Revista Surgente No. 10

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Surgente, Letras Informales Año IV - Número 10 / sep. – dic. 2009 ISSN 1909-6895 Directora: Leidy Joana Díaz Ramos feminasuit600@yahoo.com Editor: Rodolfo Celis Serrano fitocelis@yahoo.com Diseño y Diagramación: Malapata Ilustraciones: Malapata Juan Camilo Melo Gutiérrez (Artesano) artesanomano@hotmail.es Fotografía Flickr Consejo Editorial: Michelle Camila Pérez, Leidy Joana Díaz, Martha Caro y Rodolfo Celis Autores Invitados: Ángela Velandia Cruz, Juan Camilo Ahumada, Javier Fernando Díaz Soto, María Cristina Nieto Alarcón, Francy Milena Castañeda Hernández, Jenny Magaly Pedraza, Ramón Adrián Salinas Franco, Samurai Exasesino, Por:Xino, Rodolfo Celis Serrano, Julián Andrés Montoya, Erika Marcela Díaz Soto, Karen Lucía Bautista y Rodrigo Alape Yara Este tiraje consta de 1.500 ejemplares de libre distribución y se realiza en el marco del proyecto “Usme tiene la palabra”, uno de los 23 proyectos ganadores de la Convocatoria de Proyectos de Servicio Social en Educación Superior 2009 realizada por el Ministerio de Educación Nacional (MEN) y la Asociación Colombiana de Universidades (ASCUN); iniciativa ejecutada por la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Santo Tomás de Aquino (USTA), a través de la Unidad de Proyección Social, y la Corporación Observatorio Local de Derechos Humanos de Usme. Nuestro agradecimiento a todas las personas que hicieron posible este proceso; en especial, a Libia Becerra y Juan José Gómez de la Unidad de Proyección Social por la gestión administrativa, a los profesores Patricia Bryon, Marta Janneth Caro, David Díaz y Nelson García por su dirección académica, a los estudiantes de VI y VIII semestre de Comunicación Social por su apoyo incansable, a los jóvenes partícipes del proceso por su confianza y a la Biblioteca Marichuela por abrirnos las puertas cada sábado. El contenido de esta revista es responsabilidad de sus autores y no corresponde necesariamente con el pensamiento de la revista. Está prohibida la reproducción total o parcial del material publicado sin el permiso expreso de sus autores.

Revista Surgente Calle 77 Sur No. 1D – 08 Este Tel 7646279 – Usme – Bogotá E-mail: revistasurgente@yahoo.es


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Editorial Lo que el viento se llevará

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levar una cometa parece fácil, se diría un juego de niños. Sólo es cuestión de esperar que agosto nos regale sus mejores alisios, armarse de los elementos necesarios y darse a la tarea de hacer con las manos un papalote de colores -siempre queda la oportunidad de comprar en el mercado, pero entonces qué gracia tendría. Después se hace el ejercicio de subir a una elevación del terreno o allá donde el cableado eléctrico deje todavía espacio para las flores y el sol; poner el artefacto con sus alas extendidas en dirección de la brisa y lo demás es magia, combinación de elementos imprevistos que cargan la lúdica de un cierto sentido mítico. De pronto, ese objeto salido de nuestras manos se eleva a los cielos, dialogando con la eternidad se hace pequeño allá arriba y en él van nuestros deseos de volar, de ver el mundo desde las alturas. Si alguien le dijese al pequeño hacedor de pájaros de papel que una cometa vuela por una serie de prinicipios físicos y se diese a la tarea de hacerle comprender toda la dinámica de fluidos y las fuerzas aerodinámicas, por no hablar del teorema de Bernoulli, el efecto de Magnus o la teoría de Zhukovsky; es seguro que aumentaría el caudal científico del infante, pero arruinaría irremediablemente toda la poesía de una cometa que cruza los cielos ante la mirada extasiada de su creador. Es muy seguro que Bernoulli y compañía, por andar en sus ejercicios de disección pagana, nunca se hayan elevado a la primera alegría del barriletero. Desde el inicio me ha parecido que esta revista es una cometa que elevamos cada determinado tiempo, cuando los vientos son propicios; un volantín que se va de nuestras manos a seguir las direcciones cardinales, llega al lector y ahí ya no nos pertenece. Quizá no necesita explicación este esfuerzo sobrehumano de preñar al mundo con nuestras palabras y cosas. Un puro afán de eternidad o simplemente el pequeño éxtasis cotidiano de quien ve, como un dios primitivo, que la luz era buena, porque había en su fulgor una poesía incomprensible para su mente creadora. Así, pues, si esta revista volandera enredase sus hilos en vuestros alambrados, la tarea es desenredarla y, tal vez, después de un tiempo, devolverla a los vientos, que son el mundo al que pertenece. El Editor


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Hace un tiempo, ya más de un año conocimos a la gente de la Universidad Santo Tomás. Bueno, no a toda la gente, pero sí a algunas personas vinvuladas con al Facultad de comunicación social de este claustro educativo. Una reunión en la cafetería de ciencias humanas en la Nacho marca el inicio. Entre el tinto de ocasión y las fórmulas de cortesía empezaba algo, como empieza todo en la vida, con los devaneos propios de las primeras veces. Aquello fue puro azar, pero en ese lapso del segundo semestre tuvimos la visita continua de Daniel y sus tres mosqueteras. Caían los miércoles por la tarde, antes de la reunión formal de la revista y, pronto, su visita dejó de ser una novedad y ahí fuimos haciéndonos amigos. Me caían bien esos estudiantes de la Santoto, tal vez porque había dos costeñas en el equipo y la cultura regional siempre llama. De ese proceso quedó una multimedia, una investigación y un vídeo, el video que nos fuimos armando… el video de la relación Surgente – USTA. Para el primer semestre de este año, volvió Daniel, esta vez con Alejandra y Saray, se hizo un proceso de dar a conocer la revista en colegios; pero como que se palpaba en el aire una necesidad más inmanente, la pulsión de apuntar los pasos en otra dirección, y fue cuando apareció la convocatoria del MEN y ASCUN; los términos siempre son cosa fregada, implican negociar con las partes… y claro, ya venía una relación de cercanía con la profe Patricia Bryon… ah, tiempos aquellos del proceso Tunjuelo y el plan de abastecimiento; pero bueno, la profe casi es de la casa… y entonces, otra vez, la carrera de los optimistas -¿Por qué será que todos los triunfos se cuajan con las mismas lágrimas?- y se cruzan los dedos y se espera hasta el final del final. 152 propuestas de todo el país, 60 descalificados por errores de procedimiento y quedaban noventa en carrera, otra vez ahí, en la jugada, como si fuésemos construyendo la costumbre. Y entonces, Joana llama y estoy en Medellín en un encuentro y ahí estalla la alegría. Aunque siempre es mejor cerciorarse y reconfirmar. Esperar con calma, no nos pase lo de la

gente que se gana la lotería para después descubrir que el billete ganador era chimbo. Así que ahí vamos, de nuevo, se suman otros actores a la propuesta. Vienen los estudiantes de la carrera y me gustan los estudiantes, jardín de nuestra alegría, como dijese Violeta de Chile. Fuimos aprendiendo nuestros nombres con el paso de las sesiones, construyendo amistad, sumándole palabras a ese espacio de diálogo, de encuentro, de sábado temprano y tinto previsto. Y van llegando los jóvenes de Localidad, casi todos con antecedentes de escritura, para bien. Participación diversa, mucha buena vibra, anécdotas, pequeños hallazgos de gente que escribe en tanto descifra el mundo y narra su devenir –dasein dirían los heideggerianos. Y se termina el proceso, más pronto de lo esperado … lo bueno, no dura. Y acabamos haciendo el ejercicio de relatar el territorio creando y recreando el mundo desde la palabra, narrando las diversas formas de habitar la Localidad. Y se fueron sumando los textos, los textículos, las afrentas, la suma de verbos y sustantivos… y cada uno fue llegando con su cargamento de memoria. Los personajes que surgen de los rincones de la periferia: putas, viejitos, líderes, inmigrantes, desterrados, deportados, estudiantes, madres adolescentes, barras bravas, veteranos de otras guerras, niñas que florecen con la lluvia, revueltas, víctimas y victimarios, la vida que pasa volando sobre las casas y los cerros del sur. Rebosaron los tinteros y, otra vez, volvemos a la carga, con una revista que surge de un proceso que fue chévere realizar. No son todos los textos que se produjeron, hay ejercicios que se quedaron en la selección, pero estamos convencidos de haber hecho una edición a la altura de las exigencias de nuestros lectores… Así, pues, entregamos este nuevo número, seguros que hay otro camino, otras posibilidades con la USTA, con la academia, con el saber que surge de las aulas… convencidos que nos seguiremos encontrando para desafiar otros vientos y que Surgente germina en los lápices afilados de esos autores a través de los cuales Usme tiene la palabra.

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De Usme, la Picota y otras palabras Viajar a Usme todavテュa constituye una aventura para los sentidos, en tanto el explorador novato 窶田aso de nuestra cronista invitada- se ve condenado a embarcarse en rutas que atraviesan la ciudad para desembocar en un territorio donde es muy fテ。cil extraviar el corazテウn.


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Por: Ángela Velandia Cruz avelandiacruz@yahoo.es

orfeo no me suelta, una sonrisa sarcástica se dibuja en su rostro, cierro los ojos bajo las cobijas y pienso que, tal vez, lo que le produce risa es que por su culpa se me ha hecho tarde otra vez. Es ridículo, aunque he ido más de ocho veces a Usme y hoy se acaba el proceso, no logro acostumbrarme. Me aterra tener que salir de la casa, pienso en el frío que pone al descubierto los vasitos reventados de los cachetes, en el viaje en Trasmilenio, en la maldición del saco y en la gente peleando y empujando en la estación para entrar en el embutido humano, y me dan ganas de quedarme. Tendría que haber salido de la casa hace media hora para llegar en punto, pero mejor me relajo, supongo que desayunar no marcará la diferencia; Ángela debe estar igual, no tiene sentido salir a la estación del alimentador todavía, tengo que esperarla de todas formas. -Mami ¿has visto mi saco de lana? -Está sobre la lavadora. Hágale rápido que no va a llegar nunca. Me voy a arriesgar, ese saco tiene algo raro, una conexión con el clima, una maldición. Si me lo pongo hace un calor infernal, un sol radiante, pero si no lo llevo puesto es fijo, el movimiento del maxilar se vuelve incontrolable y tirito todo el tiempo. ¿Qué no voy a llegar nunca?, a veces pienso que mi mamá tiene momentos de locura, me pudo decir eso cualquier sábado, pero se le ocurre precisamente hoy, ni de chiste me perdería el final. Lavo mi cerebro mientras giro la llave -Ahora da un paso, no importa el frío, da un paso y luego da otro, cierra los ojos y lánzate al pavimento-. Mi hermana dice que todo está en la mente, pero miente, ¡Maldito frío!, lo detesto tanto, me recuerda que vivo y que soy capaz de sentir todavía. La puerta se cierra a mis espaldas y ahora ya no lo odio, es mi única compañía, ¿Por qué habría de repudiarlo? Son cinco cuadras para llegar a la estación, camino rápidamente mientras el viento me golpea con pequeñas cachetadas para que me percate de los borrachos que olvidaron llegar a sus casas por andar de parranda. -¿Listo?, pregunta Ángela. -De una, en el próximo nos vamos. No tengo ganas de hablar, ella dice dos o tres cosas y se da cuenta de que estoy dispersa, con la mirada perdida y pensando en… no sé, mentiras, qué estupidez, ella no sabe adivinar, no puedo decir que se da cuenta, no sé a ciencia cierta lo que imagina, pero finalmente se calla. Salir a Usme desde Suba, un sábado a las siete en Trasmilenio, es un camello deforme, no tiene dos jorobas, sino tres. Son tres problemas: la hora, la gente y la distancia. Somos hormiguitas rebeldes, no nos vamos en la fila, pasamos a la gente, esquivamos a los “chúcaros” y nos embutimos en un H20.

Somos hormiguitas rebeldes, nonosvamosenlafila,pasamos a la gente, esquivamos a los “chúcaros” y nos embutimos en un H 20.

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Como si supiera que quedé en la ventana, que no puedo moverme y que traigo el saco de lana, el sol se descubre y me da en la cara. Sudo a mares, el genio se me alborota y sólo deseo un helado. –Ojalá vayan todos, le digo a Ángela. - Que valga la pena ir, que sean buenas crónicas.

¿Con un marrano hippie? Sí, de esos que uno se encuentra normalmente por la calle. Nos logramos sentar en la Caracas, vamos tardísimo y me estreso. Me vuelvo a elevar y me imagino en la calle. Me da risa ver a una anciana que está sentada en la 26, me saca de la memoria la historia que construimos en uno de los talleres, lo pienso y definitivamente creo que podría hacerse un collage divertido con las anécdotas del proceso. No recuerdo bien la historia, pero teníamos que construirla con unas palabras que estaban en el suelo. Era algo como: una viejita estaba sentada en la PLAZA de Usme, ella llevaba una RUANA y estaba TRISTE porque le ha habían robado su ipod y además su equipo del alma (Millonarios) había perdido una vez más. En esas apareció un amigo

y la invitó a tomar CHICHA, la borrachera fue tal que terminó EMBARAZADA. No sabía qué hacer y entonces consultó a un brujo, luego a un indígena, que le dijo que debería seguir lo ANCESTRAL y finalmente decidió tener al bebé. Una vez lo tuvo, lo abandonó en una caneca de BASURA, cuando quiso recuperarlo ya no estaba, así que acudió al PADRE Chucho quién se levantó la ruana y le dijo: SORPRESA, el padre tenía el ipod que le habían robado. La anciana decidió salir y constituir un grupo para vengarse del cura, persuadió a la gente ofreciendo MARIHUANA y… no me acuerdo más. Mi mamá me regañaría si lee esto, diría que definitivamente me dejé engañar por la vieja y que estoy en las drogas, pero fue lo que salió del taller, no es mi culpa. “… Y soy alérgico a la lana”, dijo el muchacho con pinta de poeta en la primera sesión cuando se le pidió que dijera algo diferente al nombre y a la ocupación. Los talleristas somos unos irresponsables, a ninguno de nosotros se nos ocurrió que el infantil ejercicio de presentación pudiese ser peligroso para alguien. Muy valiente el poeta, tener que tomar una madeja de lana para presentarse, y luego, como si fuera poco, pasársela a otra persona, eso significan al menos 30 segundos, tiempo en el que perfectamente le hubiera podido dar un ataque crónico de estornudos o se le hubieran podido brotar las manos. ¿A qué huele Usme?, buena pregunta. Usme nos olía diferente a todos, teníamos que explorar el territorio a través del olfato y ni los que preparábamos el taller estábamos seguros. –Pongamos en cajas


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diferentes cosas y que los muchachos nos cuenten a qué huele para ellos, dijo alguien. Un buen tema, una buena pregunta y una buena idea, listo teníamos el taller. Pusimos rellena (que por cierto, no estaba en descomposición), tierra, café, revuelto de salón (chitos, gelatina, plástico, papel, tajalápiz, etc), eucalipto y pan caliente (cuando llegamos a Usme ya estaba frío, pero bueno… esa era la intención). Nunca previmos que el ejercicio diera tan buenos resultados, un derroche de creatividad al describir los olores, hubo alguien que incluso los relacionó con un marrano hippie, ¿con un marrano hippie? Sí, de esos que uno se encuentra normalmente por la calle. Que de rodillas te pido, que Juanito Alimaña, que Ska-P, que Metallica, que Vicente Fernández o que no, que mejor rap. Esa era la discusión, ¿a qué diablos sonaba Usme?, a todo, hasta a naturaleza. Sorpresa la que nos dio Rodolfo cuando dijo, con marcadores de colores en mano, que no, que Usme no tenía sonido propio. Interesante postura y, después de todo, quizá tiene razón, mi barrio suena igual y la pelea dominical de cuál es la casa que pone el equipo a más volumen es la misma. -Ángela, ¿ya sabe qué queda ahí?, le pregunto sacándola de la distracción. Hace dos semanas, cuando fui a entregar la carta a El Destino, un colegio en la zona rural, le pregunté a José Luis, y un señor que estaba escuchando, me miró con cara de “pobre ignorante” y dijo entre dientes que era La Picota. Después de más de dos meses de hacerme la misma pregunta, alguien me había respondido. Ángela me había dicho que parecía una cárcel y yo me había burlado. -No, me respondió.

