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carta del editor
Anecdotario limeño II
C
ada cierto tiempo me asalta la duda: ¿cuál es la función que desempeña el taxi en una ciudad? De buenas a primeras, y a juzgar por lo que me explicaron mis padres de niño, la idea es que se trata de un auto, conducido por un chofer, naturalmente, que nos lleva a donde nosotros queramos o necesitemos llegar. Para ello se pacta una tarifa (ya se sabe, el taxímetro no funcionó nunca en esta urbe caótica) y ambas partes quedan satisfechas.
N
o obstante, como ocurre con tantas otras cosas en la vida, la realidad tiende a demostrarnos que las cosas… bueno, digamos que no siempre funcionan en Lima de la manera en la que están establecidas en el resto del mundo. Como la escena que se describe a continuación.
U
n joven, apurado por salir de su centro de trabajo, se aproxima a la avenida más cercana a esperar un taxi. Alza la mano y una destartalada station wagon blanca se detiene. Se aproxima a la ventanilla del auto, saluda con el “buenas” limeñísimo y de rigor y le pregunta al hombre cuánto le cobraría por llevarlo a un determinado punto, digamos, en San Isidro –se encuentran en el Centro de Lima. El chofer, en bividí, short y sayonaras, pasándose un trapo de franela verde por la nuca, le pregunta asiasur | marzo | 2009
“más o menos por dónde está eso”.
E
l muchacho, paciente, le proporciona una referencia un tanto más detallada, algo preocupado por la creciente fila de automóviles que están detrás tocando frenéticamente la bocina. El chofer del vehículo japonés, timón cambiado y a gas, haciéndose un mapa mental, y frotando ahora la franela en la palanca de cambios, baja el volumen de la radio y le dice, sonriendo y moviendo la cabeza en gesto de negación, “no, amigo, no voy”. Verdad, pues, uno tiene que ir hacia dónde va el taxista. Después de todo, es un servicio de lujo en Lima. Juan Luis Nugent