleta, pero estos coexisten con otros, como el autor, Beatriz, Don Servando y Don Cándido, de los que no se podrá encontrar el menor rastro, ni escrito ni en boca de las personas más viejas de la ciudad. Algunos sucesos narrados son reales, otros han sido rumores de los que es difícil que sepamos alguna vez si realmente han ocurrido o si se trata de pura invención. Lo anterior hace pensar que aquí todo se mezcla, como en el recuerdo. O el laberinto de Fernández Tablas. Tacuarembó, 1994



En una lujosa fiesta de bodas, rompí una copa de cristal antiguo. Al día siguiente, con intención de reponerla, busqué una similar, primero en los bazares de la calle Sarandí, luego en diferentes comercios de compra-venta. No encontré la copa, pero en uno de esos comercios, cercano a la iglesia del Cordón y que había pertenecido a un tal Fernández Tablas, en una habitación despintada, de vidrios rotos y tan repleta de objetos que casi no se podía entrar, vi el cofre de bronce oscuro. Era inconfundible. Lo había visto por primera vez hacía tiempo, cuando ejercía la medicina en San Fructuoso. Siempre me atrajo su extraña forma de templo griego, con relieves de columnas y capiteles corintios que, en caras y aristas, simulaban sostener una tapa, en cuyo centro rugía la figura de un león, rodeada en su pequeño pedestal por una guirnalda de laurel. Cuando entré al comercio, el dueño me dijo que buscara la copa por mí mismo. Al no encontrar ni siquiera un pasadizo, miraba para todos lados, sin saber por dónde empezar. Al fin me abrí paso retirando un cajón en el que se mezclaban flechas y boleadoras, relojes rotos y paquetes polvorientos con cartas de amor. Tuve que apartar un armario sin puerta, varios recados viejos y un montón de libros manchados. Tropecé con los pedazos de un teodolito, me enredé en unas riendas de cuero y casi me golpeé la cabeza con un poste que sostenía una viga de la que colgaban divisas de los partidos Blanco y Colorado, pálidos cristos de yeso, ollas destartaladas y raídas telas de seda y encaje. En el momento en que parecía avanzar, una cocina, con arañas de cristal arriba, me cerró el paso, obligándome a ir por otro sitio donde alambres arrollados en ovillo y una máquina con muchas poleas me impedían transitar. Era una especie de laberinto sin término. Al apartar una cosa, siempre aparecía otra detrás; infinidad de objetos

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que no dejaban ver el techo ni las paredes, amontonados sin orden ni concierto, entre polillas y bostas de ratón. El cofre apareció detrás de un retrato de Napoleón III, junto a un microscopio sin lentes y una tina de baño. Intenté abrirlo, pero estaba trancado. Lo levanté y al moverlo, sentí que tenía algo en su interior, lo que aumentó mi curiosidad. Le pedí al dueño que me diera la llave. Me contestó que hace mucho se había perdido, asegurándome que al abrirlo solo encontró unos viejos manuscritos. No guardaba dinero, alhajas, ni títulos de propiedades. En aquella habitación oscura, húmeda, con olor a rancio, volví a otro tiempo y a la Villa de San Fructuoso. El resplandor de sus calles de grandes arenales, las plazas llenas de cielo, las vueltas del río Tacuarembó rodeadas por el verdor del monte, pero sobre todo Don Carlos Escayola, el Jefe Político y su sobrina Beatriz. El país salía de la dictadura de Máximo Santos, bajo el mando de otro militar de nombre tan superlativo como el anterior, el también Máximo, Tajes. En esa época no había lugar para los mínimos, todo era grandilocuente, enorme. Tiempo de águilas y bronces, cristales y laureles, máquinas y clarines, voces engoladas y pasiones de volcán. Compré el cofre. Hice saltar las bisagras con un hierro. Como los cuerpos abiertos en las clases de anatomía, me mostró su interior: las membranas de terciopelo gastado, las vísceras de papel. Pero, llamativamente, las entrañas no pertenecían a Don Servando Reyes, dueño del cuerpo, ni a su esposa, Doña Carolina, sino que los papeles mostraban la inconfundible escritura de quien fuera mi amigo: Gabriel Reyes. Su escritura, muy prolija, de difícil lectura por lo abigarrada, me hizo recordar su aspecto físico, piel cobriza, gestos amplios y caminar erguido. Cara de niño con barba bien recortada, ropa impecable de colores claros, siempre oliendo a jabón y perfume. Los fragmentos parecen anotaciones de un diario personal o una novela. Se nota que algunos fueron escritos en la inmediatez del episodio vivido, otros, después de mucho tiempo, y varios, mezclan en forma inseparable el desconcierto de la primera impresión con datos que, por lo precisos, se percibe son agregados posteriores, tomados de apuntes o documentos que la memoria no habría podido retener.