-La Picota -¿Si ve?, yo le dije. Definitivamente no es buen día para hablar, el silencio nos envió de nuevo a otra dimensión. No me quedé con las ganas del helado, de alguna forma tenía que desquitarme del sol y del maldito saco. Bocato en mano o, bueno, mejor en boca, entro a la biblioteca La Marichuela y la señora del maletero está sonriendo, sabía que hoy no era un día normal, lo sabía. Me va a dar un infarto, no hay sino tres personas ¡Y yo estresada porque venía tarde! Poco a poco han ido llegando, la segunda parte de la sesión es la lectura de textos, falta que Nelson termine su “emocionante” explicación de crónica visual y listo. Pienso que realmente ha valido la pena, el simple hecho de lograr que la gente se deje leer es ganancia. He aprendido a escuchar al otro y, más que talleres, las sesiones han sido un diálogo de saberes, me las gocé todas, retorné con ellas a la inocencia; fueron un cuento, una construcción colectiva y fue aquí donde me di cuenta que la academia te corta las alas, te vuelves tan técnico que ya no te permites siquiera imaginar para salir de la rutina. No tiene sentido hablar sobre las crónicas, los resultados saltan a la vista. Un lugar puede ser magia. Todos cuentan a Usme, pero es una localidad camaleónica. Cada una de las narraciones ha encontrado una cara diferente. Lo último que puedo decir es que agradezco al señor que me dijo que ese lugar era La Picota, si no me lo hubiese dicho no habría podido entender por qué el Ángel de la historia de Juan Camilo Ahumada está “condenado a soportarse”.

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CONDENADO A SOPORTARSE La confluencia de un cuchillo y la fatalidad constituyen el punto de giro de una contienda que deriva en tragedia sin redenci贸n y en esta cr贸nica que nos recuerda la fragilidad de la vida y el peso de nuestros actos.


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Por: Juan Camilo Ahumada gualtrapa764@yahoo.es

Lo vi entrar al salón de clase un lunes después de dos semanas de haber empezado el año escolar. Entró en silencio y sin mirar a nadie. Buscó muy rápido una silla vacía, se sentó y listo, ya era uno más sin que nadie lo presentara, ni le hiciera decir nada en frente de los demás. Pasaron solo unas dos o tres horas antes de que las niñas se empezaran a acercar para preguntarle pendejadas. Que de qué colegio vienes, que cómo te llamas, que si me haces un hijo… Por ellas fue que yo terminé hablando con él, no porque me interesara hacerlo mi amigo. Yo ya estaba bastante grandecito para esas vainas de hacer amigos. Amigos para qué, qué necesidad tengo yo de eso. Pues sin buscarlo, nos fuimos acercando. Teníamos cosas en común, debió ser por eso. No puedo recordar bien cuáles eran esas cosas que nos hacían compartir tiempo, es más, casi no puedo recordar cómo era él en ese tiempo. Ojos grandes y negros, muy negros y metidos a la brava en su cara blanca como leche, pelo negro y peinado de medio lado. Ja, y ¿no será que esa descripción aplica para cualquier pelinegro de ojos negros y cara pálida? Sí. Pero no puedo inventar señas particulares. Ese es el recuerdo que tengo de Ángel cuando estábamos en décimo en el colegio. Recuerdo perezoso, lento, vago, vano. En ese tiempo él vivía en el Sucre, igual que yo. Como a unos cinco minutos de mi casa. No sé a cuantos de la suya, porque no sé usted dónde vive. Ángel no hacía nada más en la vida que ir al colegio, como yo, fumar en la esquina de su casa, como yo, y esperar a que pasara algo que le cambiara la vida, como yo. Ya van apareciendo las cosas que teníamos en común. Nos encontrábamos a las doce del mediodía y bajábamos en parche hasta la avenida por esa calle grande que comunica el paradero con Brazuelos. Por si usted no conoce el Sucre permítame le cuento. Después de Monteblanco, la avenida a Usme sigue su curso natural, va buscando el sur; pero en el Colegio Monteblanco, ahí frente a la estación de policía, la avenida se divide en dos: la que sigue normalmente y ya mencioné, y la que se tuerce bruscamente al oriente y, adelante, se hace paralela a la de Usme; también busca el sur, pero entre la montaña. Siguiendo por esta última, la de la montaña, usted va a encontrar un barrio de casas repetidas, todas igualitas, prefabricadas; ese barrio se llama Serranías. Siga por la misma carretera y a la derecha en una curva va a ver un colegio muy bonito, muy nuevo, muy grande, y a la izquierda una calle empinada que termina donde termina la montaña. Siga usted por ahí al sur, por la misma que veníamos hasta que

ya casi llegamos, no se canse tan fácil, a usted se le hace lejos porque es la primera vez que viene por acá

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Los cuchillos de acero inoxidable tienen una ventaja, no son escandalosos, hacen su trabajo en silencio.

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encuentre una cancha de microfútbol a la izquierda. Cuando la encuentre siga al sur, ya casi llegamos, no se canse tan fácil, a usted se le hace lejos porque es la primera vez que viene por acá, pero cuando conozca el camino se va a dar cuenta que no es tan lejos como parece. Vea, ese que ve allá abajo es el río y ese parque que hay después de la avenida se llama Cantarrana. Ah, pues esa es la avenida a Usme que dejamos allá atrás. Mire, este es el paradero de los buses Universal, ya llegamos. ¿Vio que no era tan lejos? Bueno, sigamos pues, si usted se para aquí en la mitad del paradero (hágalo con precaución) y mira por esta pendiente arriba hacia el oriente verá el primer sector de esto que yo llamo Sucre, pero que realmente cambia de nombre cada tres cuadras. Bueno, ya está el primer sector, vamos para el segundo, es decir más pa’l sur. Mire, aquí después del paradero se divide la calle en otras dos, una que se va plana y serpenteando, y otra que va para el mismo lado, pero se encarama un poco más en la montaña. Por la que sube es por donde vivía Ángel, por la que sigue normal es que vivía y vivo yo. Vea, esta cuadra que baja, que va al occidente, la que está a nuestra derecha para que me entienda, por esta es que bajábamos en parche Ángel y yo y los demás. Bajábamos por esta a buscar la avenida a Usme y allá esperábamos un bus que nos llevara a todos por tanto y llegábamos al colegio con el tiempo exacto de fumarnos un cigarro y entrar.

II

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Las razones no hay que explicarlas porque tal vez no existan. Salimos a las seis y cuarto, íbamos a fumar como siempre, pero se atravesó la muerte. Pasó entre el humo de los cigarrillos de todos y nadie la vio pasar, se sentó en el callejón y nos esperó. Nosotros llegamos después a la misma calle, ni miramos a la señora de la hoz porque estábamos entretenidos en la pelea. Una pelea normal, como cualquier pelea de colegio, aunque esta tenía un ingrediente particular: el cuchillo. Hay que ser precisos cuando se utiliza un cuchillo, un error puede costarle la vida al portador. Los cuchillos de acero inoxidable tienen una ventaja, no son escandalosos, hacen su trabajo en silencio. Ángel sacó de su maleta el arma y la mandó tres veces seguidas contra las costillas de Andrés. El silencioso cuchillo se encargó de lo demás, entró rompiendo tejidos uno por uno, pero rápidamente atravesó las costillas colándose por entre ellas. Al final, su objetivo: el pulmón, también lo atravesó y ya está. La sangre no salió. Hemorragia interna, sangre en el pulmón, dolor intenso, inconsciencia, final, muerte. La señora se levantó, recogió a Andrés, lo llevó al hospital y luego se lo llevó con ella. Mientras la señora de la hoz se ocupaba de su hijo, Ángel y yo corríamos por la avenida bajando a la velocidad de la luz. Corrimos mucho hasta llegar al Sucre. Yo me vine para mi casa sin despedirme y él se fue para la suya, se bañó, alistó una maletica pequeña con ropa, jabón y cepillo de dientes. Hizo tinto y le sirvió a la mamá. Doña Martha se tomó el tinto en la sala sentada frente a él esperando que le dijera algo. ¿Qué pasó? ¿Qué le pasó? ¿Qué me le pasó? El tinto se acabó y Ángel seguía sin decir nada. Golpes en la puerta, Ángel se levanta, abraza a doña Martha, abre la puerta y se va esposado en silencio.


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Le conté que había traído cigarrillos, nos sentamos, prendimos dos y de nuevo el mundo se detiene, volvió el frío, el temblor, la angustia, los nervios.

III

Cuando por fin pude entrar después de la foto, la fila de dos horas, de entregar los papeles, de la requisa y de los sellos en el brazo, recorrí varios pasillos. Crucé sin mirar a nadie, con la mirada nublada, turbia, indecisa, con los ojos perdidos, no vi nada, sólo recuerdo la humedad que estaba a punto de tumbar una pared. Un color grisáceo con bordes en relieve blanco se apoderaba en silencio del muro. Escuché muchas voces, todas desconocidas, hablando en mi idioma, pero no en mi lengua. Algo en esas palabras me era ajeno, no había manera de dejarme tocar por esas frases aisladas. Todo el tiempo pensé en lo primero que tenía que decirle. ¿Saludarlo? ¿Pero cómo? ¿Con qué palabras? ¿Cómo iba a reaccionar él? ¿Se acordaría de mí después de tanto tiempo? En medio de las voces y las zapatillas que se repetían patio a patio, llegué a una puerta azul de hierro con una pequeña placa plástica con la inscripción “patio 4” y en la pared escrito con letras torpes “los calientes”. Ahí el mundo dejó de girar para que yo saliera de mi solipsismo. Empecé a sentir un frío intenso y doloroso en los dedos de las manos, luego en los pies, rápidamente en todo el cuerpo. Mi cuerpo se me salió de control, temblaba, sudaba, dolía y yo seguía inmóvil atinando únicamente a estar de pie, no tenía fuerza para más. Por mi cabeza empezaron a aparecer las imágenes de todo el recorrido que hice para estar ahí: me levanté a las cinco, me bañé, me vestí, salí de mi casa con mucho sueño, compré dos paquetes de cigarrillos y me subí al bus. Luego la fila y los sellos, la requisa, las huellas, el recorrido por los pasillos y el frío intenso. El mundo volvió a arrancar. La puerta se abrió y sin duda, pero con miedo de no se qué, entré. Lo busqué con la mirada, pero no lo vi. Recorrí varias veces la cancha de microfútbol visualmente sin obtener resultado alguno. ¿A quién busca? – preguntó un hombre del que ya no recuerdo ni el color de la piel. A…– me quedé en blanco, no podía recordar su nombre, me sentí imbécil, volví a estremecerme por el frío que no dejaba de recorrerme. - A Ángel. ¿Lo conoce? – Claro que lo conocía. Hacía tres años, desde que Ángel llegó. Ya se lo llamo – y se fue perdiendo entre los otros cuerpos tan parecidos unos con otros. Después de un momento apareció él. Caminaba despacio hacia mí, con la mirada fija, muy lento. Se me fue apareciendo su cara de manera extraña, me sentí descubriéndolo por primera vez. Ángel llegó hasta donde permanecí de pie y con un acento paisa, que no le pertenecía, me dijo – ¿Y usted qué?- ¿Qué se puede responder a esa pregunta? Bien – Le conté que había traído cigarrillos, nos sentamos, prendimos dos y de nuevo el mundo de detiene, volvió el frío, el temblor, la angustia, los nervios. Hablamos de muchas pendejadas insignificantes, pero hay dos partes de la conversación que recuerdo claramente, recuerdo incluso la intención con la que mencionaba cada palabra, la manera desesperada como se tocaba una mano con la otra. Recuerdo un balón rojo que fue a dar a mis pies y no fui capaz de devolver porque no quería levantar la cabeza ni ver

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caras extrañas. Y… ¿qué tal la comida? Pregunté desprevenido, como queriendo evitar cualquier intento de pausa, de silencio. Se ve asquerosa, pero sabe peor. Me respondió y me dijo cual era su estrategia para poderse comer eso. Trabarse antes de comer, así le daba hambre y comía rápido y sin pensar en ese vómito de dios que le servían. Que la vareta se la trae la mamá cada quince días. ¿Y ella como hace pa’ entrar eso? Que en uno o dos condones, me dice. Mientras él sigue contándome cuántas cosas le han pasado en este año que lleva aquí, yo pensaba que le habían obligado a cargar con la pena más alta que es no poder morirse cuando uno quiera. Él había tratado de colgarse, de abrirse las venas y nada le había funcionado. Tenía que hablar con psicólogos, médicos y hasta curas. -Hombre Ángel, de veras lo siento mucho. Cómo es de raro el destino, usted le quita la vida a alguien y su castigo es no podérsela quitar a usted mismo. Que no, que eso no era lo peor, que ese no era el castigo. Me dijo: el castigo es sentir una maleta pesadísima en la espalda y no poder quitársela nunca. Además, a veces lo veo a él, a Andrés, lo veo pasar por ahí y siento como si me acusara, lo veo siempre en todo lado, él conoce mejor este patio que yo. Lo veo con los ojos cerrados, con los ojos abiertos, sueño con él, cuando hay visitas lo veo entrar y sentarse a mi lado. Hace unos días le dije que me llevara, que yo también quería estar como él y no me dijo nada, ni sí, ni no. Ya es hora, tengo que irme, ya nos están sacando. Me despido apretándole la mano y le dejo los cigarrillos que no nos alcanzamos a fumar. Me levanto con mucho esfuerzo, estoy pesado. Me voy con el miedo que me produce pensar en los muertos. Salgo después de mucho tiempo en filas y requisas, me subo al bus y la culpa por estar aquí afuera se me encarama en la espalda. Así se me fue el día. Al otro día me levanté porque sonó el teléfono muy temprano. Contesté y era Ángel. Juan, no vuelva a venir, por favor.


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A C I N o R C L E D O L L I R LAD Por: Javier Fernando Díaz Soto jadjaferdi@hotmail.com

Un ejercicio de memoria sobre una de las tantas pedreas en que se han batido históricamente la Localidad; porque quien no está libre de injusticia tiene derecho a lanzar el primer ladrillo.

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No. Los ladrillos no podrían servir para hacer una revolución, pero podrían servir para entablar una revuelta del pueblo o, por lo menos, para lanzarlos contra los vidrios panorámicos de los bancos que le sacan los ojos a nuestros padres y cobran impuestos abusivos hasta por preguntar cómo se abre una cuenta. Y suena como loco que se proponga de entrada el factor violencia en una crónica del ladrillo, pero el que está loco no es este texto, sino el mundo que sienta sus bases en la violencia. Violencia mediática. Violencia en las noticias. Violencia en las aulas. Violencia a los niños. Violencia en la historia. Violencia en las calles de Usme. Violencia cibernética. Violencia intrafamiliar. Violencia contra la naturaleza. Violencia mental. Violencia es el hambre. Violencia es el hombre. Violento el desempleo. Violencia es una guerra. Etcétera.

2.

Quizás muchos lo recuerden: En Usme, en el año 1998 o 1999, poco más o menos, hubo una revuelta en que el pueblo se alzó contra las autoridades y salió a las calles a tirar trozos de ladrillo para reclamar su derecho al servicio del agua, debido a un racionamiento que ya completaba casi dos meses; el día que el pueblo no soportó más y se lanzó a las calles a dar su grito de sed. Llamemos a esta no la guerra del agua, sino “Crónica del ladrillo”. “Guerra del agua” habrá muchas en el mundo de aquí en adelante, pero crónica del ladrillo, sólo esta. Por las llaves del acueducto no salía ni una gota de agua. Por los grifos bajaba a borbotones sólo la sed, la gran sed, pero ni una gota de agua. El entrevistado no sabe con exactitud cuál era, al fin, el motivo de la escasez de agua, si fue un tuvo que se dañó u otra razón, pero sabe y recuerda con certeza que hubo una revuelta. Para entonces, nos dice, él tenía como catorce años y se acuerda que la gente, cansada de abastecerse de los carrotanques que no daban a basto, empezó a salir ese día por la mañana, con canecas y palos. Como a las doce del mediodía la cosa estaba calmada, pero ya habían cerrado la avenida y no subía, ni bajaba, ningún carro; y el carro que se atreviera a subir o a bajar era cogido a ladrillo a quemarropa. La gente golpeaba las canecas vacías con los palos y reclamaba agua en las casas. En la emisión del noticiero del mediodía mostraron a la gente, con canecas, que había bloqueado la calle; y algunas rápidas imágenes de los carros que eran apedreados por intentar pasar por la calle que el pueblo había cerrado hasta nueva orden, o sea, hasta que les reconectaran el servicio de agua que un día, sin saber por qué, como por arte de magia, les habían quitado. Eran las cuatro de la tarde y la calle seguía cerrada, pero a esa hora ya habían mandado los antimotines, quienes tenían la orden de quitar de la avenida a la gente, a las buenas o a las malas, mi sargento. Palabras más, palabras menos, a las cinco de la tarde ya le estaban dando ladrillo a los tombos, dice nuestro entrevistado, que para entonces estaba en noveno grado en el Colegio Almirante Padilla,


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Muchos tiraban piedra por tirar, por joder, por odio a los tombos, porque sí, porque no había nada más qué hacer y porque la cosa era como emocionante.

en la jornada de la tarde. La multitud era tremenda. No faltaban los gamines que le tiraban piedra a las casas, dice nuestra fuente. Muchos tiraban piedra por tirar, por joder, por odio a los tombos, porque sí, porque no había nada más qué hacer y porque la cosa era como emocionante. Colsubsidio fue uno de los más perjudicados con la gresca. Casi todo el mundo estaba en la calle, sublevado y resistiendo. La revuelta halló su clímax como a las seis de la tarde, pero la respuesta de los gases lacrimógenos hizo que, a las ocho de la noche, la pelea la dieran en su mayoría solamente los jóvenes. A esa hora, los policías ya empezaban a controlar la situación. Los jóvenes estaban revueltos en las calles, pero no unidos, ni organizados. Los policías, en cambio, se comunicaban por radio y encerraban a los jóvenes con gases para posteriormente subirlos a un camión y llevarlos a la estación de Monteblanco. Hubo un muchacho que le pegó a un policía y su heroísmo le salió caro después. Hubo otros que se alcanzaron a salvar y volvieron a sus casas, pero hubo quienes no contaron con suerte y amanecieron en la estación, luego de soportar una paliza y una lavada. La revuelta terminó como a las diez de la noche. Los policías controlaron la situación, como siempre. Al día siguiente los capturados volvieron a las casas y después a las calles. Y unos días después volvió el agua a los grifos. Esa parece ser una de las revueltas más fuertes en una localidad con un bagaje bastante notorio en el asunto. 3. Sí. Los ladrillos podrían servir para romperle la cara a este mundo donde el hombre se devora a sí mismo. Pero, pensándolo mejor, como Gandhi nos dijo que los fines no son separables de los medios, no se puede optar por darle ladrillo al mundo, puesto que no es lógico construir un mundo en paz a punta de ladrillazos o balazos, como pretendía y sugería el tal Maquiavelo. Lanzar ladrillo no ha servido hasta la fecha para nada bueno, excepto para empeorar las cosas, para generar más odio, para perder más el oriente del conflicto y para seguirle echando leña al fuego. Creo que la violencia debería estar pasada de moda. Para construir un mundo en paz, entonces, es necesario que el arma (el medio) sea también la paz. No hay nada más incoherente que utilizar la violencia o la excusa de la violencia para construir democracia. Quien quiera un mundo en paz no podrá construirlo con violencia, pero de todas formas, cuando no se tiene agua, una revuelta se le perdona a cualquiera.

