Orsai Número 2

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RADOWITZKY EN EL FIN DEL MUNDO Como si se tratara de un penado, una copia de esa fotografía desleída por el paso del tiempo estuvo siempre guardada en un cajón de mi casa paterna. Solo mi abuelo la rescataba de vez en cuando de su reclusión para explicarme por enésima vez a quién señalaba el guardián bigotudo, quién era ese gallego que llevaba horas allí esperando al preso anarquista más célebre del mundo, el ruso Simón Radowitzky, el vengador, el mártir de la Idea, el hombre que a sus dieciocho años le había arrojado una bomba casera al sanguinario coronel Falcón en plena Recoleta porteña. Cuando Radowitzky baja las escaleras, Jacinto Calero levanta la mano y el guardián cabreado extiende el brazo. Mi abuelo lleva ya varios días en Ushuaia. Lo ha enviado su periódico. No es un medio de comunicación al uso, no es lo que se entendería hoy por un periódico generalista, pero llegará a superar los doscientos mil ejemplares de tirada, más que cualquier periódico generalista de la época. Solidaridad Obrera es el órgano de expresión del movimiento anarcosindicalista del mismo nombre, germen de la CNT, la “organización”, a la que llegarán a estar afiliados casi dos millones de trabajadores, una red social equiparable hoy en día en términos relativos a cerca de la mitad de los usuarios de Facebook en España. Aunque en abril de 1930 la “Soli” estaba proscrita (la dictadura de Primo de Rivera prohibió su divulgación entre 1924 y agosto de 1930), calentaba ya motores para una inminente reaparición pública. Cuando mi abuelo murió, en los años setenta, la fotografía pasó de su cuarto al mío. Fue una expropiación en toda regla, aunque en esos años yo todavía no tenía una noción clara de lo que era una expropiación. Solo pensaba que me correspondía a mí mismo, y a nadie más, custodiar un objeto que ejercía una extraña atracción sobre mí. Un día, mi madre encontró la fotografía en uno de mis cuadernos escolares. Y, claro, la requisó. Algo atroz debía de esconder esa maldita imagen prohibida. Cuando cumplí quince años, mis padres consideraron que era el momento de contarme, por una sola vez, la historia que había detrás de esa imagen. Mi abuelo nunca fue un periodista profesional, era electricista y se había ganado un puesto como redactor en Solidaridad Obrera por su afilada pluma; no en vano, se pasaba la vida

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RETICENCIA A LA AUTORIDAD.

en los ateneos libertarios leyendo todo lo que caía en sus manos. El sindicato había tomado buena nota del impacto que había tenido en la campaña para la liberación de Radowitzky una entrevista que le había hecho un reportero del diario argentino Crítica en enero de 1930. Y decidió que la experiencia del anarquista ruso en prisión debía leerse con todo detalle en Solidaridad Obrera, voz de los desposeídos. Jacinto Calero está pues en Ushuaia el veintidós de abril de 1930 con una misión: entrevistar a Radowitzky. Hasta ahí, mi abuelo es un héroe, el privilegiado militante plumilla que ha surcado el Atlántico para contarle a los obreros de Cataluña cómo es la vida de un preso libertario en el Fin del Mundo. Pero la heroicidad llega hasta ahí, ni un metro más. A partir de ese momento, la figura del abuelo se desmorona. ¿Por qué? En una noche de alcohol, y por una sola vez, mi abuelo se confesaría ante mis padres. Entusiasmado por la idea de que Solidaridad Obrera vaya a publicar su historia, Radowitzky se explaya con mi abuelo durante varios días antes de embarcarse rumbo a Buenos Aires. El ruso le relatará en varias sesiones sus recuerdos de su paso por la cárcel de Ushuaia. A la velocidad de la luz, Jacinto Calero va tomando notas de las torturas infligidas a los presos, de la crueldad de algunos guardias y también de la conmiseración de unos pocos; de las huelgas de hambre, las campañas de los reclusos para exigir mejores condiciones carcelarias y, cómo no, de la fuga protagonizada por Radowitzky en 1918, tan audaz como accidentada. Mi abuelo tenía tres pasiones en la vida: los libros, la revolución y las mujeres. El orden de prioridad variaba según las condiciones objetivas; la hora del día, principalmente. Por la mañana le gustaba leer. Devoraba con el mismo fervor los Episodios Nacionales de Pérez Galdós y los escritos de Malatesta. Por la tarde redactaba artículos incendiarios contra curas, militares y patronos. Y a la noche inventaba cualquier excusa para no dormir en el lecho conyugal. Jacinto Calero pudo haber sido un héroe pero le perdió la tercera de sus pasiones. Mi capacidad para retener información siempre fue limitada. Por eso me hice periodista, supongo, para tratar de superar una tara, como a quien le regalan un perro para que le pierda el miedo a los animales. No recuerdo al pie de la letra todos los detalles que me contó mi padre,


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