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A medida que los voy leyendo, los paso en limpio; ante lagunas o desorden en lo narrado, intervengo; agrego lo que falta y a veces incluso, no pudiendo contenerme corrijo lo ya escrito; les he dado a los papeles un orden posible, aunque desconozco si es el único y el correcto. Quiero hacerlo desde el estilo y la perspectiva del propio Gabriel Reyes, pese a comprender que a la vez estoy reconstruyendo mi propia interpretación de lo sucedido. Por eso, a pesar de que Gabriel es quien cuenta la historia, si alguien leyera estos papeles, en algunos fragmentos le sería muy difícil distinguir de quién es la voz: ¿la suya, o la mía escondida detrás? Estos papeles no irán a dormir dentro de un cofre, para que otros puedan leerlos. Apenas haya terminado irán al fuego y esa época será comida por las llamas. Los secretos no deben sobrevivir a las personas que los han generado.

I Violines y violoncelos frasean una dulce y por momentos, dramática melodía. El resto de la orquesta, oboes, fagots y el timbalero, esperan en silencio. Es el principio de la música: un preludio sin sonidos oscuros, ni acordes de sobresalto. Pura armonía en un fluir que parece no tener fin. Delante se alza el telón púrpura y oro que cierra la escena como un velo. La acción de la ópera está por comenzar. En la platea y en los palcos, sentados en asientos de terciopelo rojo, entre columnas doradas, están los embajadores, generales y políticos, acompañados por sus damas. Bajo la resplandeciente luz de los candelabros de Murano, la mirada se fija en el telón cerrado. Junto a mí, Thérèse escucha con la cabeza reclinada, la blanca mano sobre la falda. Miro en la quietud la curva suave de los párpados, la línea perfecta de los labios. Esplendor de belleza y juventud. Pura luz. Claridad. Amor de contemplación. Más allá, solo un roce de brocado y levita, apenas el ir y venir del aliento. El telón comienza a abrirse... Aquí en San Fructuoso, hay otro telón: una cortina con tizne y arrugas cubre la ventana que me separa de la calle.

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En este aburrido mediodía que parece no terminar, ignoro cuál es el escenario, si lo que veo afuera, un tropero arreando ganado con un perro flaco, una vieja desdentada que pasa llevando un canasto con verduras o si el verdadero escenario es mi cara, reflejada en el vidrio sucio donde zumban las moscas. Pese a todo, la música de Verdi sigue fluyendo sin que nada la detenga.

II Una tarde Don Servando entró en la casa de Montevideo con más ruido y apuro que siempre. No solo dio un portazo como era habitual, sino que, caminando, golpeaba con su bastón las patas de los muebles de la sala. Doña Carolina y yo, asustados, corrimos a su encuentro. – ¡Nos vamos a San Fructuoso! –dijo con excitación. Nos mudamos en tres días. ¡Llegó la hora en que se haga justicia! Sin detenerse fue hasta su bufete de abogado, donde comenzó a sacar de la biblioteca periódicos, papeles y libros, para colocarlos dentro de un baúl. Doña Carolina, asombrada, lo seguía sin hablar. –¿A San Fructuoso? –preguntó con un gesto que no podía ocultar el desagrado. ¿Cómo voy a llevar las dos pajareras grandes que compré ayer? Su esposo, sin contestar, continuó arreglando las cosas. A mí, que siempre acompañaba al matrimonio a la casa de San Fructuoso, cuando vendían el ganado en los campos de Lambaré, no me hizo ninguna gracia irme por mucho tiempo a esa villa, con unas pocas casas rodeadas de ranchos, abandonando a Thérèse y el círculo de juventud montevideana que frecuentaba los últimos meses y con el que, los domingos, hablaba de óperas o viajes transatlánticos, paseando bajo las glorietas del Prado o sentado mirando el mar, en la playa de los Pocitos. Pensé enfrentarlo, decirle que no lo acompañaría. No pude. En esa época, Don Servando aún era todo para mí. Me había formado a su imagen y semejanza. Gracias a él, tenía el privilegio de vivir en un ambiente culto y escogido, con la conciencia de que debía educarme sin descanso para apreciarlo. Actuaba como un maestro y