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BAJAR BANDERA ...

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NO ES RENDIRSE Por: María Cristina Nieto Alarcón cristinanieto2005@yahoo.es


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El vendedor está en la calle, vive, respira, ocupa el espacio público y tiene historia qué contar. Una crónica para acercarnos a su mundo.

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19 “A más trabajo informal, menos hambre formal” se leía en los esténciles pintados en las paredes de las casas de Santa Librada, que nos recordaban la lucha de los vendedores ubicados en las aceras de la Avenida Caracas, frente al gobierno local que los quería expulsar del espacio público; y digo vendedores sin apellido, porque ya uno no sabe ni cómo se les nombra: estacionarios, ambulantes, informales, cachivacheros, en fin, eso depende del gusto del artista. Pero ¿Qué representan estos vendedores? una consecuencia de las variaciones económicas que aumentan el desempleo, unos usurpadores del espacio público, un error de la polis, unos echaos pa´lante que se la rebuscan al día, unos hippies que no se han dado cuenta que ya se acabaron los sesentas, habitantes de otras zonas del país que, por nuestra violencia histórica, llegaron a la ciudad para buscar un mejor futuro o los desplazados de San Victorino. Uhmmm... habrá qué investigar. Pero,sisabemosquedesdelaépocadeJesucristo,los vendedores ya representaban un “problema”, porque

recordemos que este Cristo sacó a los mercaderes del templo, por asumir que era ofensivo comprar y vender en lo que él consideraba sagrado, me pregunto ¿Dos mil años después, para quién es sagrado un andén, una calle, un puente, eso que se llama “espacio público”? ¿Será que Mockus o Peñalosa son los salvadores de esta caótica ciudad que crece y crece, y que hay que detener, ordenar, maquillar, “hacer público lo público” como reza algún cliché, y que por fin nos convertirán en la Atenas Suramericana? Esta ciudad que se ha conformado de invasión en invasión, dejando de tener calles cuadriculadas como en 1900; y que por ser el Distrito Capital recepciona miles de personas que buscan dónde habitar y cómo vivir y sobrevivir. Justamente, en esa tensión entre el deseo por el orden y la necesidad de subsistencia es que están los vendedores que se ubicaban en el sector Santa Librada sobre la avenida Caracas.

Estas calles, con o sin vendedores, son intransitables; más bien, son como una pintura de Dalí, sin lógica, suben y bajan


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El día del señor

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n domingo, hace dos años, mi prima que vive en el campo y estaba de visita, ingenuamente, me preguntó ¿Hoy es el día de mercado? ¿Por qué hay tanta gente vendiendo en la calle?; y sin el más mínimo asombro le contesté que no, que así son todos los días, pero no era cierto. Los vendedores concentraban sus actividades los fines de semana, así un domingo cualquiera, si usted caminaba por la avenida Caracas, se enfrentaba a una escena variopinta: medias, correas, shorts, aguacates, helados, arepa frita, artesanías, sim cards, envueltos, hierbas, la película recientemente estrenada en los cines, el megamix de reggeatón, cuchillos, repuestos para la licuadora, la olla express de segunda mano, el coche del bebé.... en fin, vecina lo que usted quiera, si no lo tengo se lo consigo. Porque eso sí, hay que decir que solidaridad era lo que se veía entre los que trabajaban en las calles, indistintamente de la edad, sexo o actividad económica, para correr de la policía; no importando si el otro era la competencia, lo que primaba era salvar la mercancía que a diario brindaba el sustento personal y el de sus familias. Cuando la noticia de que el camión estaba recogiendo se expandía como una bola de nieve, se observaba cómo amontonaban sus productos entre un plástico, las carretas corrían y, en un instante, las calles quedaban limpias; como las querían los urbanistas, para que los ciudadanos de esta localidad disfrutáramos del espacio público, mejorando nuestra movilidad. Pero, ¡qué malas excusas! estas calles, con o sin vendedores, son intransitables; más bien, son como una pintura de Dalí, sin lógica, suben y

bajan, a la mitad de la calle uno se puede encontrar escaleras, volados, huecos, charcos… en síntesis, siempre será mejor caminar por la avenida.

si de negocio se trata, ahí está el prestamista gota a gota, que tiene a los vendedores de las calles como clientes privilegiados La selva de cemento Pero estas persecuciones se acabaron desde el 2003, gracias a la sentencia T-772, que le permitió a los vendedores seguir trabajando con tranquilidad, así pasara la policía o el camión, pues ya no era legal decomisar los productos a la venta. Más bien, ahora vemos al policía saludar amablemente al Grave y comer empanada con ají. Y ¿quien es el Grave?, una persona como usted o como yo, un hombre, habitante de la localidad de Usme, con una familia y con la creencia de que el mejor medio para conseguir el dinero es el trabajo, sea cual sea. Y en ésta economía globalizada, en la que la mitad de la población trabajamos como OPS (orden de prestación de servicios) y la otra mitad trabaja en maquilas para Nike, Adidas o Silicon Valley, es necesario buscar qué hacer para conseguirse lo de la comida, el arriendo, el vestido y la recreación. Tal vez por estas razones, el Grave -como los restantes 105.558 vendedores informales del distrito- decidió ocupar con su sombrilla y sus artesanías un parte del andén de la avenida Caracas.


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Especulo que, como todas las personas que trabajan, cada mañana se levantaba, no sé si madrugado, porque a las 6:00 a. m. quién quiere comprar unos aretes de tagua o una manilla tejida, pero si sé que lo he visto por las calles hasta las nueve o diez de la noche, a pesar de la lluvia o el frío, intentando hacer lo del día y convenciendo a otros que su trabajo vale, pues la materia prima tiene un costo, las horas dedicadas a la elaboración también valen y, así se trabaje en la calle y no se pague arriendo, explícitamente se necesita el dinero; porque es preciso decir que no falta el avivato que hace negocio con la necesidad del otro y enajena los andenes y calles de la Localidad, cual Guerrero Estrada, y cobra la ocupación del espacio por darles la esquina donde hay más visibilidad y pasa más gente; y si de negocio se trata, ahí está el prestamista gota a gota, que tiene a los vendedores de las calles como clientes privilegiados, pues ningún banco les presta dinero a quienes no tienen ingreso fijo, bienes raíces o deudores solidarios, y al no haber más, para tener lo del plante pagan el doble del capital prestado; así pues, la plusvalía que genera su venta debe, además de alcanzar para las necesidades básicas del día, permitir ahorrar un poco para el día de mañana, no vaya a ser que no se venda nada y hay que cumplir con los compromisos financieros; aunque ello les implique trabajar diez o doce horas, pues no son vendedores en la calle por perezosos o porque no les guste cumplir horario, como está en el imaginario de muchas personas. Más, ante la necesidad, trabajan a golpe de sol y agua, como dice la canción; así sea puente, semana santa o navidad, intentando ponerle la trampa al centavo, pues la necesidad no descansa, aunque sea festivo, y tampoco discrimina edad o sexo, pues vemos desde el más pequeñito voceando la

película, hasta el abuelo vendiendo el repuesto de la olla, al señor puliendo el celular o el CD rayado y a la señora vendiendo medias, brassieres y el legis de moda. De ese lado los vendedores y de éste los compradores que ven en las ventas de la calle una oportunidad para ahorrar: negociar el precio del producto que en las cadenas de almacenes es fijo, ver la película sin tener que comprar la entrada en cine para toda la familia, obtener el CD de mezclas para la fiesta o para sacar el bafle a la calle mientras hacen oficio, o comprar la bisutería artesanal que nos hace sentir alternativos. Del garrote a la palabra Y así, en este intercambio de bienes por dinero, se movía la economía de las calles usmeñas, sin embargo, como estamos en la ciudad de la movilidad y el orden, como dice Peñalosa en el Discovery Channel, era necesario “hacer algo” con los vendedores, sin poner en riesgo su economía. Y ¿cómo lo hicieron?, cómo conciliaron las ideas de que un espacio público amplio ayudaría a formar ciudad y ciudadanos, como lo planteaba Mockus. O el espacio público como parte del desarrollo del potencial humano, del bien común y el interés colectivo; con la premisa que la calidad de vida de la población aumentará superando las deficiencias de infraestructura, entronizando el andén, la calle, el puente, como el escenario para devenir ciudadano, para socialización de los niños, jóvenes, ancianos y adultos; y su despeje como fundamento de la estética urbana, que permitirá, disfrutar, gozar y vivir alegremente en la ciudad, según Peñalosa . Frente a estas ideas que parecen sacadas de libros de magia – ¿Con un andén para transitar, todos seremos felices?- se encontraban los vendedores,

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habitantes que vieron en el intercambio de bienes y servicios el medio para vivir, que desconocían sobre las normas – y más en este país que tiene más leyes que la física cuántica y la forma para defenderse de lo que consideraban abusos de la policía. Cuando se enteraron que la Corte Constitucional prohibió su expulsión, sin que se les brindara otra alternativa, ¿Qué hicieron?: organizarse, pues como reza el adagio popular dos cabezas piensan más que una, y comenzaron el proceso de su reubicación acercándose a las “autoridades locales”, con la previa asesoría de quienes saben interpretar la norma y sin cobrar la explican; eso sí con el debido respeto, hablando pasito, pidiendo el favor y diciéndoles doctores, es decir “conciliando” como ellos lo llaman. Empezaron por tener carné y uniforme, después vinieron las asociaciones: ASOVENCHAPI, ASOCOVEARTE, ASOMERCALP, ASOCOPROP, ASOUSME, ASOMERCAUNIDOS, ASOVENPOL. Así, después de un largo proceso de lucha, ahora los encontramos en la Galería Plaza Comercial de Usme y organizados bajo carpas del Distrito frente al supermercado Colsubsidio –en eso, se les anota una victoria a los vendedores tan repudiados por este almacén- y frente al asadero La Corraleja; allí están vendiendo, porque eso es lo que saben hacer y de eso viven. Finalmente, hay que mencionar, que muchas de las actuales reivindicaciones de los vendedores, han sido posibles gracias a la terquedad y la lucha de don Félix Arturo Palacios, un vendedor de Chapinero, a quien la policía le decomisó ilegalmente un parasol, un cilindro de gas de veinte libras completamente lleno, una canasta de gaseosas Coca Cola con veintiún unidades, de las cuales derivaba su sustento, el de su esposa y su hija. Este señor, entre diligencias varias, derechos de petición y tutelas, llevó su caso hasta los magistrados de la Corte Constitucional, motivado inicialmente sólo por la necesidad de recuperar sus objetos, y terminó por poner en el centro de la discusión el derecho al trabajo, la igualdad, la dignidad

humana y el estado social de derecho, al punto que la Corte terminó reconociéndole un derecho único en el mundo: el mínimo vital, que es algo así como la posibilidad que tiene una persona para no dejarse morir de hambre. Así, cuando le preguntaron si sabía que era prohibido vender mercancías en la vía pública, hábilmente contestó que sí sabía, pero que también tenía que vivir de algo: tengo que sobrevivir y de las ventas ambulantes es que devengo dinero para el pago de arriendo, sostengo a mi hija y le pago el estudio, quiero sacarla adelante para que no tenga que ser vendedora ambulante y también tenga que huir de las autoridades, fueron sus palabras. Además de ello, en su alegato, resignificó la actividad de las ventas informales dotándolas de dignidad y presentándola como parte del libre desarrollo de la personalidad: por cuanto exijo paz y respeto para llevar a cabo mi actividad de comercio informal, la cual me ha permitido, a pesar de las adversidades, desarrollarme personalmente, hasta el punto de obtener reconocimientos como líder comunitario, porque la dignidad, el amor propio y el auto-respeto vienen de adentro de cada ser. Tal como lo hizo don Félix Arturo frente a la Corte, recordando que a nadie se le puede negar el derecho a sobrevivir, a los alcaldes y urbanistas con sus discursos de la movilidad y el disfrute del espacio público, habrá que recordarles, parafraseando a Fernando Vallejo, Señores esto no es Suiza. 1Sentencia T 772 de 2003 de la Corte Constitucional. Acción de tutela instaurada por Félix Arturo Palacios Arenas en contra de la Policía Metropolitana de Bogotá – Grupo de Espacio Público. Disponible http://www.alcaldiabogota.gov.co/sisjur/normas/Norma1. jsp?i=9984. Visitada Octubre de 2009. 2Formar Ciudad: Plan de Desarrollo Económico Social y de Obras Públicas para Santa Fe de Bogotá 1995-1998 Decreto 295 1 junio de 1995. Departamento administrativo de planeación distrital. Disponible en http://www.sdp.gov.co/www/section-2021.jsp 3Por la Bogotá que Queremos: Plan de Desarrollo Económico, Social y de Obras Públicas 1998 – 2001 Acuerdo No. 06 de Junio 8 de 1998 Alcaldía Mayor de Santa fe de Bogota. Disponible en http:// www.sdp.gov.co/www/section-2021.jsp


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LA DESPEDIDA DE HEBE

En la mitología griega, Hebe es la diosa de la juventud. Una deidad traicionera que se embosca en los rincones de la casa y transforma antiguos espíritus vivaces en meras ruinas del pasado.

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ranscurría el año de 1974, cuando arribó Margarita Castillo Hernández a un, entonces, “pequeño barrio de Usme”, Yomasa, en donde sin saber anclaron lo que serían los primeros asentamientos, que la harían apegar con las más profundas raíces a esa parcela, “a ese pedazo de tierra” como dice ella, que le recuerda el mismo apego que sintió por lo que alguna vez fue su “Tibirita querida”, aquel municipio ubicado al sur de Boyacá, aunque la diferencia radica en que ha sido esta tierra, como aquella musa desagradecida, la que le trae a la memoria acontecimientos relacionados más en desdicha que en alegría.


