Orsai Número 2

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GUSTAVO FAIGENBAUM “La Amistad, La Amorilla, La Angelita, La Armonía, La Aurora, La Azotea, La Azotea Grande, La Azucena, La Barquita, La Barrancosa, La Beba, La Bicha, La Blanca, La Bolsa, La Brava, La Calabria, La California Argentina, La Campana (Saladillo), La Carlota, La Carreta, La Catalina, La Cautiva, La Central, La Colmena, La Colorada Chica, La Colorada (Azul) —acá me tenté pero me mordí los labios y seguí—, La Constancia, La Copeta, La Cotorra, La Dorita, La Dulce —a esta le puse énfasis—, La Emilia —acá me aburrí del orden alfabético y salteé algunas hasta llegar a otras que me gustaban especialmente—, La Fortuna, La Gloria, La Gracielita, La Herminia, La Lucila, La Lucila del Mar, La Negra, La Nélida, La Nevada, La Nueva Hermosura, La Pochola, La Querencia, La Rabia, La Razón, La Reja, La Yesca, Las Cuatro Hermanas, Las Cuatro Puertas”. Me detuve. Hubo algunos tímidos aplausos. Me bajé del escenario sintiendo que había salvado mi dignidad. Todavía guardo ese papel. La mugre (sudor y polvo) se acumulaba sobre mi piel, que empezaba a picarme. Tenía que bañarme, y el agua de nuestro campamento no alcanzaba. Junté coraje y fui al “Human Carcass Wash”. El mecanismo era el siguiente: primero te sacabas la ropa (toda) y la dejabas en un piloncito. Después te ubicabas en una de las dos filas paralelas formadas por los “lavadores” (de ambos sexos y de todas las edades). Por el pasillito que quedaba en el medio iban avanzando lentamente los “lavados”. A los lavadores nos tocaba primero enjuagar con mangueras y regaderas a los lavados, que estaban ya egresando del mecanismo. Al rato ascendíamos un puesto (avanzábamos en la fila, en mi caso hacia la derecha) y nos daban jabones y esponjas para que laváramos pies y piernas; luego lavábamos caderas, ingles y torsos, finalmente lavábamos brazos y cabezas. Así llegábamos al final de la fila de lavadores y, cumplido nuestro deber, íbamos ingresando de a uno en la fila central, la de los lavados. El orden se invertía: ahora nos lavaban a nosotros la cabeza y comenzábamos a avanzar posiciones en sentido contrario, mientras el jabón descendía por el cuerpo, hasta ser eyectados, limpitos y perfumados. La experiencia resultó increíblemente natural. No se cumplieron ninguna de las fantasías: ni excitación, ni asco, ni vergüenza. Salí relajado, impecable.

Había escuchado hablar de Burning Man en 2001 y desde entonces deseaba ir. Yo siempre fui entusiasta de los proyectos utópicos. De chico diseñaba ciudades ideales (¡que también eran circulares!). De un lado de la hoja hacía el plano y del otro anotaba las leyes que regirían la polis. Durante otra etapa de mi vida me dediqué a crear un país perfecto que planeaba instaurar en la Península de Valdés. Aún guardo planos detallados de esa quimera. A los diecisiete años pude vivir un mes en un kibbutz y ser testigo de un experimento socialista en pequeña escala y del ejercicio de la democracia directa. También me hice fanático del videojuego Simcity ya en su primera versión, creando metrópolis con grandes espacios verdes, y con zonas comerciales, industriales y residenciales bien distribuidas. A medida que aprendía los trucos del juego subía mi índice de popularidad. Una vez casi pierdo un vuelo New York-Buenos Aires por no abandonar un partido. Y, finalmente, me atrapó la filosofía: la República de Platón, el Estado de Hegel, el marxismo, lecturas que ayudaban en mis balbucientes intentos por encontrar la fórmula de la sociedad perfecta. Como además me gusta ver minas en tetas, no podía ser indiferente a una propuesta como Burning Man. Desconfío de los estereotipos con que los argentinos solemos desvalorizarnos. No creo que seamos los campeones de la chantada, ni los únicos que gritan o que no respetan las normas de tránsito. Una tarde nos detuvimos con mi mujer y mi hija para sacarnos unas fotos frente a unas esculturas sorprendentes, una especie de animales fantásticos y multicolores. Y entonces nos habló una persona que había reconocido nuestro acento: “Papá, correte un cacho, que acá estábamos nosotros primero sacando fotos, y me las estás arruinando”. No pude evitar responder con la misma retórica mediocre: “Bueno, hermano... mirá que es grande el desierto, eh, ¿por qué no sacás la foto apuntando para otro lado?”. “Nananá”, me respondió. “Acá estábamos nosotros primero y ustedes pueden sacarse sus fotos cuando terminemos nosotros, ¿ok?” El conflicto no pasó a mayores pero me amargó un poco la semana constatar que la única

VACACIONE EN CABO CAÑAVERAL, TENDRÁ ESPACIO DE SOBRA. 107


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