Caperucita Coja - Lo que me contaron los gatos del Camino (Rubén Bravo Prados)

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En

el Camino, cuando se pone a llover, la lluvia se toma muy en serio su trabajo y usa toda su artillería sin descanso, haciendo que los peregrinos y peregrinas y hasta algunos animales tengan que buscarse la vida para mantener sus patas y bigotes lo más secos posibles con todo tipo de artilugios impermeables: chubasqueros, ponchos, fundas de plástico, gorros, paraguas, bolsas del súper, hojas de castaño o cualquier invento que les dé la imaginación. A veces, y si se dispone de tiempo, la mejor opción quizá sea quedarse un día entero bajo techo seguro en alguna posada o albergue esperando a que el agua cierre el grifo. Quisiera matizar que la gatita de pelo negro y grandes y preciosos ojos verdes de esta historia no se llamaba Caperucita como clama su título, pero la he querido titular así porque Bela, que era su verdadero nombre, siempre llevaba puesto un poncho, no de color rojo, sino gris, que la protegía de la lluvia y el viento, que le daba el aspecto tan gracioso y parecido a la niña del cuento; me atrevería a decir que incluso al de un hobbit, debido a que era bastante pequeñita y risueña. En este cuento no había lobos, ni feroces ni mansitos, ni un leñador maníaco y, ni mucho menos, una señora octogenaria apalancada en su cama viendo la telenovela a la cual llevarle una merendola sobresaturada de azúcares, grasas hidrogenadas y aceite de palma. Lo que sí tenía la gatita de nuestra historia era un pomelo en el tobillo de una de sus patitas. Sí, has leído bien: un pomelo. Bueno, no hablo de un pomelo en el sentido literal de la palabra, sino que de tanto andar tenía la patita tan hinchada que parecía tener uno de esos cítricos en cuanto a tamaño. Creo que es importante dejar constancia de la comparación de su escala para añadir que ella estaba haciendo uno de los Caminos a Santiago con una hinchazón de esas proporciones para que así podáis comprender lo complicado que se le estaba haciendo el asunto a la pobre gatita, y encima lloviendo sin tregua. — ¿Para qué te vas? — le decía su padre —. ¡Pudiendo quedarte en casa tranquila y calentita ronroneando y no pasando frío y cansancio! — ¡No te vayas! ¡A ver si te vas a caer por algún barranco y te vas a hacer daño! — dijo su madre desconsolada —. ¿Me vas a dejar aquí sola? — ¡Pf! No vas a durar ni un día… aquello es muy duro y tú eres enclenque y torpe — se burlaba su hermano. — ¡Qué valor hacer algo tan peligroso! — le decía su mejor amiga. — Yo iría, pero ya sabes…El trabajo, las obligaciones y esas cosas no me dejan ni planteármelo. Me tomo muy en serio la vida y no puedo andar tomando decisiones así sin pensar e irme sin dejar todo bien atado.