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Por: Francy Milena Castañeda Hernández

francymilena_09@hotmail.com

Margarita, que a sus cuarenta años aún conservaba, en su esbelto cuerpo, lo poco de la juventud que le habían dejado sus nueve embarazos; y que, a su vez, se le fue restando al nacer, uno a uno, sus prolíficos hijos, de los cuales ocho llegaron a buen término, aunque fue precisamente a esta edad cuando vino a parir la última de sus criaturas. Criatura que al juzgar por lo sucedido vino a este mundo a pagar lo que ni siquiera había comprado. –Rosita, que antes de nacer ya estaba programada para sufrir-, así cuenta doña Margarita: - A los cinco meses de embarazo, estaba yo cargando un chorote con agua y sin fijarme en lo que pisaba al suelo fui a dar, y es a ese golpe al que le achaco la enfermedad de mi hija. Rosita no padece específicamente de síndrome de down, pero sí de una anomalía asociada a esta misma, lo que la hace una persona incapaz de valerse por sí misma. El nacimiento de Rosita fue el hecho que vaticinó la irrefrenable rapidez con que se mueven las manecillas del reloj, indicando que pronto le llegaría el fin a aquella caprichosa y enamoradiza juventud para darle inicio a una arrogante y testaruda vejez. Vejez a la que casi nadie quiere esperar, porque aludiendo a su adjetivo y llevando siempre la contraria, llega cuando menos se le espera, sin dar paso, sin dar aviso. Más pronto que temprano, la senectud no tardó en aparecer y con el pasar de los años fue marcando su huella, imborrable, así…agazapada como fiera dispuesta a dar su último zarpazo. Su ser, su cuerpo, su alma fueron sufriendo una especie de metamorfosis. Su voz se fue agudizando cada vez más, el contorno de sus ojos adquirió un matiz negro como haciendo usanza al trasnocho, su cabello, entre mixtura blanca y negra de manera combinada, haciendo juego con su daltónica visión de la vida, su piel ajada, fláccida, endeble y que, así mismo, se contemplaba tan suave como un peluche, con apariencia tan recia como un limón deshidratado y seco. Todo le molestaba (seguramente ahora también), tanto el llanto de los nietos más chicos, como el juego y la algarabía de los más grandes; le mortificaba hasta el más mínimo de los ruidos, aunque ya no escuchase prácticamente nada. Cuenta doña Margarita cómo su astucia estuvo a punto de ser la gran vencedora, en un suceso que conmemora lo

anterior ya dicho, que dice así: -Estaba yo durmiendo, cuando sentí que Miguel -mi nieto- entraba sigilosamente al cuarto, seguramente con intenciones de robarme el queso y el pan que guardaba yo en mi baúl con gran recelo, pero antes que actuara, cogí el garrote y, sin más ni menos, le zampé un juetazo en esa mula, ah!…le dije, para que aprenda que la letra con sangre entra. ...... Un penetrante olor a rancio entremezclado con aroma a vianda en descomposición que, en conjunto, producían un hedor insoportable, puso en alerta su sentido del olfato, lo que le hizo recordar aquel pan y aquel queso que había guardado hacía más de cuatro semanas. …. Hoy por hoy, Margarita tiene 76 años y en su monomirada (porque solo puede ver por un ojo) se puede advertir su deseo de morir, dice que ya está cansada de esta vida, aunque, paradójicamente, afirma estar viva gracias a Dios…será entonces que esa alegría de vivir sólo proviene de la amargura de existir. Expresa estar en una profunda soledad y en total abandono, aún cuando todavía viven sus ocho hijos. Según ella, llegar a viejo significa ser un problema más, un estorbo, un cero a la izquierda (sin coma posterior), lo más lamentable es que, a pesar de su avanzada edad y su condición, le sigue sirviendo a sus hijos y a sus nietos… si en definitiva se trata de su eterna profesión de madre. Aunque ya ha perdido gran parte de su fortuna, pues ya no tiene marido, ni belleza, ni juventud, ni memoria (porque le falla muy a menudo), es más, ni siquiera vergüenza, pues a cambio sí tiene muchas enfermedades qué ofrecer. Dentro de sus posesiones terrenales, están: un humilde palacio, ubicado en el mejor lugar de Bogotá, con aire acondicionado y secador de pelo natural (y lo mejor de todo ¡gratis!), un lugar que tiene su propio mecanismo de protección contra inundaciones porque cayendo el agua casi verticalmente es imposible que llegue a estancarse. También tiene dos canarios, un suro cojo y cuatro perros hambrientos que mantener. Es en aquel único lugar, en donde espera, afanosamente, una cita programada con la muerte, cita que no tiene, ni hora, ni fecha en el calendario.

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Ilustraci贸n: Juan Camilo Melo


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Vivir en la periferia es habitar un mundo en el que trasladarse a otro lugar de la ciudad implica toda una odisea moderna y para la muestra sirva este relato.

Autor: Jenny Magaly Pedraza jmagy66@yahoo.es

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l despertador de cada mañana es la halitosis de la rutina, he despertado tantas veces en esta ciudad y en este barrio que me abriga con su frío. Salgo de mi casa y lo primero que veo es a Usme con los afanes de su gente y el estertor de las máquinas que vienen a mil con sus avisos que tienen nombres improvisados, sacados de algún libro de fantasías baratas. Mi odisea y la de todos comienza rogando que alguno de estos buses se dignen a parar, son las 6:20 de la mañana y después de veinticinco minutos de estar aquí parada, lo único con lo que soporto esta espera es el amanecer que todos los días me acompaña y que jamás es el mismo, mi contemplación se fragmenta por el grotesco sonido del freno del bus, que se detiene a causa del movimiento mecánico que mi mano ejecuta, en ese corto instante pienso cómo abordaré si ya no le cabe ni una sola persona más, ¿Me sentiré al estar ahí como un animal? ¡No! al menos a un animal le hemos puesto un rumbo fijo, el hombre no lo tiene, ¿Cómo una mercancía? Tampoco, al menos van acomodas en orden y con cuidado, mientras nosotros somos apiñados en un sistema de transporte que ni siquiera nos respeta. Subo al bus, saco el billete de mil pesos, que en este momento me cuesta tanto, y los entrego a las falanges callosas del conductor que luego prosigue a subirle a esa música sin sentido. Me siento asfixiada y perdida en medio de tantos cabellos, maletas, brazos, empujones y olores revueltos. Intento buscar un espacio donde me pueda encajar en este rompecabezas urbano. En un lugar ya “seguro” donde medio me puedo sostener empiezo a ver a algunos rostros enmarcados por la rutina, que ya se me hacen conocidos, otros que me llaman la

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atención por lo particular de sus gestos, sus acciones y de lo ensimismados que van, sin darse cuenta de todo lo que pasa a su alrededor: el hombre durmiendo con su cabeza pegada a la ventana, rebotando como un balón; la señora que se mira al espejo y que, con un montón de herramientas como quien esta remodelando una casa, empieza a pintarse la cara; un muchacho enrollado en medio de dos cables, moviendo todo su cuerpo y su cabeza como quien recibe descargas eléctricas y está al borde de un ataque; miro el ritmo de una cabeza que gira al compás de las mujeres que observa a través de la ventana. El bus frena estrepitosamente, para llevar a alguien por la puerta de atrás, de repente una mano me distrae y me involucra en una cadena de monedas que se mueve hasta llegar al conductor. Miro ahora por la ventana y aún sigo en Usme, que se despierta con de repente una mano me el sol que lentamente va acariciando distrae y me involucra en sus montañas, entreveo a lo lejos una cadena de monedas algunas calles que aún guardan un que se mueve hasta llegar silencio sepulcral, miro las primeras al conductor tiendas abiertas y me imagino el olor fresco del pan recién horneado y del tinto caliente que se vende en las esquinas, los niños corriendo para el colegio y que en un momento hacen recordar mi infancia. El bus desciende cada vez más rápido atravesando cada lugar como si estuviera en una carrera virtual de un videojuego, pasa al lado de una oruga roja gigante que deja ver su interior, que no es nada diferente del lugar donde me encuentro yo. Sigo de pie y lo único que espero es que la persona que se encuentra sentada al frente llegue rápido a su destino para poderme sentar, pero el viaje transcurre sin ninguna novedad, incluso perdí la cuenta de las veces que repetí la cadena de pasar el dinero de mano en mano. Es como si nos exprimieran al cuadrado de cada calle, de cada semáforo… Cuando por fin me acercaba a mi destino giré mi cabeza hacia la parte


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de atrás del bus y me encontré con una axila que no me dejaba ver que tan distante estaba de la puerta, con anticipación inicié mi recorrido por el medio de una selva espesa que me dejaba avanzar con dificultad. Toqué el timbre calculando el par de cuadras que me harían falta para por fin salir de ese pequeño infierno florido. Respiré un poco de aire “fresco”. Estaba en el centro de la ciudad, que como siempre está congestionado y emprendí una gran carrera para llegar a tiempo a mi universidad. Después de varias horas y en una tarde de viernes cojo una buseta que me llevaría de vuelta a mi casa, no entendía si el ambiente era más o menos soportable que el de la mañana; al lado se me sentó una mujer colosal, como de 40 años, que mostraba en su rostro el cansancio de un día fuerte de trabajo y que, en menos de nada, colocó su cabeza pesada sobre mi hombro; escuchaba las risas escandalosas de unas mujeres sentadas en la parte de atrás y me exasperaba la lentitud del conductor buscando el pasajero que lo esperaba ansiosamente; veo las calles atestadas de una multitud donde algunos sonríen felices y me imagino que es por la llegada del fin de semana que cambia el espíritu de las personas. “Muy buenas tardes damas y caballeros” dice una persona que se acaba de subir al bus, esperando que al menos una persona le responda; “buenas tardes” digo en una voz fuerte, sólo con la intensión de despertar a esa mujer que ya me tenía arrinconada, casi a punto de ahogarme. El vendedor empieza a repartir unos dulces, a los que les hace una propaganda para llamar la atención y vender al menos uno; más adelante en el recorrido se suben entre seis u ocho personas vendiendo y otras pidiendo que se les de una ayuda para poder soportar una noche más. Cuando me acerco de nuevo a mi barrio, alumbrado en algunas zonas sólo por la luz de la luna y en otras por las luces brillantes de colores de neón de las tiendas, bares, cantinas y algunos burdeles, vuelvo al recuerdo que tengo del centro, que se asimila ahora a estas calles llenas de gente, de parejas, de amigos buscando el plan para la noche; me bajo un par de cuadras antes para caminar un rato, saludo a uno que otro vecino y me encuentro con un sabor extraño en mi garganta, que me llama con un eco dionisiaco; llego al bar de costumbre donde sé que estarán mis amigos de fin de semana y trato de olvidar todo y regocijarme en este exilio de cuatro paredes.

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BLACK PIG

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“Esos huesos de los guerreros, a la orilla del río, siguen siendo hombres en la memoria de sus mujeres” -Poema chino

Ilustración: Juan Camilo Melo


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Laberinto de sombra

Aproximación a la memoria de Nelson Cruz Por: Rodolfo Celis fitocelis@yahoo.com

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na mano escribió sobre el muro “¡Nelson Cruz Vive!” y otra mano, después, chorreó aceite quemao sobre la misma pared, dejando una cortina de rejas verticales y negras, por entre la que puedo deletrear el mensaje inicial encarcelado. Ahí, justo en el exterior del Colegio García Lorca, sobre la Vía al Llano y frente a la estación de servicio Texaco que en su administración ordenó recuperar, por una supuesta invasión a la ronda de la quebrada Yomasa, fue el génesis de esta aproximación a un personaje polémico, contradictorio, que pareciese haber cosechado las flores del cielo y del infierno. Y que – vaya ironía- aunque se murió ya hace un buen tiempo, sigue vivito y coleando por esta loca Localidad, como si nada. Como si el silencio de la tumba no vastase para sepultar su legado, o como si las lluvias que bajan raudas por estas laderas, tan cerca de las estrellas, no fueran juagando con sus manos acuosas la sangre de los muertos. Fue ahí donde me surgió la idea que este hombre, cuya memoria mancillada por los residuos del petróleo se ha despojado de su carne y ahora gravita con el peso de un signo vital de nuestro tiempo. “Voy a encontrarme con un muerto”, me dije, y salí, así no más, a la busca de la ocasión precisa, no sin la extraña sensación de avenido profanador. En mi infancia los muertos eran gente muy respetable que habitaban una oscura dimensión de la que era mejor no sustraerlos, aunque no faltaba el que volvía por algún asuntico pendiente dejado entre los vivos: un tesoro enterrado, una promesa incumplida, una misa sin pagar al santo de la devoción. Hecha la diligencia, vuelta al inframundo. También los había chocarreros y pendencieros que tornaban sólo por el placer de asustar a los vivos, con estrategias tan desprestigiadas por el cine de terror como apagar velas, tumbar cacharros o abrir ventanas, pero los

peores eran los que les daba por halar de las patas a cualquier cristiano malacaroso y dormilón. ¡Uyuyuyyyyy, qué miedo! Pero, bueno, este muerto no me asusta. Me echo una cruz grandota, otra cruz para darle más poder al conjuro, le sigo el consejo a Juan Camilo de pedirle permiso al ánima del difunto, si tal cosa existiese, y paso por alto lo de prenderle una velita por el eterno descanso, no sea y se me queme hasta lo que no tengo, como ya le ha sucedido a tanto buen católico por culpa de la fe popular. Y allá, voy, buceando entre la bruma de la historia reciente de estas tierras y calzándome estas pinzas de frío para atrapar la memoria al vuelo. Voy al encuentro con un muerto, con su nombre y su estela, pues si le hago caso al muro, Nelson Cruz vive por aquí y sólo preciso dar con su paradero, reconocerlo entre la multitud, abordarlo en cualquier esquina de Santa Librada y sanseacabó la vaina. Elemental ¿no es cierto?

Remando contra el viento Nelson Cruz llegó a Bogotá procedente de Briceño, un pueblito de clima medio del occidente boyacense, trayendo, además de la maleta de sueños propia de todos los inmigrantes, el aroma de los cafetales florecidos y del melao en la paila. Para efectos de una biografía, daría lo mismo que fuese otro el pueblo natal. Simácota, Sibundoy, Dabeiba o Jenezano; caseríos con nombres de extrañas resonancias o extraídos del santoral católico, habitando taciturnos los mapas de los escolares y el olvido de la nación. Al final da igual. Cachacos, paisas, tolimenses o llaneros, todos llegamos empujados por las mismas contracciones pélvicas de la patria y de un solo golpe de vista

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leTras InFOrmales Bogotá/Usme 2009 nos enamoramos de la ciudad, de sus luces y sus sombras; y en ese ejercicio vital entre el amor y la gratitud por la tierra adoptiva se va deshilachando el alma y en algún momento, ya la vida no tiene más reversa, entonces, el único camino por delante siempre desemboca en la pelea por los derechos de la gentecita, por la dignidad de los nadies, de los nuestros. La historia se repite en todas partes, un hombre cambia de clima y de piel, entonces entre el dolor del exilio, en la ruptura ontológica de habitar lo ajeno, nace un lazo diferente con el mundo. Seguro, Nelson lo supo así, de un solo totazo, de uno de esos golpes como del odio de Dios, de los que hablase un poeta andino que se fue a morir a París con aguacero. Él, en cambio, llegó hasta España en una de esas misiones con fotos de postal y sorpresa disimulada, y se devolvió a estas tierras del Tunjuelo, a vivir, a morirse para siempre. A conquistar un lugar cercano a la leyenda que, seguro, si no era para él, habría sido para otro.

Un coma es un punto final

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El parte médico dijo que un aneurisma, esa palabra griega tan bonita para ser sinónimo de la muerte, te removió la vida. La fractura definitiva de una arteria que se revienta en el cráneo, el flujo palpitante de la sangre que se desboca y anega el pensamiento. La luz que se apaga. “Me duele mucho la cabeza, debe ser stress” era su cantilena de los últimos días; dejémonos de vainas, nadie le para bolas a esos comentarios de refilón, dejados al garete como quien habla del clima. Pero no, quizá ya se estaba abriendo un boquete, la fractura que se intensifica y estalla de pronto, a los 40 años... una buena época para morirse. Justo antes de empezar a envejecer, a agarrarse a la vida, a ser un conservador urticante. Para allá seguro iba, de no ser porque ella, la inapelable, se atravesó en su camino, segura que le hacía un favor, a él, a su nombre y a su pueblo. La agonía duró una semana en la clínica San Rafael y afuera se fue agolpando todo Usme. Los que le amaban y dejaban prendida una veladora por la recuperación de su cuerpo, no sabiendo que ya ningún poder celestial le traería de regreso, los que le odiaban, que seguro iban para comprobar que sí era cierto que se iba a morir y que dejara de joder de una buena vez. Los indiferentes, esa masa anónima que no se pierde la movida de un catre y que llega adonde ocurre la noticia. Y, por supuesto, como olvidar a los políticos amigos. Por ahí pasaron Peñalosa, Gilma Jiménez, Ángel Custodio; todos convencidos que hay que ir allá donde se congrega el pueblito, que hay que acompañar los instantes de la pena popular, porque eso, a lo mejor, representa unos voticos de más.


leTras InFOrmales Bogotá/Usme 2009 Los días fueron pasando y el coma se hizo definitivo. Un hombre que se hace vegetal me sigue pareciendo una imagen poética de la vuelta a las partículas elementales. El animal se transforma en planta y después en un puño de tierra. He ahí los tres reinos de las ciencias naturales de hace tiempo –antes que hongos, móneras y protistos armaran rancho aparte-. Los médicos propusieron realizarle una lobotomía, que no era otra cosa que extraerle un pedazo de cerebro, aún sabiendo que el procedimiento quirúrgico tampoco resultaría de algún beneficio, pero a él le dio por morirse de una, antes que enfrentarse al escalpelo. Y se fue en una habitación especial que le habían acondicionado para recibir visitas, lejos de la gelidez mortuoria de las salas de cuidados intensivos, en medio de los suyos, rodeado de gente, como en una escena ya vista de la pintura universal. Nelson Cruz Duarte dejó el mundo del tropel y la lucha acompañado de las caras de otros días de manifestaciones públicas, justas electorales y festejos hasta el amanecer, de las ollas comunitarias y los paros cívicos por servicios públicos; pero, en medio de un silencio que contrastaba con los que había sido la algarabía de una vida siempre silbeante y borrascosa.

