Orsai Número 7

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Y deseo (“Tómeme”, susurra en nuestro idioma el Viejo que bajó del Monte) Y necesito (“Tómeme”, pronuncia entre dientes) Y tengo lujuria (“Conviértame en su…”, anhela fervorosa-­ mente) Animal Y deseo (“Muéstreme”, pide pasándose la palma de la mano por la cara) Y necesito (“Fróteme despacito”, suplica apoyando la misma mano en su pecho) Y tengo lujuria (“Déjeme ser su…”, declara con los ojos ce-­ rrados) ANIMAL

Y deseo (“Deseo” repite el Viejo que bajó del monte) Y necesito Y tengo Lujuria ANIMAL

Y ahí termina la canción. Y ahí dejan de sonar tan diferentes esa voz y esas seis cuerdas. Cuando el Viejo que bajó del monte ya no aprieta con la zurda el hombro del músico. Y el Adolfo Peluffo sacude la cabeza como señal de que ha vuelto a ser él mismo y de que lo ha abandona-­

112 | HOY LE DIJE A COSO QUE YO NUNCA ME OLVIDO UN NOMBRE.

do eso que lo tenía poseído. Termina la canción justo cuando los ojos del Adolfo dejan de ser blancos como dos huevos duros para volver a ser los de siempre: los del color del mate cocido. Y lo primero que ve, como todos los demás también, es la aparición fantasmal de los tres pistoleros. Que de repente se han corporizado en el medio del salón. Tienen la misma altura y el mismo color de pelo. Chuzas y barbas rojas. Dos las llevan bien largas. Hasta el pecho. Y uno solo usa bigote. Los tres, aunque no son ciegos, llevan puestos anteojos negros. —Los Mala Sombra —se los presenta el Viejo que bajó del monte. Porque se conocen. Y se conocen muy bien. Se nota que supieron cabalgar juntos en otras épocas. Que formaron parte de una misma banda. —Miguel —pronuncia en voz alta el Viejo que bajó del monte. Y Miguel devuelve el saludo levantando el mentón. —Rafael —llama al otro pistolero. Y Rafael, agarrándose el ala de su sombrero con el pulgar y el dedo índice de la diestra, le dice hola. —Gabriel —nombra al tercer Mala Sombra. Y Gabriel, después de refregarse con un dedo nariz y bigote colorado, escupe el suelo que pisa y también las puntas de los pies del Viejo que bajó del Monte. No hay tiempo de medirse con ese maleduca-­ do. Porque justo ahí entra él. El Otro viejo. Nacido en el barro. Lleva puesto también de esos abrigos


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