Estos y más comentarios fueron la cantinela con la que Bela tuvo que lidiar durante toda la preparación de su viaje, y aunque ella estaba totalmente decidida y rebosante de ilusión, alguna partícula de miedo se coló por la ranura de su corazoncito. Desde entonces, y de manera extraña, empezó a notar un bultito palpitando en su tobillo incluso días antes de que tomara rumbo hacia el Camino. Sin embargo ella no cambió en ningún momento de idea y no hizo caso de esa molestia. Era una aventura que deseaba de todo corazón hacer y nada la iba a frenar. La verdad es que el inicio de su viaje no fue muy alentador. El día que llegó al punto de partida de su camino, nada más bajarse del autobús, la recibió una cortina de espesa lluvia acompañada de algún que otro relámpago que convirtió la distancia entre la parada y el albergue más cercano en una odisea transoceánica, llegando a éste empapada y chorreando. Pensó que ya dejaría de llover en algún momento y decidió emprender su viaje a la mañana siguiente; así tendría excusa para usar el poncho nuevo que se había comprado para la ocasión. Los días que le siguieron tampoco fueron nada fáciles. Los contrastes bruscos del tiempo y las dificultades del terreno, con sus bajadas, subidas, barro, tierra, piedras y demás adversidades durante las largas horas empezaron a hacerse notar en su cuerpecito. Cada kilómetro se le hacía más pesado. Al principio se sentía fuerte y motivada, pero a medida que avanzaba se iba cansando hasta que el dolor en sus patitas se hizo insoportable. De hecho, la incomodidad de su tobillo se había convertido en un bulto considerable, del tamaño del cual ya os he hablado al principio de este cuento. Aún así, y cojeando, jamás perdía el ánimo y disfrutaba de cada paisaje y las experiencias que se le presentaban. No por nada en más de un albergue algunos hospitaleros la llamaban “Todoterreno”, por el aguante que mostraba pese a ese dolor tan evidente. Hubo un día que ya no pudo más y se paró a descansar, empezando a sentirse un tanto extraña. Su patita le palpitaba más fuerte que nunca y necesitaba recuperarse antes de que anocheciera. Sentada y ensimismada al pie de un árbol empezó a divagar entre pensamientos... — ¿Tendrá razón mi hermano que esto no es para mí? — se preguntaba Bela, como si un largo nubarrón oscuro se hubiera posado sobre su cabeza —. ¿Debería coger en el siguiente pueblo el autobús para volver a casa? Si sigo, seguro que me haré daño… Creo que lo mejor es que vuelva a mi sofá, mi mantita y ver llover desde el otro lado de la ventana mientras escucho música a salvo. — ¡Claro que sí! ¡Ya era hora de que te dieras cuenta tú misma! — dijo una voz que provenía de abajo —. ¡Vaya, vaya…! Has tardado más de lo que pensaba en pensar un poquito; pero me alegro de que por fin hayas tomado la sabia decisión de largarte.


Bela dirigió su mirada hacia el lugar de dónde provenía esa voz y no creía lo que veía: la hinchazón de su patita tenía boca y ¡le estaba hablando! Se frotó los ojos para asegurarse de que no se le había metido ningún bicho y volvió a probar el agua de su cantimplora para saber si tenía algún sabor raro que le diese indicios de que aquello era una alucinación fruto de su estado. — ¿A qué esperas para irnos? — reprochó el bulto —. Como camines mucho más, te van a salir otros como yo en las otras patas y entonces sí que tendremos un problemón ¡Yo sólo te aviso! Aunque ya estabas avisada por todos y tú sin hacer caso a nadie… ¡Te está bien merecido por meterte en locuras como esta! — Pero, ¿de dónde has salido tú? — consiguió articular Bela, totalmente confusa—. ¿Quién eres y qué haces pegada a mi pie? — ¡Pero si llevo un montón de días contigo! — dijo la hinchazón enfadada —. ¡Hay que ver, mira que eres maleducada! Me has estado ignorando durante todo este tiempo ¡y yo tratando de salvarte! — Vamos, no te enfades — dijo Bela, tratando de calmarle —. Estaba muy atareada disfrutando del Camino y no podía pararme a ver si mi tobillo trataba de tener una conversación conmigo. Así que si vas a ser mi compañero de viaje tendremos que llevarnos bien ¿No? Para empezar… ¿Cómo te llamas? — ¿Compañeros de viaje? — se sobresaltó el bulto —. ¿No estarás pensando en continuar, verdad? No voy a dejar que continúes, es más… ¡Te lo prohíbo! ¡Como me llamo Timothy McGrumpy Redondo Da Tornozelos! — No puedes prohibírmelo, mi pie es mío y tu no mandas sobre él. — dijo Bela, retomando el camino. Nuestra valiente gatita siguió hasta el pueblo más próximo y decidió quedarse a dormir allí para continuar a la mañana siguiente. Esa noche puso un poco de hielo sobre el fastidioso bulto, al que Bela empezó a llamar Timmy debido a que Timothy McGrumpy Redondo Da Tornozelos le parecía un pelín largo. Evidentemente, éste no paró de quejarse diciéndole que todo lo que estaba haciendo estaba mal y que le quitara ese pedrusco helado de la cara; exigiéndole volver a casa de inmediato. Al día siguiente Bela cogió su mochila, se puso su poncho gris y se lanzó alegremente al camino otra vez. — ¡Tú está loca! — refunfuñaba Timmy —. ¡Te vas a hacer daño! Además ¿Has visto cómo está el cielo? ¡Va a caer un chaparrón que te vas a quedar como una fregona! Seguro que después cogerás una gripe de caballo, y eso si no te resbalas por el camino y te caes por algún barranco lleno de zarzas.