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Punto cadeneta

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Entonces salto al presente. Vuelvo a su Usme y a mi Usme. A sus calles y a mis calles, a sus amigos y a mis amigos; a los que sí lo conocieron y mi búsqueda les incita la remembranza, porque todos guardan una cierta imagen, una palabra una anécdota. En cambio, a mí me corresponde el espacio de la memoria, del “así fue” silenciado, yendo de casa en casa, robándoles palabras, minutos, sueño, fragmentos de un pasado que se hace humo y que emerge de pronto, como la punta de un iceberg en esta profunda noche de la desmemoria. De a poco le voy poniendo color a esos “ojos azules muy bonitos” que recuerda doña Catalina, palabras a su voz de profecía, pero cuánto cuesta imaginar cómo era, qué decía, cómo caminaba, para dónde iba ... bueno, iba para la vida y para la muerte, para la memoria de una Localidad y para mi crónica, prolongación de los recuerdos de unos y otras... Vive Nelson Cruz. Su silueta vaporosa sigue caminando las calles y los caminos del Danubio hacia el sur. Los muros siguen gritando su existencia, como la de tanto muerto célebre que habita los baúles de la historia patria. Sus palabras resuenan con ecos nuevos cada que alguien insiste en traerlo desde una edad pasada. “Si Nelson Cruz viviera” dicen ciertos viejitos enfurruñados en sus mantas. Ellos, tan cercanos a la tumba, ya han aceptado la posibilidad de la muerte, pero los otros, los necios, predican

Ilustración: Juan Camilo Melo


leTras InFOrmales Bogotá/Usme 2009 que el hombre vive... como cualquier salvador resucitado por su apostolado. ¡Qué ironía! Que a pesar de tanta muerte, querramos eternizar la vida, levantando sus islas de ruido y furia. Y en esta Comala los susurros tornan cada tiempo, cuentan historias silenciadas por los callejones, desnudan la mano del poder y dejan al rey en paños menores, cuchichean subrepticiamente. Voces sin cuerpo que murmuran a escondidas, lejos de los micrófonos. Entonces, Nelson quizá sea un Pedro Páramo al que le nacen hijos como gusanos en la tumba. Cuantos heraldos de su palabra, cuantos predicadores de sus milagros, cuantas magdalenas certifican el prodigio de su resurrección, porque todos eran Nelson, en él se proyectaban sus sueños, su arribismo, su carisma, sus envidias y fracasos. Este hombre ya no es un hombre, es un pueblo,

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que trajo una carretera, un alumbrado, la planta El Dorado, el acueducto para Sucres, el COL y un par de bulldozers incansables que se iban a romper el mundo allá donde señalase su dedo un demonio, un santo, el putas, un símbolo de estas tierras anónimas, desclasadas, olvidadas; un individuo que vino a ocupar un espacio en el imaginario colectivo, como un claro ejemplo de lo que significa ser un líder carismático, en términos de Weber para los más fiebres. Sus milagros están a la orden del día, que trajo una carretera, un alumbrado, la planta El Dorado, el acueducto para Sucres, el COL y un par de bulldozers incansables que se iban a romper el mundo allá donde su dedo señalase, aún en contravía de las disposiciones del ordenamiento territorial. Y no faltaba el líder barrial que lo invitaba a su casa, le hizo padrino de uno de los chinos, le puso los votos de toda la familia y hasta fue cómplice de sus desafueros, de las parrandas interminables, del festejo después de cada piquete, de sus devaneos con los elenos –no por nada Peñalosa le llamaba “mi alcalde guerrillero”; y la creencia en la revolución, de los pasquines subversivos en alguna litografía del centro, y de los amores escondidos con las muchachas que se le ofrecían de gratitud o de las señoras que le parieron hijos por fuera del matrimonio a razón de ágape cristiano, porque los pobres si no tienen nada más que dar, entregan el cuerpo, con el corazón adentro. Y de su última etapa, amarrado a los vaivenes de un partido de derecha y a la centena de procesos judiciales que

se quedaron esperándole en los anaqueles del sistema. Todo eso hasta que la cabeza se le estalló sobre los legajos en blanco, deteniendo lo que había sido y tachonando lo que aún quedaba por hacer; pero su nombre le sobrevive en palabra y esperanza. Y ya me resulta familiar todo este enredo, su nombre, breve, elemental, como michicateando las palabras. Ahora sé que viniste de lejos, de un pueblo cálido enraizado en la falda de la cordillera, con olor a yerbabuena. Y estas tierras del Sur te atraparon con su problemática y su mitología de redención. Seguro estabas loco, hace falta estar loco para irse a conquistar otras tierras que no nos pertenecen; un quijote que rompe su lanza contra los brazos mastodónticos de los molinos de viento. ¿Se parecía tu pueblo a mi Copey? ¿Cuanta memoria y cuantos muertos se quedaron trancando la puerta? ¿Qué cosas empujaban la renuncia? Y este Usme frío, de reumatismo desacompasado y lluvia reptil, seguro te recibió anónimo, allá por los ochentas, y ahí estaba la facultad de administración pública, la rumba, la marihuana, la revuelta, Marx, el Ché y los parceros de entonces, que habrían de sobrevivirte y han seguido escalando sobre los pliegues de tu nombre....

Hojas de hierba ... Un día, cuando empezaba a sentir el embrujo de esta tierra, subí hasta la planta El Dorado, donde Vickycita y Myriam me contaron la historia de los paros y la lucha popular por el agua; ahí sentí que esa pelea también me pertenecía, que había algo propio en cada piquete, en cada resistencia, en cada subversión del silencio y entonces fue el vacío de quién llega demasiado tarde al baile, cuando ya se apagan las luces y esa mujer se ha ido. Y no recuerdo cuando te moriste, cómo, de qué forma... Alguien me contó después tu historia, la historia de uno de los tres Nelson de Usme -de los otros dos después hablamos- que se murió “sin un solo peso en el bolsillo, porque todo lo que consiguió en la vida se lo dio a la gente”; esa imagen me impactó profundo ¿Quién era ese desarrapado? Es que, imagínense, morirse uno sin un cuarto de tierra para los huesos, como cualquier libertador sometido a la bondad de los viejos camaradas, o como el crucificado, siendo un despojo recogido por la caridad de cualquier Simón de Sirene. Me contaban que sus amigos juntaron billete sobre billete para llevarte al cementerio, para la funeraria y la liturgia y que allí una multitud se agolpó a llorar su vida, que las flores no se marchitan, que las velas no se apagan, y que hay algo de nuestra historia sepultada con sus restos.


leTras InFOrmales Bogotá/Usme 2009 Y el agua, que ya no llega en manguera, viene rauda desde Sumapaz como un elixir para aligerar la pena, sigue corriendo por esas laderas de Comuneros, y hace pequeños charcos por la calle, y ahí donde se empoza y se pinta de sol, hay un pedazo de memoria de la lucha. Vicky lo sabe todo, por eso le duelen tanto los recuerdos, aunque no lo diga, y ve en cada líder que emerge un espejo del muerto, y sabe que todos corren hacia allá de prisa, que el camino de la resistencia seguro desemboca en el infierno y que el poder es un monstruo grande que pisa fuerte y aplasta los árboles florecientes del camino. Le he vuelto a preguntar por ese hombre, vamos para El Tunal y aprovecho el tramo de buseta para interrogarle. Me cuenta un par de anécdotas nuevas. Pero hay un torrente de lágrimas que se niegan al mundo. Vicky no llora, es muy verraca para llorar, cosa que es de nenas. Pero hay en su tono y en el ejercicio del recuerdo una nostalgia grande y la tristeza de quien asiste a la tragedia humana. La tristeza de quien habla desde el teclado y oculta su dolor detrás de una metáfora. Y después de la muerte viene el silencio, el hombre negado tres veces, el empeño de los viejos amigos por perpetuar su memoria en un edificio público cualquiera, los homenajes que se convierten en cadenas de favores, el ascenso sobre los hombros de gigantes y los vítores siempre ciegos y a destiempo. Y sobrevive el odio de los enemigos, porque ese Nelson también fue un hijueputa. Seguro que sí. Hace falta ser mucho hijueputa para, como me dijo alguien, no robarse ni un peso, aunque se lo haya permitido a otros. En últimas, que no hace falta dinero, si lo que se está comprando es la eternidad. Entonces, surgió la inquietud constante por saber ¿quien fue este personaje? Ahora vuelve y me asalta esa pregunta, qué decirle a quien indagase por tu nombre que no aparece en wikipedia, en diez, veinte o cien años. ¿Un héroe? ¿Un mesías? ¿Un hijueputa? Acaso, quizá, no sean la misma cosa. Un poco de lo uno y de lo otro.

Donde crece la verdolaga En los ochenta, Ciudad Bolívar era una cordillera al otro lado del Tunjuelo partida por la mitad entre dos poderes, a un lado los elenos y al otro los farianos. Era la Ley del monte la que hacía las funciones de organizar ese mundo de autoconstrucción y carencia. Y fue del lado de los elenos, en un momento en el que ya no había más tierra qué conquistar, de donde salió una buena parte de la gente que se iría a Usme, a refundar el mundo y a levantar un barrio que se llamaría El Triángulo. El lote se lo compraron a Guerrero Estrada ¿a quién más, si no? Y levantaron un

conjunto de casas, planeado en medio del desorden urbanístico de esos años, siempre con la ayuda de Mencoldes, una fundación de cooperación menonita. Comprada la tierra, se distribuyeron los lotes aleatoriamente y se levantaron las viviendas. Y de ahí, de ese barrio enquistado en el corazón de la comuna Alfonso López fueron creciendo el hombre y el mito de la mano. Si mis cuentas y mis fuentes no me fallan, eso fue a mediados del ochenta y Nelson debía tener 23 años. Una buena edad para sembrar. La historia del Triángulo es una historia que no preciso, ni puedo, contar; sólo recordar que en algún momento este pedazo de tierra se convirtió en el corazón de la resistencia y que llegó a actuar como una verdadera república independiente, en su sentido más genésico. Ahí tuvo su casa Cruz Duarte y ahí sigue desandando sus pasos. A estas alturas, todo es una sumatoria de momentos que se explayan por dos décadas y se comprimen, esquivan y yuxtaponen en medio

qué decirle a quien indagase por tu nombre, que no aparece en wikipedia, en diez, veinte o cien años. ¿Un héroe? ¿Un mesías? ¿Un hijueputa? párrafo. Que el trabajo con los menonitas, la organización de Corpocal, las luchas populares por los servicios públicos domicialiarios y la legalización de barrios, la carrera en la ESAP, el Consejo de Planeación Territorial, la Red de Solidaridad Social, el edilato del 95 con sus 840 votos, el 67% obtenidos en una sola mesa de votación, la número trece de Comuneros, y el 13 de abril del 98, cuando Peñalosa lo designa alcalde local. Después –o antes- vinieron los desplazamientos campesinos, las amenazas de muerte, el atentado sobre la carretera, los procesos judiciales que se van amontonando en los despachos, las alianzas con políticos de la derecha y el cambio radical. El líder comunal que se hace político de profesión, pero en el ejercicio de calzarse otras botas hay un desgaste, una pérdida irreparable, una toma de distancia frente a la fe antigua y otros valores que se atraviesan en el camino.

El lado oscuro de la fuerza Ahí fue cuando el Nelson de extracción popular se hizo un personaje con poder, la figura más importante de aquél Usme de movimientos cívicos que dominaban el panorama electoral: Un mundo todavía joven, todo por construir, por legalizar, por meter a la fuerza en el baúl del ordenamiento. Y ahí llegaba un hombre con un inmenso futuro

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por delante, cuantas cosas se avizoraban, pero también cuantas tempestades se levantaban en el horizonte. El desorden administrativo estaba a la orden del día, construcciones sin terminar, gastos exorbitantes, contraloría y procuraduría encima y un alcalde que se le ocurrió promover la “alcaldada” como mecanismo de gobierno. ¿Que qué era eso?, pues significaba, ni más ni menos, que saltarse la ley, pasarse la norma por la faja, con conocimiento de causa, hacer coincidir el interés propio o colectivo con las instancias administrativas, costase lo que costase, no acogerse a los procesos jurídicos; creer que la sola buena voluntad bastaba para gobernar. Y ahí fue donde se empezó a equivocar, lo que vino después es la suma del fracaso, el eterno problema de la caída anunciada, el desgaste de la popularidad, la merma de la salud, el autoritarismo, el mesianismo que se iba apropiando de su cuerpo y de su gestión. Los amigos estrecharon el círculo en torno a su figura, pero también los enemigos hicieron su banda y uno no se explica cómo gente que había peleado junta las justas luchas del agua, de un día para otro ya no se podían ver ni en pintura; se empezaron a odiar, a distanciar, a pelear por el poder y cada vez se hacía más sensible el abismo por donde se salta a la ingobernabilidad. Gloria Mejía, Danilo Jácome, Carlos Salazar se convirtieron en su contradictores y seguro no lo hicieron de maldad, sus razones tendrían. Pero, claro, para

Un alcalde que se le ocurrió promover la “alcaldada” como mecanismo de gobierno. los amigos del alcalde todo se reducía a envidia que le tenían y las críticas a su administración se leyeron como ataques a su persona, olvidando, por ejemplo, que Carlos Salazar como burgomaestre local se había batido para responder a las exigencias de antaño del movimiento cívico. Y la cosa se polarizó, al punto que Nelson terminó gobernando con sus amigos y cerrándole la puerta a otros actores locales; pero, sobre todo, hizo una cosa terrible para la gobernabilidad: personalizar la relación del alcalde con la gente, fundamento del estado comunitario que es la forma más fácil del populismo. Pero, Nelson también era un líder localizado, que saltó a la palestra desde la comuna y Comuneros, lo que le hizo pertenecer a un sector, entonces tampoco fue el alcalde de todos y para todos; por supuesto que tenía sus afectos y debía sus favores y excluyó a otros actores, especialmente a los militantes del tradicional liberalismo que siempre había sido la fuerza política más importante de Usme. Así, en su afán de construir todo de nuevo,

cerró filas contra la tradición, quiso edificar sobre las ruinas de lo antiguo desde un adanismo primigenio, establecer un tipo de relación directa con el pueblo que le diese réditos políticos y que le entronizó en el mito popular, pero le distanció de otras fuerzas vivas, cerrándole las puertas al diálogo. Y sin embargo, al terminar su alcaldía de alcaldadas y trabajo duro, el mundo se fue cayendo a martillazos, el ascenso se hizo limitado, las posibilidades afuera no llegaban. Y hubo un día que confesaba, sin pudor, “hoy no he tenido ni para un tinto”; así también se fue desengañando, fue olvidando de dónde venía, prostituyéndose política y personalmente, arrojado a un remolino turbio del que no había regreso y se fue muriendo. No le quedaba otro camino.