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mientras su hijo se iba a las timbas del café o las carreras de caballos, yo era oídos y deslumbramiento. Me enseñó a reconocer la belleza de una réplica en bronce de Houdon, lo fino de un mueble con incrustaciones de ónix, la calidad de un traje bien cortado, el sentimiento de una rima de Bécquer o un verso de Espronceda. Mediante relatos de la antigüedad greco-romana, en su escritorio con olor a papeles y tabaco, Don Servando fue modelando desde pequeño mi manera de sentir y conocer. Sus palabras iban construyendo el mundo y sus límites. Una noche, leyendo Las metamorfosis de Ovidio, me hizo sentir Faetón y pedirle al Dios Apolo, como prueba de paternidad, el gobernar por un día el universo, conduciendo los caballos del sol con crines de fuego. Aún hoy, siento la audacia en sus riendas flojas, el miedo cuando se ponen tirantes y el terror cuando mis manos las pierden; los caballos desbocados enloquecen y, en una desenfrenada carrera, incendian las grandes llanuras, los árboles, las montañas, los ríos y los mares. Otra tarde, en el corazón del bosque, atravesando un espeso follaje, con los ojos muy abiertos, siendo todavía un niño, descubrí tembloroso, por primera vez en la blancura de Diana, tomando un oculto baño con sus ninfas, el desnudo cuerpo femenino. Blancura de palabras, que no he podido olvidar. Aprendí que no solo los actos y las cosas tenían valor. Como en el caso de las piezas de adorno, las frases estaban construidas en madera, barro, bronce o porcelana. Algunas palabras valían más que otras. Don Servando siempre me estaba corrigiendo, obligándome a buscar la mejor expresión. Las palabras son como monedas que se cambian, me decía, no uses vintenes para hablar. Eusebia, la cocinera, lo recriminaba, diciéndole que me iba a dejar tartamudo. No agarrar, sino tomar; no chancho, sino puerco; no pelo, sino cabello; no barriga, sino vientre; Pero esas palabras más prestigiosas, a las que me acostumbraba a usar Don Servando, apenas salía a la calle o el campo, en el almacén o la esquila, se contaminaban con las otras que querían decir lo mismo, pero eran más fáciles, comunes y vivas; pura pulpa sin cáscara. Desde chico he sometido mi lenguaje a una

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permanente depuración, como si debiera pasar por un alambique, que me suministra, al final, frases que temo sean pura cáscara. Actualmente, después que han pasado tantas cosas, recuerdo a Don Servando como un viejo gordo, de barba blanco-amarillenta, que tiene cerca de setenta años y que, en los últimos meses, cada vez ve menos, camina con más dificultad, y adelgaza semana a semana, mientras su piel adquiere una palidez enfermiza y comienza a sobrarle en pliegues visibles de la cara y los brazos. Le han encontrado una diabetes; con ánimo bonachón bromea, diciendo que de continuar así, pronto podrá usar el traje de casamiento que vistió a los veinte años. Me confesó que sentía como una ironía, el hecho de que él, que siempre miró hacia arriba buscando lo más elevado, en lugar de terminar con falta de aire, iría perdiendo la vida por una enfermedad que disuelve los miembros y la carne en orina, de tal modo que poco a poco su cuerpo iba a terminar en un pozo de barro. El Doctor Cándido, aunque lo trataba, no le tenía ningún aprecio. Sucedía que, apenas llegado a San Fructuoso como médico recién salido de la Facultad, Don Servando disfrutaba haciéndolo hablar de plexos neuronales, reacciones químicas y los descubrimientos del darwinismo, para luego enfrentarlo frente a los demás, descartando sus ideas con la benevolencia que se tiene frente a un niño, al que se debe aconsejar. El abogado utilizaba argumentos derivados del alma, inmaterial y eterna, de los principios morales absolutos y de la Teodicea: la marcha omnipotente del creador en el universo. Aquello se presentaba como un combate desigual, por un lado el resplandor de la Vía Láctea y por otro la anatomía del mono. Especie de torneo repetido en el que el abogado, ridiculizando argumentos, ganaba al auditorio, haciéndolo reír del joven que, enfurecido, perdía el control, desembocando en argumentos balbuceados, incongruentes y discutidos al final solo a instinto y pasión. Según el médico, Don Servando montaba un escenario para colocarse en el centro de la polémica, construyendo una red de premisas y conclusiones lógicas, con la que rodeaba al interlocutor sin dejarlo intervenir. Aparentaba saber de todo y siempre más que el otro, por lo que terminaba con la última palabra, pero si alguien hubiera profundizado en ese conocimiento hubiera encontrado la copia de