Bela, ignorando la latosa charla de su acompañante, sacó sus auriculares y se dispuso a escuchar un poco de música a toda castaña. Escogió entre sus listas de reproducción a su grupo heavy metal preferido y se pasó todo el día tarareando y haciendo solos en el aire con guitarras imaginarias. — Eso, tú ignórame… — dijo Timmy ya resignado por ese día — ¡Ya me darás la razón llorando y vendrás suplicando para que te ayude! Aunque empapada hasta la punta de la cola y con algún que otro pinchazo en la patita, Bela caminaba con una sonrisa inmensa. Durante los días siguientes Timmy trataba a cada paso de disuadirla de casi todo, recordándole lo débil que era y todo lo malo que le podía ocurrir si seguía, diciéndole que se tan sólo se preocupaba y que quería protegerla. A decir verdad, para ser un bulto en un tobillo no le faltaba imaginación para desmoralizar al personal. — ¿No irás subir por ahí? Te vas a resbalar y te caerás. Ni lo intentes — se pasaba todo el día diciendo Timmy —. Uy, uy… ¿No oyes esos truenos? Nos va a caer un rayo. ¿No ves que llueve? Nos vamos a mojar y te vas a resfriar. Vámonos de aquí. Volvamos a casa. No saltes eso. No vas a poder. ¡Qué tonta eres! Te vas a llevar una decepción y luego llorarás. No lo conseguirás. Vas a fracasar. No eres suficientemente buena para eso. Se está haciendo de noche y se nos van a comer los lobos… Estas y muchas cosas más por el estilo eran las que solía decir el chinchoso bulto de manera tediosa y cargante a lo largo del camino. Pero Bela, que ya se estaba comenzando a acostumbrar a su presencia, cada vez se le hacía más fácil ignorarle. De vez en cuando alguna cosa de lo que le decía le molestaba y notaba el dolor en su patita, pero se sentaba a descansar o se ponía hielo — cosa que Timmy odiaba muchísimo — y luego seguía adelante como si nada, feliz y sonriente. Era muy gracioso, a la vez que muy inspirador, verla tan pequeñita con su poncho y su mochila, cojeando ligeramente subiendo montañas, bajando por valles y atravesando los bosques. Se pasaba las jornadas cantando al aire, quién sabe si para evitar oír a Timmy quejarse todo el día o porque estaba tan alegre que quería expresarlo así. Tanía una voz preciosa y no tardó en hacerse muy famosa entre los peregrinos y los animalitos del Camino, que agradecían inmensamente oírla cantar; hasta a los árboles más viejos se les notaba agitar sus ramas y la vacas bailaban en las colinas cuando ella pasaba entonando sus cancioncillas. Así pasaban las etapas, tan llenas de satisfacciones como de obstáculos, y el peso de los días llegó a su límite cuando llegaron al Monte Do Gozo y divisaron a lo lejos las puntas del campanario de la catedral de Santiago. Bela estaba muy feliz de haber llegado hasta allí y se sentía como nunca por haber podido superar lo que jamás habría imaginado. Había cumplido pasito a pasito los pequeños objetivos de cada día y ahora


