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Matinée del domingo, por Carlos Diviesti

Por Carlos Diviesti

Volevo nascondermi, de Giorgio Diritti con Elio Germano (Oso de Plata al mejor actor en el Festival de Berlín 2020)

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La tragedia de un hombre ridículo

Antonio Ligabue (Zúrich, Suiza, 1899 - Gualtieri, Italia, 1965) fue uno de los principales exponentes del arte naif durante el siglo XX. Sus obras, de formas simples y colores rabiosamente vívidos, lo llevaron a tener renombre y aclamación en los círculos artísticos italianos, donde se lo situó en el nivel de la genialidad. Pero Ligabue era un hombre con evidentes problemas mentales, fruto de cuestiones orgánicas o de traumas derivados del abandono de su madre o del maltrato físico de sus padres adoptivos. Debido a esta condición, Ligabue podía ser visto como un excéntrico o un violento y, de acuerdo con la línea elegida, el genio de Ligabue en Volevo nascondermi (Quería esconderme, de acuerdo con su traducción literal), la película de Giorgio Diritti, podría deberse más a la necesidad de lavar las culpas sociales por el destrato a los enfermos mentales que al talento en estado bruto de este artista. Sin embargo, ese planteo queda perdido alrededor de una narración voluntariamente fragmentada, con intenciones caleidoscópicas, donde la vida y el tiempo de Ligabue parecieran no avanzar a ninguna parte, y la gloria atormentada del artista fuera apenas una anécdota en medio del relato sobre la conducta morbosa de una criatura animalizada. Esta conducta (poéticamente reflejada en el cortometraje Nebbia (Niebla), de Raffaele Andreassi, filmado en 1960 con el propio Ligabue como protagonista), más allá de la pericia de Diritti para crear imágenes bellas que se imbrican con el trabajo del artista, se exacerba por el esforzado trabajo de Elio Germano como Antonio Ligabue, uno de esos trabajos que causan asombro cuando se los ve por la cantidad de recursos físicos y gestuales de los que dispone el intérprete (que también cuenta en su haber con la Palma de Oro al mejor actor en el Festival de Cannes 2010 por su trabajo para la película La nostra vita, de Daniele Luchetti), pero que más allá del chisporroteo pirotécnico no avanza hacia ninguna parte y prefiere regodearse en la miseria de una vida atormentada.

Spaccapietre, de los hermanos Gianluca y Massimiliano de Serio Jardines de piedra

Antò, el hijo de Giusè y Angela, suele observar cabeza abajo la rutina de su madre antes de salir para el trabajo, a la madrugada. Angela trabaja en la viña, lejos de casa, dentro de la Puglia seca; trabaja duro en la viña, preparando la tierra para plantar plantines de vid, como tantos otros que llegan del África o de las costas de la Europa pobre. Todos son pobres ahí, a nadie le asombra. Giusè trabajaba en la cantera picando piedra, pero una esquirla le pega en el ojo y lo pierde, aunque Antò le eche gotitas en el ojo blanco para que le devuelvan el sueño y lo conviertan en superhéroe. Antò confía en que su futuro estará en la arqueología, profesión que le hará descubrir tesoros, aunque ni siquiera se imagina lo que significa ser rico, ni cómo es ser rico. Pero Angela se muere en el curso de ese día, la fulmina un ataque al corazón. Desolación, lógicamente. A vivir de la caridad o a irse del pueblo, a ocupar el lugar de la mamma en el trabajo si se quiere salir adelante, aunque Antò deba dejar el colegio y Giusè deba abandonar el trabajo de picapiedras, irremediablemente, el mismo que tuvo su padre, de quien solo le quedó una maza que Giusè unge frente a la tumba para que le dé fortuna. A partir de ese viaje de Giusè y Antò hacia la viña donde trabajaba la mamma, los hermanos De Serio no transforman la inalterable historia de amor entre el padre y el hijo, sino que la derrumban hacia la rabia, la tristeza o el terror que vemos en el rostro de Angela cuando se dirige al último día de su vida en ese ómnibus cargado de nuevos esclavos. Porque Spaccapietre (Picapiedras, literalmente) permite darle un marco de ternura a una situación insoportable: la que deviene del caporalato, el antiquísimo sistema de explotación a los trabajadores de la agricultura en la Italia profunda, que pareciera haberse sepultado tras la creación de la República, pero evidentemente no es necesario cavar muy hondo en la cantera para encontrar la veta completa, áspera y filosa, del mal.