El carisma como don Para bien o para mal, Nelson Cruz es un personaje que responde a las características del “líder carismático” enunciado por la sociología contemporánea, en tanto es una especie de mesías producto de un tiempo de crisis y necesidades (la lucha por servicios públicos) que abandera los ideales de una colectividad, gracias a su capacidad de liderazgo, su discurso acorde a los sueños de la gente, en el que “cambio” se torna en palabra-consigna y la capacidad de vender una visión esperanzadora del futuro. Un ser que inspiró un gran fe y confianza entre sus adeptos, a partir de un proyecto colectivo que primaba sobre la consideración individual, en ese sentido, se pone de manifiesto su capacidad de sacrificio, su habilidad retórica y su energía en el quehacer comunitario; esto es tan cierto que muchos de sus seguidores creen que fue el trabajo por la gente lo que causó su muerte, lo cual constituye una especie de martirologio que le hace ser mucho más apreciado y querido por las comunidades. Pero, este tipo de líderes, que tanto gustan a la gente del común, también incurren en pecados inmanentes a su misma condición, tales como su apuesta por el caudillismo popular basado en el culto a la personalidad, la generación de una clientela de seguidores adulantes y sumisos; el convencimiento pleno de poseer la verdad, lo que no permite la crítica, el diálogo, la duda razonable o el exceso de confianza que hace creer que se está por encima de todas las normas del contrato social. En ese sentido, su caída no es más que la performance de un líder narcisista que sin sólidas anclas de autocontrol, autoconocimiento y respeto por el otro, se torna emocional y políticamente agresivo, inestable, impredecible y –en consecuencia- poco confiable. De otra parte, sus amigos, en el afán de magnificar las gestas políticas de Cruz Duarte, han terminado por opacar los otros nombres de la


leTras InFOrmales Bogotá/Usme 2009 lucha popular; entonces, uno que está convencido de que la historia no la hace un hombre solo, se pregunta dónde queda la gente de la base, dónde las madres comunitarias que sumaron sus fuerzas al proceso, los líderes hoy muertos y los olvidados de la memoria local; dónde el sacerdote anónimo que movía la gente al paro desde el púlpito; y dónde quedan Hugo Villamil, Sara Murcia, Aureales Méndez, Gerardo Santafé, Víctor Romero, Ramiro Montealegre, Myriam Rincón, Ismenia Peralta, Juan Carlos Naranjo, Alberto Sichacá, Joselito Álvarez, Laurentina Vargas, Otilia Dueñas, Elvia Peña, Rafael Villalobos, Catalina Alarcón y los demás, los que ya nadie recuerda. Así pues, hablar de Nelson Cruz es sabernos herederos de una justa lucha popular de la que este personaje fue uno de los adalides, pero no el único, y saber que una personalidad tan fuerte no perece con el tiempo, ni tiene sucesores, que su nombre seguirá rondando por la cabeza de las generaciones futuras, con todas sus contradicciones, metidas de pata y cosas buenas. Un hombre que nos recuerda a la distancia que el demonio también es un ángel hermoso y que somos ceniza que esculpe en el tiempo. Usme, nov. 2009 A los guardianes de las puertas del templo

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Ilustración: Juan Camilo Melo

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Ilustraci贸n: Juan Camilo Melo


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Durante décadas, miles de colombianos han emigrado a la capital en busca del bogotan dream; así, en esta crónica se revela la historia de una de esas aventuras con resonancias familiares.

Por: Julián Andrés Montoya Reyes

Son las 7 p.m. del 24 de Octubre del 2009 El humo a cigarrillo se siente en el ambiente, algo incómodo para un no fumador como soy yo. No me queda otra que la resignación, es más común ver fumadores que no fumadores, somos una especie en extinción. Salgo del parque de La Marichuela, junto a mi prima Diana, rumbo a una cancha de tejo en Santa Librada; en el camino hacemos varias paradas, nos encontramos con sus amigos, y vamos por una dosis de nicotina. No tardamos demasiado en llegar, el sitio es pequeño, consta de un pequeño bar abastecido con cerveza, bebida sin la cual el tejo, quizá, no sería tan popular. El juego en esencia parece simple, consta de dos montículos cubiertos de arcilla, coronados por varias mechas de papeletas triangulares que deben ser estalladas por un objeto de metal sólido en forma circular, a una distancia de unos 8 mts aproximadamente. Luego de varios tiros de suerte, el resto del juego es un desastre para mí, son varios los estilos de tirar, aunque el más peculiar que vi es el de una amiga de mi prima, se llama Johana, es una morena no muy alta, carismática y con sentido del humor. Camina un poco o trota y se eleva en un pequeño brinco al estilo ballet y lanza. A eso de las ocho pasadas nos despedimos de sus amigos, nos dividimos en dos grupos, yo continúo el camino con mi prima, Johana y Cesar, otro amigo. Discutimos hacia dónde debemos ir, baile vs música, cabe resaltar que para el baile soy un desastre –lo mío es una lucha constante entre mis extremidades y la baldosa-, después de varios minutos llegamos a un pequeño bar con una rockola, lo que da como resultado un empate, hay música para todo gusto. Hablamos pura carreta como suele hablarse con los amigos, se discuten temas como la música que nos gusta, la vida; o cómo vamos a solucionar el país, mas aún, determinar con cierta seguridad el mal que afecta a la sociedad colombiana. La charla se acompaña con una cerveza. El licor tiende a desinhibir a las personas y romper la tensión, por eso es tan popular en cualquier ambiente, ya sea de jóvenes o viejos, sin distinción de estrato social. Si quieres declarártele a una mujer que te gusta no hay mejor impulso que el de una buena copa de aguardiente o unos tragos de cerveza. Si hay peleas entre familiares o amigos se pueden solucionar o empeorar con el licor. A eso de las 9 p. m. cae un torrencial aguacero que durará toda la noche, como sucede en mi terruño –Manizales, tan bien conocida como cielo roto-, la nostalgia toma presa a mi mente, es la misma lluvia y el mismo frío, pero no la misma ciudad, estoy a más de 8 horas de distancia de mi hogar. Estoy en una ciudad remota para encontrar empleo, aunque no soy ni el primer Montoya ni el primer Reyes que llega a esta ciudad con este propósito. A continuación voy a relatar una breve historia que me contó mi mamá, acerca de un tema -que estoy seguro resultará familiar-. Los eventos suceden entre las décadas de los sesenta y setentas y tienen una relación directa con mi viaje. Esta es la historia de Rosita y de Rosa que, aunque son la misma persona, corresponden a etapas diferentes de su

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Rosita en plena adolescencia, siendo una de las mayores se amarra los calzones y se transforma en Rosa, al estilo Supermán Por:Xino

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vida, cuya separación entre juventud y madurez es brusca, como suele suceder en buena parte de la clase humilde de Colombia. Contrario a lo que pudiera creerse el paso de la niñez a la infancia y ese abismo que es la madurez, no está marcado necesariamente por el primer beso, la primera relación sexual, la primera fiesta a la que se fue o la primera borrachera con los amigos. ¡No señores! ¡Nada de eso!, lo que realmente marca a la mayor parte de la gente en el país del sagrado corazón de Jesús, es el trabajo. El esfuerzo que miles de niños tienen que hacer para obtener comida y dinero, lo que no corresponde a sus intereses, pero si a sus circunstancias. Rosita nació en un pueblito del Tolima llamado Fresno, muy joven se fue a vivir a la bella ciudad de Manizales, con sus padres y un puñado de hermanos: Amparo, Leonor, Gustavo, Elvia, Jr. luego salieron rumbo a Bogotá con la promesa del progreso económico que hasta ese momento les había sido esquivo. En el rostro de Rosita se dibuja una inocente sonrisa, -aunque desconoce la dura prueba que le deparará la nevera, esa inocente sonrisa la mantendrá toda su vida. La nevera, así llamada Bogotá por el clima tan helado y hostil para aquellos que son del trópico. El padre de Rosita, Leónidas, quizá sin premeditación, los hospedó en la casa de una conquista de amor, simplificando las cosas en sus términos: la moza, la esposa y los hijos en un mismo sitio. No dejando otra alternativa para Ana Rosa, la madre de Rosita, y al resto de la prole, que tomar las pocas cosas que tenían y arrancar para otra casa, esta vez llegarían a un inquilinato en el barrio La Florida. Rosita en plena adolescencia, siendo una de las mayores se amarra los calzones y se transforma en Rosa, al estilo Supermán, con la ventaja de ostentar verdaderos superpoderes: aunque no tiene súperfuerza tiene verraquera, carece de rayos X que salgan de sus ojos, a cambio tiene la visión de futuro para guiar a su familia, en lugar de aliento que congela tiene el suficiente para compartir con su mamá y sus hermanos, y así no dejarlos caer en la desesperación. Lunes 19 de Octubre del 2009 A eso de las 8:30 a.m. salgo rumbo a Bogotá, mi mamá me despide del terminal de Los Cámbulos -de reciente construcción en la ciudad-. Mi papá no está, ya me había despedido de él, con antelación, y atesorando sus palabras de despedida las almaceno en mi memoria. Me alejo triste, pero en el fondo de mi corazón subsiste el deseo de salir adelante y la oportunidad de desarrollarme como profesional. Mi madre no deja


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Por:Xino

a su hijo a la merced de una enorme ciudad como es Bogotá, todo está calculado, me dice: “atento a las recomendaciones de sus tías, no le pida información a cualquier desconocido, mucho cuidado con los ladrones y que la virgen me lo proteja”, palabras sabias de alguien que navegó antes que yo las olas de una tierra desconocida consciente de sus peligros. Al final una bonita postal, ya encaminado, observo a mi madre a quien no veré durante los próximos meses; de igual forma, dejo a mi padre, a mi hermano, a mi novia, que espero me extrañará y a uno que otro fulano que considero amigo. En el bus me esperan poco más de 8 horas de viaje, tranquilo; procuro dormir un poco, pero me resulta imposible por el bamboleo del bus que remonta las montañas de Caldas, para después entrar por Honda y Mariquita en el departamento del Tolima y elevarse lentamente hasta la sabana de Bogotá. Sin la posibilidad de soñar me pongo a pensar en la historia de Rosa y Rosita que me contó mi mamá. Rosa trabajó como vendedora en el almacén Popular en el centro de Bogotá, actualmente ya no existe este almacén. Contrario a lo que sucede hoy en día, el hambre no la hace robar; no por ser pobre se vuelve una delincuente como se matriculan muchos ladrones hoy en día; se justifican en las circunstancias sociales, aducen ser sólo unas víctimas de la sociedad que los devora y los obliga a tomar aquello que no les pertenece. Pasados los años, el amor, que conoció quizá a cuenta gotas, tiene nombre propio: Rafael, un manizalita con una vida similar a la de Rosa que conoció precisamente en Manizales, cerca de Chipre. Con aspectos que los unen, propios de las cosas difíciles que se alcanzan con laboriosidad y por tanto valiosas por sí solas. Por cosas de la vida terminan casados y regresan a Manizales. Doña Ana Rosa murió de cáncer, lo que aún le produce tristeza a Rosa y le saca una que otra lágrima. El resto de la prole se dispersó por Bogotá. Don Leónidas vivió lejos de la familia y, más o menos veinte años después de la muerte de Doña Ana Rosa, murió. Doña Rosa y Don Rafael actualmente continúan casados, tienen dos hijos, son cómodamente felices, han pasado por eventos que los hicieron madurar; lo mejor de todo es que lo hicieron juntos. Las mayores dificultades las tuvieron en Manizales, vivieron en arriendo varios años hasta que compraron su primera casa en el centro de la ciudad, de allí los sacaron los ladrones, saltaron de una casa a otra hasta que se establecieron en un barrio tranquilo llamado La Leonora. Son las 4 p.m. del 19 de Octubre del 2009 Mi tía Amparo me espera a las afueras del terminal, frente a un vidrio custodiado por un policía me hace gestos para hacerme saber que ya me vio. Voy rumbo al barrio La Marichuela al sur de Bogotá a probar suerte, de aquí en adelante que sea lo que Dios quiera. Voy a seguir los pasos de mis papás que la lucharon y le ganaron a la nevera; por cierto, mis papás son Doña Rosa Helena Reyes y Don Rafael Montoya.

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UNA RESPUESTA QUE PREGUNTA Por: Erika Marcela Díaz Soto erikamds9@hotmail.com ¿Quién es Amalia?

Amalia es una niña de ocho años. Hermosa. Inteligente. Habladora sobremanera. Piel canela. Ojos de un color miel profundo donde la inocencia desfila y destella. Entendida. Delgada. Despierta. De pupilas que se abren cuando habla. Inocente. Altiva. Alegre. Cabello liso, obscuro y con algunos rayos como rubios. Su voz es tierna.

¿Y dónde vive?

Vive en El bosque, no un bosque de verdad, sino en un barrio llamado “El bosque” que al verlo nos recuerda que en verdad la vida es como un bosque, no porque esté llena de árboles frondosos, sino porque parece como si estuviera regida por la “ley de la selva”. El bosque es un barrio cercano a Alfonso López. Y en el inquilinato donde vive Amalia también vive una señora (la Hermana Rubiela) que lee las cartas, adivina el futuro, liga al ser amado fácilmente, atrae el dinero y la prosperidad, sabe si su pareja le es infiel, puede apresurar un divorcio, ayuda a la gente a conseguir empleo; es capaz de correr un vecino, limpiar su casa de malas energías, atraer buena suerte, ser sexualmente atractivo, dominar, ligar, conseguir que se case contigo y muchos hechizos más. Llama ya a la hermana Rubiela, la mejor esotérica, vidente, te dará la solución definitiva a todos tus problemas, llama, llama, llama ahora., etcétera.

¿Y la Herman Rubiela que es de Amalia?

Nada. Es sólo la vecina de Amalia. Rubiela vive en el tercer piso y Amalia vive en el primero, pero no tienen ningún parentesco.

¿Y Amalia con quién vive?

Vive con su mamá y sus cuatro hermanos. Amalia es la mayor. Los otros niños vienen seguiditos, hasta ahora están empezando a vivir y la vida para ellos es tan desafortunada que ni siquiera tienen padre, o bueno, es como si no tuvieran, porque su papá está preso, condenado como a veinte años y tener el papá preso en una cárcel, justo en la edad en la que uno más lo necesita, es lo mismo que tener la mamá… pero muerta, como dice mi abuela.

¿Y la mamá de Amalia qué hace?

La mamá de Amalia no hace sino gritar, supongo, porque ¿qué más hace usted con esa manada de chinos y sin trabajo, y sin esperanzas de un trabajo ah? No mentiras, la mamá de Amalia trabaja algunos días a la semana lavando ropa, aplanchando o lo que sea, lo que le salga; porque ahora como cada vez la gente va comprando lavadora, es más difícil que mujeres como la mamá de Amalia consigan trabajo lavando, por eso la mamá de Amalia a veces sale con los niños a vender arroz con leche en frente de algunos de los colegios aledaños al barrio; en fin, la mamá de Amalia se rebusca como puede y consigue lo de la comida y lo del arriendo a duras (durísimas) penas.

¿Y Amalia qué hace?

Amalia no hace mucho, pero habla hasta por los codos, es un amor de niña, es la mata de la inteligencia y la ternura. No estudia, pero sabe leer porque su mamá le enseñó y no lee las cartas, ni el tarot como su vecina la hermana Rubiela, pero tiene un talento maravilloso que la hace, a todas

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luces, una niña especial, muy especial. Hay que verla, Amalia tiene un talento grandioso para narrar, es una niña con una capacidad prodigiosa para expresarse y para relatar lo que sucede. Es todo un encanto verla, saborear sus ademanes, degustar la magia de sus palabras e involucrarse en una de sus historias donde mezcla hechos cotidianos con cosas irreales. Escucharla es una gran experiencia. Tiene una gracia inusitada para hablar. Hay que verla. Yo creo que podría llegar a ser, si se le prestara atención, una Virginia Wolf o, por lo menos, una Laura Restrepo. De hecho, según Amalia, ella misma le está enseñando a leer y escribir a sus hermanos menores.

¿Y usted dónde conoció a Amalia? La verdad, la conocí porque estaba acompañando una amiga que fue a donde la Hermana Rubiela a que le leyera las cartas. Yo no creo en las brujas, pero de que hay los que creen en ellas, los hay. En fin, la cuestión es que el día de la consulta del tarot, conocí a Amalia al salir de la casa. Ese día hablé con ella como quince minutos y quedé fascinada. Una semana después, volví con mi amiga a donde la lectora de las cartas y, mientras ella entraba a consulta, yo me quedé afuera hablando con Amalia. Ese día descubrí el talento tan especial que la niña tiene para narrar. Amalia me narró toda su vida, me dijo que no estudiaba y me refirió todos sus detalles y los de su familia. Ahora bien, me preocupa muchísimo que habitemos en un mundo donde la sociedad permite que se pierdan los talentos de las personas. No me parece lógico que nos demos el lujo de enterrar los talentos de la gente. Es imprescindible pensar de otra manera, actuar de otra manera, crear una nueva mirada, proponer otra educación. A veces creo que el hombre ha fracasado en todo y que hay volver a comenzar desde cero en todos los aspectos. La cuestión es que, sea cual sea el motivo o la raíz del asunto o los responsables directos o indirectos, Amalia es una niña desprotegida, vulnerada en sus derechos esenciales como la educación, la alimentación, la vivienda, la dignidad, etc, etc, etc. En fin. Me preocupa, me preocupa el presente de Amalia. ¿Y el futuro... y el futuro de esa niña?

Buena pregunta, muy buena pregunta.


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AMANECERES OSCUROS

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Levantarse temprano, durante toda una temporada, es encontrarse con un mundo que se despierta perezosamente y en el que los espacios, que se van dibujando con las primeras luces, se cargan de otros sentidos.