¡pam! estaba a escasos kilómetros de su gran meta, dejando atrás un recorrido que pocos habían osado recorrer. Pero también se sentía totalmente agotada y, por primera vez en mucho tiempo, dudó de verdad de si sería capaz de conseguirlo. Una vez consciente, empezó a notar el miedo de manera real: el último trecho se le estaba presentando como una imponente cuesta arriba. Le temblaban las patas y notó que su mochila pesaba cada vez más y más, tanto que parecía hundirse en la hierba. — Vale, gatita… — dijo Timmy viendo la situación —. He intentado protegerte de todo lo que creía que podía hacerte daño y aún así me has ignorado. No entiendo muy bien cómo, pero finalmente hasta aquí has llegado y aquí estás, cansada y molida por la fatiga. He de decir que tienes mi respeto; pero eso no quita que seas una insensata. Lo que queda hasta Santiago es todo un largo camino cubierto de asfalto y vas a acabar fatal si sigues un paso más. Si te atreves a seguir, el daño va a ser tan grande que puede ser que necesites un médico urgentemente o que queden secuelas irremediables. Has hecho más de lo que podías y te va a pasar factura; cojamos un taxi hasta Santiago y volvamos a casa. Ahora te lo pido por favor… Es inútil continuar. Bela se quedó pensando un buen rato con la mirada puesta en la meta para la que tanto había estado luchando, ahora tan cerca y tan lejos a la vez. De repente, y como si de un sueño despertara, sonrió y miró a la hinchazón. — ¿Sabes Timmy? — dijo — En el fondo, aunque seas un pesado, un amargado, un aguafiestas que lo ve todo negativo, un faltón y un desmoralizador chantajista, creo que me caes bien. Si no fuera por ti y tus miles de intentos para hacerme renunciar y querer hundirme creo que jamás lo habría conseguido. — ¡Oh! ¡Qué bonito! — contestó irónicamente el bulto, claramente molesto —. ¡Lo que dices no tiene ningún sentido! Creo que ya estás delirando de tanto caminar. Yo siempre he sido partidario de que intentar hacer cualquier cosa fuera de lo seguro es ir hacia el fracaso más rotundo. Luego vienen las desilusiones y… — Claro que tiene sentido, y mucho, al menos para mí — repuso ella, cortando su discurso —. Cada vez que tratabas de hacerme ver que algo no podía hacer, más ganas me daban de hacerlo y lo conseguía; y siempre la recompensa era indescriptible. No me importaba lo que costase ni las veces que tuviera que volverlo a intentar si fallaba, me hacías entender que todo no ha de ser siempre fácil ni se consigue en un solo día. Te doy las gracias, de verdad. — ¿Te estás riendo de mí? ¡Esto tiene guasa! — se sobresaltó Timmy —. ¡Yo no quiero que me des las gracias de nada, ni que te alegres! ¡Todo lo contrario! Por mucho que intentes algo, lo difícil siempre acabará en ruina y sólo harás que se burlen de ti y te des cuenta de lo estúpida que has sido. Lo mejor es quedarse en casa y no


sufrir innecesariamente, porque la vida ya tiene suficientes disgustos como para que vayas tentando a la suerte y liándote en aventuras absurdas como… Para Bela, el kilométrico e insufrible discurso de Timmy quedó cortado ahí; y es que no acabó de llegar a sus orejas porque se puso sus auriculares y, al ritmo de powermetal a todo volumen, se dirigió hacia el último tramo de su viaje; cojita pero alegre y radiante, mientras ignoraba a algo que gesticulaba muy cabreado en su tobillo. Deberíais haber visto la sonrisa que llevaba puesta nuestra gatita aquel día sobre el Monte Do Gozo… ¡y tan gozo! Pese a que nubes espesas lloraban intensamente, fue como si se abriera un claro y el sol asomara la cabeza. ¿Que si llegó a la Plaza del Obradoiro? Claro que sí. Incluso una vez en Santiago decidió ir a Finisterre y después a Muxía, y vaya si llegó. Sana, salva y contenta. Cuando volvió a su casa y a su rutina gatuna de siempre no había nada que le quitase esa sonrisa risueña que se trajo del Camino, que era como la de los niños, como la de los que recuerdan a esa persona tan querida, o como la de los que se acuerdan de aquel sueño tan bonito que tuvieron. ¿Qué qué fue de Timmy, el bulto del tamaño de un pomelo? Pues hay que decir que estuvo bastante tiempo viviendo en la patita de Bela; una hinchazón como un pomelo no se va tan fácilmente y necesita una larga recuperación y muchos mimos. Las semanas posteriores a su viaje siguió dando la brasa a Bela. De vez en cuando, en el trabajo o cuando caminaba por la calle, Timmy se hacía notar y volvía de nuevo con los pinchacitos, empezando a decir cosas de las suyas: — ¡Eh! ¡Pst! Oye, no es por fastidiar, pero yo de ti no haría… — Tú te callas… — respondía Bela amigablemente —. ¡O te pongo un hielo en la boca!


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