La película de los hermanos De Serio (documentalistas preocupados por los problemas relativos al desplazamiento, la inmigración ilegal y la trata de personas en la comunidad europea) tiene sólidas conexiones con el gran cine social producido en Italia desde el neorrealismo, y sobre todo con el que se hizo durante la década de los años setenta que cruzaba la política y la crónica policial. No se puede permanecer indiferente a la historia de Giusè y Antò, a quienes humanizan la máscara de Salvatore Esposito y Samuele Carrino, y que no se habrán de resignar a perder la esperanza ni siquiera cuando un final terrible naturalice el desierto que se abre en el alma y en torno a una fosa común.

Lei mi parla ancora, de Pupi Avati, o el amor eterno cuando pasan los años

Pide al tiempo que vuelva

Cuando Rina se muere después de 65 años de casada con Nino, él no se deja llevar tan fácilmente por la tristeza que sus hijos quieren leer en su semblante. Para Nino llegó el momento en el que aquel amor profundo y sereno de todos esos años será puesto a prueba: aquella carta que Rina le diera el día en que se casaron, donde dice que el amor que se profesan es inmortal, tendrá que enfrentarse con la certidumbre de la realidad. Así es como Nino sostiene que ella aún le habla, del mismo modo que también le habla su cuñado, y como también se vuelven ciertos los recuerdos de la vuelta al pueblo, ya casado, y su madre, sus hermanas y su tía conocerán a su esposa y la aceptarán en la familia, aunque a Rina esa nueva vida no le guste y quiera escaparse apenas comienza.

Del mismo modo recordará a su cuñado, muerto también, y sus tardes de pesca y sus explicaciones filosóficas respecto del sendero de la existencia. Todo esto, para un hombre que supera los ochenta años, y de acuerdo con la mirada de los que aún son jóvenes, no es más que melancolía, pero ¿lo es? ¿No será que existe una dimensión a la que podemos ir y volver hasta que decidamos quedarnos en un solo sitio? La hija, la editora de una editorial que puede decidir el futuro de la próxima novela de Amicangelo, cree que más que un psiquiatra su padre necesita contarle su historia de amor a alguien. Qué mejor que poner un escritor fantasma que ordene la memoria de Nino y al menos le dé al padre el consuelo de hablar con un amigo. Los hijos, que aún son jóvenes, quizás no entiendan que los padres (que se han vuelto viejos) tal vez necesiten perderse en los remolinos del alma y que nadie les indique el camino de regreso, por lo que las grandes ideas no implican grandes resultados. O sí, según se mire, según se entienda qué son las grandes cosas. En la última película del hoy octogenario Pupi Avati, basada en el best seller de Giuseppe Sgarbi, debiera reconocerse que estamos en presencia de un maestro moderno. Filmada con la elegancia impar de quienes siguieron la posta de los padres fundadores (la llegada de Amicangelo a la villa de Nino, custodiado por un chofer que es como un enorme querubín, en medio de una tormenta de nieve nocturna, es de una belleza perturbadora), Avati se permite narrar un drama romántico con apuntes de fantasía sin necesidad de forzar el relato hacia alguno de los subgéneros en particular. Es quizás una decisión que implica tomar partido por la experiencia (o la sabiduría) que dan los años, la que indica que hay que jugar las cartas incluso en el momento que sigue a la muerte. Avati se vale además de la máscara de Renato Pozzetto como el Nino adulto que a medida que avanza la historia está cada vez más convencido de encontrarla otra vez a Rina. Pozzetto, uno de los cómicos más notables del cine italiano de los setenta y ochenta, realiza quizás su actuación más importante en una película, una que aun en los límites de un drama quiere bordar una mirada llena de preguntas, como la de un chico ávido por descubrir qué significa estar vivos.