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un rotoso manual, el Cours de Philosophie de Eugenio Gerusez que, de tan pasado de moda, nadie leía. Aseguraba que esas discusiones eran un pretexto de lucimiento personal, en el que con múltiples citas de diferentes autores, de Platón a Cousin, buscaba resaltar su erudición; con nombrar amigos influyentes como el profesor Plácido Ellauri, Francisco Lavandeira o Carlos María Ramírez, sus vínculos; y con las reiteradas referencias a su lucha contra las dictaduras de los coroneles Latorre y Santos, su valentía.

III “Seguidme juntos, a escuchar las notas de una elegía, que en la patria nuestra el bosque entona cuando queda solo y todo duerme entre sus ramas quietas”

Dejo el libro sobre la mesa. Me ha cautivado. Van dos veces que lo leo. No sé que es lo que más me atrae, si los personajes, la música de las palabras o esa melancolía, que es la misma que siento en esta habitación del fondo de la casa de San Fructuoso, cerca de la cocina, el lavadero y el galpón. Como estamos en una esquina, por suerte tengo una ventana, que aunque no da a la calle principal, da a la calle. El altillo que tenía en Montevideo, pese a ser más pequeño e incómodo, me permitía ver el mar y los barcos que se perdían en el horizonte. Por eso, en la pared, cubriendo una grieta, coloqué el dibujo de un vapor. Ahí otros colocan los ovalados retratos de los padres. Yo no los he conocido. Doña Carolina siempre me habla de ellos, especialmente de mi madre. Soy hijo de unos comerciantes franceses que murieron atravesando el Atlántico en un barco asolado por la epidemia. Cuando me adoptaron, me dieron otro nombre, el de Gabriel Reyes, diferente al mío, al propio, al que traje cuando nací y que ignoro: Jean, Jacques, Théophile, Victor, Michel. Aunque no conocí a mi madre y de ella guardo solo una cinta azul descolorida y un alfiletero raído, Doña Carolina la describe blanca y hermosa.

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Para Doña Carolina he sido como un hijo; después de la muerte del suyo en la Revolución del Quebracho, me regaló varias cosas que le pertenecieron, libros, trajes e, incluso, su reloj. Don Servando aceptó que me diera todo menos el reloj. Los oí discutir por eso una tarde en que me creían ausente y, pese a que Don Servando le prohibió tocarlo, al otro día lo encontré bajo la almohada. Ha sido muy buena conmigo, me enseñó música y el gusto de las óperas. Tendría yo cinco o seis años cuando, las noches en que sentía miedo de estar solo, iba hasta mi cuarto, que quedaba en el fondo con el de los sirvientes, y sentándose en la cama, mientras me acariciaba, me leía historias de la Biblia. De esa manera fue haciendo surgir ante mí una presencia todopoderosa e invisible, hecha de furia y bondad, que por suerte estaba de nuestro lado. Protegido en el arca de Noé vi a los pecadores treparse en rocas, árboles y casas, sin conseguir escapar a las aguas del diluvio que los ahogaba. Estuve junto a Lázaro cuando se levantó de la tumba y probé en el desierto los panes y los peces multiplicados por milagro. Un invierno muy frío no podía dormir, porque se me había roto el juguete preferido, un caballo de madera. Doña Carolina me contó entonces, cómo en el monte donde Moisés apacentaba las ovejas se le apareció Dios como una zarza ardiendo, sin que las llamas la consumieran, indicándole el camino a una tierra sin dolor. Yo no sabía bien qué era una zarza, por lo que me imaginé a Dios como un enorme espinillo de fuego. Dios de resplandor y fuerza, distinto del que me hablaba Don Servando, que parecía una figura trazada a escuadra y compás. Después que cerraba los ojos, Doña Carolina me arreglaba las sábanas y frazadas. Era en ese momento, al inclinarse, que le veía muy de cerca aquella quemadura en la mitad de la frente y por eso, antes de dormirme, aunque esperaba ansioso el placer de las caricias, sentía también el miedo a la cicatriz, que muchas veces en el sueño se transformaba en terror de pesadilla. Piel seca y dura por el fuego. Olor a carne y hueso quemado. Muertos flotando en el océano. Clavos, ninfas, sangre, águilas, grifos, banderas y el incendio de un espinillo ardiendo como un gigantesco candelabro.

