RLV 21

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Revista Letrónica de Ventoquipa Número 21

Contenido EDITORIAL

6

De pinta a Ventoquipa Pandemia y literatura

8

Bernardo Marcellin ¿Vos sos Feliz?

15

José Iván Dávalos Saravia El placer y el sufrimiento de posponer las cosas

20

Pedro Flores La fiesta de tres días

23

Paco Olvera La mejor canción

35

Paco Olvera

MÚSICOS TROMPAS DE HULE La música antigua en el nuevo mundo

38

Gonzalo Duchen México Música: un retrato musical de México en cien discos (1/3) Alex Hernández

43


YO NOMÁS DECÍA… Leer “El estandarte”

51

Alex Hernández

HACIENDOLE AL CUENTO La vida como una lista de vidas (1/5)

54

Alex Hernández

AL VALLE DE LAS CALACAS Bienvenido al paraíso

59

Paco Olvera

La Sociedad de los Poetas Nonatos Resonancias

65

Alex Hernández

WRITER HERO Versión del director

68

Etgar Keret Grisura

69

Sheila Heti Buenos muchachos

71

Honor Levy Asilo/Luna de miel

73

Joyce Carol Oates Cuentos contados a Tevye David Lehman

76


El reino que fracasĂł

78

Haruki Murakami

Ruth, Frank y DarĂ­o

81

Lore Segal Breve historia de mi vida

85

Charles Wright

Contacto:

revistaletronicaventoquipa@yahoo.com.mx



EDITORIAL El número 21 de la RLV en pleno siglo 21. Nadie se imaginaba que el 2020 sería extraño, prácticamente una distopia. Acordamos que este número sería de cosas fuera de su lugar, no sólo distopía, sino mejor dicho un "qué pasaría si" está situación se hubiera dado en otras circunstancias, o como se hubiera comportado este personaje si hubiese estado en otro lado (como dicen sabiamente Les Luthiers, "si no hubiera sido Santiagueño, habría nacido en otro lado”). Como siempre, iniciamos lentos, tal y como Pedro diserta en su interesante y completo análisis de la Procrastinacion, pero ya "encarrerado el gato", también nos envió varios "Writer Hero" de algunos fantásticos cuentos publicados por el New Yorker, rencarnados en mexicano con la picardía y desmadrosismo engendrado en la costa del Pacífico, permitiendo una tertulia entre Murakami, Etgar Keret, Joyce Carol Oates, Sheila Heti, Honor Levy, David Lehman y Lore Segal, hablando de buenos chicos, asilos, lo colorido del gris, los reinos que no triunfaron y el Yom kippur haciendo un guiño al “Violinista en el tejado” . Bernardo, muy atinado hace un recuento de la literatura en tiempos de pandemia, haciendo viajar en el tiempo a Bocaccio y a Camus, en narraciones que en tiempos de “normalidad” parecían exageradas y casi anti vinientes al caso y que ahora se nos revelan como una vista diáfana a los ojos del miope que recién estrena unos nuevos lentes, que nos dejan claro que los límites en todo sacan a relucir los extremos del espíritu humano: nos quedamos en el lado brillante, pero no deja de ser una lección que nos toca aprender. Gonzalo hace su debut pasando de platicador a escritor en la RLV, con un recuento de una historia que parecería fuera de contexto, pero que refleja una realidad casi de cuento fantástico, acerca del surgimiento y la supervivencia de la música Barroca en la Chiquitania de Bolivia, así como la cepa del vino Carmenere se salvó en el Nuevo Mundo, aislada de las plagas culturales, la música barroca preserva una naturaleza de frescura

como en pleno siglo XVI. Alex nos envía un hermoso Writer Hero de la historia de una vida, simple al parecer, pero grandiosa como la de todos nosotros, además de hablarnos poéticamente de las “Resonancias” y guiado por el ejemplo de Suetonio, nos describe una fracción de la historia de la humanidad en una serie de relatos con biografías anónimas de anónimos protagonistas. También tenemos como invitado a José Iván, que nos comparte un relato que habla de encierros, pero en una guerra más concreta, esta vez en Afganistán, haciendo dentro de toda esta compleja situación una pregunta clave, ¿vos sos feliz? Paco hace un relato para las Calacas de Ennio Morricone, en particular en Cinema Paradiso, que según relata es parte de la banda Sonora de su vida, de la cual da cuenta en otro de sus campiranos recuerdos de las fiestas de 3 días. Alex remata o mejor dicho revive este número, con la primera de 3 partes de una recopilación de los 100 discos que podrían describir la totalidad de lo que es México, en la medida de lo posible. Y al más puro estilo de la inspiración “Luthieresca”, casi “fuera de programa”, Alex nos comparte una reseña que nos invita a leer una maravillosa novela que refiere a un estandarte, referido como un sagrado objeto de respeto que nos e deja caer, como no cae la Letrónica, que sigue, y seguimos los que la formamos, viviendo y disfrutando, siendo felices en los momentos sencillos, pues la vida es de a diario, aunque a veces parece que no. Equipo Editorial RLV


.


De

PInta a

Ventoquipa

Pandemia y literatura Bernardo Marcellin

En estos tiempos de pandemia se ha vuelto un lugar común evocar obras como el Decamerón, de Giovanni Boccaccio (1313-1375), o bien la novela La peste, de Albert Camus (1913-1960). Pero también resulta inevitable contrastar nuestra realidad actual, donde la tecnología ha ido invadiendo todos los ámbitos de la vida, donde las telecomunicaciones y los aparatos electrónicos gobiernan nuestra existencia, dándonos la impresión de que el mundo entero se encuentra a nuestro alcance y que no existe problema que no pueda ser resuelto por medio de un correo electrónico o un mensaje de WhatsApp, con un acontecimiento que parece provenir de los siglos más oscuros y remotos.

Más que originarse en Wuhan, el covid-19 parece haber viajado a través del tiempo, como uno de esos seres que rigen las narraciones de Lovecraft, un invisible horror de Dunwich o una sombra más allá del tiempo que trajo consigo al siglo XXI un pánico que más bien correspondería a la Edad Media.

En realidad, las epidemias han sido una constante a lo largo de la historia, sólo que nuestra época, tan saturada de inventos, de grandes avances médicos y con un ritmo tan vertiginoso de vida, parece sorprenderse cuando esa naturaleza, que parecía estar ya completamente domada por las máquinas, nos da muestras su poderío de forma repentina. Si

bien los huracanes y los terremotos son mensajes recurrentes y los accidentes o las enfermedades crónico-degenerativas vienen a recordarle a los soberbios hombres contemporáneos que son mortales, estos acontecimientos tienden a difuminarse dentro de nuestra memoria mientras luchamos a diario contra el tráfico, atendemos llamadas urgentes, hacemos cálculos para determinar si nos conviene o no endeudarnos un poco más con tal de adquirir el nuevo gadget de moda.

Pero el fenómeno de las epidemias, que parece más propio de edades pretéritas, cuando prevalecía la ignorancia y la medicina no terminaba de diferenciarse de la magia, ha seguido presentándose a lo largo de los siglos. Los conquistadores españoles trajeron a América la viruela, que aniquiló a la mayoría de los habitantes autóctonos en unas cuantas décadas, la peste asoló la ciudad de Londres en 1665, más recientemente la fiebre española, que comenzó al tiempo de los últimos combates de la Primera Guerra Mundial, resultó más mortífera que el conflicto bélico, causando entre cincuenta y cien millones de muertes, contándose entre sus víctimas más conocidas al poeta Guillaume Apollinaire (1880-1918) y al sociólogo Max Weber (1864-1920).


Ya desde la Antigüedad, la gente buscaba comprender cuáles eran las causas de su desgracia, como podemos verlo en la tragedia Edipo Rey, de Sófocles (496-406 a. C.), cuando la peste azotaba la ciudad de Tebas. Se consideraba que la enfermedad sólo podía provenir de los dioses, que debían estar disgustados con los hombres por alguna falta grave. Edipo, monarca justo, decidió llevar a cabo las investigaciones para determinar quién asesinó al rey Layo, su predecesor, en lo que muchos han querido ver la primera trama policiaca de la historia. Al final, con la intervención del adivino ciego Tiresias, se descubrió que el mismo Edipo era el culpable de la muerte de su progenitor además de haber desposado a su madre. Para expiar su falta y salvar a la ciudad de la peste, el desventurado héroe tuvo que reventarse los ojos, dejar el trono y exilarse.

Las epidemias fueron una constante en aquellos siglos, tanto en el ámbito griego, como la peste que se vivió en Atenas a principios de la Guerra del Peloponeso, en el siglo V a. C, y durante la cual murió Pericles, como en varios de los textos bíblicos. Para los israelitas, lo mismo que para los habitantes de la Tebas de Edipo, estos flagelos se originaban en la ira de Yahveh.

La llamada peste de San Cipriano, que afectó al imperio romano a mediados del siglo III, debe su nombre al obispo de este nombre, quien abordó la angustia de la población en su texto De la mortandad. En realidad, San Cipriano (200-258 d.C.), uno de los Padres de la Iglesia, no nos proporciona una descripción de la epidemia, por lo que no es posible conocer de qué enfermedad se trataba. Escribió una especie de sermón para sus feligreses de la ciudad de Cartago, quienes ya

conocían de sobra el mal que estaban padeciendo, para responder a las interrogantes que le planteaban, en especial la pregunta de por qué, si Dios estaba con los cristianos, ellos estaban muriendo a una tasa semejante a la de los paganos. La respuesta del obispo no ofrecería consolación para alguien que no tuviera una fe sólida: los cristianos no se diferencian de los demás en cuanto al cuerpo, sino sólo en cuanto al espíritu. No debían, por lo tanto, esperar una intervención divina que los protegiera en lo físico a ellos de preferencia sobre los demás habitantes de Cartago. Lo que sigue es una invitación a vivir la prueba que se les presenta con entereza y confianza en Dios: no se les promete una larga vida en la tierra, sino la salvación y la vida eterna. Es más, San Cipriano aborda aquí uno de los temas de reflexión más recurrentes de la Iglesia del norte de África en aquella época: el martirio, tema desarrollado en otro de sus textos más importantes, titulado evocadoramente: Exhortación al martirio. En ninguno de los dos casos se trata de buscar de forma activa morir por la fe a manos de los enemigos de Dios, lo que sería caer en la herejía de los donatistas, pero sí de asumir la muerte, cuando se presente, como un sacrificio en honor de Jesucristo. Señalemos de pasada que San Cipriano, siguiendo su propia exhortación, fue efectivamente martirizado pocos años después.

En el siglo XXI quizás ya no culpemos a las divinidades por la pandemia, pero sí nos preguntamos si no estamos recibiendo un castigo por haber perturbado a otra fuerza superior al ser humano: la naturaleza. Se ha planteado la hipótesis de que la mutación del coronavirus pueda ser consecuencia del cambio climático o del daño que se está haciendo a la ecología.


En el siglo VI, gran parte de Asia, Europa y África sufrieron a su vez por la peste de Justiniano, del nombre del emperador bizantino entonces reinante y quien, por cierto, fue uno de los contagiados, aunque logró sobrevivir; esta epidemia costó la vida a millones de personas, incluyendo al papa Pelagio II. El historiador Procopio de Cesarea (500-560 d.C.), hombre dispuesto a adular al gobernante mientras gozó de su favor y que lo llenó de oprobio así como a su esposa, la emperatriz Teodora, cuando perdió toda influencia en la corte, describe esta epidemia, posiblemente de peste bubónica, en su Historia de las Guerras, incluyendo escenas muy familiares para nosotros como ciudades enteras en confinamiento y el colapso de la actividad económica. El caso de Justiniano muestra que no hay hombre, por poderoso que sea, que se encuentre a buen resguardo de una enfermedad como esta, ya sea el gobernante que pretendió recuperar para el imperio romano los territorios perdidos en Occidente durante las Grandes Invasiones, o bien un Boris Johnson, Primer Ministro de Inglaterra, quien minimizó la pandemia del coronavirus hasta que contrajo la enfermedad y tuvo que pasar varios días en el área de terapia intensiva.

Esto no quiere decir que las epidemias afecten de igual manera a todas las clases sociales. No es exclusivo del covid-19 el que los más pobres, los que viven hacinados, resulten ser los más vulnerables. En la Edad Media, los diez amigos que nos presenta Boccaccio tienen la posibilidad de escapar de Florencia y, en una agradable propiedad campestre, entretenerse contándose historias a partir de temas preestablecidos. Es claro que tenían conciencia de lo que estaba ocurriendo en la ciudad –de hecho en el prefacio del libro se hace una vívida descripción de la epidemia–, pero no

dudan en sacar provecho de su privilegiada posición social para ponerse a resguardo. Es un caso similar al de los hombres del siglo XXI que, confinados en casa, buscan la forma de sobrellevar su aislamiento de la manera más agradable posible, tal vez no contándose cuentos, pero sí viendo la televisión, oyendo música, o enviándose mensajes a través de las redes sociales.

Algo parecido podría decirse del cuento de Edgar Allan Poe (1809-1849), La máscara de la muerte roja. Durante una epidemia en su reino, el príncipe Próspero y su corte se refugian en una abadía, esperando a que pase el peligro, desentendiéndose de la suerte del pueblo. Pasados seis meses, como el encierro los está aburriendo, el príncipe decide organizar un baile de disfraces. Así, mientras la gente muere en la calle sin esperanza de recibir asistencia, los nobles se divierten, gozando de sus privilegios. Aunque en este punto la historia deja de parecerse al Decamerón y el final recuerda más bien el caso de Justiniano: nadie puede asegurar que se librará de la epidemia. En medio de la fiesta, aparece un desconocido disfrazado como el cadáver de una persona fallecida a causa de la muerte roja: se trata en la realidad de la enfermedad misma que logró colarse al palacio, sin que se sepa cómo, para contagiarlos a todos. Poe no se equivocó al hacer de la crónica de una epidemia en un relato de terror.

En algunos casos, el escritor utiliza estas calamidades como episodios de alguna novela, buscando reforzar lo que quiere probar, como por ejemplo la descripción de la peste de Milán durante el siglo XVII en Los novios, de Alessandro Manzoni (1785-1873). Este acontecimiento es, en


realidad, parte de la tesis general de la obra. En el siglo XIX, Italia soñaba con la unificación política y uno de los obstáculos principales era el Imperio austriaco, que dominaba el norte de la región, incluyendo Milán. El virrey encargado del gobierno del reino lombardo-veneciano era, por cierto, el hermano del monarca, Maximiliano de Habsburgo, quien sería después fugazmente emperador de México. Debido a la censura, resultaba difícil que se publicase un libro que llamara a la unidad de los italianos y a rebelarse en contra del opresor extranjero. Manzoni disfrazó sus intenciones escribiendo una novela que relata las desventuras de dos enamorados durante el siglo XVII. Durante las doscientas primeras páginas, el lector puede creer que se trata de un relato inocuo desde el punto de vista político, pero entonces la narración da un giro y, de las escenas campiranas y las intrigas perpetradas por señores feudales, se pasa a la vida febril de la ciudad de Milán. Se pinta el cuadro de un gobierno ineficaz que además tiraniza a los habitantes. La epidemia de peste que brotó en esos días se agrava debido a la incapacidad de las autoridades para tomar las medidas adecuadas. Todo esto podía parecer carente de interés a los austriacos a no ser por un pequeño detalle: en el siglo XVII, Milán era una posesión española. ¿Qué dinastía gobernaba entonces España? Los Habsburgo. ¿Y quién dirigía los destinos de Austria y oprimía a los italianos en el siglo XIX? Los Habsburgo. De esta forma, el lector de la época no tenía dificultades para comprender el verdadero mensaje del libro. La epidemia de peste descrita en estas páginas puede servir de ejemplo de lo que sucede cuando un gobierno despótico tiene que enfrentar una catástrofe, sin preocuparse por sus habitantes.

La peste de Marsella de 1720 ilustra una situación parecida. Se sabía que en cierto barco venían las

personas infectadas, pero las autoridades del puerto se mostraron negligentes y no aplicaron los protocolos sanitarios previstos. No se puso en cuarentena al buque y se permitió que los marselleses convivieran con los pasajeros y la tripulación, con lo que se propagó la enfermedad por toda la región, acontecimiento rememorado por Antonin Artaud (1896-1948) en El teatro y su doble, donde compara el arte dramático, delirante y contagioso, con una epidemia. En esta obra donde expone su teoría del teatro de la crueldad, Artaud afirma que el actor sobre la escena debe sufrir como un reo condenado a morir por las llamas, en una forma muy característica de este autor de identificar el teatro con la vida en su totalidad.

Una de las epidemias mejor documentadas de la historia es la peste que azotó Londres en 1665 y el texto más conocido al respecto es El diario del año de la peste, de Daniel Defoe (1660-1731), el autor de Robinson Crusoe. En este libro Defoe realiza una crónica de los acontecimientos, cómo la enfermedad se fue extendiendo poco a poco a partir de la zona occidental de la ciudad, sin que hubiera una fuerza capaz de contenerla, una secuencia que recuerda, a nivel de una ciudad, la expansión del covid-19 a través del mundo. De hecho, en esa ocasión se dieron casos de contagiados asintomáticos que contribuyeron a propagar inconscientemente el mal. Antes de que se declarara la epidemia hubo muchos presagios y hasta se avistó un cometa. Mientras algunos dudaban de la ayuda de Dios, otros aseguraban que la influencia de la constelación del Can Mayor agravaba la tragedia. Las autoridades de la ciudad, aunque con pocos recursos, tomaron medidas que ayudaron a mitigar el problema, mientras que la corte, de forma similar al cuento de Poe, prefirió aislarse y esperar a que pasara el peligro. Como en


otros casos similares, el comercio de Inglaterra, tanto el interior como el exterior, se desplomaron como consecuencia del encierro y del temor a la transmisión de la enfermedad a través de las personas o de las mercancías. Finalmente, como un recordatorio de que las calamidades no vienen solas, al año siguiente, la ciudad de Londres fue arrasada por un gigantesco incendio.

En el Diario del año de la peste se subraya el aspecto de la humillación que agobia a quienes se han contagiado, el rechazo social y la vergüenza que puede llegar al odio en contra de quienes no han sido infectados. Así, hombres enfermos de peste buscaron de forma intencional contagiar a otros, como una venganza en contra del desprecio, del sentimiento de vejación que padecían, un caso que se ha repetido a lo largo de los siglos, como en las últimas décadas con algunos enfermos de sida. Tanto en el caso de la peste como en el del sida, algunos enfermos, viendo la muerte de cerca, rechazados por su entorno, en su rencor deciden llevarse consigo a alguien más.

La epidemia de Londres inspiró asimismo al poeta ruso Alejandro Pushkin (1799-1837), quien escribió al respecto una de sus “pequeñas tragedias”: Una fiesta en tiempos de la peste. A partir de esta pieza en un acto, el músico César Cui (1835-1918) compuso posteriormente una ópera de mismo título. Nos encontramos con una situación que se repite constantemente durante la actual pandemia: la gente que está harta del encierro, del miedo a la enfermedad y que, dejando de lado toda prudencia, busca en la diversión un escape, aunque sea temporal, a una situación que se ha tornado insoportable. El momento culminante de la ópera es el himno a la peste, entonado por uno de los

asistentes a la fiesta y que sirve para glorificar a la enfermedad como si se tratara de un gran conquistador. Posteriormente aparece un pastor que les reprocha que se dediquen a celebrar en vez de preocuparse por la salvación de su alma. Pero nadie le hace caso y, tras alejarlo, siguen divirtiéndose y disfrutando del banquete, un sentimiento parecido al que anima a quienes en la actualidad organizan fiestas en contra de todas las recomendaciones.

La imprudencia, de hecho, se ha presentado en todas las épocas y no es exclusiva de gente frívola, ignorante o inconsciente como Boris Johnson. El filósofo Jorge Guillermo Federico Hegel (17701831) falleció durante una epidemia de cólera. Si bien es cierto que salió de Berlín al empezar la enfermedad, decidió volver demasiado pronto, sólo para encontrarse con la muerte. Un caso parecido sería el del compositor Tchaikovsky (1840-1893), muerto también de cólera. Oficialmente murió después de consumir un vaso de agua en un restaurante sin saber que estaba contaminada, aunque según una versión que ha adquirido popularidad en los últimos años, se suicidó y sabía que contraería la enfermedad al beber esa agua, con lo que se conservaban las formas de una muerte natural.

El siglo XX produjo la obra que más se ha comentado en las actuales circunstancias: la novela La peste, de Albert Camus, donde se muestran las diferentes actitudes que los hombres pueden adquirir ante este tipo de circunstancias, en especial la solidaridad entre las personas, un tema que contrasta con la visión dominante en la producción de este escritor: la del absurdo de la existencia. Para no repetir lo que ya se ha dicho al


respecto en los medios, vale la pena enfocarse en uno de los personajes, Joseph Grand, escritor frustrado que es a la vez un simple burócrata con un trabajo rutinario que le parece insignificante dada la magnitud de los problemas que aquejan la ciudad. Decidido a actuar por el bien de los demás, acude ante el doctor Rieux, quien es el que coordina los esfuerzos contra la epidemia, y le ofrece apoyarlo cuidando enfermos. Pero la respuesta que recibe es totalmente sorpresiva: lo mejor que puede hacer para ayudar es seguir haciendo su trabajo de forma honesta. Si en medio de la calamidad, los servicios dejaran de funcionar, eso se sumaría al caos que se va implantando en la vida de la gente. Le pide pues que regrese a su escritorio y siga poniendo sellos en las hojas de papel que le lleven. Si al terminar el día siente que aún tiene fuerzas para atender a los enfermos, será bienvenido. Es una forma extraña de heroísmo, pero es la misma que millones de personas en el mundo han realizado, muchas veces sin tener conciencia de ello, al seguir trabajando pese a la pandemia, ya sea en las ventanillas de las oficinas del gobierno, en las sucursales bancarias, en los supermercados, operando el sistema eléctrico o el transporte público.

Este tipo de desgracias adquiere así un carácter atemporal y puede servir como pretexto literario para emprender una reflexión sobre la condición humana en general. Tal es el caso del Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago (1922-2010), o de la peste del insomnio que padecen los habitantes de Macondo en Cien años de soledad, en tanto que en El amor en los tiempos del cólera, también de Gabriel García Márquez (1927-2014), la enfermedad aparece más bien como el marco de referencia en medio del cual se desarrolla la acción de la novela.

Las epidemias nos han mostrado a lo largo de los siglos que son parte integrante de la vida humana. Aunque parezcan una realidad de tiempos pretéritos, siguen presentándose con regularidad y, lo que es más, las obras literarias nos muestran que las actitudes de los hombres hacia ellas han cambiado poco o nada. Las fake news no son nada nuevo. En el siglo XIV corría el rumor de que los judíos habían envenenado los pozos para acabar con los cristianos, en el siglo XX, se decía que el sida sólo afectaba a los homosexuales o que era un virus creado de forma intencional en un laboratorio, algo que también se ha rumorado en el siglo XXI acerca del covid-19, actitudes y rumores sólo reflejan nuestra impotencia ante este tipo de flagelos.

Interrogantes, temor generalizado, atribución de la tragedia a fuerzas superiores, impotencia ante la propagación de la enfermedad, confinamientos, colapso económico, impacto diferenciado según la clase social, intentos por evadirse de la angustia y del aburrimiento provocado por el encierro, actitudes heroicas, acciones irresponsables, decisiones desacertadas de los gobiernos, falsos rumores, búsqueda de culpables con quien desquitarse, las mismas reacciones se repiten una y otra vez frente a las epidemias y nos muestran que los hombres no hemos cambiado a lo largo de más de dos milenios. Así que, cuando en el futuro surja otra pandemia, ya tenemos idea de cómo vamos a reaccionar.


