Revista CAV No.55

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una estúpida demagogia en torno a las estaciones “para oligarcas”, y sobre todo, con el sistema sobrecargado, criticado con vehemencia por la población, pese a las nuevas obras), y de dos pequeños bulevares semipeatonales en Las Mercedes y Chacao, en Caracas las únicas obras de envergadura que hemos obtenido en los últimos años han sido centros comerciales. Mientras la base de La Carlota sigue siendo un coto cerrado para los militares en vez de un parque con vías trasversales que atenúen la terrible brecha norte-sur, y los parques del Este y el Oeste cambian de nombre mientras se resecan y se agujerean con mamotretos patrioteros inconclusos, los malls siguen proponiendo el único espacio público que las mayorías parecen respaldar. El Centro Sambil de Chacao y el Millenium de Los Dos Caminos han alterado el paisaje, el tráfico y la economía de sus áreas de influencia (así como las arcas de las alcaldías), pero los centros comerciales han crecido en zonas como El Paraíso, Guarenas y el sureste. El sector privado vende caro un espacio público techado y teóricamente más seguro mientras el sector público lanza demagogia sobre Caracas mientras financia carreteras en Bolivia, o reacciona contra esa competencia con medidas confiscatorias: la nunca consumada expropiación del Country Club y más recientemente la del Sambil La Candelaria, una historia que sigue, como la ciudad, paralizada. Caracas aumenta en densidad. Los malls, las vías rotas para proyectos que sólo sirven para cobrar sobreprecio como el bus Caracas o el Terminal de Plaza Venezuela, las nuevas urbanizaciones verticales en La Guairita o Alto Prado … todas son inversiones que multiplican la demanda de uso de las áreas neurálgicas sin que se amplíen las vías de acceso ni se mejore el transporte público. Vamos hacia una ciudad con mayor tráfico, mayor sobrecarga eléctrica, mayores dificultades para que la policía garantice la seguridad en caso de que quiera hacerlo, y menor calidad de vida para todos los que vivimos aquí o circulamos por ella. Una ciudad en la que no se invierte para cambiarle el cableado sino que recibe más y más enchufes. Una ciudad que vive, por tanto, en cortocircuito permanente, echando chispas y quemando lo que se conecta a ella.


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