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Quiero dormirme y no puedo. Quiero ver barcos navegando. “Garzas enormes flotando entre la niebla”. Poco a poco me siento sostenido por el recuerdo de un abrazo. “Duerme, hijo mío, mira, entre las ramas está dormido el viento; el tigre en el flotante camalote y en el nido los pájaros pequeños.”

IV Don Servando cumplió con el propósito de editar en San Fructuoso La Voz del Norte, un periódico opositor al Jefe Político del departamento. Han tratado de impedirlo desde nuestra llegada, apedreando los vidrios de la casa, estropeando el papel que trae la diligencia y amenazando a los pocos comerciantes que sin miedo pagan avisos. Hemos seguido adelante. Instalamos la administración e imprenta en una casa nueva, a medio construir, al final de la calle 25 de Mayo, frente a un galpón con olor a cueros y cerca del río Tacuarembó. Ese local se ha ido constituyendo en el centro obligado de reunión de quienes, luego de enfrentar al dictador Santos, forzado a renunciar en noviembre de 1886, quieren que se destituya a los jefes políticos, como el Coronel Escayola de Tacuarembó, que designados por el dictador, continúan todavía todopoderosos en sus cargos. El grupo opositor está formado, entre otros, por el constructor Jacinto Rodríguez, el escribano Julián Domínguez y Don Fernando Gómez, dueño de la estancia “Los ceibos” y de la mina “Santa Cecilia”, en Cuñapirú. El Juez Loriente y el párroco Santiago Bermúdez hacen saber su opinión a través de terceros, dado que por sus cargos no pueden comprometerse en esas reuniones. La mayoría es del Partido Blanco Nacional, aunque hay constitucionalistas y algún colorado desconforme. Con Don Servando entramos a la imprenta muy temprano, cuando empieza a clarear. Es la hora en que podemos trabajar más tranquilos y sin interrupciones. Él se sienta de espaldas a la ventana y escribe de un tirón, principalmente sobre política, pero también sobre fiestas, zarzuelas y viajes.

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Mientras tanto, yo ordeno la correspondencia y los últimos números de revistas, diarios y periódicos, en especial La España, El Siglo y La Razón. Selecciono los artículos que se puedan reproducir; hoy tengo en la mano dos interesantes, uno sobre cómo el naturalista Doufour logró domesticar una tarántula de Puglia y otro sobre “una joven de la pequeña aldea de Trelles, en Francia, que duerme desde hace tres años, sin que el tiempo pase sobre ella, y que está siendo objeto de un atento examen por parte de un Comité de Especialistas”. A partir de las cuatro de la tarde, la imprenta se empieza a llenar con los amigos de Don Servando. Unos toman café, otros mate, mientras cuentan chismes o noticias y discuten de política, a veces a los gritos, a veces riéndose a carcajadas. Don Servando pone siempre en consideración el editorial, que es leído de pie y declamado. Por lo general, cuando aún no terminó, ya empiezan los aplausos, más fuertes cuanto más dura es la crítica al Jefe Político. Esta última semana me ha hecho ordenar datos para una serie de artículos, sobre lo que dice será el golpe final que voltee a Don Carlos Escayola: el crimen de los Rollano.

V 15 de setiembre de 1886. Mediodía ventoso: los hermanos Pedro y Luciano Rollano arrean ganado en un campo de la 5ª Sección. De pronto, escuchan a la distancia el grito de los teros; tres hombres vienen cabalgando al galope en el descampado. Pueden reconocerlos: el Comisario Machado y los guardiaciviles Juan Saldía y Eusebio Álvarez. Ladran los perros. Los hermanos se bajan de los tordillos para esperarlos. Después de cruzar una cañada, los tres hombres se detienen frente a ellos. El Comisario desmonta y les dice que trae una orden de detención por robo. Luciano, el hermano mayor, que usa un sombrero viejo, contesta que ellos no son ladrones, que si tienen que ir a declarar irán sin que los obliguen. El Comisario se adelanta y lo empuja. Luciano resbala y cae. Pedro se va a arrimar, pero dos Remington le apuntan al medio de los ojos. Se queda quieto.

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