¿Vos sos feliz? José Iván Dávalos Saravia

Le damos la bienvenida en este número a José Iván Dávalos Saravia, que ha compartido con nosotros su Resumé, y reproducimos a continuación previo a su estupenda narración de una vivencia personal. Nacido en La Paz, Bolivia; Ingeniero civil con una maestría en consolidación de la paz; ocupa el cargo de Jefe de Misión de la OIM en Quito - Ecuador, desde mayo de 2019. Entre enero de 2012 y abril de 2019, ocupó el cargo de Jefe de Misión de la OIM en Lima - Perú. Entre 2010 y 2011 fue Jefe de Operaciones con funciones de Jefe de Misión adjunto de la OIM en Afganistán, donde trabajó anteriormente desde 2009, como Oficial a Cargo (i). Entre 2006 y 2008, sirvió al servicio diplomático de su país; El Estado Plurinacional de Bolivia, como Primer Secretario de la Embajada ante la Casa Blanca en Washington DC, Estados Unidos. En 2006 se desempeñó como Jefe de Misión en la oficina de la OIM en Luanda, Angola. En los años 2002 a 2005 se desempeñó como oficial de la OIM, como experto para la conversión militar de fuerzas no convencionales y la reintegración de excombatientes a la vida civil en diferentes misiones de la OIM en Guinea-Bissau, Croacia, Haití, Colombia y Angola. En los años 1999 a 2002 se desempeñó como Jefe de Misión de la oficina de la OIM en Nicaragua. Entre 1997 y 1998 se desempeñó como oficial administrativo del Programa de Desminado de América Central de la Organización de Estados Americanos (OEA) – Nicaragua, formando parte además de diferentes equipos gerenciales dentro de las misiones de observación electoral (MOE), de la OEA en Paraguay, Colombia, Ecuador y Nicaragua. En el año 1997 dicta clases en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Católica de Nicaragua (UNICA), Managua, Nicaragua. Entre 1995 y 1997 se trasladó a Angola, África subsahariana, con la ONU DPKO y la ONU DHA (ex OCHA), como experto en desmovilización y reintegración de excombatientes. Entre 1993 y 1995 fue coordinador adjunto del programa de infraestructura y vivienda sociales dentro de la Comisión Internacional de Apoyo y Verificación de la OEA en Nicaragua. (CIAV/OEA). Entre 1990 y 1992 fue profesor en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI) en Managua, Nicaragua. Entre 1988 y 1990 trabajó como experto en mantenimiento de carreteras y planificación urbana en el Municipio de Managua, Nicaragua. En los años 2012 a 2013, obtuvo una maestría en artes y consolidación de paz del Centro para Estudios de Paz y Reconciliación (CPRS) en la Universidad de Coventry, Reino Unido.


Entre 1983 y 1988, se trasladó a Alemania del Este, (extinta RDA), para estudiar ingeniería civil en la Escuela Superior del Transporte "Friedrich List", ahora adscrita a la Universidad Técnica de Dresde, completando un diploma en diseño y construcción de carreteras. Nacido el 23 de enero de 1963, casado, con dos hijas y un hijo.

No se había aún disipado el humo en el jardín del suntuoso hotel “Kabul-Serena” por causa de las bombas caseras que habían lanzado los rebeldes del Talibán, cuando estábamos descansando en su comedor impersonal, Marco dejó de hablar por teléfono tranquilizando a su hijo sobre el bombardeo y el ataque complejo que acababa de ocurrir y, sin mediar siquiera una sonrisa me espetó; - loco!... vos sos feliz??, lo miré algo ingenuo y le respondí sin reflexionar que en ese momento; no, pero que luchaba por serlo; cuando iba a argumentar mi duda y defender mi estamento, reiniciaron los disparos de forma seca y contundente, con estruendos que parecían retumbar sobre nuestras cabezas. Algo más de un mes atrás me había trasladado a vivir al lujoso hotel, después de que nos había sugerido la seguridad de Naciones Unidas de dejar mi pequeño departamento en un barrio tranquilo de Kabul, donde vivía desde mi llegada en septiembre del 2008, lugar que, a decir de algunos colegas, más parecía un campamento de desplazados que una morada. Ante este nuevo incidente, corrimos confundidos hacia la cocina más siguiendo nuestro instinto de supervivencia y sentido común, antes que siguiendo la guía de los más confundidos todavía soldados de las fuerzas internacionales que atropelladamente nos condujeron al bunker en el sótano del hotel, el cual era hasta entonces la cocina de trabajadores y personal de servicio; después, el lugar sería adecuado como refugio para enfrentar los periódicos ataques complejos que llevaban a cabo “los talibanes”, quienes entre otras reivindicaciones exigían la salida de las tropas internacionales de ocupación en el devastado país, en guerra y conflicto, desde hacían casi 30 años.

Para entrar al curioso refugio, era menester someterse a una búsqueda y revisión por parte de asustados y agresivos soldados de las tropas de ocupación de las llamadas Fuerzas Internacionales de Apoyo para Afganistán; jovenzuelos pertenecientes a tropas de más de 20 países que no tenían mayor idea del conflicto en el que estaban inmersos, menos comprendían lo que sus jefes sobradamente si lo hacían; se enfrentaban a un movimiento nacional cuyo combatientes estaban curtidos por el hambre, la miseria e incontables años de lucha, que los había convertido en verdaderas fieras y para quienes el morir era una honra y un sacrificio heroico para su Dios. Estos noveles combatientes que eran enviados a resguardar lugares donde difícilmente serían atacados, supuestamente debían garantizar nuestra seguridad, sin embargo y por su marcada inexperiencia, veían en nosotros potenciales terroristas; así, fuimos obligados a acostarnos en el suelo boca abajo, a la entrada del refugio, con las manos sobre la cabeza, con un arma larga rozando nuestra nuca y pasibles a que metan las manos y nos revisen hasta el ano; ahí yo para pensar en otra cosa que no fuera mi humillante posición, recordaba aun la imprecación frívola de Marco sobre si era feliz y me respondía a mí mismo que, sin dudas, había vivido momentos mejores. Ya sentados en el bunker, sentí la necesidad imperiosa de llamar por teléfono a mi flaca, para contarle sobre todo que estaba bien, que en la madrugada había ocurrido un ataque al hotel donde vivía pero que tuvimos tiempo de ponernos a buen recaudo en los sótanos del hotel y que la llamaría después con más calma. Salí del bunker con el pretexto de buscar una señal para mi teléfono celular, aunque a decir verdad, salí más preocupado por encontrar un baño ya que mi


estómago, autónomo por antonomasia, había decidido pronunciarse de urgente manera. Apenas había salido al pasillo donde circulaban desordenadamente mozos cómo buscando atender a los flamantes comensales del bunker, cuando de pronto se escuchó a alguien que pedía permiso a gritos en el pasillo y la gente que circulaba abría el paso desordenada y rápidamente; era un soldado de la policía afgana que iba por delante de una camilla que apurados llevaban otros seis soldados, dejando entrever dos cuerpos tapados con una frazada, de la cual manaba incesante sangre; eran dos víctimas mortales que acababan de ser bajadas de la terraza donde se daban crudos enfrentamientos entre tropas del Taliban y el ejercito afgano; vi pasar la improvisada comitiva con los muertos a cuestas; en ese momento más preocupado por encontrar el baño que por evitar la sangre fresca que corría sobre el piso de cemento. Entré al baño guiado por un mozo risueño que aparentemente sabía cuál iba a ser mi sorpresa en el lugar donde no existían inodoros como estaba acostumbrado y mucho menos papel higiénico; se trataba de una fila de agujeros en el suelo forrados en porcelana con un olor y suciedad indecibles, donde uno tenía que sentarse de cuclillas como en la tundra a hacer sus necesidades; así, y en esas condiciones, resultaba difícil por no decir imposible, tener motivación alguna hasta para defecar. Admito que con el tiempo me acostumbré a hacerlo, diríase inclusive, hasta con cierta familiaridad. Salí rápidamente del curioso recinto, habiendo dado el uso previsto al hoyo aquel. De retorno al bunker, me fijé recién con cierta atención, como limpiaban la sangre numerosa que no se había disipado aun y continuaba tiñendo el cemento con un reguero de rojo intenso. No recuerdo cuanto tiempo quedamos varados, sentados, sin poder movernos en aquel lugar mal llamado Bunker, mientras yo contemplaba el vacío, sin dejarme interrumpir por el murmullo y los comentarios de otros huéspedes del inhóspito lugar; algunos empezarían, tal vez, a hacer ciertas confesiones o a echar de menos sus enseres o tesoros que habían

dejado en las habitaciones, como el gallego aquel que confesó sobrecogido que había dejado en su habitación una botella de whisky “Johny Walker” etiqueta negra y su reloj Rolex que muy probablemente, según él, no los volvería a encontrar. Después supimos que aparecería el reloj Rolex intacto; no así la botella de whisky que fue encontrada abierta rellenada con té negro; seguramente los furtivos bebedores abrigaban la peregrina idea de que el gallego no notaria aquella picardía de los encargados de la limpieza de la habitación que se bebieron el whisky en su ausencia. Salimos del bunker casi al anochecer, el tiroteo había cesado un par de horas atrás y solo se percibía un fuerte olor a pólvora y las grandes ventanas del salón del comedor aun dejaban entrever el humo y una gran cantidad de soldados afganos armados hasta los dientes, -siempre me pregunté si sabían usar algunos de tales implementos-; nos miraban con cierta envidia, pues mientras ellos se exponían de forma temeraria, los casuales rehenes salíamos del bunker como zorros de sus madrigueras, y encima, creyéndonos héroes. Fui casi corriendo al lobby del hotel para llamar por teléfono a mi flaca, quien había estado tratando de comunicarse conmigo en las horas previas después de haber acompañado en las cadenas internacionales de televisión, casi en tiempo real, el ataque que marcaba como siempre la noticia de impacto del día. Al oírme se tranquilizó y sólo pude decirle que estaba bien, que la amaba, que les diga a mis hijas e hijo que estaba bien, que no se preocupe y que en ese momento me iría a dormir a otra parte, ya que no podía quedarme en el hotel que estaba prácticamente ocupado por las fuerzas militares y de seguridad. Tímidamente argüí que el ataque no era contra nosotros, sino contra todo lo que significábamos; no se si entendió el argumento la pobre flaca que denotaba una serenidad pétrea pero por dentro, como yo, se estaba derrumbando; yo dominaba mi emoción, porque no podía admitir que me estaba muriendo de la ansiedad, ni siquiera de miedo, pues la ansiedad es más dura que el miedo, generalmente uno le tiene miedo a algo concreto, no así, uno siente ansiedad por algo que puede llegar a ocurrir y que nadie puede preverlo; o


sea, uno tiene como única certeza que no se está seguro en lugar alguno.

australiano de mirada lasciva que pensaba en su próxima conquista antes que en preservarnos seguros.

Seguía cavilando, pensando que era muy difícil convencer a alguien o a los mismos rebeldes afganos, que en nuestro trabajo y misión no éramos parte de la intervención, ni del problema, pero en ese momento esta postura conceptual a nadie le interesaba; solo a mí y mis convicciones.

Recorrimos Kabul en medio de la penumbra, adivinando donde estábamos y parando cada 500 metros en puestos de control que se regaban por toda la ciudad, en los cuales había que dar cuenta de quienes éramos; por suerte no nos obligaron a bajar del vehículo, sino que éramos sometidos a un escrutinio a través de las ventanas, mientras el vehículo era revisado con un curioso aparato semi artesanal, con un espejo en la parte inferior con el que supuestamente se identificarían bombas debajo en el chasis; con la lumbre que emitían estos aparatos difícilmente se podía detectar algo; creo que todo este ejercicio lo hacían, los soldados afganos, más por curiosidad o interés de obtener algo de comer a cambio, que por sospecha de encontrar alguna bomba o explosivo y menos en el tipo de vehículos que teníamos con placa internacional.

Subimos a nuestras habitaciones por las escaleras ya que apenas teníamos 10 minutos para tomar lo que consideráramos imprescindible y salir de nuevo. El hotel estaba sin luces y la penumbra apenas alcanzaba para percibir donde uno a tientas caminaba. Por un momento me encontré sentado en mi habitación con la puerta abierta, pensando que no tenía donde ir a dormir al menos esa noche. Busqué a Marco y salimos juntos sonriendo nerviosos de forma cómplice, pero como parias, sin saber dónde ir. Ya afuera del hotel, Marco se tomó su tiempo, -como lo hacía siempre-, para fumarse con pasmosa tranquilidad un par de cigarrillos mientras me recordaba en voz alta y a ratos entre risas sonoras, algunas interioridades de nuestra reciente aventura en el bunker, señalándome socarronamente de nuevo que no le había respondido si era feliz. Encontramos a nuestro chofer en medio del inmenso parqueo del hotel; el pobre Besmil estaba muy preocupado por nosotros y sin saber bien que hacer; le pedimos que nos lleve a la oficina, el único lugar donde a nuestro ingenuo criterio podíamos estar seguros. El fiel Besmil nos ofreció su casa para pasar la noche, algo que muy a pesar nuestro rechazamos, no porque desconfiáramos de la hospitalidad de éste amigo quien inútilmente insistía, sino que, por razones de seguridad, visitar las casas de la población local era algo vetado por Naciones Unidas; de ocurrir alguna emergencia con nosotros en la casa de un afgano, no podrían reclamarse ni nuestros cuerpos; así al menos lo había afirmado todo orondo en nuestro primer encuentro con la seguridad de la oficina, el asesor terreno; un expolicía

Finalmente, luego de observar rápidamente los documentos que por cierto no los entendían porque estaban en inglés, nos dejaron pasar, no sin antes hacer alguna broma en idioma farsi con él conductor. Llegamos a la histórica plaza de Shari-Naw donde estaba el edificio de nuestras oficinas; lo vi hasta con alivio y reconocimiento, como cuando uno llega a su casa después de haber estado de parranda y ahí, cansado y nuevamente con ganas de entrar al baño, esta vez un baño católico, fui en busca de mi puesto de trabajo en el segundo piso de una vetusta casa que hace 50 años pudo haber sido una mansión y ahí, detrás de mi escritorio, envuelto en una alfombra persa alrededor de mi cuerpo para evitar el frio que ya arreciaba en noviembre, con el fulminante cansancio y estrés que no me permitían ni pensar de forma racional, me tendí a dormir en el suelo habiendo tardando apenas unos instantes en quedar tan profundamente dormido que empecé a soñar que estaba despierto y distendido, correteando en nuestra casita de la playa cerquita de Managua, confirmando fehaciente a mi flaca y mis hijos que era un tipo feliz. A las cinco de la mañana del día siguiente, me despertó el rezo diario del Corán, que precedía muchas veces al


estallido de una bomba que te obligaba a levantarte rápidamente, buscar tu casco y tu chaleco antibalas para salir corriendo al refugio de la oficina, no sin antes despertar a los que quedaban dormidos. Han pasado más de 11 años de todo aquello y aun cada mañana me despierto a las 5:00 am, a veces asustado,

esperando el rezo del Corán y después la bomba, sin embargo, soy feliz, aunque a veces no haya a quien confirmarle el testimonio de mi fe.


El placer y el sufrimiento de posponer las cosas Pedro Flores

Dos casos de la literatura I Se dice que en el verano de 1830, el escritor Víctor Hugo se encontraba frente a una tarea imposible: al finalizar ese año debía entregarle terminada a su editor una novela titulada Notre-Dame de Paris. Doce meses antes se había comprometido a escribir el libro. Pero, en lugar de dedicarse a ello, su atención se había orientado a otros proyectos y actividades, posponiendo el trabajo una y otra vez. Gosselin, el editor, como seguramente le pasaría a todos los editores, estaba frustrado y molesto por la tardanza, así que le impuso al escritor la fecha límite de febrero de 1831, poco menos de seis meses. Para evitar la tentación de apartarse de su trabajo, Víctor Hugo tomó todas sus ropas y las guardó bajo llave quedándose sólo con un chal grande. Así no podría abandonar la casa y distraerse. Trabajó sin descanso desde septiembre y pudo cumplir con la tarea titánica. La novela se publicó el 14 de enero de 1831. Aunque el esfuerzo le trajo un enorme agotamiento físico, valió la pena; la obra fue muy bien recibida por los críticos y tuvo gran éxito entre los lectores, lo que le redituó además un alivio económico.

II José Emilio Pacheco narró en una de sus entregas de la columna semanal Inventario cómo se convirtió en amanuense de Juan José Arreola, con lo cual rescató al jalisciense de un problema como el que enfrentó Víctor Hugo, pero a la mexicana. Juan José Arreola era un erudito autodidacta en artes, destacadamente literatura. Fue un hombre

extraordinario en el dominio de la palabra y en su generosidad para guiar jóvenes talentosos en su inicio en la literatura. Es bien conocida su fama de sibarita, a pesar de que nunca tuvo un ingreso siquiera decente. Pacheco lo dice con elegancia: la ciencia, ya no digamos de acumular, sino de retener el dinero no le fue dada a Juan José Arreola. Además gustaba de hacer multitud de regalos a sus amigos y a los jóvenes discípulos que recibía en su casa los agasajaba con vinos y quesos franceses. Este ritmo de vida bohemia se mantenía gracias a los escasos ingresos por derecho de libros y una beca que de repente se vio interrumpida. Ya no hubo dinero para los vinos y quesos; la familia y los discípulos terminaron comiendo lo que la esposa de Arreola improvisaba de manera prodigiosa. En esa precariedad Henrique González Casanova, en ese entonces Director General de Publicaciones de la UNAM, le ofreció ayuda adelantándole el pago de un libro futuro que se titularía Punta de Plata, por tratarse de la técnica de grabado que el ilustrador Héctor Xavier usaría para representar las descripciones de animales que compilaría el libro. El dinero del pago duró poco y del libro ni una línea. Los plazos de entrega se fueron agotando y la angustia de Arreola y sus amigos crecía pesadamente. El bloqueo del escritor es una carga enorme que se vuelve una espiral asfixiante. A mayor urgencia de entregar un texto, más imposible se vuelve sentarse a escribirlo. Estando a punto de ser demandado por los abogados de la UNAM para que devolviera el pago recibido por anticipado, los amigos y discípulos de Arreola compartían su angustia. El plazo fatal era el 15 de diciembre de 1958. Entonces, José Emilio se presentó el día 8 de diciembre en la casa del maestro y casi lo obligó a recostarse en un catre y le ordenó: Me dicta o me dicta. Curiosamente, el bloqueo del escritor no es la


imposibilidad de escribir sino de sentarse a hacerlo. ¿Por dónde comienzo?, preguntó. Pacheco, quien en ese momento contaba con 19 años de edad, le dijo lo primero que se le ocurrió, por la cebra. Arreola se cubrió los ojos con una almohada y empezó a dictar como si leyera un texto sólo para él visible: “La cebra toma en serio su vistosa apariencia, y al saberse rayada, se entigrece. Presa de su enrejado lustrosos, vive en la cautividad galopante de una libertad mal entendida”. Y así, durante seis días, José Emilio transcribió al papel los relatos que surgían de la mente maravillosa de Arreola, para entregar los textos en la fecha límite.

Planteamiento del problema ¿Qué es lo que nos lleva a posponer realizar lo que tenemos que hacer? ¿Por qué aun sabiendo las consecuencias de no cumplir con una determinada tarea que es obligatoria la posponemos indefinidamente hasta que no hay escapatoria? ¿Qué nos guía a ese comportamiento que en un contexto ético o moral los griegos llamaban acracia? Las raíces de esa palabra compuesta, “ἀκρασία” [akrasía], son la privativa “ἀ”, más “κρᾶσις” [krâsis], que significa mezcla, pero también temple, es decir, temperamento. Acracia es no tener el suficiente temperamento, el suficiente temple o fortaleza para no dejarse llevar por los deseos y apetitos. Sería sinónimo más bien de intemperancia. En el terreno de los compromisos es actuar en contra del buen juicio. Ocurre cuando te pones a hacer algo cuando bien sabes que deberías estar haciendo otra cosa. Acracia es la conducta que te impide terminar lo que te has propuesto hacer.

Análisis Procrastinar es hacerse daño uno mismo, según Piers Steel, profesor de Psicología Motivacional en la Universidad de Calgary y el autor de The Procrastination Equation: How to Stop Putting Things Off and Start Getting Stuff Done. Entender esto es fundamental para

entender por qué procrastinar nos hace sentir mal siempre. Cuando procrastinamos no solamente estamos conscientes de que estamos posponiendo realizar una tarea, sino también de que habrá un resultado negativo al final. Y sin embargo, evadimos realizar la tarea de todas formas. Por eso procrastinar es algo irracional: no tiene sentido hacer algo que tendrá consecuencias negativas. Es más, los procrastinadores crónicos nos enganchamos en ese vicio irracional debido a una incapacidad para manejar estados de ánimo negativos acerca de una tarea. Ese vicio no es un defecto de carácter o una incapacidad de administrar el tiempo, sino una manera de enfrentar las emociones negativas y los estados de ánimo que nos generan algunas tareas: aburrimiento, ansiedad, inseguridad, frustración, resentimiento y muchas otras. “La procrastinación es un problema de regulación de emociones, no un problema de gestión de tiempo”, dijo Tim Pychyl, un profesor de Psicología y miembro del Grupo de Investigación sobre Procrastinación en la Universidad Carleton en Ottawa, Canadá. Es más, yo agregaría que emplear herramientas para administrar las tareas puede resultar contraproducente. En alguna ocasión tenía que entregar un plan de cierto proyecto que me resultaba desagradable. Quería hacer un trabajo profesional y definir y organizar las tareas de modo que no hubiera lugar a dudas de que había hecho un análisis detallado de todas las tareas y sus implicaciones en el proyecto. Me puse a buscar herramientas informáticas para gestionar proyectos y terminé pagando una membresía al Project Management Institute para tener a la mano el PMBOK, la biblia en la administración de proyectos. Después me dediqué a buscar los formatos más aceptados para documentar cada actividad y subactividad de las etapas de un proyecto. Dediqué dos semanas a allegarme de documentos, formatos, casos de ejemplo, artículos técnicos. Al final, la urgencia de entregar el plan del proyecto me obligó a trabajar a marchas forzadas. Mi experiencia y el conocimiento previos me ayudaron a realizar un trabajo muy decente y profesional sin necesidad de tanta parafernalia acumulada en esos días


y noches. Lo pude haber hecho casi de inmediato desde el inicio sin necesidad de angustiarme y pasar noches de desvelo y terror por mi parálisis y sin desembolsar una buena cantidad de dólares por la membresía al PMI. Por cierto, llevo dos años queriendo cancelar el pago anual de la licencia y siempre acabo posponiéndolo. Los investigadores Pychyl y Sirois presentan en su libro Procrastination, emotion regulation, and well-being los resultados de estudios sobre la procrastinación. Uno de ellos es que funciona como una estrategia de regulación de las emociones que proporciona una reparación del estado de ánimo a corto plazo. Explicado de manera sencilla, la procrastinación es enfocarse más en “la urgencia inmediata de administrar los estados de ánimo negativos” que en dedicarse a la tarea. Hay un vínculo entre la regulación de las emociones y la procrastinación. Cuando nos enfrentamos a tareas que nos causan aversión la prioridad de la reparación del estado de ánimo da como resultado la evasión de tareas. El yo presente se involucra en un retraso contraproducente a expensas del yo futuro. El tipo de aversión a llevar a cabo la tarea depende de la tarea misma. Puede ser que sea poco placentera como limpiar algo asqueroso o cargar un enorme peso en una posición incómoda. Pero también puede haber sentimientos más profundos como dudar de uno mismo, sentir baja autoestima, tener ansiedad o inseguridad. ¿Quién no se ha quedado paralizado mirando fijamente una hoja en blanco, pensando tal vez: “No estoy capacitado para escribir esto. Y si lo escribo, ¿qué opinará la gente de él? Escribir es tan difícil. ¿Qué pasa si lo hago mal?” Todo esto puede llevarnos a pensar que hacer a un lado el documento y en cambio ordenar los libros del librero o nuestra colección de discos es una muy buena idea. Sin embargo, esos sentimientos todavía estarán ahí cuando volvamos a la tarea, junto al estrés y la ansiedad aumentados, sentimientos de baja autoestima y de culpabilidad. A pesar de ello, el alivio temporal que se siente al

posponer una tarea es lo que hace tan adictivo ese círculo vicioso. Cuando somos recompensados por algo tendemos a hacerlo de nuevo. Pero con el paso del tiempo la procrastinación crónica tiene altísimos costos no sólo en nuestra productividad sino también en nuestra salud física y mental: estrés crónico, angustia psicológica general y baja satisfacción con nuestra vida, síntomas de depresión y ansiedad, hábitos deficientes de salud, enfermedades crónicas e incluso hipertensión y enfermedades cardiovasculares. Y si nos causa tanto daño, ¿por qué lo seguimos haciendo? Este vicio es una prueba de la tendencia de nuestra mente a dar prioridad a necesidades a corto plazo en vez de las de a largo plazo. La procrastinación es el ejemplo perfecto del sesgo del presente, la tendencia de nuestra mente a dar prioridad a necesidades a corto plazo en vez de las de largo plazo. La evolución nos enseñó a enfocarnos en proveer para nosotros mismos en el aquí y ahora, no en un futuro más lejano. Percibimos a nuestro yo del futuro como alguien extraño y no como parte de nosotros mismos. Sentimos que al posponer una tarea los sentimientos negativos y los problemas que traerá el no hacerla es asunto de otro y no de nosotros mismos.