Por: Karen Lucía Bautista Mesa lunesita89@hotmail.com

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i me pusieran a elegir entre qué parte del día me gustase más, diría sin dilación que la Noche. Para mí ella, musa, ninfa, compañera fiel de mis andanzas entre la geografía de mi ser, ha sido y es la protagonista infatigable de mis mejores recuerdos, de mis momentos preferidos de estudio, lectura, soledad, de dolor, alegrías, tristezas y del top 10 de las mejores rumbas. Son sus silencios esperanzadores, su retorno eterno, sus tonalidades azules medianoches, su calidez solitaria, la que me ha mostrado todo un mundo (como el reverso de una moneda brillante) oculto, intrigante y misterioso que se transforma tras los colores naranjas, púrpuras, amarillos y azules lavanda del atardecer por las montañas del oeste. Por eso, y tal vez por otros significados que iré descubriendo con el reconstruir de este viaje, es que cuando me fue comunicado mi nuevo horario de tercer semestre, mis hábitos diarios (tan arraigados y piezas importantes en mi equilibrio emocional cotidiano) tuvieron que cambiar y ser retrasados (o adelantados según el punto de vista), como si el sol le hubiese dicho a la luna que su cita concertada tantas veces de encuentro se tuviera que alterar porque un día el Sol “amaneció” de malas pulgas. Durante cuatro meses me estuve preguntando, una y otra vez ¿quién, en sus cabales, se le ocurre dar una clase a las 6:00 AM de la madrugada en pleno centro de Bogotá? ¿Es que a ese “alguien”, como posiblemente tiene carro, no le importan las demás personas (más o menos el 80 % de la población de esta ciudad) que, como yo, tenemos que movilizarnos con una hora, hora y media o hasta dos horas de antelación para llegar a nuestros lugares de trabajo o estudio? ¿Seré yo la única? Pues, no. Después del infructuoso convencimiento a mis padres de que “yo sola me puedo cuidar”, de “tranquilos yo salgo rápido y cojo el alimentador”

y de “para qué se van a levantar tan temprano para acompañarme”. Salí una hermosa noche a eso de las 4:30 pasaditas de la madrugada (que luego se convertirían en la mañana) de mi casita tiernamente acogedora, acompañada con mi fiel escudero, papá o mamá, a “internarme” en las desconocidas, inquietantes, congeladoras, oscuras y solitarias calles de mi barrio y de Usme, hasta el paradero más cercano (y el más seguro) del alimentador. En realidad, nunca había recorrido las calles de Usme a esa hora (en sano juicio) y ese trayecto se me hizo tan asombroso, nuevo y gratificante, como si estuviera de plan turista por cualquier calle de una ciudad desconocida. Con el transcurrir de los días (cuatro exactamente) la anormalidad de mis horarios se me fue transformando en el anhelo diario que esperaba cada atardecer. Pues descubrí, con placentera sensación, que cada noche, cada madrugada y cada amanecer eran tan diferentes como la huella digital de cada ser humano o el clima impredecible (aunque el IDEAM piense lo contrario) de esta ciudad. Y esto no sólo se debía a que, como dicen, “cada minuto que pasa es diferente al que acabó de pasar”, sino que por esa costumbre, esa cualidad hermosamente humana de dotar a cada instante, a cada experiencia y a cada día, de un valor diferente y siempre subjetivo, que cada amanecer estaba clasificado y vivenciado en mí dependiendo de cómo me había levantado esa noche, de qué sentimientos me estuvieran embargando, de qué canciones llevara en mi mp3 y de qué preocupaciones, deberes y responsabilidades llevase en mi maleta. Tal vez por eso, ahora, en este justo momento, es que evocar las calles de Usme en esas noches se me torna tan difícil de compactar. De primerazo, evoco en mi memoria las palabras de Juan Rulfo en Pedro Páramo: de esa ciudad fantasma, vacía, llena de espectros y sombras de lo que fué y de lo que realmente es.


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Ilustraci贸n: Juan Camilo Melo


leTras InFOrmales Bogotá/Usme 2009 Rememoro el silbido del viento por entre los árboles de mi barrio, el canturreo del viento pasando por cada esquina. Vuelvo a oír el sonido seco y rastrero (como si estuviera lijando una madera tosca) de mis zapatos por el asfalto y de las chanclas de mi madre junto a los míos; del roce de la chaqueta impermeable de mi padre a mi lado; de los aullidos intermitentes de los perros en las azoteas de las casas. Veo de nuevo las casas como vacías, totalmente despojadas de su vitalidad diurna; veo también las escasas luces mortecinas de una que otra familia, que al igual que yo, empiezan su día antes o con el cantar del gallo. De nuevo, dirijo mi mirada hacia los postes de luz, tan ajenos e inmutables cada pocos metros y vuelvo a reírme de la señora en tacones que todas las madrugadas nos la encontrábamos corriendo loma abajo, en precario equilibrio sobre sus talones, y que más de una vez, desde la puerta de la casa, le aclamaban: ¡Marta! ¡Marta! ¡corra que se le hace tarde!

Disfruté, casi con la maravilla y el interés de un niño, los colores del alba que se colaban entre las siluetas de las montañas del oriente

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Sin embargo, a la vez, también recuerdo, con cierto aire nostálgico y sentimentalista, a un señor con su ruana gruesa de color blanco, acompañando de la mano a su esposa al mismo paradero del alimentador, todos los días sin excepción. Con el pasar de las semanas, mi mal genio y frustración por saber que en ese mismo instante toda una ciudad, menos yo, estaría en el “quinto sueño”, se fue amenguando, pues corroboré que yo no era la única con mis nuevos hábitos nocturnos. Son muchos los hombres y las mujeres de todas las generaciones que transitan por estas calles en busca de ganarse el pan de todos los días y mejorar su calidad de vida. Para todos ellos y ellas (como Marta, esa parejita, la señora que todos los días me la encontraba en el alimentador con una bolsa naranja y una bufanda negra con rojo) la noche y el día se parten de una manera diferente a los cánones habituales del anochecer y el alba. No, para ellos (y para mí por una temporada) el día comienza en la plenitud de la noche y termina en las primeras horas de esa misma noche. Tal vez, el significado del tiempo, como lo medité en esos meses, cambia, pues en ocasiones ya no sabía cuándo había pasado tal o cual cosa; no podía decirles con rapidez a mis amigos cuándo había tenido tal clase, porque los días eran tan largos que el transcurrir de uno sólo, para mi mente, ya significaban dos. Esa ciudad, esas calles totalmente resignificadas bajo el manto de la oscuridad estaban impregnadas de cierta tranquilidad y lentitud. Casi nunca (a excepción de Marta) vi a alguien correr ajetreado con las prisas matutinas, ni esa movilidad esquizofrénica tan propias de las horas pico. Una de las cosas que más disfrutaba de ese viaje,

era que no tenía que aguantarme los apretujones, manoseadas, tumultos, gritos, empujones, quejidos y exasperaciones tan comunes, que desde las seis de la mañana se ven no sólo en Transmilenio sino en todo tipo de transporte de Bogotá. Transitaba tranquila por la avenida principal de Santa Librada como si estuviera en otro lugar y llegaba al portal de Usme en medio de un silencio y sin afanes, que quien no lo ha visto no lo puede creer; nadie se empujaba por pasar primero y los articulados (cosa verdaderamente rara) partían a tiempo, en su justa capacidad, sin necesidad de empujar al otro y con, también, el justo tiempo de, si se quiere, esperar el otro articulado (que viene detrás) para irse sentadito y echarse un motoso. Era como si la noche imprimiera, en cada uno de nosotros, ciertas dosis (que se acababan al cumplir las seis de la mañana en el reloj) de calma y paciencia que nos hacían portarnos más amables, tolerantes y compañeristas con el otro. Y estoy totalmente segura de esta hipótesis: que cada una de esas personas, a pesar del cansancio físico y del adormilamiento constante, llegan a sus lugares de trabajo o de destinos, más tranquilos, relajados y sin una carga innecesaria de estrés que los predispone por el resto del día. En esos cuatro meses de “amaneceres oscuros”, como los llegué a titular alguna vez, disfruté, presencié y vivencié el despertar de toda una ciudad tan compleja y contradictoria como esta en la que vivimos. Disfruté, casi con la maravilla y el interés de un niño, los colores del alba que se colaban entre las siluetas de las montañas del oriente, siempre distintas; mientras que con su luz y su claridad iluminaban (dándoles vidas como si tuvieran una capacidad animista) a los muros, las fachadas de casas y edificios, las hojas de los árboles; vi renacer las tonalidades verdes de las montañas y de los cerros, que como el marco de una gigantesca pintura recubren el horizonte de Bogotá y podía casi palpar en el aire el cambio de actitud y de energía de toda una ciudad que en esos albores se prepara para el trajín de un nuevo día. Y aunque nunca, pero nunca (a pesar de lo maravilloso de aquellos descubrimientos sensoriales), me logré acostumbrar a tener que acostarme a las 9:30 PM (pues mi subconsciente me decía: ¡pero si hasta ahora comienza la noche!) mi viaje por el alter ego de Usme y de la mitad de esta ciudad me trajo consigo nuevas formas, nuevas miradas, sensaciones, emociones, gratificaciones y significaciones de lo que puede significar la Noche. Mi viaje termina aquí, enmarcado en las tonalidades azul pastel, azul lavanda, de un intenso y cegador amarillo del este, pasando a unos azules púrpura, azules medianoches provenientes del oeste difuminados con el inconfundible blanco puro de las nubes, viendo pasar una ciudad distinta dentro de un gran monstruo rojo para bajarme en la estación de la 26 a las 5: 30 de la mañana. Lugar donde es el final y el comienzo de otro viaje.


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PERIPECIAS DE MOCEDAD

RODRIGO ALAPE YARA alape69@hotmail.com

CUENTO

Por: Rodrigo Alape Yara alape69@hotmail.com

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a vida de estudiante es un video; lo que se debe hacer por falta de plata. Quién sabe por qué el profe de español dice que es todo lo contrario, que es una de las etapas de la vida más bacanas. Creo que el cucho tenía plata, así cualquiera.

Llevo cuatro meses en este colegio, lo que llevan mis cuchos separados. Se abrieron porque ya no se aguantaban, vivían rayados todo el tiempo. Mi papá se quedó con mi hermana y yo agarré con mi vieja, justo cuando ya tenía mi clan en el otro colegio. Como la plata no alcanzaba me tuve que retirar, la gastadera en buses tenía loca a mi madre. Por eso llegué acá, al José Rufino, que ni sé quién es, que me queda a quince minutos de camino. Entrar nuevo a un colegio es una tortura, entrar nuevo a un colegio a mitad de año es repailas. El primer día entré al salón como a las 8:30 porque me estaba matriculando y el coordinador me dijo que me quedara de una, que lo mejor era no perder tiempo. Menos mal que ese día me había ido medio perchudo, tenía las converse y una camiseta Totto. El cucho me acompañó hasta el salón, golpeó, salió una profesora y todo mundo quedó en silencio. Entramos. «Les presento a su nuevo compañero Henry. Espero que lo reciban bien y le colaboren en lo que más puedan», dijo el viejo. En ese momento uno está reachantado pero lo mejor es no demostrarlo porque se la empiezan a montar ahí mismito, ¡já! ¡Dígamelo a mí! Así que la cucha de álgebra me indicó dónde sentarme y pasé sin mirar a nadie y con mi mejor tumbado. Me dieron quince días de plazo para comprar el uniforme, pero empeñamos el DVD y lo comparamos a la semana, ya estaba repitiendo mucha pinta, además, había una vieja que me encantaba, todavía, una mona peliteñida de mi salón, riquísima. Me acuerdo que el primer día que llegué se me acercó en el descanso y


leTras InFOrmales Bogotá/Usme 2009 me preguntó el nombre y de dónde venía. Pensé que le gustaba y que me estaba cayendo, entonces me las di de sobrado y la vieja salió espantada. Se llama Samanta, tiene 18 años y manda la parada en el salón. Nadie se mete con ella porque además de que está muy buena la gente sabe que esa vieja es de temer. Se ha agarrado muchas veces, ha tenido a los novios más pintas y gonorreas del colegio y de sus alrededores, y cuentan que le hala al porro. Mejor dicho, toda una viejota. La ventaja de ser nuevo en un colegio es que le caen a uno resto de hembras, a la semana era el más popular. Pero esto me trajo las consecuencias de siempre. Los manes del colegio se timbraron y empezaron a hacerme la cacería. Un día en el descanso hablaba con una vieja de 902, rica pero no tanto como Samanta. Samanta estaba al otro lado del patio, sentada en la silla del profesor, la misma que el director de curso le había dicho tantas veces que no sacara más, pero ella ni se inmutaba. De repente un pastel de pollo viene a estrellárseme contra el pecho, dejándome todo lleno de arroz el uniforme, que preciso ese día estrenaba. Todo el colegio se dio cuenta y todo el colegio soltó la carcajada; la vieja con la que estaba no fue la excepción. Frente a mí, a la derecha de Samanta se hallaba el grupo de responsables, no sabía quién había sido el autor, pero de ahí provenía porque estaban cagados de la risa. Me emputé como nunca y me dirigí hacia ellos. «¡¿Quién fue?!» grité preguntando. Todo el colegio estaba a la expectativa, sentía cientos de ojos sobre mí. «¡Qué le pasa pelado, nosotros no fuimos!» respondió uno de ellos. «Hermano, dígame quién fue», pregunté de nuevo. «Primero que todo no soy hermano suyo y segundo no sabemos nada, ¡ábrase de aquí!» respondió el mismo. Como no me iban a responder tuve que

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usar la siguiente táctica: «Listo, gallinas maricas» y di media vuelta. Caminé tres pasos cuando sentí que alguien me volteaba del hombro con violencia. Veo a un man más alto que yo, con pelos parados y piercing en la ceja derecha que me dijo «Fui yo gran hijueputa y qué va hacer.» Recuerdo que todo el colegio nos tenía rodeados y que tenía en frente a suculento ñero que me alcancé a imaginar había sido novio de Samanta. Esto último fue lo que despertó en mí una rabonada tenaz que me hizo lanzarle un puño con toda mi fuerza y ponérselo en el ojo, cerca al tabique. Se armó una pelea ni la H.P. Todo el colegio gritaba. Unos profesores vinieron a separarnos y a llevarnos a coordinación. El man estaba juagado en sangre y yo sentía que la boca me crecía. Dos días de suspensión y matrícula condicional fue mi castigo, además el labio inferior roto y un diente desportillado, poca cosa. Regresé ocho días después, cuando ya la herida estaba casi sanada.


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Al entrar al salón era un héroe. Según los manes, que antes no me hablaban, al man que había reventado lo llamaban Putri y era la más gonorrea de todo el colegio, nadie se metía con él. Dizque el man le cascaba a todo el mundo y nadie le respondía, una vez dizque le pegó un traque a una vieja. El man era de once y tenía las mejores viejas. Cuentan que el año pasado se cuadró con Samanta y que duraron menos de un mes porque la vieja se mamó de que le cascara a todo hombre con el que la viera hablando. En resumen, le había metido la mano al más hijueputa de todo el colegio y por eso era un héroe, y cómo no. Pues esto me trajo pros y contras, más de lo primero que de lo segundo. Todo el colegio me respetaba y ya tenía mi parche, nadie se metía con nosotros. Samanta me hablaba, nos estábamos haciendo amigos. Contra: el Putri dizque quería chuzarme. Pero Samanta me hablaba, qué me iba a importar el tal Putri. Samanta me admitía igual que sus amigos. Hablábamos de programas de tv, de música y de chismes del colegio. La vieja era una chimba.

Ilustración: Juan Camilo Melo

A la salida nos dábamos un rolis con otras viejas y manes, nos fumábamos un cigarrillo y yo la acompañaba un rato después de que el parche se abría. Los manes del grupo sabían que Samanta me gustaba y me hacían el cuarto dejándome solo con ella. Pero la vieja no me daba ni la hora. Me puse a averiguar con sus amigas si era que tenía novio o qué, y me enteré que alguien le gustaba pero era un imposible. ¿Un imposible para Samanta? ¡Jueputa! Pues este mundo se está volviendo loco. ¡Cómo un man no le va a parar bolas a semejante bombón! Y así era. La traga de Samanta era el cucho de Español. El man había entrado al colegio hace poco y tenía loca a más de una pelada. El man no es que sea la qué pinta, pero es medio crazy y se manda


leTras InFOrmales Bogotá/Usme 2009 severas perchas. Las clases con él son un distrave, nos habla de todo de una manera bacanísima y nos lee cuentos y poemas y cuando lo hace el man se mete en el rollo y empieza como a representarlos. Pa’ qué pero el man tiene su energía. Ese man no le para bolas a Samanta porque es gay, bueno, todos dicen eso. Por ese lado sí grave, ahí no hay nada que hacer. Lo que pasa es que el cucho es todo delicadito, refinado, a veces mueve las manos como puro marica y se ríe todo afeminado, pero a pesar de eso las viejas dicen que ojalá se dejara echar un huevito a ver si no le quedaba gustando, ¡qué viejas tan pasadas! A mí me da tristeza con Samanta. Me enteré que la vieja se pega unas chilladas por ese man y que por eso últimamente ha fallado tanto al colegio, dizque amanece con los ojos repepos. Pero ni modo y hasta mejor para mí. Lo que Samanta necesita es un tipo que la haga olvidarse de todo y que la haga reír. Ese tipo tengo que ser yo, y mucho más de lo que pasó ayer. Resulta que este fin de semana fue Rock al parque y pegamos de una para allá. Quedamos con que íbamos el lunes, ayer, que era el día de cierre y tocaba Café Tacuba. Como la idea surgió el viernes, no tuve tiempo de ahorrar, ni de levantarme algo más. Le dije a mi mamá que me adelantara lo de la semana y me dio $10.000, no pudo más. Bueno con eso tendría que sacar lo de mi bus, invitar a tomar algo a Samanta, gastarle el bus de regreso y acompañarla hasta su casa. No sabía cómo haría pero me tenía que alcanzar. Como nos quedamos de encontrar frente a la entrada de la 68 con 63, podría coger un cheto que me llevara por quini, entre menos gastara mejor, me iría bien lleno de la casa y con eso cuando le estuviera gastando algo a Samanta y ella me preguntara si yo no pensaba comer o beber algo, le respondería que no porque estaba relleno y que si comía o bebía algo me vomitaría. ¡Y dizque la mejor etapa de la vida!

tuve que dejar la loza entiesándose, me tomé la jarrada de jugo y ahí la amontoné junto con la del desayuno, que sumadas ya hacían una montañita. ¡Qué tragedia! A eso de las cinco estaba que me mordía el culo de la piedra y ni modo de pedirle a los vecinos porque como estamos recién llegados nadie nos conoce y además qué mamera estar mendigando agua, tenía que llegar en cualquier momento, para eso estamos en la ciudad y no en un pueblo de mierda. Cuando mi cucha llegó eran las 6:35 p.m. y nada de agua. Se angustió toda al ver suculento arrume de loza sucia y empezó a montármela por no haber lavado por lo menos la del desayuno. Al rato se calmó y preparó algo de comer, de modo que a las 7:30 de la noche no había un solo plato, ni pocillo limpios. Si el agua no llegaba durante la noche tendríamos que dejar de comer también. Hasta ahí todo normal para un día sin agua, pero siempre se suma algo que la termina de embarrar.

