Orsai Número 2

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por Marcos López

Apuntes de viaje médico cuando fue presidente del paisito. —Seguirá siendo como antes —recito—: “Un país donde los presidentes andaban sin capangas”, como dice Mario Benedetti en “Hombre preso que mira a su hijo”. —¡Qué lindo poema ese! ¿Viste que Josefina nombra al ruso Mauricio Rosencof? —Sí —le respondo. —Rosencof escribió La Margarita, el libro de poemas al que le puso música Jaime Roos. —Me encanta ese disco. Lo escuchás de un tirón y es una película entera, una historia de amor alucinante. —Vos sos un gordito maricón… —No. Si yo fuera macho también me emocionaría ese disco. La última canción, esa que dice “¿qué puede pasar?”, te juro, me sigue poniendo los pelos de punta cada vez que la escucho… —Es cierto. Más si te ponés a pensar que Rosencof escribió todos los sonetos de La Margarita mientras estuvo preso, en papeles de cigarrillo y con el tubo finito de una Bic sin carcasa. Los poemas se salvaron entre los dobladillos de la ropa sucia. —Esa es otra película —le digo a Chiri—. Como la de los ciento once presos escapándose por un túnel en Punta Carretas. —Hay un documental de History Channel que se llama Tupamaros: la fuga de Punta Carretas, que está muy bueno —me cuenta Chiri—. Pero película, que yo sepa, no. Y están los dos tomos de La fuga de Punta Carretas, de Eleuterio Fernández Huidobro. Él y Rosencof también escribieron Memorias del calabozo. —Qué gente interesante, los uruguayos —digo—. Cuando éramos adolescentes y estábamos fascinados por toda aquella literatura latinoamericana del realismo mágico, yo me sentía

más cómodo con Felisberto Hernández y con Juan Carlos Onetti, y también con la revista Marcha de Carlos Quijano... ¿Vos te acordás? Nuestro verdadero contacto con Latinoamérica siempre empezó por Montevideo, por sintonizar canal 12 en las noches sin tormenta, y por leer textos orientales de cuando no habíamos nacido. —Es que en realidad —me dice Chiri— estábamos más cerca de esa literatura que de, por ejemplo, Pedro Páramo o esa novela gorda de Lezama Lima que nunca pudimos terminar de leer. —Paradiso. —Esa. —Es muy diferente la Latinoamérica de cuando nosotros éramos chicos a esta de ahora —le digo a Chiri—. O por lo menos tengo otra sensación. Antes solíamos tener una mirada muy argentina, como ausente y europea de todo aquello, y ahora parece todo más mezclado y genuino. —Es la mirada de las fotos de Marcos López —me dice Chiri—. La América profunda del siglo XXI, colorida, llena de mística, pero al mismo tiempo pulmonar y loca. —Desde el primer día que empezamos a pensar en la revista —le confieso a Chiri—, quise llamar a Marcos López para pedirle un fotorreportaje. Sobre lo que él quisiera. Pero nunca me animé, lo vi siempre como inalcanzable. Fue muy loco que él haya llegado a nosotros, y no al revés. —Sí. Y además con textos propios. Un lujito. Marcos López nos había mandado un mail cuando este número dos ya estaba en marcha. Un mail humilde, corto y generoso: “Hola, felicitaciones por la publicación. Tengo un texto que, si les interesa, se puede publicar con algunas fotos mías”. —Fue muy raro que alguien que para nosotros era inalcanzable haya sido tan cercano. 

EN CASA TENGO FOTOS DE LÓPEZ SIN MARCOS. 75


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