¿Hay una salida? ¿Existe solución a este laberinto? Primero, hay que reconocer que la procrastinación se trata más de emociones que de productividad. La solución no pasa por descargar una aplicación de gestión del tiempo, de control de proyectos o aprender nuevas estrategias de autocontrol. Tiene que ver con manejar nuestras emociones de una manera diferente. Si no encontramos una mejor recompensa que la que brinda el alivio temporal que proporciona posponer una tarea, nuestro cerebro continuará procrastinando una y otra vez hasta que le demos algo mejor que hacer. Judson Brewer, director de investigación e innovación en el Centro de Plenitud Mental de la Universidad de Brown dice que para reconfigurar cualquier hábito, tenemos que darle a nuestro cerebro lo que él llamó la


Mejor y Más Grande Oferta. Hay que encontrar una mejor recompensa que evadir, una que pueda aliviar nuestros sentimientos dañinos del presente sin causar daño a nuestros yo del futuro. La dificultad de romper la adicción a procrastinar en particular es que existe un número infinito de acciones sustitutas potenciales que todavía podrían ser formas de procrastinación, dijo Brewer. Es por ello que la solución debe ser interna, y no dependiente de cualquier cosa excepto de nosotros mismos. Algunas tácticas que podemos intentar son las siguientes. Perdonarnos a nosotros mismos por postergar las cosas. El auto perdón respalda la productividad al permitir que superemos un comportamiento negativo y concentrarnos en la siguiente tarea sin la carga de actos pasados. Otra es practicar la autocompasión, tratarnos con amabilidad y comprensión ante nuestros errores y fracasos. La autocompasión apoya la motivación y el crecimiento personal. Además, no requiere nada externo, sólo un compromiso de enfrentar los desafíos con mayor aceptación y amabilidad en lugar de sumergirnos en pensamientos de culpa y arrepentirse. Podemos intentar cultivar la curiosidad: si uno se siente tentado a posponer algo, hay que poner atención en las cosas que surgen en nuestra mente y nuestro cuerpo. ¿Qué sentimientos nos están atrayendo para caer en esa tentación? ¿Se sienten en algún lugar específico del cuerpo? ¿Qué recuerdos nos evocan? ¿Sucede algo con la idea de posponer las cosas al hacer este ejercicio? ¿Se vuelve más fuerte? ¿Disminuye? ¿Causa que surjan otras emociones? ¿Cambian las sensaciones corporales? Sin embargo, la decisión debe provenir de nuestro interior. La procrastinación es profundamente existencial, ya que plantea preguntas sobre la autogestión individual y cómo queremos gastar nuestro tiempo en contraposición a cómo lo hacemos realmente. Pero también es un recordatorio de lo que tenemos en común: todos somos vulnerables a los sentimientos dolorosos y la mayoría de nosotros solo queremos ser

felices con las decisiones que tomamos.

Alguna de la información para este escrito la tomé del siguiente artículo aparecido en The New York Times: Why You Procrastinate (It Has Nothing to Do With SelfControl) If procrastination isn’t about laziness, then what is it about? Escrito por Charlotte Lieberman.


La fiesta de tres días Paco Olvera

No recuerdo si ya lo he recordado. En este momento no se si lo que escribo, lo he escrito antes. Tal vez, a jirones, a pedacitos, como partes de otros relatos. O ya no me acuerdo de lo que escribo, o escribo de lo que ya no me acuerdo bien. Pero ¡que bonito es recordar cuando recordaba más rápidamente! En fin, recuerdo que uno de los acontecimientos más emocionantes durante mi infancia era el cumpleaños de mis papás. Eran varias las singularidades en torno a sus fechas de nacimiento. La primera es que eran muy cercanas, mi papá nació un 31 de julio y mi mamá un 2 de agosto. Por esta misma razón, compartían el mismo signo zodiacal, cosa que al ir creciendo me hizo ver que la ciencia de los designios estelares es arcana y en ocasiones no es precisa: tenían caracteres diametralmente opuestos, mi mamá era un polvorín y se enojaba mucho, mi papá era un epitome de la serenidad, eso sí ambos nos querían mucho. Pero la más significativa de las particularidades de sus cumpleaños para nosotros niños, es que eran en vacaciones y en plena feria, de hecho, el 2 de agosto es el “Día de la virgen de Los Angelitos”, santa patrona de Tulancingo. La feria era para nosotros un reino mágico, era lo diferente, lo exterior, el cambio a lo que era rutinario. Y lo que hacía que esta magia se potenciara, era que, durante esta fiesta de 3 días, los papás, muy animados por las bebidas alcohólicas, eran especialmente espléndidos con nosotros, y nos daban bastante más dinero del que nos daban en el resto del tiempo que duraba la feria. Estas pequeñas fortunas, al menos para nosotros lo eran, nos permitían ir a disfrutar de todas las maravillas que la feria representaba.

Había diversos tipos de maravilla, iniciaré por la comida. El pan “de feria” (o de fiesta, como también era conocido). Eran hogazas que estaban formadas por una larga tira cilíndrica, que era dispuesta siguiendo las formas de unas letras “S”. La cáscara del pan era de un color café obscuro, que decía mi abuelita que se debía a que los barnizaban con huevo. Tenía un adorno de ajonjolí, el cual estaba dispuesto en dos “caminos” a los lados. Cuando lo íbamos a comprar, siempre lo sacaban de unos huacales de carrizo, y estaban envueltos en trozos de manta y sumergidos en hojas de zapote. Estas hojas estaban frescas y despedían un aroma muy singular, muy agradable, mismo que se adhería al pan. El migajón era muy denso, y el sabor era inconfundible y delicioso, decían todas las tías y abuelitas que tenía que ser traído de Tlaxcala, pues una buena parte del sabor dependía de ser preparado con agua de “por allá”. Para rematar la exclusividad en el sabor, de entre todos los vendedores, el pan más sabroso de todos era el que traía “El viejito”. Este era un apelativo que podría describir a mucha gente, y cuando le decíamos a mi abuelita que si apoco sería el único viejito que vendía pan, se desesperaba y nos decía, “¡no repeles chamaco y ve a comprar el pan!”. La indicación adicional era que, “se ponía donde siempre, a lado de los fotógrafos frente a la puerta de la iglesia de Los Angelitos”. Lo increíble, es


que, una vez pasando frente a los puestos dónde tomaban esas tradicionales fotos de los chamacos vestidos de charro y las niñas vestidas de China Poblana sobre unos fondos con paisajes en tela pintada, se podía ver a un viejito, con la camisa arremangada, despachando en un puestito que constaba de varios huacales en el perímetro. Tenía de ayudantes a un par de chamacos, que le pasaban pliegos de papel de color amarillo, un poco jaspeado que asemejaba a el filtro de algunos cigarrillos, en los cuales envolvían, una, dos o hasta tres hogazas de pan. Las hogazas eran “grandes” o “chicas”, pero ciertamente todas deliciosas. Otros panaderos agregaban pasas, algunos un dulce amarillento e incluso hasta ate, pero nosotros no comprábamos de ese pan, únicamente del pan que hacía “El viejito”. Todavía, ya en pleno siglo 21, llegamos a comprar pan de fiesta, a un joven que estaba en el lugar de siempre, con una manta que decía, “Aquí vendemos el pan del viejito”. Esto podría haber sido una simple estratagema comercial, pero el sabor era el mismo de los últimos 40 años, no había duda, era algo auténtico.

En segundo lugar, entre esos manjares, debo mencionar a los churros, esos prodigios cocinados en grandes casos de manteca hirviendo, cuya cubierta crujiente, salvaba un suave relleno de masa casi sin cocinar, todos revolcados en azúcar. Los colocaban en bolsas de papel estraza, que a los pocos segundos se veían manchadas por la grasa que estos riquísimos manjares desprendían. Cuando el tío Fito se ponía espléndido invitaba los churros, pero siempre enviaba a mi hermana Lilia y a mi prima María de los Ángeles, pues como eran jóvenes y bonitas, ¡siempre les daban churros de más! Yo recuerdo, que hacía un pequeño ahorro, e iba a comprar

una pequeña dotación, siempre en la churrería “Cano”, que eran los más crujientes y sabrosos, no eran tan descoloridos como otros, pero no llegaban a quemarse, ¡eran simplemente perfectos! En mis recuerdos más remotos, el señor Cano se ponía en un lugar cerca de la casa, pero como él mismo explicaba, cada vez cobraban más caro el metro en la parte “más comercial”, por lo que al paso de los años se fue moviendo a otros lugares más lejanos, por lo cual, no siempre era fácil romper el letargo e ir “hasta allá”, donde ahora se ponían. Recuerdo, muchas veces, eran tan pocos, tan deliciosos, y tanta el hambre, ¡que todos me los comía en el camino! A veces, hacíamos una “coperacha” entre los 3 hermanos, Víctor siempre era el que tenía más ahorros, Nacho era el líder, y por lo tanto lo que yo aportaba, era la fuerza de trabajo, caminando “hasta” donde estaba la churrería Cano. Era un martirio recorrer toda esa distancia, sin poder tocar uno sólo de los churros, pues era un trato que todos debían llegar intocados hasta la casa, para ser distribuidos en el consorcio, de acuerdo con la aportación de capital y de trabajo. Hace unos 20 años, que el hijo del señor Cano ya también tenía su churrería, y ambos seguían la misma receta. Todavía, el año previo a la muerte de mi madre, compré churros, y esa vez ya fui atendido por el nieto del señor Cano. Es maravilloso que cuando menos, algunas tradiciones hayan perdurado hasta ahora dentro de esa familia. En tercer lugar, sin duda, deben ser mencionadas las “gorditas de la villa”, que son una especie de polvorones, hechas con harina de maíz, que se despachaba en unos tubos de papel de china de colores muy vistosos, que se preparaban en anafres cubiertos por unos pequeños comalitos, y eran “torteadas” a mano por unas hábiles señoras. En la casa las llamaban así, por ser su lugar de origen, las inmediaciones de “la villa”, en la basílica de Guadalupe. Esa consistencia seca, y un sabor a pinole cocinada las hacían una delicia. Algo de lo que hay que hacer mención especial, es que, aún que no eran propias de la feria, la barbacoa de carnero y las carnitas de cerdo adquirían una dimensión especial, pues durante esa época, no se vendían sólo en los “días que tocaba” (carnitas el jueves y barbacoa los domingos), sino que se preparaban todos los días, aprovechando la demanda ampliada que representaban los cientos de visitantes a la feria. En algunos de estos cumpleaños en tándem, se


mandaron hacer un borrego entero en barbacoa, o bien, se engordó algún cerdito en la azotea de la casa, donde también se dispuso el cazo para prepararlas. Me acuerdo de los gritos proferidos por los infortunados animalitos, pero lo cierto es que mi madre nunca me permitió presenciar el momento de la masacre (no se si Nacho se logró escabullir alguna ocasión para atestiguarlo).

Pasaré de la comida a las mercancías exóticas, mayormente, juguetes. Entre los puestos que venían, había gente de todas partes de la República, y todos ellos traían mercancías que no eran vistas a menudo en el pueblo. Debo mencionar todas las artesanías de barro pues, aunque las “cazuelitas” eran más demandadas por las niñas, a los niños no dejaban de cautivarnos todas estas miniaturas de barro de enseres y herramientas de la cocina: cazuelitas, tacitas, ollitas y especieros. Para complementar, se podían hallar trastecitos hechos de otros materiales, como cucharas y molinillos para el chocolate hechos de madera, anafres y comales hechos de lata, pequeñas tortilladoras hechas de fierro colado, o bien pequeñas planchas metálicas con su burro de planchar plegable hecho de madera.

No debo olvidar que, en esa época, se vendían muchas más canicas, muchas de ellas traídas de otras partes de México: agüitas, ágatas, tréboles, hermosos tiros de color sólido y hasta las bombochas, y cuando no había mucho dinero, había las humildes “cuirias” hechas de barro. Había tablas de intercambio no escritas y siempre cambiantes del valor de las canicas: 2 agüitas por cada ágata, 3 ágatas por un trébol y un “tiro” que podría oscilar entre 3 y 5 tréboles, según lo bonito que se viera y lo efectivo que hubiese demostrado ser en el terreno, pues cada “tiro” traía su propia “suerte” (o cuando menos, eso creíamos). También llegaban juguetes hechos de plástico, pasta y otros materiales sintéticos, que en ocasiones se podían hallar en los puestos del mercado, pero nunca en esa variedad de colores y formas. Si bien había carritos, aviones, tanques de guerra, muñecas y otros muy llamativos, los que recuerdo especialmente, son estos “rompecabezas” de plástico, con una serie de mosaicos deslizables color hueso y color vino tinto (los originales), que tenía grabados en color dorado los números del 1 al 15, con un “hueco” que quedaba disponible al estar ensamblados en una matriz cuadrada de 4 x 4. El acertijo obvio era colocarlos en orden ascendente consecutivo, seguido de hacerlo con un orden descendente. Había varios retos de configuraciones a lograr, mismos que se ilustraban en la base del juego (motivo por el cual, era mejor comprar una versión más grande, donde estos se pudieran leer), y las configuraciones tenían nombre, recuerdo una en particular titulada “El Imposible”, que era disponerlos como un caracol. Admito que nunca fui muy ducho en este acertijo mecánico, cosa que no impedía que gastara mi dinero en comprar una nueva


versión en diferentes años, ya sea porque se perdían o eran “muy corrientes”, a decir de mi mamá, y terminaban por romperse por el uso, aunque sospecho que varios fueron “sustraídos” por algunos visitantes a la casa.

Otros fabulosos juguetes que llegaban durante esa temporada, era unos cochecitos de plástico impulsados por un globo, que eran la más sencilla muestra de cómo se impulsa un jet o un cohete, y además no eran caros. Con más ingeniería, definitivamente las lanchitas de metal, que les colocabas una vela, o un poco de alcohol en una corcholata, y daban vueltas en la pileta de agua de la casa. Algunos modelos tenían hasta la silueta de un piloto de lámina para guiarlas. Eran maravillosas (quién las quiera ver en acción, hágalo en este video, que incluye información comercial https://youtu.be/EWneZnt539g). En un puesto de honor, estaba el “Helicóptero de la Cruz”: en un extremo de la cancha de futbol del “Estadio 1º de Mayo”, dónde se presentaba “el teatro del pueblo”, frente a las gradas del inmueble, se colocaban los vendedores que activaban estos prodigiosos dispositivos jalando la

cuerda que los impulsaba.

Era sorprendente verlos elevarse unos 10 o 15 metros, muy por arriba de las gradas, aún entre el rumor de toda la gente que esperaba la actuación de la variedad, se alcanzaba a escuchar el zumbido que producía la hélice al impulsar el dispositivo, pero casi mágico resultaba que, al lanzarlo y luego de elevarse, el increíble juguete regresaba casi a los pies de quién lo había lanzado, ¡parecía algo mágico! Recuerdo que nosotros llegamos a conjeturar si acaso tenía un cordel muy delgado o algo que hiciera que regresara como por arte de magia. Mi mamá nunca quiso comprarnos uno, y su argumento era poderoso: “lo van a volar a la primera, se va a perder, luego van a andar chillando y es un desperdicio de dinero”. Pero la verdad sea dicha, yo me compre uno cuando ya iba en la prepa, y aunque no duró mucho, volándose a una casa vecina y haciendo válido el pronóstico de mamá, fue muy emocionante verlo volar (encontré el video de alguien que desempaca un helicóptero de su cajita https://youtu.be/CfBZEwW_sqY). Un juguete que llamaba mi atención, y que jamás nos sería permitido comprar, era una figura de “Memín Pinguín”, que estaba en posición de hacer caca “de aguilita”, le introducías por el trasero un cilindro de un material que no sé qué es, pero el caso es que, al contacto de la flama de un cerillo o de un encendedor, crecía y se retorcía, haciendo parecer que el muñequito estaba cagando una larga serpentina de caca.


yeso con la forma de Simba, personaje de “El Rey León” de Disney, que tenía como particularidad, un letrero colgado al cuello que rezaba: “brilla en lo oscuro” (que me parecía más original que describir de pedante forma “fosforescente”).

Confieso que me resultaba desagradable, de hecho, asqueroso, pero, por otro lado, me intrigaba como es que funcionaba dicho juguete. De cualquier forma, yo mismo nunca crucé la barrera, no me parecía sensato gastar mi dinero en algo tan poco entretenido, por más interesante que fuera entender su funcionamiento (para quien quiera ver cómo opera, en esta liga alguien se tomó la molestia de grabarlo en acción https://youtu.be/HgQ3tHQbJR8). Otros objetos, que sin ser juguetes, llamaban nuestra atención, eran las alcancías. Eran figuras vistosas hechas de barro (aunque posteriormente se elaboraban de yeso), pues estaban destinadas a ser rotas, para sacar el ahorro después de un tiempo. Más allá del clásico “cochinito”, algunos con forma más realista y otros con sus ojos de canica, había toda clase de animales, incluidos, perros, gatos, ardillas, zorros, leones y todo lo que permitiera la imaginación. También había otras en forma de una caja que sostenía un escudo de los diferentes y más populares equipos de futbol mexicano, como el Cruz Azul, América o Chivas, aunque, dicho sea de paso, a nosotros nunca nos llamaron la atención. Al final de nuestros días en la casa familiar, la alcancía de Nacho era un perro amarillo como un “cocker spaniel”, la de Víctor una ardilla de unos colores totalmente antinaturales (blanca con rayas naranjas y verdes) y la mía era un soldado de plástico, con el uniforme de la guardia inglesa, con un corazón en el alto sombrero, que me fue regalada por Enrique Torres Galán, el aquel entonces gerente de la sucursal del “Banco de Londres y México” (antes de ser denominado “Banco Serfin” y mucho antes de ser comprado por el Banco Santander). En una de esas visitas que ya hice a Tulancingo con Anita mi hija cuando era niña, recibió de parte de mi abuelita, una figura de

Por su puesto había un montón de juguetes tradicionales de madera o latón que despreciábamos porque eran “muy rancheros”: Los boxeadores que se activaban con un botón al centro, los pollitos que picoteaban una tablita al ser activados por un péndulo, las serpientes hechas de carrizo, las tablitas unidas por listones, que se movían en una caída sin fin, sin dejar a un lado, los valeros, los yoyos de madera y los tamborcillos que al girarlos como un molinillo, tenían dos canicas atadas con cordel que golpeaban alternativamente los parches de cuero y los hacían sonar. Lo que diéramos ahora por haber tenido el tino de conservar estas maravillas. Al paso del tiempo, he aprendido que estos esplendidos juguetes podían ser encontrados aquí en la Ciudad de México en Chapultepec, como alternativas fantásticas para todos aquellos para quienes, el “Hollyday on Ice” de Disney, sólo ere un lugar improbable de acceder, aún que el tío Gamboín regalaba boletos (ya no digamos Disneylandia).


También había algunas atracciones, unas muy típicas en las ferias de pueblo, como la casa de los espejos, la casa “del horror” y hasta “la mujer araña”, pero nuestra favorita era un serpentario, que era promocionado voz en cuello como “la colección de alimañas más completa de todo México, incluyendo, la víbora de cascabel, la coralillo, la nauyaca o víbora de 4 narices, el “monstruo de Gila”, que, junto con otor lagartos y tarántulas, eran presentadas por el joven expertólogo a cargo del espectáculo (así era anunciado por el altavoz). También estaban los juegos mecánicos, pero la verdad es que nunca nos gustaron mucho, pero el relato no estaría completo si no hablo de ellos. Siempre relacionados “naturalmente” con las ferias de pueblo, estarán los juegos mecánicos, ¡Incluso en Disneylandia los encuentras!, pues allí hay elegantes versiones de los caballitos, las tazas locas, los carritos chocones, el látigo, el martillo entre otros. Reiteraré al decir que ¡no son de mi mayor agrado! Pero en este caso, fue la falta de gusto por estas atracciones la que generó recuerdos e historias que se han estampado en mi memoria. Lo diré claramente, a mí hasta los caballitos me revuelven el estómago. Me gustan, pero esa falta de anclaje al piso, a mí me genera mucha intranquilidad, tanto que, cuando Anita mi hija era pequeña, y yo la acompañaba en las vueltas de “Tiovivo”, ella lloraba e iba muy intranquila, y cuando se subía con Conchita iba sonriente y feliz. De muy niño, sólo aceptaba ir en el “Tiovivo”, si me sentaba en una banca fija que estaba entre los corceles móviles del dispositivo. Si, sé que es ridículo, y eso me lo hacían notar mis hermanos mayores, mis primos y mis tíos: “¿a poco vas a pagar nomás para ir como mono sentado allí?”. Pero ese era mi gusto y si no, pues no me subía. Pero el día que a mi

santo padre se le ocurrió que, tal vez debía ayudarme a “ir más allá”, tuvo consecuencias casi trágicas. Aquella ocasión, los juegos mecánicos, en lugar de ser instalados en las calles, para “brindar mayor seguridad a la ciudadanía”, fueron instalados a las faldas del “Cerro del Tezontle”. Recuerdo que mi papá insistía en que me divertiría muchísimo si me subía a los avioncitos. Yo lloraba y le decía que me daba miedo. Insistió mucho, de forma muy cariñosa, aprovechando que los aviones me fascinaban, y luego de eso no pude negarme, pero estaba yo “chimoqueando” cuando fijaron la cadena con un gancho que me confinaba a mi lugar, y comencé a llorar, pero mi papá, estoy muy convencido que pensando que era por mi bien, hizo oídos sordos a esos lamentos. Lo que puedo recordar, en medio del terror y el vértigo, es que los avioncitos comenzaron a “volar”, sujetados por una cadena a sendos brazos mecánicos, y elevados por la fuerza centrífuga. Todo el entorno se borró en una masa informe de colores, y yo sólo quería liberarme de esa tortura. Sin pensar en la altura que habían cobrado los avioncitos, su elevación y lo frágil que era el cuerpo de un chamaco flaco de 5 años, me liberé de la cadena y me lancé al vacío. Desde mi punto de vista, un señor me abrazó en el aire, y por mi impulso, ambos rodamos al piso. Desde la perspectiva de otros testigos, incluidos mis padres, salí disparado, sólo dando tiempo a un ahogado murmullo, y “le caí” encima a un señor que estaba esperando para subir a su hijo. Nos dimos una buena revolcada. Me depositó en el suelo, se levantó y me tendió la mano mientras me decía, “¿estás bien?”. Llegó mi mamá corriendo, primero me abrazó, y luego me regañó, “a quién se le ocurre semejante barbaridad”. Mi papá llegó disculpándose con mi heroico e improvisado salvador, que con modestia dijo algo así como, “no hice nada, ¡me cayó del cielo!”.