Almorcé y tuve que dejar la loza entiesándose, me tomé la jarrada de jugo y ahí la amontoné junto con la del desayuno, que sumadas ya hacían una montañita.

El domingo me levanté temprano, limpié los tenis, los dejé secando y me fui a dar una vuelta en cicla. Mi mamá trabajaba. Llegué a eso de las doce, con un calor áspero y con ganas de pegarme severo baño. Entré, abrí la ducha al máximo y salió un sonido de viento por entre el tubo, NO HABÍA AGUA. Corrí al lavadero pero paila, estaba más seco que un calado. Y con esas ganas que tenía de bañarme me tocó sentarme a escuchar music, porque tanque de reserva sólo tienen los de las lucas. «Al fin y al cabo nadie se muere por un rato sin agua» me acuerdo que me dije. Almorcé y

Después del almuerzo del domingo comencé a sentir esas ansias previas a una cagada. El estómago empieza a rebullir y uno siente que algo se está maquinando en sus entrañas. Pues traté de no pensar en eso y seguí como si nada. Cuando terminé de comer lo que hizo mi vieja sentí que ya no lo podía controlar, entonces me quedé sentado, pidiéndole a diosito que nos regresara el agua. Mi mamá se lavó los dientes en seco y se acostó a ver tv, yo me fui para mi pieza a rogar que el agua llegara en la noche, no fuera que tuviera que irme sin bañar a ver con Samanta.

Pensé que durmiendo olvidaría todo y eso intenté. Pero era tanta la cagada que comencé a soñar que caminaba junto con Samanta por un bosque, de repente ella se baja los cucos y empezaba a cagar delante de mí, invitándome a hacer lo mismo, me dejé convencer y con pudor empecé a hacer fuercita. Cuando sentí que algo comenzaba a salir de mí, me detuve de una pues recordé que igual me sucedía cuando chiquito, soñaba que orinaba y era porque de verdad me estaba meando. Claro, me desperté medio cagado y avergonzado. Corrí al baño con la esperanza de ver bajar cipote chorro de agua por la llave del lavamanos, pero qué desilusión tan cabrona, nada del precioso líquido. Con todo el dolor del alma ,pero tenía que echarme mi cagadita, mi madre tenía que entender. ¡Qué rico sentirse vacío otra vez! El baño quedó perfumadísimo, tenía media taza llena de meados y ahora se le

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leTras InFOrmales Bogotá/Usme 2009 sumaba tremendo bollo, pero no iba a arriesgar mis tripitas por una vergüenza con mi madre. Estaba a punto de salir cuando se me vino el mejor recuerdo de todos, la cisterna no se había bajado en todo el día, ahí era el único sitio de la casa donde había agua. Traje la totuma de sacar agua del lavadero y la llené con ayuda del pocillo menos sucio que encontré. Saqué agua para, por si acaso, lavarme la boca, la cara y mojarme el pelo antes de irme a ver con samanta, ojalá no tuviera que usarla. Bajé la cisterna, por un tubo se iban las tres cuartas partes del agua de toda la casa, eso de los fraccionarios lo aprendí con el cucho de español, ¿chistoso no?

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El lunes apenas me desperté fui a abrir la llave. Nada. ¡Jueputa, jueputa, jueputa!, grité y mi mamá me regaño por grosero, pero es que sentí mucha piedra, sí que era salado, cómo diablos no iba a llegar el agua el día en el que me voy a ver con la vieja que más me ha gustado en la vida. Comencé a pensar en ideas corridas, como ir donde un parcero del colegio para que me dejara bañar, pero me arrepentí porque seguro regaría el chisme y qué boleta, pensé en irme para donde mi hermana, pero no porque tendría que coger bus y tenía que ahorrar, también en no ir a la cita pero me traté como güevon, no podía faltar. Decidí que lo mejor era utilizar el agua que había sacado y estar pendiente por si de pronto pasaba algún carro tanque. ¡Qué carro tanque ni qué nada, esas son maricadas que se inventan!

contentos. El ambiente era una chimba, la gente bailaba, jugaba fuchi o metían vareta por ahí botados. Nos metimos hacia la tarima lo más que pudimos, Samanta quería estar lo más cerca posible. Estuvimos más de una hora al frente, pero apenas eran las cinco y Cafeta tocaba como a las ocho, cerraban ese día. Entonces nos salimos y fuimos a sentarnos. En el primer chorro cada uno puso de a tres lucas. Ahora hacíamos la vaca para la segunda y a mí sólo me quedaban tres mil, sin sacar lo de mi bus. Hicimos la vaca y cada uno puso de a cinco mil, yo me las di de solidario y recogí la plata, con eso no tendría que poner tanto. Recogí veinte mil que sólo nos alcanzaba para media de guaro que valía 16, la vendían los vendedores al precio que se les diera la gana. Compramos media y el resto en vareta, que también estaba por las nubes. Nos acomodamos en círculo y servíamos una ronda y rotábamos el porro. Samanta la molió y lo armó. La vieja lo sabía pegar severo, le quedaban todos duritos, indestructibles. Lo prendió y se pegó su buena fumada, haciendo cumplir la vieja regla de que “el que lo pega, lo prende”. A mí el trago se me había subido hacía rato, me sentía relegal y en onda. El porro me puso en órbita. Empezamos a hablar mierda y a reírnos de todo. Samanta se paró y comenzó a bailar sola. Los manes que estaban cerca no le quitaban los ojos de encima. Uno de ellos se le acercó y comenzó a bailar a su lado. Algo le dijo al oído y Samanta le respondió, quién sabe qué le dijo pero el man se echo a perder. Samanta es una abeja.

Lo prendió y se pegó su buena fumada, haciendo cumplir la vieja regla de que “el que lo pega, lo prende”.

Desesperada por la situación, mi mamá me ordenó que de los diez mil sacara para comprar una bolsa de agua gigante. Después de un alegato de media hora terminé comprando el agua. Llegué a la conclusión de que era lo mejor, si no comía nada en casa por llevarme la plata completica corría el riesgo de desmayarme en pleno concierto y qué boleta con Samanta. Si dejaba para comprar allá algo, seguro no me darían un brinco las luquitas, en resumen, bolsita de agua, cuatro mil menos. La cita era a las tres. Me lavé los dientes en seco y sólo gasté un sorbo para la juagada, luego me lavé la cara y me mojé el pelo. Quedé como recién bañadito y además iba que me reventaba de lo lleno. Para evitar malos olores me compré un limón y me lo gasté todo en las axilas, no hay nada peor que una persona que huela feo, sea lo que sea que no exhale podredumbres. Llegué y ya me estaban esperando para hacer la vaca y tomarnos algo, una cajita de guaro y magarros. Nos la zampamos afuera. Samanta estaba relinda, nunca antes la había visto así. El trago nos puso prendos y entramos lo más de

Me las cranié para hacer rendir el chorro y fumar más hierba, que era lo que más había. Samanta estaba re-happy, se movía súper bien. Me le puse a la pata y bailamos de lo lindo, todos estábamos contentos. Estoy empezando a creer que soy de malas, tantas cagadas seguidas no pueden ser coincidencia. Primero lo de la plata, segundo lo del agua que a eso de las siete me empezó a hacer falta, porque comencé a expirar un olor maluquito, y, tercero, cuando mejor estaba con Samanta, cuando ya me dejaba tomarla de la cintura y sentirle su culo en mi vientre, cuando de vez en cuando me mostraba una mejilla y me permitía darle un beso fugaz, cuando de seguir así resultaríamos cuadrados, aparece a nuestro lado el cucho de español. Samanta se timbró de una y se le pasó la enrumbada que tenía. Todos se pusieron contentísimos, menos yo, y lo saludaron relegal, menos yo. Samanta si no


disimuló y se le abalanzó zampándole un beso en la mejilla. El cucho venía como troncho porque les respondió de la misma forma a las viejas y a nosotros nos dio la mano con fuerza, si no troncho, bien prendo. Nos preguntó que qué tomábamos y le respondimos que guaro, pero que se nos había acabado, que si nos prestaba lucas. Soltamos la risa, sabíamos que era molestando. Me dio la impresión de que Samanta hubiera dado todo por poderse haber abierto sola con el cucho, algo le dijo al oído ante lo cual el man se rió pero no le respondió, yo creo que le estaba proponiendo algo, pero el man no le dijo nada porque sabía que la nena estaba tomada. El cucho nos dijo que no nos prestaba plata, pero que nos podría dejar algo que nos acompañaría mejor, porque sabía de las “peripecias de mocedad por las cuales todos debemos pasar”.

Ilustración: Juan Camilo Melo

leTras InFOrmales Bogotá/Usme 2009

Sólo hasta ese momento todo el parche descubrió que el man no venía solo, ninguno había visto a su acompañante. Samanta quedó de seis, se puso colorada y apenas se enteró de quién se trataba dio media vuelta y se hizo la que pillaba al grupo que tocaba. El cucho venía con su nena y no era cualquier moco. Era una vieja alta, como de unos veinticinco años, de pelo crespo, súperdelgada, con severo trasero y una pinta rechimba. La novia del man era una mamasota. La vieja traía una mochila de la que el profe sacó media de guaro casi nueva y nos la obsequió, diciéndonos que pilas por ahí y que la disfrutáramos, que se iba porque quería estar más adelante. Samanta no se despidió del cucho. Me le acerqué por la espalda y la sujeté de la cintura. Me pegó tremendo empujón y me dijo que me abriera. Estaba chillando. Empezó Cafeta a tocar como a las 8:30. El combo sabía lo de Samanta. La aparición del man le aguó la fiesta y de paso a nosotros porque Samanta es el alma de las rumbas. Quién iba a creer que ese cucho andaba con semejante hembra y todo el colegio pensando que el man era tremenda loca. Caras vemos… Sabíamos que Samanta estaba mal pero no tanto hasta que sonó “Eres”. La vieja empezó a cantar a todo pulmón y lloraba, poco le importaba que la viéramos y al fin y al cabo a Samanta nadie le decía nada, hiciera lo que hiciera.

...

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“Peripecias de mocedad” nos dijo el cucho, según él, sabe lo que es eso y si lo sabe por qué nos dice en clase que es la mejor etapa de la vida. Es una chanda, porque a las viejas que le gustan a uno prefieren manes como él, que aunque parezcan maricas las traman, que, estoy seguro, las invitan a tirar y las viejas arrancan de una, que les proponen el papel de moza y aceptan. Aquí sigo esperando a ver si Samanta me llama e invitarle una gaseosa con los mil que me quedaron. Mi mamá me contó que el agua llegó al rato, después que me fui.


Fiebre de domingo por la tarde

E

n “La pasión del fútbol”, el sociólogo argentino Juan José Sebreli carga sus tintas contra el fenómeno del balompié como pasión de masas, enunciando su condición alienante y denunciando su utilización por el poder. Y seguro no le faltaba razón a este pensador gaucho, como a otro compatriota suyo, medio cegato y que diese en contar laberintos, le parecía estúpido ese juego de veintidós hombres corriendo tras una pelota. Claro, Borges no contaba la terna de árbitros, si no, la cuenta le habría dado veinticinco. Y tiene razón Sebreli, como la tienen todos los que denostan el fútbol como espectáculo de multitudes, por su carácter manipulable y por convertirse en el moderno circo para el pueblo. Además, como ya anunciaba Ortega y Gasset -que son uno solo, pero pareciesen dos- vivimos en la revolución de las masas y para un intelectual, con tendencia al esnobismo y la originalidad, pues resulta difícil aceptar que sus gustos son los del mismo populacho. Pero, con todo ello, mi enfermedad in extremis por rl fútbol no resiste ningún análisis racional, es apasionamiento ciego, sin dejar de ver en el fútbol una metáfora de nuestro tiempo y una constante puesta en escena de la condición del hombre desnudo frente a la vida y la fatalidad. Así pues, más que fanático de un equipo -del Junior, tu papá- me gusta el fútbol en todas sus manifestaciones y categorías, desde el divertido mundo de los campeonatos barriales, mucho más cercano y apasionante, hasta el fútbol grande, el profesional. y esta pasión también es intelectual, un deseo de conocer su historia, su evolución, los nombres y las leyendas. Así pues, para los interesados un texto iniciático debería ser “Futbol a sol y sombra” de Eduardo Galeano, un viaje a la mitología de la pelota, así como la prosa florida de Jorge Barraza, y toda la buena literatura que ha arrojado este deporte, sólo comparable con la leyenda brutal y humana del boxeo. Y he vivido cada instante las dos últimas décadas del fútbol mundial, así como sus alegrías y pesares. Yo fui de los que lloré las lágrimas de Maradona tras la final acomodada para los alemanes en Italia 90; y tengo la imagen del beso de Pagliuca al poste después que le salvase en la final del 94 como un puro acto de amor, y en la memoria ese mundial que

Roberto Baggio jugó en una sola pierna y a Bebeto meciendo con Romario y Mazinho a su hijo de cuna tras un gol a Holanda, festejo usado después por medio mundo. Y casi me muero de dicha con el gol de Mckenzie en el último minuto que le dio la estrella al Junior del 93, el del pibe, y el Metro se quería caer y, de hecho, le cayó tanta gente al autor del gol que salió lesionado. Y disfruté esos cinco tantos en el Monumental de Ríver que nos cambiaron la historia. Y estuve pegado a la transmisión de la OTI el día que el negro Rincón le coló el balón a Bodo Illgner para decretar el empate con Alemania y casi se le desgarra la jeta gritando de emoción. Y no pude contener la rabia cuando Higuita le regaló el segundo gol al Camerún de Roger Milla, un jubilado que volvió a las canchas sólo para sacarnos del mundial. Y me entusiasmaba la Bulgaria de Hristo Stoichkov que, sin ambagues eliminó a Francia en el mismo Parque de los príncipes. Y sentí compasión por Lothar Matthaus cuando en el último minuto el Manchester le volteó una final de Liga de campeones al Bayern; y me emocioné con esa selección turca de la última Eurocopa que no se rendía sino hasta el pitazo final. Y trasnoché viendo el mundial del lejano oriente en el que los jueces le regalaban todo a Corea, aunque me gustaba el fervor de esa marea roja que era un país. Y lo que no he visto me lo han contado las crónicas de lejanos tiempos, los videos descoloridos, los libros de historia, el álbum panini o youtube. La leyenda de mané Garrincha, el ángel de las piernas torcidas al que cantase Vinicius; el odio profundo de todo Brasil a Barbosa el arquero culpable del Maracanazo y la aureola heróica del negro Varela, el gran acpitán, fundador de la garra charrúa. La derrota de la aplanadora húngara de Puskas y Kocsis “cabecita de oro”, las caídas de la Naranja Mecánica en las finales o los accidentes aéreos que acabaron con el gran Torino, The Strongest o Alianza Lima. Y como todos, he sido jugador de picadito, director técnico, comentarista o hijueputiador. Al final, qué sería de nosotros sin el fútbol, sin cada gesta, cada gol que raya con el arte o cada jugada de prodigio técnico. Y siempre que un hombre cae derrotado siento el dolor del mundo o su alegría pasajera que rueda con el balón. Así pues, mi querido Sebreli, te dejo con la sociología, yo me voy con la pelota.



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