Otro recuerdo ligado a los juegos mecánicos, que tampoco fue muy grato, fue cuando mi papá trató de subir a mi hermano Víctor a unos cochecitos. Yo como siempre no me quería subir, y a Nacho le parecía poco atractivo. El caso es que mi papá llevó a Víctor para subirlo a uno de los pequeños autos fijos a uno de varios anillos metálicos concéntricos, cuando repentinamente el juego comenzó su marcha. Escuché un grito de mi papá, al tiempo que alguien le gritaba al operador, “¡párale pendejo!”. Uno de los afilados círculos había cortado la pantorrilla de papá, generando exclamaciones de muchos de los asistentes. MI papá con mucha dignidad y estoicismo (como marcaban los estándares en aquel entonces), salió caminando, cargando a Víctor, pero en la pierna derecha, a la mitad de la espinilla, se veía el pantalón desgarrado y los jirones del pantalón empapados en sangre. Yo estaba muy asustado y llorando, mi papá se acercó a nosotros y dijo vámonos a la casa, con un gesto de dolor, pero sin quejarse. Alguien nos prestó un costal, que mi papá colocó en el asiento del taxi que nos llevó a casa. Cuando llegamos, mi mamá, pese al susto y la preocupación, no pudo evitar regañar a mi papá, “¡pero en que estabas pensando!”. Sentaron a mi papá en una silla de madera que estaba en el cuarto de mi madre y estaba destinada a estar en el tocador, colocaron una sábana vieja en el suelo, y mi papá se sentó, mientras sonreía y fumaba cigarrillos. Mi mamá llamó al doctor por teléfono, para que fuera en la casa. Sólo estaba “la maternidad” del doctor Saucedo, y la clínica del Seguro Social que se había mudado a las afueras del pueblo, por lo cual era común que los médicos hicieran muchas intervenciones menores en sus consultorios o en las casas. Llegó el doctor Mario Berganza, y en una escena que me parecía

como de las películas de guerra, mi papá bromeaba con el doctor mientras le contaba lo que había pasado, y el doctor le limpiaba la herida. Nos sacaron del cuarto, y mi abuelita estaba en la puerta para que no estuviéramos “de metiches”. No escuchamos gritos ni nada, y cuando al fin salió el doctor, mi papá estaba sentado, con un vendaje en la pierna expuesta, pues el pantalón había sido cortado a la altura del muslo, como una Bermuda. Ocho puntadas “costó el chiste”, bromeaba mi papá en su cumpleaños de ese año, pues fue la anécdota perfecta en aquella fiesta de tres días. Decididamente los juegos mecánicos no eran lo nuestro.

Pero nuestra verdadera diversión eran los juegos de habilidad. Lo primero que podíamos jugar cuando éramos niños eran las canicas. De hecho, había unos banquitos donde te podías subir para poder alcanzar el tablero. Te parabas allí y veías con ojos suplicantes al encargado del local, pero este quedaba impasible hasta que alguien colocaba una moneda sobre la madera. En ese momento, con un dispositivo parecido al de los croupiers en los casinos, el “dealer” se acercaba la moneda y sacaba las canicas de las perforaciones que las retenían, de allí comenzabas a lanzarlas, para que volvieran a quedar prisioneras en otros orificios. Al inicio no había estrategia o intento alguno de colocarla en determinados valores marcados en cada posición, uno se conformaba con que llegaran a quedar aprisionadas, el “caniquero” hacía la cuenta y le entregaba a uno el premio correspondiente. A mi mamá siempre le


molestaba que era “bien caro” y los premios eran “muy corrientes”, pero la verdad era divertido y casi mágico. Me imagino que las combinaciones necesarias para los mejores premios debían ser muy complejas, si no es que imposibles, pero en esos momentos, no nos importaba.

Después seguía ir a tirar a los globos. La primera hazaña era lograr sostener bien los dardos, y de allí, llegarlos a la tabla, para que finalmente los pudiera tirar uno con fuerza, dirección y alineación suficiente para reventar algún globo. Podías pagar por tirar 3 o 5 dardos, y entre alguno de los tiros, el encargado de la atracción tallaba las plumas de los dados en los globos, no sé si por una cábala o generaba alguna estática, pero seguramente te distraía, y terminabas fallando el siguiente tiro. No era muy emocionante, por eso pocas veces jugábamos a los dardos. Más divertido, pero sin premio alguno, excepto el de derribar las figuritas de plomo era el tiro con rifle. Era una sensación emocionante sostener el fusil y tirar a los patitos, conejitos, soldados y otras siluetas hechas en plomo, pero la verdadera alegría era cuando los podías derribar. En cada “Stand de tiro” (como eran anunciados), había uno o dos cajas metálicas con una cubierta frontal de vidrio. Dentro, había una pequeña escenificación, como una maqueta de lo más variado: King Kong en un edificio, una calaca tocando la guitarra o en algunos casos una muñequita en bikini que bailaba. En la parte superior, había una pequeña palanca rematada en el extremo superior por una pequeña circunferencia, que cuando era alcanzada de lleno por una munición, movía la palanca activando una pequeña exhibición, que hacía bailar a las hawaianas, o esqueletos, y se podía escuchar el rugido de King Kong, al tiempo que se escuchaba alguna música y se prendían

foquitos multicolores en el contorno de la caja. No recuerdo haber hecho funcionar alguna de estas animaciones, pero ahora que estoy haciendo esta memoria, no deja de sorprenderme lo inocente que eran las cosas que nos causaban admiración y nos divertían.

Pero sin duda alguna, la diversión y entretenimiento principal era jugar al futbolito. Este maravilloso juego, popular en toda América Latina con el sabor propio de las versiones mexicanas. Había algunas mesas muy nuevas, otras ya muy maltratadas, pero todas tenían su atractivo y las mejores eran las mesas “Gebar”, elaboradas en Guadalajara. En algunas, los porteros tenían su gorrita, aunque tenía años que habían dejado de utilizarla en la vida real. Las manijas para operar las varillas podían ser cilíndricas, pero las mejores eran las redondas, o por ser más precisos, una especie de toroides de plástico. El mecanismo como tal, de una sencillez maravillosa: figuras con la silueta de un jugador echas de “fierro colado”, con los brazos rígidos pegados al cuerpo, y las piernas rectas y juntas, rematadas con sus zapatos de fútbol, y que estaban atornilladas a las gruesas barras de acero, que eran giradas al frente, o deslizadas de un lado a otro por los participantes, para que los jugadores “tocaran el balón”, intentando anotar en la portería contraria o impedir una anotación en la propia. Las varillas con sendos topes de goma, para evitar que “viajaran” de más al manipularlas.


Toda la “cancha” estaba rodeada de un muro de contención destinado a mantener las pelotas en juego, aunque los tiros fuertes salían a menudo rebotando por todos lados, y no fue extraña la ocasión en que entró de gol en otra mesa de futbolito, o se extravió al irse debajo de las tarimas que conformaban “el suelo” del improvisado local. En esos muros de contención, a la altura de la media cancha, estaban colocadas unas placas metálicas cuadradas, puestas exprofeso, para que allí se rebotara la bola cada que había que sacar, ya sea después de una anotación o cuando en un “chut” muy fuerte, la bola abandonara el terreno, ¡pese a la contención descrita! A los lados de la portería, en algunas mesas, había espacios para colocar vasos e incluso, sobre la portería misma, podían encontrarse algunos ceniceros. En los mejores locales, en cada mesa se repintaba a los jugadores antes de llegar a la feria, de tal forma que se veían siempre relucientes. Los porteros siempre de color diferente, y los jugadores con brillantes uniformes, ya fueran de equipos de México o bien con los diseños de las diversas selecciones nacionales: en mi niñez, recién había pasado el mundial del 70, y aún los muy jóvenes como yo, o los que no habían tenido tanta oportunidad de viajar, sabíamos quién era Gianni Rivera “El Bambino de oro”, o Sep Maier el arquero alemán, o ¡toda la selección brasileña comandada por Pelé! Había mesas que eran muy demandadas, principalmente por los uniformes de los equipos contendientes. Sin duda alguna, aquellas en las que se escenificaba un clásico eran las más solicitadas, como un Chivas contra América, o en nuestro caso un América enfrentando a Cruz Azul. Por su puesto, a partir del mundial, siempre había una mesa enfrentando al Brasil de Pelé en contra de el Tri del “Halcón” Peña. Cuando jugábamos allí, o bien en una

pequeña mesa de futbolito que había en la casa con muñecos de plástico, Nacho narraba los partidos, él era Brasil (y siempre ganaba) y a mi me tocaba ser México: “la toma Pelé, se la pasa a Tostao, la toma Piaza, Jair, Jairzihno, la regresa a Pelé y ¡goooooooool, de la escuadra verde amarela! (el portero Félix ni jugaba y a “Nacho Coladerón”, le metían 4 o 5 goles). Mis recuerdos comienzan en 5 pelotas por 20 centavos, con aquellas hermosas monedas de cobre con el “Sol” formado por el resplandor de un gorro Frigio. Luego, la inflación, sin que supiéramos que existía, fue haciendo estragos: 3 pelotas por 20, luego 5 por cincuenta centavos, 3 por cincuenta centavos, 5 por un peso y así, asta que llegaron a “vender” fichas, pues no fue posible hallar monedas individuales que permitieran pagar de una sola un encuentro. El mecanismo para obtener las pelotas consistía en una palanca que se empujaba, tomándola por una protección de plástico que evitaba que te lastimaras la mano la hacer esa maniobra. A veces, la moneda se atoraba, y llegaba el encargado, levantaba “la cancha”, recuperaba la moneda, y liberaba el mecanismo al tiempo que empujaba la palanca con el muslo, mientras que con los brazos sostenía la mesa abierta, liberando esa pequeña cascada de pelotas que salían por una rampa que desembocaba en una charola, de donde las tomaba el jugador que le tocaba de ese lado. Allí fue donde entendimos cómo funcionaban las mesas, y el porqué la mesa era cerrada con un candado para evitar que cualquier vivales liberara el mecanismo sin pagar. Aunque esto no evitaba que algunos introdujeran una segueta, o que otros llevaran rondanas del tamaño de las monedas correspondientes. Alguna vez unos chamacos que vendían limones, se pusieron a jugar con ellos como si fueran las pelotas, en un gesto de comprensión, los dejaron jugar, y “pagaron” con la mitad de los limones que se habían convertido en goles. Como en cualquier ingenio o actividad humana, siempre aparece quién trata de hacer trampa, por lo cual, los encargados siempre tenían que estar pendientes, como hacen ahora los mecanismos de vigilancia “aérea” en los Casinos.


Diversas técnicas fuimos aprendiendo durante nuestros años de infancia y juventud, para jugar futbolito. La primera, era darle de rehiletazos a las manijas, haciéndolas girar a máxima velocidad, pero sin ton ni son. La pelota se movía errática en la cancha, guiada por la casualidad, sin control alguno, era posible que uno de los rígidos jugadores golpeara la bola, y se requería una mayor dosis de suerte para que, uno de esos disparos que salía en múltiples y aleatorias direcciones, tomase rumbo a la portería contraria, y esquivando a jugadores propios y extraños, se convirtiera en un gol. Todo era obra del azar, y era un encuentro muy ruidoso, a resultas de los estridentes sonidos que generaban las varillas al girar: considerando que no eran simétricas, además que los tornillos que sujetaban a los jugadores estaban flojos, y puesto que se intentaba manejarlas casi a golpes, toda esta vibración y sacudidas, generaban una cacofonía de ruidos metálicos y de madera crujiendo, que a veces era muy desagradable. Conforme se practicaba más, se podía concluir que era mejor poner calma, hacerlo con precisión permitía que la energía se aplicara en el momento justo, con un movimiento firme de muñeca, que además permitía darle dirección, pues se podía golpear en la parte central de la pelota para que saliera un disparo recto, o rozarla para que saliera en diagonal o con efecto. Una de las primeras suertes admiradas y luego practicadas, fue meter goles con el portero, después a dar pases entre las diversas líneas, no sólo disparos y ver qué pasaba y después dar pases entre jugadores de la misma línea. Otras jugadas de fantasía se iban agregando al catálogo, como sostener la bola con la cabeza de un jugador y desde allí girar

violentamente la manija para que saliera un disparo como rayo. La mayor parte de nuestro dinero iba a parar a las mesas de futbolito, pero uno de mis mejores recuerdos, resultó cuando se nos acabó el poco dinero que llevábamos ese día, que era el 1 de agosto: no era el cumpleaños de mi papá, ni el de mi mamá, y esa ocasión no se había quedado a dormir ningún primo visitante a la fiesta. Eran 3 monedas de 20 centavos que sirvieron para 3 partidos. Luego que finalizamos el último encuentro, tanto Nacho como yo nos metíamos las manos en las bolsas del pantalón, como si por arte de magia fuese a aparecer otra moneda. Desde un rincón, nos veía don Lorenzo, el dueño de los futbolitos que por muchos años se pusieron cada temporada de feria frente a la casa. Eran personas decentes, y aunque itineraban por muchas ferias, eran de Tulancingo. Mi mamá les permitía entrar a utilizar el baño en la casa, por lo cual, se forjó una amistad, que en varias ocasiones nos llevó a comer mole para los cumpleaños de don Lorenzo. Ya nos íbamos todos cabizbajos, había poca gente y casi todas las mesas estaban disponibles, inclusive “las más buenas”, pero no teníamos ya capital para gastar. Ya íbamos a tocar el timbre para que nos abriera mi mamá, cuando escuchamos que nos llamaban por nuestro nombre: “Nachito, Paquito, vengan”. Don Lorenzo sonriente nos preguntó, “¿Qué mesa les gusta?”, señalamos sin dudar: Cruz Azul vs América. Con una gran sonrisa, nos hizo la seña que lo siguiéramos. Sacó el gran círculo de alambre lleno de llaves, y luego de buscar, eligió la que abría el candado de esa mesa. Algo atoró en el mecanismo de la mesa y ¡voilá! ¡Nos habilitó una mesa perpetua! Cada que finalizaba una tanda de 5 goles, sólo teníamos que empujar la palanca, y ¡las pelotas volvían a salir sin tener que colocar moneda alguna! Debimos estar allí un par de horas, y sólo salimos de ese ensueño cuando mi abuelita salió por nosotros, pues ya era hora de la comida. Fue efímero, pero glorioso y perfecto.


Los años nos permitieron lograr un gran dominio del juego. Nacho y el tío Toño (que es de nuestra edad), eran la mejor pareja de jugadores de la familia, Nacho con el portero y la defensa y Toño con la media y la delantera. Su nivel llegó al punto en que una ocasión, enfrentaron a una de las parejas de “vagos” que mejor jugaban. Estaba formada por Aristeo, el “chicharo” de la peluquería “La Olímpica”, donde nos cortaban el pelo, y un bolero, limpiabotas para no confundir el contexto, apodado “el Trompa de hule”. El duelo se pactó cuando llegaron estos amigos de bocones, a dar lata a nuestra mesa, diciendo que éramos “niñitos bien”, que no sabíamos jugar. “¡Cómo quieras y cuando quieras!”, fue la posición que demandaba la defensa del honor, de estos provocadores que pensaban que iban por dinero “seguro”. El triunfo sería para el primero que ganara tres partidos, con una apuesta de 5 pesos. Aunque fueron juegos reñidos, los taimados vagos ganaron dos partidos en línea y propusieron una apuesta de 20 pesos, ¡eso era una fortuna! Hubo conclave familiar entre los primos, juntamos 10 pesos, y se aceptó la apuesta, pero si se iniciaba desde cero. Muy ufanos y seguros, aceptaron la apuesta. Ganaron el primer juego, 4 a 1, pero el segundo fue ganado por Nacho y Toño 3 a 2. Se comenzaron a caldear los ánimos, las habladas, los gritos y groserías comenzaban a subir de volumen. Nuestros rivales volvieron a ganar un reñido juego de 3 a 2. Mucha expectación, nervios y algunas plegarias en secreto.

Aristeo prendió un cigarro y lo colocó en el cenicero de la portería que él cuidaba. Los trallazos salían de un lado y del otro. Ellos anotaron primero, gritos y celebraciones, para este momento la mesa ya estaba rodeada por nosotros y otros boleros que estaban animando a sus campeones. El que anotaba sacaba, y fue cuando “El Trompa de hule” trató de pasarse de lanza: al momento de sacar, en lugar de lanzar la pelota contra la placa metálica colocada en la banda contraria al lado donde ellos jugaban, la golpeó contra la placa de su lado, saliendo disparada contra la portería que defendía Nacho. No sé si él ya esperaba esta sucia y reprobable maniobra, o si sólo fue una instintiva y rápida reacción, pero impidió que fuera gol desde el saque, que entre “caballeros” no estaba permitido. El rebote fue muy fuerte, pero con gran fortuna, llegó a la delantera a cargo del tío Toño, quién sin mediar otra maniobra, giró muy fuerte la muñeca derecha, y metió gol con el extremo izquierdo. Gritos de gol, y de reclamo: además de que estos cabrones, habían sacado con trampa, como le falló y fue gol en contra, querían “repetir”. Pero gol era gol. El siguiente tanto fue muy reñido, la pelota salió varias veces de la cancha, la mesa saltaba, aún que era pesada, pero la fuerza y la desesperación de los contrincantes ya era patente. Sin cruzar miradas con Toño, pero en una maniobra ya practicada, Nacho retrasó la pelota al portero, la retuvo alternativamente con la cabeza y los pies del jugador, al tiempo que los rivales sacudían la mesa intentando que se le escapara a los “locales”, como una nueva muestra de marrullería. Sin una señal pactada, Toño puso horizontales a los jugadores de la media y la delantera, y Nacho sacó tremendo disparo. Las varillas de los rivales golpearon ruidosamente la mesa, intentando interferir en el tiro. Yo no vi la pelota cruzar la cancha, pero el sonido de como rebotaba en la portería rival fue evidente. ¡Gooooool! Gritamos todos los primos, triunfo 3 a 2 y empate dos juegos a dos. El cigarro de Aristeo se había consumido sin que lo volviera a tocar. Pero estos tipos, aunque aún no habían sido derrotados en la cancha ya no estaban dispuestos a arriesgar el dinero que había sido colocado como apuesta sobre la portería del lado de Nacho. Aristeo, entre gritos los tomó y dijo que ellos ya habían ganado dos juegos antes y que ellos se “merecían” esa apuesta. Nacho, Toño y todos, en un


acto temerario (o tonto) estábamos dispuestos a defender el honor de la familia (y a recuperar el dinero, por su puesto). Pero antes que nos diéramos cuenta, el hijo de don Lorenzo (que también era el joven “expertólogo” del espectáculo de las víboras), tomó a Aristeo por el brazo, se lo torció y le quitó las monedas de la mano mientras gritaba. Lo soltó, y mientras el abusivo lloraba, le fue señalado un letrero de lámina que estaba colgado en un rincón, que rezaba: “prohibido cruzar apuestas”. “El Trompa de Hule” como que se quiso arrancar a los golpes, pero el encargado del negocio, le dijo “cálmate chamaco pendejo, o traigo a la policía para que te lleve al bote por andar apostando”. En ese momento, nos cayó el veinte: también nosotros estábamos apostando, habíamos infringido el reglamento. Luego de vernos rápidamente entre todos, emprendimos el regreso a casa. Ni reclamamos ni nada, nos metimos al despacho de papá, que estaba separado del resto de la casa. Decidimos no decir nada a los adultos, que estaban en plena fiesta, no sabíamos cual sería la reacción, unos decíamos que, si les dijéramos para recuperar el dinero, otros pensábamos que el regaño sería peor. En eso estábamos cuando sonó el timbre. Alguien se asomó por la ventana del despacho que daba a la calle: ¡era don Lorenzo! Nada pudimos hacer, mi mamá había salido a abrir la puerta. Desde la entrada del despacho se asomaron Nacho y Toño, pero los demás alcanzamos a escuchar: “es que los muchachos olvidaron estos diez pesos en un futbolito”. Mi mamá, le dio las gracias, y luego volteó a nosotros y le extendió las monedas a Nacho, al tiempo que lo regañó: “cuiden el dinero, ¡ni se los debía de regresar!”. Cerramos la puerta del despacho, todo eran vítores, gritos de triunfo y alegría. Habíamos empatado tremendo encuentro, no habíamos perdido el dinero y el bien había triunfado sobre el mal. Esa fue una buena lección, no volvimos a apostar luego de eso, y aunque tanto Aristeo como “el Trompa de Hule” nos echaban “ojos de pistola”, no se metían con nosotros, pues sus respectivos jefes, don Fernando el peluquero y don Ramiro, que daba los permisos de la presidencia a los boleros, eran buenos amigos de mi papá.

Pues me queda claro que el título del relato podría ser, “los recuerdos de la feria”; pero eran las fiestas de tres días las que reunían las condiciones perfectas: vacaciones, la feria y papás eufóricos que daban dinero a una pandilla de primos todos reunidos con una supervisión laxa, para disfrutar de ese paraíso temporal. La mezcla de sabores, olores, maravillas del momento y las primeras actividades donde desarrollamos pericia, permanecen flotando en los recuerdos. En este pandémico 2020, no hubo feria después de más de 100 años ininterrumpidos. Paco Septiembre de 2020


La mejor canción Paco Olvera

Hablar de mundos que pudieron ser y no fueron, o no podrán ser. “Las cosas son como son, y no como debieran ser”, dice uno de los postulados de la sabiduría yucateca. No puedo dejar de pensar que las ideas de tener nostalgia por lo que no sucedió, es del tipo de combustible que alimentan al “Writer Hero”: “qué tal si”, y “si a mi me hubiera tocado”. Esta mezcla compleja de pensamientos nos asalta de vez en cuando y los desechamos, pero la verdad es que nos gustaría haber estado en la “Caverna” y escuchar a los Beatles, o ir a “El Patio” y escuchar el espectáculo de Tin Tan y su carnal Marcelo, o ver al Cantinflas primigenio en una carpa. Pero más aún, nos hubiera gustado escribir la letra de “La Gloria eres tú”, o el guion de “Taxi Driver” o ser Steve McQueen en “El Gran Escape” (o García Lorca, o Leonard Cohen o tantos otros que hemos dejado patentes en las páginas de nuestra querida revista). Las películas siempre han tenido esa virtud en mí. El primer recuerdo que tengo de querer ser el “muchacho chicho de la película gacha”, es una de esas películas japonesas que estrenaba en México Carlos Amador, en su cadena de cines incluido el Arcadia y el Copa Cabana (hoy convertido en taquería con antro adjunto). La película trataba de una princesa que reinaba sobre un mundo submarino, el héroe manejaba una nave (muy parecida a la de “Marino y la Patrulla Oceánica”) que le servía para pelear con los malos y rescatarla, y llegado el momento, besaba a la bella princesa. La noche después de que fuimos al cine, me desperté varias veces soñando que yo era ese guerrero, pero supongo que lo que me despertaba era el stress: yo no sabía besar a una muchacha. Me desperté como tres o cuatro veces cuando llegaba el preciso momento de dar el beso, ¡que sufrir! Al paso del tiempo quise ser Robert Retford en “El Golpe”, o Yul Brainer en “Los siete Magníficos” o hasta Robin Williams en “Good Morning Vietnam”.

En fin, ya sean películas de fantasía, biográficas, de guerra y algunas de acción, me hacen entrar en ese frenesí de ser “el héroe de la película”, como dijo alguna vez Chava Flores, o un infame personaje a un no menos infame gobernador. Todo esto lo escribo como resultado de que en este número de la Letrónica, hablaremos de mundos alternos que podrían ser (o pudieron ser), y además que recién terminé de ver la película “Yesterday”. La línea narrativa de la película gira en torno a que, por un extraño fenómeno, el protagonista se da cuenta que en el mundo nadie sabe quiénes son Los Beatles y sólo él recuerda sus canciones, lo cual se hace patente cuando canta “Yesterday” y todo mundo queda cautivado: la letra es grandiosa. ¿Qué tal si nos hubiese pasado a nosotros?, ¿qué caras haría alguien si dijésemos, “cómo ves esta rola que se me acaba de ocurrir”? Justamente plantea un mundo de, “que hubiese pasado si”, y mas que el deseo de narrar la trama de la película, algo que llegó directamente a mí, fue una línea del guion donde uno de los protagonistas (que sí puede recordar al cuarteto Liverpool) le dice “que este mundo sería peor si no existieran Los Beatles”, y de allí me di cuenta cuan profundamente están ellos y su legado dentro de mi vida, lo mucho que me gustan sus letras y la cantidad de recuerdos personales que están atados a una canción, a una letra o a una versión particular. Cuando hicimos la sesión de las “Tres para


morirse”, que eran las tres canciones que pediríamos toquen en nuestro funeral, yo incluí “Con una pequeña ayuda de mis amigos” (así traducida como lo haría don Adolfo Fernández Cepeda en Radio Universal). Cuando pienso en mi primo Sergio, que ahora vive cerca de Los Ángeles, siempre me acuerdo de, “Happines is a warm gun”, (que yo no entendía cómo podía gustarle una canción con un título que me parecía tan raro). Mi hermano Nacho me dijo que mi canción debía ser “I Will”, del “Álbum Blanco”, cosa que aún recuerdo con cariño especial y también me acuerdo de Mafalda (que ya lo he mencionado en otros escritos), cuando baila “I’m looking trough you”, y Manolito le dice que porqué escucha música en inglés si no la entiende, y ella le responde que, “a todo mundo le gustan los perros, y nadie sabe lo que significa Guau”.

No ha sido mi intención hacer un homenaje a Los Beatles, me quedaría muy corto, pero si ha resultado que este mundo paralelo que creó el guionista de la película hizo aflorar la gratitud y el gusto que tengo por sus canciones. Por ejemplo, la película “Across the Universe”, hace un homenaje muy efectivo y me gusta mucho, pero no hizo que pensara en lo terrible que a mi me resultaría un mundo sin ellos. Recuerdo que cuando llegó la noticia que había fallecido George Harrison,

estaba yo trabajando en Miami, y escribí algo referente a que “me había acostumbrado a que estuvieran allí, como las Pirámides, o algún otro monumento que nos parece inmutable, y que de un día para otro no estaba”. Cuando falleció John Lennon, matamos clases en toda la Prepa.

Seguro los cuatro Beatles se la pasaron a toda madre en ese periodo de sus vidas, pero lo que siento en este momento es que lo maravilloso es que el mundo paralelo más fascinante que me puedo imaginar, es estar con ustedes mis queridos amigos, escribiendo, echando netas, cotorreando, oyendo música, contando anécdotas, y supongo que toda esta cuarentena del coronavirus, lo que ha hecho es poner en relieve que en todo momento vivimos en un mundo perfecto, en esos instantes en que somos felices. Como he repetido varias veces cuando me puedo reunir con ustedes: el incomparable placer que siempre se puede repetir. Gracias por ser y estar, como dijo la teacher de primaria cuando nos enseñó el verbo “To Be”. Es como haber compuesto la letra de la mejor canción. Un abrazo y los quiero siempre. Paco 20200427



MÚSICOS Trompas de HUle La música antigua en el nuevo mundo Gonzalo Duchen

Escuchar

música es, generalmente, una sensación

única por lo placentera, relajante y estimulante. La música del barroco nos eleva, al menos eso creo, a una dimensión que raya además en lo místico. Más allá de la connotación religiosa de esa música que, como diría el gran erudito mexicano Ernesto de La Peña, es música para hablar con Dios, es música que transmite sensaciones de paz, tranquilidad y esperanza. Cuando oímos hablar de música antigua, música barroca, etc., nos imaginamos seguramente a juglares a los pies de un balcón, grandes castillos con gente elegantemente vestida, iglesias repletas escuchando alguna misa para un santo o monasterios con monjes cantando a capela (expresión tomada del italiano “a capella” que significa “como en la capilla”, y son los cantos religiosos sin acompañamiento de instrumentos). Sin embargo, la música antigua de la que ahora queremos hablar se desarrolló en Sud América en las misiones jesuíticas de Bolivia, Chiquitos en Santa Cruz entre 1691-1767 y Moxos en Beni entre 1681-1767. Durante la colonia, a finales del siglo XVII y principios del XVIII se establecieron en el continente americano misiones jesuíticas (o reducciones) con el fin de evangelizar a los pueblos originarios de la región. De particular importancia en este proceso fue la música. Los sacerdotes jesuitas no tardaron en darse cuenta del particular gusto musical de los indígenas, que los llevó a aprender muy rápido, no solamente a leer y aprender la música de los sacerdotes europeos, sino también a fabricar instrumentos de gran calidad.

“En vez de armas, los jesuitas traían instrumentos de música, que los indígenas incorporaron y adaptaron a su propia cultura” (https://www.youtube.com/watch?v=RcFr8EAaIYE). Después de la expulsión de los jesuitas en 1767, los indígenas de Chiquitos y Moxos no olvidaron y por el contrario afianzaron esas enseñanzas musicales.

Pequeños músicos en la Chiquitanía. Foto de Miguel Lizana


Entre los curas que llegaron a Sud América, estaba Domenico Zipoli, un compositor de origen italiano contemporáneo de Johann Sebastian Bach, cuya obra fue reencontrada en el sureste de Bolivia a principios de la década de los años 70 del siglo pasado. En la catedral de Concepción, un pequeño pueblo de la Chiquitanía, se guardan ahora sus obras que han pasado a formar parte de la tradición y, por extraño que pueda parecer, la música barroca se ha vuelto la música “folklórica” de toda esa región. Otros compositores de música barroca en Sud América son Juan de Araujo (1646-1712) y Roque Ceruti (1685-1760), muchas de cuyas obras se conservan en el Archivo y Biblioteca Nacional de Bolivia.

de música. En Sucre se encontraron partituras con música compuesta durante la colonia y entre ellas es interesante mencionar composiciones hechas para poemas de Sor Juana Inés de la Cruz.

San Javier. Foto, whc.unesco.org

Concepción. Foto, portachueloparroquial.blogspot.com

San Rafael. Foto, www.lageoguia.org Gracias a los trabajos de muchos investigadores de muchos países, hoy en día se puede acceder en las misiones jesuíticas de Chiquitos y Moxos a más de 12000 partituras, pero sobre todo se puede oír y disfrutar de esa música a través de grabaciones hechas por una gran cantidad de grupos musicales tanto bolivianos como de otras partes del mundo. Por todo esto, en 1990 la UNESCO nombró a seis pueblos de Chiquitos Patrimonio Cultural de la Humanidad como “pueblos vivos”; San Xavier, Concepción, Santa Ana, San Rafael, San Miguel y San José de Chiquitos. San Ignacio de Moxos en Beni es otro pueblo que conserva en su iglesia un tesoro musical de más de 7000 hojas

El hallazgo de esta música en tierras bolivianas dio lugar en 1996 al Festival Internacional de Música Renacentista y Barroca Americana “Misiones de Chiquitos”, evento que se lleva a cabo cada dos años y que éste debió tener su XIII versión pero por razones de sobra conocidas tuvo que ser postergada hasta el próximo año. Más allá del festival, del cual se pueden encontrar magníficas reseñas y vídeos en internet, es particularmente conmovedora la historia de los intérpretes locales de esa música. Son niños y jóvenes indígenas de pueblos olvidados de la mano de Dios,


que sin embargo le tocan y cantan con un fervor y entusiasmo únicos. Nada raro es que entre los músicos estén jóvenes agricultores, arrieros, o niños que ayudan en sus casas vendiendo gelatinas, huevos o pan.

San Ignacio de Moxos. Foto, CD Piesta Moxos

a las grandes casas de instrumentos europeas. El disco Baroque Indien es una grabación conjunta entre el Coro y Orquesta Juvenil de Urubichá, Bolivia y el Ensamble Instrumental y Vocal del Festival Internacional de Sarrebourg, Francia. En este disco se puede escuchar una amalgama de melodías barrocas populares guarayas, así como obras de Domenico Zipoli, Johann Brentner, José Francisco Velázquez, José de Campderros, Georg Friedrich Haendel y Johann Sebastian Bach. En los discos recopilatorios de los Festivales de Chiquitos de los años 2006 a 2014 (versiones VI a X del festival) se pueden disfrutar interpretaciones magistrales de obras de Ignazio Balbi, Henry Purcell, los ya mencionados Brentner y Zipoli, así como de autores anónimos (probablemente indígenas). La calidad de las voces y los instrumentos no dejan lugar a dudas acerca de la calidad de estos músicos indígenas de la Chiquitanía.

En Les Chemins du Baroque, sello discográfico que ha publicado una gran cantidad de discos con música barroca latino americana, se pueden encontrar magníficas interpretaciones de las obras encontradas en Bolivia, por agrupaciones como el Ensamble Elyma de Argentina o Ars Antiqua de México. La asociación responsable de los festivales “Misiones de Chiquitos”, también ha publicado colecciones de discos con las presentaciones de las agrupaciones musicales en los festivales. En plataformas digitales se pueden encontrar muchas de estas grabaciones. Quiero referirme en particular a las grabaciones de dos agrupaciones que sobresalen particularmente, el Coro y Orquesta de Urubichá en Santa Cruz y el Ensamble Moxos en San Ignacio, Beni. Ambas agrupaciones han cosechado éxitos en Europa y Latino América, conmoviendo con sus interpretaciones, pero sobre todo con la calidad de estas. En Urubichá, además de ser excelentes intérpretes, son además lutieres de gran calidad. Desde la época de la conquista, los padres jesuitas destacaban la calidad de los instrumentos nativos que decían, no envidian en nada

El Ensamble Moxos tiene cinco discos grabados, todos ellos como producciones independientes. El conjunto nació gracias a los oficios de la religiosa María Jesús Echarri hacen más de 20 años, en San Ignacio de Moxos, pueblo situado a 90 kilómetros de Trinidad (capital del Beni) pero que pueden significar más de 12 horas de viaje por un camino de tierra y teniendo que atravesar el río Mamoré.


reencontró mucho de su producción en las misiones jesuíticas de Bolivia).

Iglesia de San Ignacio de Moxos. Foto, ANF

El primer disco, Tasimena ticháwape jirásare – Ya volvió la canción del monte (2005), se incluyen obras vernáculas de compositores nativos, así como obras de compositores europeos como Tomás de Torrejón y Velasco, interpretadas por músicos en su mayoría niños. Ya en este primer disco se nota la gran calidad del ensamble.

El segundo, Tras las huellas de la Loma Santa (2007), tierra prometida para el pueblo moxeño, según sus creencias, incluye las obras producto de las investigaciones llevadas a cabo por los miembros del grupo. Son obras de autores anónimos, seguramente muchos de ellos sacerdotes jesuitas, pero también compositores indígenas. También se pueden escuchar composiciones de Doménico Zipoli (recordemos que se

Piesta Moxos (2010), es un disco de homenaje a la fiesta principal de San Ignacio, la Ichapekene Piesta, fiesta que representa el triunfo de los jesuitas sobre los “señores” del bosque y las aguas, convirtiéndolos al cristianismo. Aquí encontramos la Misa San Ignacio de Domenico Zipoli, así como obras tradicionales de los pueblos moxeños.

En el cuarto disco de la agrupación moxeña, Pueblo viejo - Ichasi Awásare (2012), se hace una recopilación de música de tradición oral. Es un disco que transmite sentimientos muy profundos, con sonidos que nos transportan a la selva, fiestas o a la iglesia. Los jesuitas llegaron hace más de tres siglos y cambiaron la cultura de este pueblo, luego los echaron pero después de más


de 250 años, siguen resistiendo y protegiendo su música y su cultura, en contra de intereses políticos y económicos que, como dice Raquel Maldonado, Directora del Ensamble Moxos, son ignorados por un país que recién los quiere contar como bolivinos.

La última producción La Cosecha, recogiendo nuestros frutos (2015), es una reseña de diez años de trabajos de investigación y actividad artística, rescatando música del corazón de la selva que, gracias al celoso resguardo y protección de indígenas que se encargaron de ir copiando las partituras generación tras generación durante más de 250 años, pueden ahora ser escuchadas en todo el mundo.

Para el pueblo moxeño, cada canción es parte de su vida, una historia de su vida. En 1888 Gabriel René Moreno, el más prestigioso historiador boliviano del siglo XIX, escribía: “Pongámonos todos de pie para enviar nuestro adiós a los últimos moxeños. Ya no volveremos a ver jamás a estos gallardos hijos del proceloso Mamoré, el de las socavadas, movedizas e inconsistentes orillas. Tal vez en otro planeta, señoreando la llanura de las verdes y cálidas y húmedas regiones fluviales, aparecerán otra vuelta a nuevo lidiar estos amables indios, reaparecerán armados allá de su bondad a toda prueba, de su don imitativo y de su incontenible alegría, por delante el franco y amistoso mojo hospitalario, al centro el noble cayubaba, digno mil veces de vivir, pero también ¡ay! incapaz de resistir y persistir”. Quisiera terminar esta reseña con las palabras de Raquel Maldonado, a propósito del pueblo moxeño: “Somos lo que somos y somos dueños de esta música y de nuestra voluntad, dueños de nuestra tierra y de nuestros frutos”.


México Música un retrato musical de México en cien discos (1/3) Alexandro Hernández

Nota introductoria Al acercarse el bicentenario del inicio de la revuelta de independencia de México, no era raro escuchar voces que enunciaban tajantemente: no hay nada que celebrar. Lo mismo pasa hoy que nos acercamos al bicentenario de la consumación de dicha revuelta. Tales expresiones me resultaron particularmente chocantes no sólo por el derrotismo que en sí mismas llevan (tan pernicioso para el ánimo nacional como el triunfalismo interesado), sino por ser fundamentalmente falsas. Quise refutar esa idea utilizando la música como ejemplo y pretexto. Me impuse la tarea de seleccionar un número de grabaciones de música mexicana que ilustraran al país, formando un retrato sonoro. Arbitrariamente decidí que fueran 100. Como condición me propuse evitar los ejemplos más ramplones y comerciales, no porque no sean parte del paisaje sonoro del país, sino precisamente porque su permanencia machacona impone y distorsiona. Me pareció que no necesitaban de otro espacio para propagarse. Al ir formando esta colección me encontré con un vigor creativo y con una variedad que me sorprendió y me entusiasmo en mi condición de aficionado. En esta selección aparece música popular y música de los pueblos originarios de todo el país; música clásica y rock urbano; jazz y música sacra; aparecen trabajos con orquesta y con guitarra; oboes, acordeones, arpas, chirimías; experimentos sonoros y música de fiesta; influencias de todas partes del mundo y música de concheros; amor y humor. Abarca ejemplos de música que podemos datar al menos al siglo XVI, y grabaciones

cercanas a este año 2020. Es un retrato musical de México. Entendido como muestrario, permite que cada ejemplo se pueda ver como una veta donde podemos explorar más del género, más del intérprete, más de los compositores. Con cada ejemplar de la colección incluyo un pequeño testimonio de mi entusiasmo. Así que pregunto: ¿cómo chingaos no vamos a tener nada que celebrar?

MéxicoMúsica 1: Música de la Independencia a la Revolución, Silvia Navarrete. Grabación contenida en el N° 97 de la revista Artes de México, en donde se señala que es como si la música del XIX quedara contenida en ámbar. No hace falta agregar nada más.

MéxicoMúsica 2: Aqua, Alejandro Escuer. Flauta, electrónica y voces en un mundo de sonoridades fluidas. Verdadero reflejo de estos tiempos que al mismo tiempo conecta con el pasado más remoto.


y virtuosa como corresponde genuinamente popular.

MéxicoMúsica 3: Tributo a la otra kanción popular mexicana, Francisco Barrios “El Mastuerzo”. Si bien hay rasgos de la jiribilla típicamente desmadrosa de Botellita de Jerez, también hay una parte muy oscura de nuestras vidas (jugar a vivir duele…); hay ecos de los fantasmas de los primeros españoles navegando hacia América y hay testimonios de la guerrilla en Guerrero.

MéxicoMúsica 4: La historia musical del Piporro. ¿Qué diría Don Eulalio si viera hoy nuestras chulas fronteras? ¡Qué sopor y qué bochorno!

MéxicoMúsica 5: Laberinto en la guitarra qe enseña un son por 16 partes, del Ensamble Continuo. Y que nos dice que hubiera pasado si Bach hubiera caminado por las playas veracruzanas.

MéxicoMúsica 6: Antología de la canción mexicana Vol. 1, de Sonia Medrano y Luis Díaz. En general prefiero la música popular sin la impostación de la voz operística, pero los tonos de Sonia Medrano son cristalinos en "Ángel de esperanza" y especialmente alegres en "La tulancingueña" (con recuerdos a mi querido Paco). La guitarra del XIX de Luis Díaz es sencilla

a

una

canción

MéxicoMúsica 7: Re, de Café Tacuba. Resumen de ritmos, de ideas que van de lo místico (como el pez que cree encontrarse a su creador, o la discoteca-paraíso) a lo ecológico (el diagrama de flechas del ciclo de la lluvia o la decisión de Salvador el ingeniero) a lo familiar (claro, el tlatoani del barrio). Del rock trash gutural al bolero para crudos. Resumen de nuestra urbanidad defeña, sin la que no se entiende México.

MéxicoMúsica 8. Música Mexicana del siglo XX, del Cuarteto de cuerdas de la Ciudad de México. Los clásicos del siglo XX, de Ponce a Márquez. De las innovaciones como la Música de feria de Revueltas, a las ¿reinterpretaciones/plagios? de Moncayo, la música que ilustró en nuevo nacionalismo en la música de cámara.

MéxicoMúsica 9. Tambuco, de Tambuco. Disco debut de un cuarteto de percusiones avecinado en la multiculturalidad y por lo mismo, bastante capaz de ilustrar sonoramente el viaje imaginario de Frank Zappa por el río Papaloapan (Zappaloapan).


Agustín Lara, María Victoria, Mario Alberto Rodríguez, Luis Alcaraz. ¿Se necesita decir más?

MéxicoMúsica 10. Manantial Sonoro de México, Grabaciones de campo de René Villanueva. Manantial y mosaico de la raíz indígena, que brota por todo el territorio, del Pitam yaqui a Chiapa de Corzo, y se dispersa generosa y valiente. Diversidad ignorada pero viva y presente, a pesar de los cinco siglos.

MéxicoMúsica 11: Órgano barroco de Tlacochahuaya, José Suárez. Tientos, Gallardas y Pasacalles de origen español, pero con voz de maderas oaxaqueñas que dan fe en imagen y en sonido de como el barroco enraizó en estas tierras, en flores y en cantos.

MéxicoMúsica 12: Lo mejor de las estrellas de La Hora Azul. Lección 1 de educación sentimental, de los amores de fuego de los abuelos a las tardes de domingo. Cuando no son necesarios adjetivos, basta enumerar los intérpretes: Nicolás Urcelay, Dr. Ortiz Tirado, Toña la Negra, Pedro Vargas, José Mojica, María Luisa Landín, Alejandro Algara,

MéxicoMúsica 13: Odio Fonky, de Jaime López y José Manuel Aguilera. Rock urbano que se asume subterráneo, cínico y deliberadamente grueso. Tan, pero tan desesperadamente grueso, que resulta entrañablemente tierno.

MéxicoMúsica 14: Crónica de castas, de Jorge Reyes. Con los sedimentos del progresivo de la época Chac Mool y los descubrimientos de las texturas sonoras previas a los hispanos, Jorge Reyes (de la mano de Suso Saiz) produjo un disco en donde se oye clarito al nopal y al naranjo transitar por nuestro ADN mestizo.

MéxicoMúsica 15: La fiera borrasca, de Leticia Servín. Regreso de la hermana Juana Inés para comprobar que sigue hablando con claridad y originalidad de nuestros saberes y sentires.


MéxicoMúsica 16: El Mero Corasón. Primer sampler del proyecto de Eduardo Llerenas y Mary Farquharson, que incluye al Paganini de Tierra Caliente (Juan Reinoso), el más tradicional de los mariachis (Reyes del Aserradero) y hasta una pieza rescatada de Guty Cárdenas, entre otras joyas nacionales aderezadas de grupazos cubanos, de Belice y de Haiti (que también de eso nos toca).

MéxicoMúsica 17: San Patricio, de The Chieftains & Ry Cooder. Homenaje al batallón de San Patricio que encontró punto final en Churubusco. Irlanda hace esquina con nosotros vía el grupo de Paddy Moloney de aquel lado y de este Lila Downs, Los Folkloristas, Chavela Vargas, Los Tigres del Norte y un etc. lleno de vida y dolor.

MéxicoMúsica 18: Decibel, El poeta del ruido. Extraño acetato en la frontera de los 70's y 80's, lleno de paisajes de manatíes habitando lagos patafísicos. Nuestra electrónica después de Stockhausen y antes del punchis punchis.

MéxicoMúsica 19: Jordi Savall y Tembembe, El nuevo mundo. El bien afinado olfato de historiador musical de Jordi Savall le llevó al encuentro de Tembembe, y de ahí a la reflexión sonora de los fandangos americanos con el barroco europeo. En medio de ello, la folia, la locura narrativa que describe el impensable encuentro de dos mundos que aún se sorprenden mutamente.

MéxicoMúsica 20: Elysium, Etéreo. Si una tarde de sábado caminas por el centro de Coyoacán y escuchas un sonido de cítara. Si caminas un poco más y vez que no es una cítara, sino una guitarra de 3 cuerdas pulsada por una hermosa irlandesa cantando en náhuatl. Si además le acompaña un hombre orquesta y sus pequeños hijos. Sabrás que no es un sueño (¿o lo es?), encontraste a Elysium como a un arpa en el bosque.

MéxicoMúsica 21. Maru Enríquez, Y mi voz que madura. Nocturno de Xavier Villaurrutia convertido en blues de cielos e infiernos urbanos. Y mi bosque madura. Y mi voz que madura. Y mi voz, quemadura. Y mi voz quema, dura.


MéxicoMúsica 22: Canciones arcaicas, Lourdes Ambriz y Alberto Cruzprieto. Retorno a la sencillez de formas de la mano de poemas rimados. Respiro claro en piano y voz de la vorágine de las corrientes modernas. Es un espejismo, el pasado parece más sencillo aunque no lo sea. Arcadia no existe.

MéxicoMúsica 25: La Barranca, Providencia. Rock místico, intenso, urbano, irrefrenable. José Manuel Aguilera hace de las suyas en un proyecto que construye un rock a las orillas de lo underground y en el punto exacto del delirio cuasireligioso.

MéxicoMúsica 23: Cuerpo del verano, Lourdes Ambriz y Luis Antonio Rojas. En contraste con las Canciones Arcaicas, esta grabación busca nuevos caminos a ultranza. Desde los instrumentos (voz-contrabajo) hasta los temas (textos de Elytis, Rulfo y Saramago; Quevedo y salmos bíblicos) y las formas. Música líquida, sueño de sirenas cantando. ¡Átenme al mástil!

MéxicoMúsica 26. Son de madera, de Son de Madera. Primero de los discos de esta agrupación del son jarocho, que además de contar con letras de una belleza sencilla y natural, muestra virtuosismo e imaginación en la ejecución de los instrumentos tradicionales. Comentario de un amigo: "la jarana suena como harpicordio". De nuevo el barroco que nos define tan bien en el arte popular.

MéxicoMúsica 24: La Lupita, Pa' servir a usted. Rock mexicano a toda velocidad, abriendo con el Rey Leonardo, pasando por la nota roja de La Paquita Disco, bordeando por el norteño-biónico de Camelia la Texana, y etcétera. Legendario acelere de principios de los 90 pasándose todos los altos.

MéxicoMúsica 27: Banda de Tlayacapan. Disco del mismo nombre, paseo obligado de ciertos buenos tiempos, domingo en el balneario de Oaxtepec y tarde escuchando la Banda de Tlayacapan con música de los Chinelos.


MéxicoMúsica 28: Ofrenda del tiempo, Margie Bermejo y Dmitri Dudin. Extraña interpretación sonora de la Piedra del Sol paciana, que en tránsito del eterno retorno, regresar al ciclo interminable de un alto surtidor, un chopo de agua que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre.

MéxicoMúsica 29: Sor Juana Inés de la Cruz. Le Phénix du Mexique, Ensamble Elyma dirigidos por Javier Garrido. Villancicos escritos por Sor Juana (para variarle a la White Christmas o a los Peces en el río), musicalizados por varios autores de la época, reencotrados en Bolivia y publicados para darnos alegría perenne, particularme en diciembre.

MéxicoMúsica 30: Tumba lalá-la. Los villancicos negros de Sor Juana, Rak ric rack! Directo desde nuestra tercera raíz y los inicios del siglo XVII, música para bailar y para entender esa otra parte -muchas veces negada- de nosotros.

MéxicoMúsica 31: Seis casisonatas en cuartos de tono para violoncello solo. Julián Carrillo interpretado por Jimena Jiménez Cacho. Sonido 13 en cello, escalas exploratorias de nuevos territorios de sonidos, nuevas tierras arrebatadas al mar del silencio. Ejecutado en modo apasionado por Doña Jimena.

MéxicoMúsica 32: Telememe, de Jessy Bulbo. Con ya un largo camino desde las Ultrasónicas, Jessy exlplora ritmos y texturas sonoras con su desconcertante voz, y llega a la mera neta dialéctica con su "Cruda moral". No hay que engañarse, Jessy es un talentazo.

MéxicoMúsica 33: México, sampler de Putumayo. La virtud de este disco está en la calidad y diversidad de los intérpretes. En este sampler los editores de Putumayo evitaron la tentación de montar la música popular sobre ritmos tipo "world beat" a los que suele orientarse, conservándose el buen trabajo hecho por los intérpretes.


las fiestas de metales en Serbia hasta meditaciones japonesas, el joven de la dinastía Nandayapa explora los asombrosos registros de la marimba. Una versión increíblemente mística de la Sandunga es la joya central de esta grabación. MéxicoMúsica 34: Aunque me lleve el diablo, de Norberto Nandayapa. Desde las selvas chiapanecas hasta los bosques noruegos, desde



YO NOMÁS DECÍA… Leer “El estandarte” Alexandro Hernández

Partamos

de la constatación de que la narración,

especialmente la escrita, crea un efecto generador de imágenes en nuestra mente, y una estructura de acontecimientos. En casos raros y afortunados, la narración se eleva por encima de las imágenes y la historia para convertirse en la esencia misma de la vida. Cuando digo “la esencia misma de la vida” no quisiera que se entienda como una fórmula retórica. Más bien, los personajes se nos aparecen reales, cercanos, casi familiares. Los lugares adquieren dimensiones sensoriales. La literatura más cierta y verdadera no necesita para ello valerse de descripciones exhaustivas.

clausurado. Menis conoce a la bellísima Resa Lang, dama de compañía de la archiduquesa, en una función de ópera, y gracias a su atrevimiento consigue simultáneamente la atención de Resa al presentarse en el palco imperial, y su traslado de regimiento a causa de su indisciplina. A partir de ese momento se mueven en paralelo dos fuerzas poderosas: el afán de Menis por encontrarse de nuevo y consumar su deseo con Resa en el Konak, la residencia imperial en Belgrado, y el dramático desmoronamiento del ejército imperial.

El estandarte, la novela de Alexander Lernet-Holenia, es uno de esos casos. Puede decirse aún más: este libro es una hazaña, pues crea esa ilusión a partir de un objeto: el estandarte del título. La narración parte del juramento de lealtad y obediencia de los oficiales y soldados del ejército austro-húngaro al emperador, leit motiv de la novela, que inicia con una nostálgica reunión de oficiales austro-húngaros sobrevivientes a la guerra y la presencia espectral aunque casi corpórea de los militares en las guerras bajo el peso del juramento. En el otro extremo, al final del libro, entre las llamas que destruyen los emblemas del imperio se dibujan las generaciones de ese mismo ejército en retirada. El grueso de la novela es la narración del alférez Herbert Menis que se inscribe en un lapso de tiempo de cerca de una semana y una geografía que abarca la sección del Danubio entre Belgrado y Viena. Ese espacio y ese tiempo son la franja de frontera del imperio perdido, pero también de un sentir del mundo

Como en un extraño sueño, el imperio de siglos se desvanece. El libro refleja la destrucción de una manera casi geométrica. En el primer hemisferio, a pesar de encontrarnos en lo que serán los últimos días de la guerra, aún se viven las manifestaciones de mayor esplendor, como es la representación de las Bodas de Fígaro en el teatro de la Ópera. Todo el tono del libre es brillante, y no pocos episodios despiertan sonrisas. Hay una sensación de felicidad como si la belleza y el deseo estuviesen justo al alcance de la mano. En contraste, en


la segunda mitad el tono es sombrío, las desgracias se suceden una tras otra como si estuviéramos en la propia guerra. Incluso hay un tránsito por una especie de purgatorio que no puede desembocar en otra cosa que en el irremediable derrumbe total que se consuma cuando el emperador abandona el palacio de Schönbrunn. El punto de inflexión, que aparece como un rayo que parte por su centro el tiempo, el mundo y el libro, ocurre cuando el regimiento al que pertenece Menis debe regresar a Belgrado y está a punto de cruzar el Danubio. Mientras eso ocurre, recorre la formación el capitán retirado Hackenberg. De manera impertinente observa que si el porta estandarte actual, Heister, muere, será Menis quien deba convertirse en depositario del mismo. Como se sabe, banderas y estandartes son objetos sagrados que sólo bajo circunstancias de desastre y aniquilación total han de cederse, por lo que comprensiblemente Heister se

indigna. En esta situación Hackenberg reta a un duelo de preguntas a Heister, duelo que de manera indirecta conducirá eventualmente a la muerte de éste y la posterior transferencia del estandarte a Menis. Nada en el texto lo dice, pero queda la extraña sensación de que Hackenberg es un emisario del destino y que la suerte está echada. El mundo y el tiempo se dividen en un antes y un después de su aparición en medio regimiento. Como en un espejo, el orden y el boato de todos los símbolos que viven en la primera mitad del libro se muestran en la mitad como muerte, destrucción y caos. El mundo sigue, pero es otro, diferente, irremediablemente perdido. Es una novela perfecta.



HACIÉNDOLE AL CUENTO La vida como listas de vidas Alexandro Hernández

Propongamos la hipótesis de que en la mente de los antiguos, así como se veneraba al sol como a lo superlativo, asignándole la cualidad de deidad, también ocurría que al surgir una persona que por su fuerza u otro atributo notable, se convertía en mito y al poco en un dios. Así, las mitologías se convertían en catálogos de hombres y mujeres que superan su condición humana. La mitología dio paso a la colección de gobernantes y de personas ilustres. La primera que yo conocí fue la Vida de los doce Césares de Suetonio, incluida en la colección de Los Clásicos de Grolier que nos consiguió mi papá para fomentar un afán lector entonces incipiente. El libro de Suetonio narra la vida de los Césares desde Julio César hasta Domiciano, basada fundamentalmente en hechos, incluso en los más sensacionales, y no en interpretaciones psicológicas. Tal vez por ello la obra resultó muy popular y llegó hasta nuestros días. No sé si fue la primera colección de personajes en la historia, pero en todo caso resulta natural el interés en los hombres de poder, pues su personalidad y actos daban forma a los acontecimientos de la época e influían fuertemente en las vidas de sus gobernados. En algún momento el interés pasó a los santos y personas de fe, como muestra San Jerónimo con la escritura de sus Varones ilustres. Más adelante, el interés se centra en los hombres de genio, como da cuenta Vasari en sus Vidas de Pintores, escultores y arquitectos, un verdadero Quién es quién de los más brillantes talentos del renacimiento italiano. Hasta aquí todo normal. Marcel Schwob cambia el foco

de su colección de personajes. En sus Vidas imaginarias hay una ecléctica muestra de personas de diferentes tiempos, geografías y ocupaciones. Lo mismo aparece la princesa Pocahontas que una infortunada Katherine, encajera y prostituta; del mago Sufrah que cae en una trampa eterna de Salomón, a los piratas Stede Bonnet, Walter Kennedy y el Capitán Kid. Los rasgos se muestran de manera concisa. Pero sobre todo, queda una sensación de extrañeza, de vidas no sólo imaginarias, sino alejadas de la normalidad. Como si de alguna manera se mostrara que lo excéntrico es lo verdadero, y el pulso de los tiempos de fin de siglo XIX que habría de desembocar en el esperpéntico siglo XX europeo se manifestara en esas vidas fuera de la norma. A partir de ahí parecieran multiplicarse las maneras de describir el mundo utilizando listas de personas. Edgar Lee Masters hace que los muertos del cementerio del pueblo de Spoon River cuenten en breves poemas sus existencias. Y el pueblo adquiere vida de nuevo, como si la eternidad se convirtiera en una repetición eterna de la vida del pueblo. Jorge Luis Borges escribe la Historia universal de la infamia, una breve colección de personajes criminales tristemente célebres, desde el racista matón de mexicanos Bill Harrigan tambén conocido como Billy The Kid, hasta la viuda Ching, pirata terror de los mares del sureste asiático. Antonio Tabucchi construye su catálogo de personajes de una manera insólita: imaginando sus sueños. Así nos descubre en Sueño de sueños aproximaciones hermosísimas de personajes entrañables que pasan Rabelais, Stevenson, Rimbaud, Leopardi…


Joaquín Sabina enumera las vidas de los hombres y situaciones que nunca será en La del pirata cojo, y de manera vertiginosa pasa por ser comunista en Las Vegas o mejor tiempo en Le Mans. Eso si, su fantasía preferida es un malvado capitán con pata de palo hostigando su tripulación. Desde hace algunos años anoto en una libreta notas periodísticas, artículos de revistas o historias que surgen en alguna conversación. La empecé a escribir sólo para no olvidar esas historias que en algún momento me impactaron. Pero ahora que lo pienso, también es un pequeño homenaje a los que me han precedido escribiendo estas historias.

1. Un hombre de vida solitaria. Sale de su pueblo, en las montañas de España, y no se vuelve a saber nada de él. Muchos años después aparece. Su cadáver se encuentra en una mansión de un pueblo francésHace más de tres años que murió. Se descubrió su cuerpo porque los vecinos se empezaron a quejar de los riesgos de salubridad de una casa abandonada. Nadie lo asistió al morir. Nadie preguntó por él. Nadie lo buscó. Nadie reclamó la herencia. Nadie.

2. Su nombre es Stephen. Se convirtió en una metáfora humana de lo que es un virus informático. Trabajaba en una enorme compañía de software, y sale

de ahí para dirigir a la que en ese momento es un enorme pero aletargado fabricante de teléfonos. En mil días reduce el valor de Nokia a la décima parte, y después la vende a su antiguo empleador. Eso es ni más ni menos que un “caballo de Troya” en términos informáticos. Sólo describo, no pretendo ser original. Y a todo esto, ¿qué dicen en Finlandia?

3. Todo mundo conoce con mayor o menor detalle la tragedia del Titanic, en parte por las condiciones casi inverosímiles en las que ocurrió el desastre. Con todo y lo terrible que fue en términos de fatalidades, palidece si se le compara con el accidente del “Doña Paz”, ferry filipino que nació con el nombre de “Himeyuri Maru”. Con más de 4,000 pasajeros a bordo, chocó contra un buque petrolero en el mar de Sibuyan, mientras navegaba por el archipiélago filipino. Sin listas de pasajeros, ni historias conocidas de heroísmo o cobardía, sin lujos a bordo sino más bien un hacinamiento irresponsable, ardió en la noche decembrina dejando un poco más de 30 sobrevivientes.

4. Un extremismo que en este caso es mahometano, pero que igual podría tener lugar en cualquier otra fe que exija pureza pero torne sin dificultad en hipocresía. La historia es la de una reclutadora de putas para los guerreros de la yihad, nombre con el que se conoce a una “guerra santa” que frecuentemente consiste en el ataque artero a víctimas no armadas. Vista desde la otra óptica, se trata de una joven estudiosa del Corán que enrola jóvenes estudiantes en países del norte de África en un fugaz matrimonio de


horas, acaso algunos días, con rudos y ansiosos combatientes en los desiertos de Siria. Con todas las bendiciones clericales en orden, eso sí. Aicha es el nombre de una joven tunecina que da fe de los hechos.

tratamiento no lo remedian los consuelos y consideraciones especiales que le otorgan los consternados padres, agobiados por el sometimiento al Gran Legionario, un cierto pero débil pudor y un temor a un posible escándalo. El joven anuncia a su madre que abandonará el seminario. “Si te sales, me mato”, amenaza la madre.

5. En un acto que combina el juego, la atracción por lo desconocido y el sometimiento a un minúsculo poder como elemento de humillación, un grupo de estudiantes se someten a una secuencia de pruebas de aguante, que quienes las imponen equiparan al valor y la lealtad. El resultado será, si todo sale bien, la promoción a un grado mayor de la logia universitaria. Pero no sale bien. La prueba nocturna suponía que los aspirantes debían caminar entre las olas de una playa cercana a Lisboa a la media noche del fin de semana, arrastrando grilletes atados a sus tobillos. Fueron hallados ahogados. La asociación estudiantil pide que no se satanicen las novatadas por un evento aislado y desafortunado.

Jaque.

7. Tilikum fue separado violentamente de su madre al poco de haber nacido. Fue encerrado con dos mujeres de un pueblo diferente que tenían otro lenguaje. Fue maltratado por ellas y después fue explotado por sus captores, obligándolo a realizar gracias que atraían y enternecían a los observadores a cambio del alimento. Así fue que Tilikum se fue convirtiendo en una olla de presión, un manojo de nervios. Y paralelamente, adquirió un tamaño de varias toneladas. Así, en un par de ocasiones canalizó su frustración en reclamos airados e intensos, que dado su gran tamaño, resultaron fatales para los infortunados captores que reciberon la llamada de atención. ¿Y qué se le va a hacer? ¿Encerrarlo? ¿Castigarlo?

6. Cumpliendo el sueño de su madre, proveniente de una severa familia católica, el joven toma rumbo al seminario. Su apariencia de querubín llama la atención del Gran Legionario, quien lo pide para su tutela directa. Pronto le solicita ayuda para aliviar un terrible padecimiento que le afecta las vías urinarias. El malestar que le provoca la participación en el

¿Matarlo? Eso si que no. Aún vale mucho dinero.

8. Es uno de los diez edificios más altos de Latinoamérica. Su construcción inició durante una bonanza basada en la corrupción y el expolio, y se suspendió por la inesperada muerte de su patrocinador.


Se abandonó por varios años, y en lugar de una conclusión ocurrió una lenta deconstrucción debida al robo de materiales.

Todo es fuego en la carretera.

Un día fue invadido por una multitud empobrecida y se convirtió así en una especia de gigantesca “ciudad perdida” vertical.

Luego cenizas y consternación pública.

El líder de los ocupantes es una mezcla de santón religioso con capo de la mafia, que se impuso a otros aspirantes a regentes con más fuerza que razones. Él decide quién vive en el edificio y prácticamente cualquier acto que ocurre en él. Ir a misa es mandatorio. La descripción de lo que se hace para hacer habitable el lugar, y un plan para mejorarlo, ganaron el premio de la Bienal de Venecia. Los habitantes no saben porqué

9. Uno más de los miles de conflictos conyugales que a diario ocurren en todo el mundo. La causa exacta no la conocemos, pero caerá en alguna de las categorías comunes: enojo por falta de dinero, alguna infidelidad, el lento hartazgo de la convivencia… Pero esta tarde la discusión sale de cauce. El hombre es cegado por la ira, toma un martillo y emprende el derrumbamiento físico de la mujer. Cumplido el hecho, sube a su auto con rumbo incierto. Pero el ardor no ha concluido. A poco de continuar el camino, proyecta de frente su vehículo contra un tráiler que transporta combustible.

Despues humo.

Después, en la madrugada, la calma de siempre interrumpida ocasionalmente por un camión desvelado.

10. En esta variante de la historia que se ha repetido hasta el mareo, el hombre fuerte y dominante es un escritor. Ha escrito una novela acerca de un desconcertado adolescente, y a todo mundo ha encantado con su narración. En esta variante de la historia, la joven es una universitaria cegada por el brillo del gran escritor. Hay otra variante en la que la joven es una talentosa escultora. En esta variante de la historia, el escritor dispone de la joven a voluntad. Para empezar, en la satisfacción del impulso primario. Pero pronto extiende el abuso y dispone del tiempo, del trabajo y de la psique de la joven. Sin entregar a cambio nada. Ni siquiera el sueldo debido al esfuerzo, menos el reconocimiento. Pero llegan voces de otros tiempos a cantar justicia. Hay una variante de una joven pintora que se curtió en dolor, pero prevaleció sobre el abusador.



Al VALLE DE LAS CALACAS Bienvenido al Paraíso Paco Olvera

Hoy no pude más. Me rebasó, me venció, tengo que hablar de esto antes de seguir el día, o de hacer cualquier otra cosa. Se trata de la banda sonora de mi vida, la que escucho y la nostalgia me avasalla, me llena, me inunda los ojos de lágrimas y al mismo tiempo me hace sonreír y recordar. Si no de toda mi existencia, si de una parte sustancial de mis recuerdos. Se ha vuelto integral a ellos, y no puedo evitar sentir una emoción enorme que me cierra la garganta y me hace latir el corazón con fuerza, como diría mi querido y fallecido amigo Daniel Ravinovich de “Les Luthiers”, “me copa”.

La ventana abierta, la cortina moviéndose con la brisa y el frutero en la mesa, en una sencillísima y maravillosa escena, que se llena con el sonido de una hermosa melodía ejecutada primero por un piano, y una voz de mujer que dice “Di Vita Salvatore, si, lo sono la madre”. Así comienza “Cinema Paradiso”, con el magnífico guion de Guiseppe Tornatore, pero cuando la habitación se llena de la maravillosa música compuesta de Ennio Morricone, se vuelve mágica, perdurable, íntima, como

si fuera mi propia vida. Cada una de las partes culminantes de la película va acompañada de la maravillosa música de Morricone, haciendo que se sienta como si fuera indivisible. No puedo evitar pensar en mi mamá, cuando nos llamaba al teléfono fijo del departamento y no nos encontraba, tal vez la luz entraba a la casa por las ventanas de la sala, mientras ella hacía un garabato en su libreta de direcciones, calmando así su ansia de no saber dónde estábamos. No era una agenda o un libro especial para ese propósito, era un cuaderno de taquimecanografía donde estaban todos los teléfonos que le resultaban importantes: los de nuestros familiares, el de la zapatería, así como todos aquellos donde trataba de hallar a mi papá, incluido el cine “Del Villar”, el cine “Olimpia”, el bar del “Club de Leones”, el billar “Olímpico” y la cantina “La Puerta del Sol” y otros sitios icónicos del Tulancingo de aquellos años. Uno de los primeros escritos que compartí en forma pública, fue en la “Revista Letrónica de Ventoquipa”, y se llamó “Hollywood está en Tulancingo” (ver RLV número 4), y en él, hablo de como mi vida estaba marcada por el cine, además de mencionar específicamente a “Cinema Paradiso”. También es de destacar que, en el primer número de la RLV dedicado al cine, que fue el número 7, en la portada está Alfredo enseñando a Totó, cómo funciona el proyector. Fue una película que compré en todos los formatos que pude: videocasete VHS, Laser Disk, DVD y ahora en Blu-ray. También fue una de las primeras pistas musicales que compré en un disco compacto (que ahora escucho mientras escribo). Recuerdo con mucha emoción la primera vez que la vi. Estaba por casarme con Conchita, y le dejé en una despedida de soltera que le había organizado mi futura suegra, en su departamento que está en la calzada


México- Coyoacán, donde también se ubica la Cineteca Nacional. Buscaba pasar el tiempo mientras esperaba a que terminara la fiesta, así que, busqué alguna película que ver y estaba en cartelera la muestra cinematográfica de ese año, anunciada como la ganadora del Oscar a la mejor película extranjera (ahora etiquetada como de no habla inglesa). Entré tarde, no sabía cuánto había transcurrido desde el inicio. Se veía a un hombre canoso acostándose, con una mirada que indicaba que estaba evocando algo. Al cambio de escena, apareció lo que recordaba o soñaba: un haz de luz del proyector de cine salir por un mascarón con aspecto de un león rugiendo. Me transportó a los domingos de matiné, a las visitas a la “semana de las grandes de Hollywood”, donde veíamos por enésima vez “El Gran Escape”, “Los Siete Magníficos” o “El día del Chacal”. Casi cada escena me traía una evocación a mi infancia y juventud tulancinguense: “Pepe el loco” caminando todo mugroso y riéndose de todo en la calle, cuando tiramos a Fernando “la Amenaza” a la fuente frente al cine “Del Villar” por delatarnos con don Cecilio el boletero, quién acto seguido, nos echó a todos por andar corriendo durante la función. Las filas de los grandes estrenos y después la entrada a ver las películas de “adultos”, donde corrías el riesgo de encontrar a algún tío o a tu papá. Las primeras chicas que te gustaban, cuando aceptaban ir al cine, y al menos en mi caso, de cómo es que no me atrevía a tomarlas de la mano o darles un beso (eso pasó después). La imagen cuando Totó se queda prendado de Elena, que nos hace recordar a alguien a quién tal vez ni siquiera nos pudimos acercar, porque su gran belleza nos hacía tartamudear, o nos producía un gran temor a ser rechazados, o simplemente, nos hacía sentir que no podíamos tener tanta fortuna.

La totalidad que eran las películas en el pueblo: tema de plática, fuente de aprendizaje, motivo de encuentro, referencia temporal, todo, lo eran todo. Los violines que me producen nostalgia y mis propias evocaciones, la delicadeza de cambio en los motivos que dejan claro el amor a la mujer, le destrucción del fuego, el amor al cine, y mucha, muchísima nostalgia. La música me hace pensar y soñar, por ejemplo, en la parte llamada “Proyección para dos”, cuando el Totó adulto, ya director de cine, comienza a ver la película enlatada que Alfredo le deja por herencia, que no es otra cosa que los recortes de película donde se veían todos los besos censurados por el padre Adelfio. Constituye el cumplimiento de la promesa de Alfredo de guardarle todos los trozos de película, además de la travesura al compartir la diversión de ver al padrecito sonar la campana para hacer la censura de lo que denomina “cine pornográfico”, de lo cual sólo ellos dos eran testigos. Además, es una maravillosa plastificación de como el cine, es un guardián estupendo de la nostalgia y de los regalos que te da, haciéndote vivir de nueva cuenta momentos maravillosos. Y qué decir del padre Adelfio, aún que un poco caricaturizado, es un compendio de características de varios padrecitos de mi pueblo: era muy buena gente como el padre Vicentito, regañón como el padre Sagaón, bueno para los negocios como el padre Josué. El padre Adelfio además me hace generar una cadena de recuerdos y relaciones que para mí, pasó por mucho tiempo inadvertida, hasta que mi profesor de crítica cinematográfica, el maestro Ayala Blanco, nos puso a analizar algunas escenas de la primera película de Fellini, “Il Viteloni”, que es traducida como “Los Inútiles”, que según nos explicó el maestro, no fue proyectada en México en su tiempo, pues mostraba una relación veladamente homosexual con uno de sus protagonistas. Yo la pude ver hasta que la encontré en uno de los saldos de un Sanborns, en los DVD de 50 pesos. En esta película se relata la vida de unos de esos “mantenidos” que nunca trabajaron y nunca dejaron el hogar de sus papás, que no conforme con eso, además se metían siempre en líos de dinero, en negocios fallidos, embarazaban a la chamaca y “no tenían ni en que caerse muertos” (como decía la abuela). Además de ser el vivo retrato de varios personajes de Tulancingo, que se iban replicando de


generación en generación, resulta que al ver la película completa me di cuenta de que, Alberto Trieste, que es uno de “Los Inútiles”, ¡es quién personifica también al padre Adelfio”! Y dentro de la trama, cuando se ven varias películas, acompañadas por una melodía llamada “Del Sex Appeal americano al primer Fellini”, ¡se puede ver justamente una de las escenas de “Il Viteloni” en la pantalla del Paradiso! Diré, para rematar el recuerdo, que, por supuesto estoy de acuerdo con la descripción de Joan Manuel Serrat, en “La Aristocracia del Barrio”, son “lo mejor de cada casa, tomando el sol en la plaza”.

Cuando se interpreta el tema llamado “Madurez”, puedo evocar cuando Totó entra a la habitación donde su mamá tiene guardados sus recuerdos de juventud, y que en mis recuerdos personales, es el cuarto de la TV, que también fue mi habitación por un tiempo, lleno de retratos de la familia, que parecía intocable por el tiempo, hasta que el abandono de la casa, luego que mi mamá se fue a la casa de descanso para no regresar, se deterioró y destruyó como si la construcción misma hubiese muerto con ella. Pero la unión más fuerte por mucho tiempo estuvo en mi subconsciente y no la había querido o no había podido determinarla. Alfredo y Totó, somos mi papá y yo. Mi papá me dio mi primera y muy práctica lección de cine, el día que le pregunté, “papá, ¿y cómo sabes si una película es buena?”, a lo que él me respondió con mucha naturalidad: “pues vas, y la ves”. Él me presentó los primeros musicales de Gene Kelly, o las películas de acción de guerra, o siempre que se refería a Louis Armstrong decía “el mejor embajador de Estados

Unidos”, o a Cecil B. De Mille le decía el “creador de sueños”. El parecido físico de Alfredo a mi padre es en su edad madura, cuando encaneció y comenzó a caminar con más parsimonia, pues en su juventud utilizaba el bigote al estilo de Clark Gable, ¡como el papá de Totó! También utilizaba pañoletas anudadas en el cuello, que nos enseñó se llamaban “gazné”, como Marcello Matroianni y otros grandes de la pantalla de aquel entonces. Al igual que en la trama del “Cinema Paradiso”, mi papá fue siempre mi fuente de sabiduría, me explicaba cosas, y muchos aprendizajes venían del cine. Por ejemplo, decía que nuestro abrigo de cuando éramos niños, era al estilo “Ladrones de Bicicletas”, y se refería a mi hermano Víctor como Vittorio de Sica. o a mi tío Luis a veces le decía Luchino Visconti, cuya película “La tierra tiembla” también es exhibida en el Paradiso. Mi papá no perdió la vista como Alfredo, pero los pólipos en la garganta deterioraron su modulada voz hasta hacerla una carraspera gutural, lo cual le quitó una cierta parte de su persona. Como Alfredo, siempre veía cosas que nosotros no, aún a través de sus lentes obscuros a la usanza de aquella época (y que conserva mi hija Anita). Nunca intentamos hacer películas como Totó, o como Spielberg, pues entre otras cosas la cámara Súper 8 de mi papá, siempre tuvo roto el resorte que activaba el mecanismo de la cuerda (está nueva, aún la conservo), pero con la grabadora que la tía Estrella le trajo de Japón a Nacho, hicimos nuestros cuentos como guiones para radio novelas, incluyendo los efectos sonoros: de pasos caminando, latigazos con un mecate agitado en el aire, y el reloj de pared, cuyo sonido lográbamos al tañer con una barra metálica el trofeo de campeón de “Tiro al pichón” de mi papá. Mi acercamiento a un proyector de películas fue gracias a que don Samuel, el papá de nuestro gran Amigo Arturo “EL Campeón”, era el que pasaba las películas en la primaria, en el salón de actos (ver “Homenaje a los niños héroes”, también en la RLV número 4), además que alguna vez nos asomamos al cuarto de proyección del Cine del Villar, porque el mayor de los hermanos hijos del dueño, era compañero de mi hermano Nacho y un día fuimos invitados a el palco privado con vidrios polarizados a través de donde ellos podían ver las películas. Lo que


puedo decir de esa experiencia, además de la emoción de ver el proyector funcionando, es que yo preferí siempre estar dentro del cine, por más cómodo, privado o elegante que fuera el palco (lo cierto es que, tampoco recibimos otra invitación).

Por muchos años regresé muy seguido a mi pueblo, primero a ver a mis padres, y cuando papá falleció, a ver a mi mamá. Pero ahora que ella se ha ido, sólo he regresado al funeral de mi primo Fito. Me falta la fuerza para ir a verlo todo. La escena cuando la madre le dice a Totó “descansa, fue un largo viaje”, y él le replica, “no te preocupes, es menos de 1 hora de avión”, el reclamo de la señora es lapidario: “no debías decirme eso después de 30 años”. Este diálogo hace eco, en la contabilidad que mi mamá hacía cada vez que la visitaba, algo así como: “pues ya eran 47 días sin que vinieras”, “una llamadita cada semana no te quita mucho tiempo, ¿o si?”. Esos reclamos y consejos ásperos, me recuerdan que, al igual que Alfredo le dijo a Totó, “no vuelvas a esta tierra maldita”, a mi algo parecido me dijo la maestra Mazzoti (por cierto, de origen italiano), “si quiere hacer algo de su vida Olvera, váyase de aquí, aquí nunca va a hacer nada interesante”. Extraño lo que fue, no lo que es. A ese lugar que quiero y añoro, sólo puedo llegar cuando veo y escucho “Cinema Paradiso”, o cuando veo las escasas fotos de nuestro álbum familiar. Creo que, para mí, el impacto de la muerte de Ennio Morricone aumentó por efectos indirectos de la cuarentena. En estos días de mayor encierro, tenía ganas de ver una película, y aunque la oferta teórica de la televisión satelital y el streaming de Nexflix o Amazon son enormes y debía estar inundado con opciones, esto no me resultó de esa manera. Luego de cambiar canales

y ver la programación, miré al mueble donde están nuestros ya casi anacrónicos discos DVD, e instintivamente tomé Cinema Paradiso. La volví a ver, la lloré y la disfruté, incluida la música. Recordé ese día que un antiguo compañero de trabajo me platicó que, su mamá que es una gran aficionada al cine fue a Sicilia y visitó Corleone, tierra natal de Vito Corleone, “El Padrino”, y que además había visitado el pueblo donde transcurre la trama de esta adorada película. Me nació la idea de entender cómo se compararía Giancaldo con Tulancingo, así que comencé a buscar en Internet. Encontré un artículo serio y bien documentado que se llama “La Sicilia de Cinema Paradiso”, dónde Endil Larsson explica algo que para mí era inesperado: Giancaldo no existe, fue creado por Giuseppe Tornatore con base a los recuerdos de Bagheria, su pueblo natal en Sicilia, pero en realidad está “construido” con diversas locaciones de varios pueblos y villas sicilianas, como Palazzo Adriano para muchos exteriores, incluida la casa donde Alfredo proyecta la película en su fachada antes del incendio. También en ese artículo aprendí que el director Giuseppe, era apodado cariñosamente como “Pipo”, lo que vendría a ser un “Pepe” en México, y que revela con claridad la vocación autobiográfica de la película, a través de Salvatore, “Totó” Di Vita. Más aún, entre las notas que Google me recomienda cada mañana, vi una que anunciaba que, para celebrar que los cines en Italia reabrirían sus puertas luego de la pandemia, se reestrenaría “Cinema Paradiso” a 30 años de su lanzamiento. Me pareció romántico y apropiado. Sólo por eso, invité a Conchita y a Anita y la vi por segunda vez en menos de dos semanas. Y unos cuantos días después, llega esta triste noticia. No puedo evitar pensar que el Tulancingo de mis recuerdos, es sólo eso, recuerdos, igual que Giancaldo debe ser reconstruido con fotos y locaciones, con imágenes vagas que cambian un poco cada día, pero con emociones claras e inmutables, tal y como se sintieron en mi pecho desde la primera vez.


arrancará con las notas de piano que le he sustraído para ser mi propia banda sonora. Bienvenido al Paraíso señor Morricone, y gracias por este maravilloso puente para llegar al pasado.

Paco. Julio, 2020

Me imagino, una versión esplendorosa y difuminada del Cine Del Villar, con su fuente de sodas donde servían nieves y helados con galletas y una cereza encima, antes de ser transformada en una sucursal del Banco Serfín (que irónicamente tampoco existe ya). Estará limpio y radiante, don Cecilio el boletero pidiendo las entradas recién compradas en la taquilla. En sus butacas estarán sentados mezclados Clark Gable, María Félix, Dolores del Río, Tony Curtis, Elizabeth Taylor, Anthony Queen, mi papá Nacho, mi suegro don Luis (también gran amante del cine, que llevó a Conchita a ver una versión censurada de la “Novicia Rebelde” en Alemania), mi mamá Gloria, mi suegra Angelina, mi abuelita Vicky, Pedro Infante, Jorge Negrete, mi tío Elpidio, Steve McQueen, mi tío Luis, Fernando Soto “Mantequilla”, mi tía Estrella, todos en gran jolgorio esperando a que les cuente la película de mi vida, y al frente, aparecerá el señor Morricone, para iniciar a dirigir una orquesta, que

PD No sé si lo cursi me está llegando con 56 años de vida, o 100 días de encierro por la cuarentena, pero lo que me queda claro es que es algo que me urge compartir con mis amigos Un abrazo a todos.



La Sociedad de los poetas nonatos Resonancias Alex Hernández

En la escala mayor las fuerzas gravitacionales, en la menor las electromagnéticas. Es posible describirlas. Es posible irremediable sentirlas. ¿Es posible entenderlas? ¿Conocer su razón? ¿Es siquiera sensata la pregunta? Si acaso, conocer su origen: parece que seguimos un espectro.

Lo único cierto es que cantamos sonido sintaxis sentido del cosmos.

Me pediste amplitud abrimos los brazos y todo lo abarcamos. para escuchar el canto de un cúmulo estelar se abre tu voluta y entro

me recibes en tu espiral.


Me pediste profundidad Y me arrojé en picada un avispón suicida para llegar al núcleo: tu centro. . Tu centro es abstracto, tú eres real. Así, voy más profundo vibrante intenso en éxtasis sonoro un frenesí de movimiento.

Regreso a nuestra escala a este lenguaje en donde a veces nos entendemos mas sobre todo nos cantamos.



WRITER HERO Versión del director Etgar Keret, trad. de Pedro Flores

Julio 9, 2020 Para Jess Maček Smolansky fue un cineasta, empresario y filósofo. Pero, sobre todo, fue un perfeccionista. Por ello nadie quedó particularmente sorprendido cuando anunció que su nueva película, “Vida”, se filmaría con tres cámaras y correspondería, minuto a minuto, a la duración de una vida humana. El rodaje comenzó con el nacimiento de Mateusz Krotoczowski, el introvertido personaje de la película, y duró setentaitrés años. En el set de la escena final, en la que Mateusz se cuelga en su sótano después de haber sido diagnosticado con un cáncer de próstata en su etapa terminal, el equipo completo lloraba. Ni siquiera el desesperado llamado de silencio del técnico de sonido pudo detener las lágrimas. La postproducción tomó ciento catorce años. Maček murió de viejo unos cuantos meses después de iniciada. La edición de sonido tomó otros noventaiséis años, y, aun así, cuando se estrenó la película hubo varias quejas en las redes sociales diciendo que se había hecho de manera apresurada y descuidada. Todos los más destacados críticos de cine fueron invitados a la premier y los pocos boletos que se ofrecieron al público fueron vendidos en el mercado negro a precios exorbitantes. La película,

tal como se había prometido, tenía una duración de setentaitrés años. Cuando aparecieron los créditos finales y se encendieron las luces de sala, los acomodadores descubrieron que, con la excepción de un espectador, toda la audiencia había muerto. La mayoría despedía un fuerte tufo. En medio de los cadáveres descompuestos se encontraba el espectador sobreviviente, desnudo y calvo, sollozante como un bebé. Cuando por fin sus lágrimas dejaron de caer, se secó los ojos, se puso de pie y caminó tranquilamente por el pasillo. Este viejo era el hijo de una famosa crítica de cine, quien no sabía que estaba embarazada cuando se sentó a mirar la película. El hombre había nacido a los ocho meses de iniciada la proyección y creció en la sala oscura, hipnotizado por la pantalla. Cuando abrió las puertas y salió a la calle, estaba cegado por el sol. Docenas de reporteros que esperaban fuera del teatro le lanzaron sus micrófonos y le preguntaron su opinión sobre la película. “¿Película?”, tartamudeó, mientras parpadeaba por la luz del sol. Durante toda la función había pensado que eso era la vida.

Los libros de Etgar Keret incluyen "Fly Already" y "The Seven Good Years".


Grisura Sheila Heti, trad. de Pedro Flores

Julio 16, 2020

El mundo entero podía seguir siendo gris, como lo era en el pasado, en esas películas antiguas. Pero un día aparecieron los colores, en algún momento entre entonces y ahora. Creo que debieron ser las guerras. Después de las guerras la gente decía: Necesitamos una razón para estar menos molestos. Y alguien sugirió ¿colores? El mundo estuvo de acuerdo en que los colores eran necesarios para sacar a todos de la desesperación de la muerte y de todos esos huesos apilados. Y aparecieron los colores. Sencillamente llegaban en camiones y todos tomaban hasta llenarse. Era labor de cada persona en el planeta poner los colores donde debían estar. Algunas cosas se decidían de antemano, como hacer que la hierba fuera verde y te podían multar si hacías que la tuya fuera roja o azul. Pero en otras cosas se podía decidir, como el color de tu camisa. Había un pequeño comité de personas que tomaban las grandes decisiones; eran necesarias, como también lo era cada humilde individuo, haciendo su tarea. El mundo respiró aliviado: ¡todo era mucho más bello ahora! Y por varios días no hubo guerras, sólo gente disfrutando de los colores, pero los humanos se adaptan rápido a lo que es hermoso y agradable, y las guerras comenzaron de nuevo. Entonces el comité se disolvió. Hace mucho tiempo yo era parte de este comité—no el original, sino uno conmemorativo, formado por las hijas del comité. Nos reuníamos para tomar nota de lo que realmente ocurría en esas conversaciones, de modo que lo pudiéramos contarlo al mundo. Le preguntábamos a nuestros padres: ¿Cómo es pertenecer al comité? ¿Cómo transcurren las reuniones? Pero algunos habían perdido la memoria, y otros estaban enojados con los demás miembros del comité y no nos dirían por qué. Logramos reunir muy

poca información para compartir con el mundo, para la posteridad. Entonces también nosotros nos disolvimos. Nos dijimos: Simplemente gocemos los colores. ¿A quién le importa cómo llegaron aquí? Y eso hicimos. Nos convertimos en uno más como toda la gente, no en archivistas del pasado, sino en tipos comunes caminando entre los colores del presente, como si no supiéramos nada más. Entonces un día Amanda pensó que sólo deberíamos contarle a todo el mundo quiénes habían participado en dispersar los colores sobre la tierra, personas comunes, quienes en verdad lo hicieron. El resto de las hijas estaba cansado, pero yo quería hacerlo con ella porque me agradaba y porque sonaba divertido. Le pregunté si consideraba que podía llevar mi cámara de cine y respondió que sí, hasta podíamos hacer un documental. Fuimos a un pequeño poblado y sin más nos instalamos en la plaza y entrevistamos a la gente que pasaba en su domingo de compras y les preguntábamos cómo vivieron cuando empezó a haber colores y si habían participado en colorearlo todo. Sólo le preguntábamos a las personas mayores. La mayoría de ellos no quería hablar con nosotros, pero una mujer de edad accedió. Nos invitó a tomar té en su casa. Su apartamento estaba lleno de colores, igual que el resto del mundo, excepto por un rincón, que permanecía gris. Era su propio rincón secreto que no había sido coloreado—¡tal vez era el único lugar del mundo así! El mundo se habría convulsionado de saber que un rincón no había sido pintado; pero ella nos contó que en cincuenta, sesenta, setenta años, no había permitido que nadie entrara. Prefirió renunciar a tener esposo y amigos, de manera que así podría conservar un rincón del mundo sin colorear. Era claro que para ella era un descanso tenerlo así, tan descansado como tener de amigo un pequeño ratoncito gris. Oh, nos dijo, hablando a la cámara,


evitando el contacto visual con ella, jugando con sus dedos la taza de té en su platito de porcelana, era algo de lo que todos podrían hablar—¿de qué color vas a pintar esto? ¿De qué color vas a pintar aquello? ¿No es lindo, así como está? ¿Cómo podríamos vivir con esa grisura? ¿Por qué le tomó tanto tiempo al mundo? ¿No es bonito cómo cooperamos todos? Hacía pequeñas expresiones de amargura mientras arremedaba a esa gente desde hacía tanto tiempo, mucha de ella ya había muerto, nos dijo. También había caído en la locura por periodos, de colorear todo lo que tuviera a la vista, aun las cosas que no estaban dentro de su jurisdicción, como la cerca del vecino. Pero un día regresó a su apartamento, donde aún no había coloreado el rincón. Había estado coloreando otras cosas, sencillamente lo había dejado de lado. Pensó, estoy cansada, lo haré mañana. Esto nos lo contó con ojos bajos. ¿Y qué había pasado? Pues bien, que mañana se convirtió en mañana, como nos ocurre a muchos de nosotros. Seguía apareciendo en su lista de pendientes, como aquellas tareas que están allí por tantos meses que terminas por no verlas más. Y los meses se volvieron años, y de algún modo nunca lo completó. ¿Cuál es el problema con aquellas cosas que nunca sacamos de la lista? ¿Es que en verdad no queremos hacerlas? ¿O que no necesitamos realizarlas? Las ponemos allí porque pensamos que debíamos hacerlo. ¿Por qué no sencillamente las hemos borrado de la lista? Hasta que finalmente decidió quitar la tarea de sus pendientes, en una época en la que al mundo ni siquiera le quedaba ya suficiente color para que ella pudiera pintar su rincón. Se quedó en ese apartamento—varios amigos le aconsejaron mudarse, puesto que el edificio empezó a ser habitado por inmigrantes y consideraban que debía cambiarse de lugar. Pero, aunque ella no era una defensora de los inmigrantes, tampoco le incomodaban demasiado, eran vecinos agradables, y su rincón soso la tranquilizaba de manera divertida. Ella lo miraba todos los días mientras tomaba su té. No, no tenía a nadie, y sí, sus adorables vecinos inmigrantes pensaban que era una snob, pero qué se suponía que debería hacer si alguno de ellos lo

descubriera, y se lo contara a alguien. Ella no podía correr el riesgo. Y por eso no lo hizo. Finalmente se puso de pie para despedirnos, muy tristemente. Nos pidió que por favor no transmitiéramos nuestro documental o escribiéramos sobre él hasta que ella muriera. Quería vivir con su rinconcito así hasta que muriese, y no fuera que la llevasen a la cárcel o que alguien de algún comité viniese a colorearlo, así que estuvimos de acuerdo porque sentíamos pena por ella y además nos agradaba. Pues bien, finalmente murió el año pasado, y a la semana siguiente nuestro documental fue transmitido, aunque nos dio tristeza. Sobre todo, desearíamos no haber estado esperando este aniversario, a un año de su muerte, con la ansiedad que todo el mundo siente de mostrar su obra. Estamos orgullosos del pequeño documental que hicimos, y que hayamos encontrado esta historia, pero no de que ella tuviese que morir para que lo pudiéramos mostrar al mundo. Hubiese sido mejor que ella viviera, y que viviera con su rincón, a que nosotros mostrásemos nuestra película. ¿Por qué siempre hay tanta tristeza cuando ocurre algo bueno, un balance entre lo bueno y lo malo? ¿No pudo habernos dicho: muestren su documental al mundo y siéntanse seguros que nadie se preocupará por un pequeño rincón que no ha sido coloreado? No, pero tal vez ella sabía algo que nosotros no, acerca de los colores, los grises y los rincones, y lo que se nos permite conservar en nuestra privacidad, en nuestro pequeño apartamentito, y lo que no.

Sheila Heti es la autora de, más recientemente, "Motherhood". Ella vive en Toronto.


Buenos muchachos Honor Levy, trad. de Pedro Flores

Julio 23, 2020

Estamos en la azotea con los muchachos. Ellos les dicen a las chicas perras, así como “Ella es una perra, una completa perra”. No quieren decir putas. Sólo se refieren a ellas como perras. Si quisieran decir que una muchacha es una puta lo dirían, “Ella es una puta, una completa puta”. Cuando los muchachos dicen algo lo dicen en serio. Por eso nos caen bien. No somos perras. Y por eso les caemos bien. Por eso estamos en la azotea. La casa tiene tres pisos. Los techos son altos. Sé que si uno de los muchachos cayera de la azotea seguro moriría. Sé que ninguno de los muchachos caerá---no esta noche al menos. Esta noche no se están burlando o bebiendo tequila o molestándome. Dejaron las raquetas de tenis en el segundo piso y quieren contarnos de su viaje a Grecia. En Grecia los cigarros son baratos. Llenaron una maleta completa de cajetillas amarillas de George Karelias and Sons. Dicen que podemos fumar cuantos queramos. Se sienten orgullosos. Los cigarros son tan baratos. Los muchachos están muy orgullosos. Todos nos reímos. Zoe ríe como Tinkerbell, el aire silba entre sus dientes separados. Definitivamente no es una perra. Sé que estamos bien pachecos. Sé que nuestras vidas se arruinarían si uno de los muchachos cayese, pero en el borde de la azotea crecen arbustos altos y no puedo ver los adoquines. Si pudiera ver la pequeña calle adoquinada el carrito Smart de los muchachos sería más fácil imaginar su caída. Sería más fácil recordar que estoy en París. Sería más fácil reír como Zoe, como Tinkerbell, como una chica de verdad, una chica que no es una perra. No alcanzo a ver el Panthéon o el observatorio o el

parque. Sólo puedo ver a los muchachos y sus vientres bronceados y los rasguños que se hicieron al caerse de la motoneta. Podríamos estar en cualquier parte. Podríamos estar de regreso en Nueva York o cerca de mi casa en Los Ángeles o en algún Airbnb en Berlín. Me gustaría ir a Berlín, a bailar con los muchachos en Berghain, a comer Knafeh con Zoe, a ver el Reichstag o lo que sea, pero los muchachos no quieren ir. Atenas es el nuevo Berlín. En Atenas los cigarros son baratos. Yo creía que Cracovia era el nuevo Berlín. Los muchachos ríen y sacuden sus cabezas. Puedo oler su pelo de cachorros mojados. El sol se está poniendo y el cielo se vuelve de un rosa intenso. Rosa como la cama con pabellón que nunca tuve, como Kirby, como peonías, como las mejillas de una chica a la que los muchachos acaban de decirle perra. Estoy parada en la orilla de la azotea sosteniendo mi teléfono encima de las plantas, tratando de tomar una foto, tratando de que no se me caiga. Los muchachos me dicen que si quero algo para subir a Instagram me pueden mandar un mensaje con una puesta de sol griega. No voy a publicar nada. Es sólo para enviársela a mi abuela. Ellos quieren que le muestre una puesta de sol griega. Todas sus abuelas han muerto. En Grecia el cielo se pone aún más rosado, mucho más rosado. Los griegos tienen cuatro palabras para nombrar las puestas de sol. Una para cada uno de los muchachos. Mañana se irán a trabajar en sus esculturas de alambre de púas en algún estudio en Normandía. Esta noche estamos en París, pero ellos sólo quieren hablar de Grecia. Desearían haberse quedado, lejos de París, de Normandía, de Bennington y Bard, de la azotea, de todo esto. Sus madres tienen cáncer de ovario. Sus novias están embarazadas otra vez. Seguramente faltarán a clase el próximo semestre. En Grecia nada de eso importa. Allí navegan en botes y hacen modelos de mujeres desnudas en mármol y todos duermen en una cama King size. En Grecia


pueden tocar esculturas de dioses. En Grecia ponen en práctica su educación de historia del arte. En Grecia eran felices. Queremos que están felices. Les dejamos que nos platiquen de las aceitunas y los gatos callejeros y de los monjes y la noche en la que chocaron con la motoneta y los molinos de viento y el delfín muerto y la economía. Quisiera preguntarles cuántos perros habían visto pero igual no me interesa. Las perras son chicas que se preocupan. Las chicas que hacen demasiadas preguntas son perras. Las perras comentan qué tan altos son los techos. Las perras quieren saber a quién le pertenece realmente esta azotea. Las perras preguntan en qué trabaja tu papá. Las perras suben puestas de sol a Instagram. Las perras vomitan cuando beben tequila. Las perras piden jugar partidos de tenis en la azotea. Las perras preguntan dónde está la Torre Eiffel. Las perras usan demasiado perfume. Las perras apestan. Las perras se enojan

cuando los muchachos me besan a mí o a Zoe. Las perras no saben cómo mantenerse casual. Las perras se quejan. Las perras no quieren que los muchachos sean felices. Las perras quieren que las abracen después de coger, que las acaricien, que las quieran. Las perras arman un lío cuando las embarazas. Las perras no saben cómo querer cuando están con su chico en Grecia. Las perras son muy ruidosas. Las perras se emocionan demasiado rápido. Las perras te necesitan. Las perras simplemente no lo entienden. Las perras no pueden pasar el rato en la azotea. Es demasiado alto, son demasiado salvajes, podrían caerse y entonces tendríamos que atraparlas o algo así. Julio 16, 2020


Asilo/Luna de miel Joyce Carol Oates, trad. de Pedro Flores

Julio 30, 2020

“Asilo”. Una vez que la palabra se pronuncia en voz alta hay un cambio sísmico. Lo sentirás. Como un hilo (muy corto) a través del ojo de una aguja, rápidamente entra y rápidamente sale. El aire mismo se vuelve delgado, acerado. En la periferia de tu visión, un oscurecimiento inmediato. La penumbra comienza a encogerse. En el tiempo, se convierte en un túnel. Siempre angostándose. Hasta que la luz remanente es lo bastante pequeña para caber en dos manos. Y después se extinguirá. Porque cuando se pronuncia “asilo”, al fin se reconoce el hecho: No hay esperanza. Sin esperanza. Estas palabras son obscenas, impronunciables. Estar sin esperanza es estar sin futuro. Aún peor, al reconocer que estás sin futuro, te has “rendido”. Y así, cuando la palabra “asilo” la pronuncia por primera vez—con cuidado con cautela, una doctora de cuidados paliativos—ninguno de los dos la escucha. O, si la oyes, no registras que las has escuchado.

Porque si ninguno de los dos la oye, tal vez no será (nunca) pronunciada. Pero de alguna manera ocurre: “asilo” se dice cada vez con más frecuencia a medida que pasan los días. Y de algún modo ocurre que tu marido, sorprendido él mismo, empieza a hablar de sus “últimos días”. Como “creo que estos pueden ser mis últimos días”. Como con timidez. Al teléfono muy temprano una mañana, cuando él llama, como ha estado llamando, inmediatamente después que el oncólogo que hace sus rondas en el hospital lo ha examinado. Al teléfono. Sin que pueda ver tu rostro. Y tú el suyo. Una nueva timidez como la primera, la timidez inicial. Encontrando una manera de decir te amo. Para algunos, una declaración imposible—te amo. Pero tu esposo logra manejarlo lo mismo que tú, de alguna manera: te amo. Y ahora, años después, se convierte en: “creo que estos pueden ser mis últimos días”. Estas palabras las escuchas por teléfono de manera clara, irrevocable, pero (dirías que) no las has escuchado. ¡No!

Un zumbido leve en los oídos, un timbre, como una alarma distante, una alarma en una habitación cerrada. Eso es todo.

Pero sí, sí las has oído. Debes haberlas oído. Porque las paredes de la habitación se tambalean vertiginosamente a tu alrededor, la sangre huye de tu cabeza dejándote lívida, cayendo de rodillas como una niña aterrorizada, tartamudeando, “¿qué?, ¿qué estás diciendo? Eso es ridículo. No digas esas cosas. Qué diablos quieres decir con ‘días finales’”

Porque si no la oyes, tal vez no ha sido pronunciada (aun).

Tu voz se eleva salvajemente. Quieres lanzar el celular lejos de ti.


Porque no puedes soportarlo. No lo crees. No adviertes, en este momento, el vasto Sahara que se avecina con todas las cosas que no puedes soportar, y que sin embargo soportarás.

Las flotillas de nubes esculpidas.

Porque siempre, a cada paso del camino, resistes.

Mi esposo puede recostarse en un sofá, mirando la línea de árboles y hacia el cielo. Cómodamente en el sofá con almohadas a su espalda y los pies elevados, con calcetines tibios.

Es una cuesta empinada. Es natural resistir. O, si aceptas el ascenso pronunciado, te consuelas pensando que será temporal. Que la meseta, la llanura a la cual están acostumbrados, los espera a los dos. Que volverán allí. Pronto.

O más probablemente puede acostarse en una cama de hospital (alquilada), orientada de tal manera que con facilidad pueda mirar desde la ventana. Y yo puedo acostarme a su lado, como lo hice en el hospital.

Hasta que un día, una hora—siempre hay un día, una hora—empiezas a hablar del asilo tú misma.

Tomarnos de la mano. Por supuesto, nos tomaremos de la mano. Las suyas aún están calientes—fuertes. Sus dedos, cuando se le estrechan nunca dejan de apretar en respuesta.

Al principio tú también te muestras tímida, vacilante. Tu garganta se siente lacerada como si tuviera limaduras de metal. Gradualmente aprendes a decir en voz alta las sílabas con claridad, con valentía—a-si-lo. Poco después empiezan a decir estas palabras un poco diferentes, de manera deliberada: “nuestro asilo”. Pronto, los dos redactarán sus votos. Díganse ceremoniosamente a sí mismos, como ante Dios, un decreto formal. Es mi esperanza: haré de nuestro asilo una luna de miel. Mi decreto es hacer sentir a mi marido tan confortable como sea humanamente posible. Hacerlo feliz. Hacernos felices a los dos. Satisfacerlo en cualquier cosa que desee que esté dentro del alcance de las posibilidades. Primero: un nuevo escenario para él. NO el Centro para Tratar el Cáncer. Nuestro asilo estará en nuestra casa, que él ama. El atrio se inundó con la luz matutina. El horizonte acortado, porque la casa está rodeada de árboles.

Igual que sus labios, cuando son besados, nunca dejan de devolver el beso. Dormiré al lado de mi esposo tomándolo en mis brazos, no brazos fuertes, por cierto, más bien brazos débiles, que sin embargo pueden comportarse como si fueran fuertes. Esparciré semillas en la terraza de secuoya que está del otro lado de la ventana. No unas semillas ordinarias sino las más caras “semillas para aves silvestres”, que son las que compra mi esposo. Emocionados de ver las aves. Tomándonos el tiempo, sin distracciones, observando de verdad, por una vez… ¡Y mi marido ama la música! Lo cubriré con la más hermosa música durante sus horas de vigilia. Siempre que no le resulte incómodo, me recostaré a su lado en la cama, abrazándolo, escuchando el “Himno a la alegría” de Beethoven o las “Vísperas” de Rachmaninoff. Quedarse dormida con él. Aun durante el día. Incluso con la pálida luz del sol entrando oblicuamente por la ventana hasta nuestras caras. Sobre la almohada mi cabeza, junto a la suya. De los libreros de casa elegiré libros de arte de sus artistas favoritos, libros de sus álbumes de fotos—


Bruce Davidson, Edward Weston, Diane Arbus, Eliot Porter. Pasaré las páginas con lentitud, maravillados juntos. Los álbumes antiguos, fotografías de familia que se remontan a principios del siglo XIX. Su familia, sus bisabuelos que emigraron de Pale. En los cuales solo recientemente ha mostrado un interés. Sus comidas favoritas… Bueno, ¡lo intentaré! Al encontrarse en casa tal vez recobre el apetito. Cuando sea yo quien le prepare sus alimentos, le volverá el apetito, estoy segura. Por supuesto, la familia vendrá de visita. Los hijos adultos, los nietos. Parientes, amigos. Colegas de la universidad. Vecinos. Antiguos amigos de la primaria que no ha visto en cincuenta años. Algunas sorpresas para él—negociaré con la imaginación de un director

de teatro. No un simple asilo sino nuestro asilo. No triste sino alegre, una luna de miel. Seremos felices allí, en nuestro propio hogar. Los dos. Para los dos, los “últimos días” serán una luna de miel. Lo juro. Y de hecho, nada de esto ocurrirá ni remotamente. ¡Cómo te atreviste a imaginar que sería así! Asilo, sí. Luna de miel, no.

Joyce Carol Oates recibió en 2019 el Premio de Literatura de Jerusalén. Su última novela es “Night. Sleep. Death. The Stars.” (“Noche. Dormir. Muerte. Las estrellas").


Cuentos contados a Tevye David Lehman, trad. de Pedro Flores

Agosto 6, 2020

comunista, y no sé hablar hebreo excepto lo que me enseñó mi abuelo: el Modeh Ani . Y aquí es Yom Kippur y debo ayunar. ¿Puedo orar contigo?

In memoriam Rabbi Aharon Eliezer Ceitlin, 1953-2015

Aquí hizo una pausa para beber un sorbo de vino rojo rubí Covenant Neshama Proprietary Red (OU Kosher), mientras que otros bebimos el Barkan Pinot Noir o el Chardonnay de la misma bodega.

1.

UN MILAGRO

Reb Lev contó la historia de Purim , cuando se supone que debes estar tan borracho que no puedes distinguir el héroe del villano en el Libro de Esther.

“¿Quieres saber cómo oró? Oró diciendo el Modeh Ani una vez y luego dos veces y una vez más en un murmullo constante.

“La oración”, dijo, “es la dulzura de la vida, y poder orar, aun cuando te hayan arrestado solo con la ropa que traes a la espalda y te pongan en un calabozo en la antigua Unión Soviética, cerca de Minsk, es un milagro.

“Y allí, entre los delincuentes, los matones y los gánsteres oré y comprendí por primera vez la oración de Musaf. Todos los hombres son verdaderos creyentes, las mujeres también, y son merecedores de las bendiciones del Señor.

“En la cárcel había matones, la peor escoria, judíos entre ellos que habían renunciado al estudio de la Torá y se habían apartado del camino de los justos. En una esquina me paré. Era Yom Kipur, el más sagrado de los días. De memoria recé el Kol Nidre por la noche y Sacharis por la mañana, pero tropecé en la oración de Musaf que dice que todos los hombres son verdaderos creyentes. Miré alrededor y pensé, seguramente estos matones y maleantes no son verdaderos creyentes. Desde allí nos enviaron al campo de concentración de Vorkutlag, a cien millas por encima del Círculo Polar Ártico en el este. Me paré con mi chal de oración, cerré mis ojos y me mecí con suavidad hacia adelante y para atrás, rezando, cuando un hombre extraño, un uzbeko gigante con un gran bigote y rostro arrugado, se me acercó y dijo: ‘Reb Lev, estás orando, ¿no es así?’ ¿Cómo supo que yo estaba orando? Pero lo sabía, y sabía que mi nombre era Lev. ¿Quién era él? “’Reb Leb’, dijo ‘yo también soy judío nombrado por nuestro patriarca Avraham, pero criado en un estado

“Y, por lo tanto, cada mañana, al despertar, pienso en ese bendito patán uzbeko cuando digo el Modeh Ani y doy gracias al Rey vivo y eterno, quien misericordiosamente ha restaurado mi alma dentro de mí”. 2.

LOS TRES RABINOS

Se pidió a los tres rabinos que resumieran el judaísmo en una sola frase o versículo bíblico. El rabino Baruch eligió la primera frase del Génesis: “En el principio Dios creó los cielos y la tierra”. Y la gente pensó: sí, eso debe ser correcto. Dios es el creador de todas las cosas. Reconocer a Hashem es el primer mandamiento. El ilustre Ben Zoma eligió el Sh’ma—“Escucha, oh Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor es Uno—porque eso es lo que los mártires pronunciaron en el último momento. Fue lo que dijo el rabino Akiva cuando fue torturado. Fue lo que dijo Jacob al conocer a su hijo


José después de muchos años. Y la gente pensó, ciertamente, esa es la respuesta correcta. Y consideraron los precedentes que Ben Zoma citó con sabiduría. Luego fue el turno de Vilna Gaon. Dijo que los otros habían hablado bien pero que la verdadera respuesta era esta: el mandamiento de traer al templo dos corderos cada día como ofrenda al Señor, uno por la mañana y otro por la tarde. El efecto de esta declaración fue inmediato. Los otros dos rabinos se pusieron de pie y declararon que Vilna Gaon tenía razón y había ganado la competencia. La decisión unánime fue aplaudida por todos los asistentes. 3.

UN LEVANTAMIENTO EN ODESSA

El rabino Biegeleisen explicó que resumir el judaísmo en una sola frase era una tontería. Era, dijo, “como suponer que podías dominar el Talmud mientras te sostienes sobre un solo pie. Era un acto de descaro, de falta de respeto. “Sin embargo”, dijo el rabino Beigeleisen, “Vilna Gaon tomó en serio a quien le formuló la pregunta. Para tal interrogador, falto de tacto o seriedad, o tal vez demasiado joven para conocer mejor, la afirmación de Dios como creador, el único Señor de Israel, no fuese suficiente. Esa era la parte fácil. El mandato de traer al templo dos corderos cada día como ofrenda al Señor, uno en la mañana y otro en la tarde, señala lo que se requiere. Un sacrificio, diario, dos veces al día”. El rabino Biegeleise era el más venerado de todos los rabinos en Vysotsk. Aunque reacio a interrumpir su rutina diaria, que era tan famosamente rígida como la de Emanuel Kant, se dirigió a Odessa cuando le llegó la noticia del levantamiento contra el nuevo rabino de allí, el rabino Simcha, quien era considerado demasiado estricto al exigir la observancia de todas las festividades principales y los días de ayuno. Cuando el rabino Biegeleisen habló en la sinagoga de Odessa, los asistentes se mostraron escépticos, pero él

se los ganó. Argumentó que las políticas del rabino SImcha eran de hecho estrictas—tal vez demasiado estrictas. Después de todo, dijo a los feligreses, miren todas las demás obligaciones de sus vidas. ¿Cómo se podría esperar que dividan el día en tres partes, para poder hacer las oraciones de la mañana, la tarde y la noche? A los feligreses les gustó lo que escucharon. Luego, les dijo que tenía que terminar su charla por ese día, pero continuaría al día siguiente. Esta vez se ocuparon todos los asientos de la sinagoga. Incluso había una fila para entrar. Y fue ahora que el rabino Biegeleisen dio marcha atrás, repudiando todo lo que había insinuado el día anterior, y dijo que no se debía dudar de nuestros sabios. Y a pesar de que el rabino Simcha tenía el pelo y la barba blancos y que le hacían ver como un hombre de setenta años aun cuando sólo tenía treintainueve, ¡aun así, era un sabio! ¡Un sabio! Había sacrificado dos ovejas al Señor cada día del año. Cuando dijo el Modeh Ani, salvó a los millones por los que habló. Esto sucedió en el mes de Elul , pocas semanas antes de Rosh Hashanah. El rabino Biegeleisen mostró un shofar . ¿Por qué”, tronó, “está torcido el shofar?” Nadie dijo una palabra. “Para enseñarnos humildad”, dijo el rabino Biegeleisen. No había un solo ojo seco cuando terminó. Los feligreses salieron del templo y se dirigieron a la casa donde vivía el rabino Simcha. Desde la ventana él los vio venir y se preguntó si habían venido a lincharlo. “Por favor, perdónanos”, dijo el que se había autoproclamado como vocero del grupo. Y el rabino Simcha los perdonó. Y pasaron meses antes de la siguiente rebelión popular.

David Lehman ha contribuido con poemas a The New Yorker desde 1990. Sus libros más recientes son "Cien autobiografías: una memoria" y "Lista de reproducción: un poema".


El reino que fracasó Haruki Murakami, trad. de Pedro Flores

Agosto 13, 2020

lo mismo”. Pero, en realidad, no he escuchado que él causara un mal a nadie.

Detrás del reino que fracasó corría un pequeño y agradable río. Era una hermosa corriente de agua limpia en la que vivían muchos peces que se alimentaban de las hierbas que allí crecían. Por supuesto a los peces no les importaba si el reino había fracasado o no. Si había sido un reino o una república les tenía sin cuidado. No votaban ni pagaban impuestos. No nos interesa, pensaban.

También tenía una buena educación. Su padre era un doctor que poseía su propia clínica en la isla de Shikoku lo cual hacía que Q siempre contara con dinero. No es que fuera muy notable por eso. Vestía de manera apropiada y también era un atleta destacado, había jugado tenis en torneos interescolares en la universidad. Disfrutaba nadar y frecuentaba la alberca al menos dos veces por semana. En política era un liberal moderado. Sus calificaciones, si bien no sobresalientes, eran al menos buenas. Casi nunca estudiaba para los exámenes, pero nunca reprobó un curso. Más bien, escuchaba con atención las clases.

Me enjuagué los pies en el arroyo. El corto tiempo en el que los tuve dentro del agua helada los puso rojos. Desde el arroyo se podían ver las murallas y la torre del castillo del reino que fracasó. La bandera bicolor aún ondeaba desde la torre, flotando en la brisa. Todo el que pasara por las riberas del río podría ver la bandera y decir, “Mira, es la bandera del reino que fracasó”. Q y yo somos amigos —o debiera decir, fuimos amigos en la universidad. Hará más de diez años que los dos no hacemos nada de lo que hacen los amigos. Es por eso que empleo el tiempo pasado. Sin embargo, éramos amigos. Siempre que trato de describir a Q—describirlo como persona—me siento incapaz. Nunca he sido bueno para explicar lo que sea, pero, aun tomando en cuenta eso, es un reto especial tratar de describir a Q a alguien. Y cuando lo intento, me aplasta un profundo sentimiento de frustración. Déjenme explicarlo tan sencillo como pueda. Q y yo tenemos la misma edad, pero él es quinientas setenta veces más guapo. También tiene una personalidad muy agradable. No es agresivo ni presumido y nunca se enoja si por accidente alguien le causa un problema. “Oh, bueno”, dirá él, “yo he hecho

Era sorprendentemente talentoso en el piano y tenía una buena colección de discos de Bill Evans y de Mozart. Sus escritores favoritos tendían a ser franceses—Balzac y Maupassant. En ocasiones leía alguna novela de Kenzaburo Oe o algún otro. Sus críticas fueron siempre acertadas. Era popular con las mujeres, naturalmente. Pero no era uno de esos “fáciles de atrapar”. Tenía una novia estable, una bella estudiante de segundo año de una de las elegantes universidades para mujeres. Salían todos los domingos. En fin, ese era el Q que conocí en la universidad. En resumen, era un tipo sin defectos. En ese entonces Q vivía en un departamento que estaba al lado del mío. De prestarnos sal o pedirnos aderezo de ensalada llegamos a ser amigos y pronto ya convivíamos todo el tiempo en el lugar de cada uno escuchando discos o bebiendo cerveza. En una ocasión mi novia y yo manejamos hasta la costa de Kamakura con Q y su novia. Nos sentíamos muy a gusto juntos. Después, durante las vacaciones de verano de mi


último año, me mudé y eso fue todo. La siguiente vez que vi a Q había pasado casi una década. Yo leía un libro a la orilla de la alberca de un hotel elegante cerca del distrito de Akasaka. Q estaba sentado en un camastro junto al mío, y a su lado estaba una hermosa mujer de piernas largas en bikini. De inmediato supe que era Q. Era tan bien parecido como siempre y ahora, con un poco más de treinta años, evidenciaba cierta dignidad que no tenía antes. Las jóvenes mujeres que pasaban le dedicaban una mirada breve. Él no se dio cuenta que era yo quien estaba sentado al lado. Soy una persona de aspecto bastante ordinario y llevaba puestos lentes de sol. No sabía si debía hablarle, pero finalmente decidí que no. Él y la mujer estaban muy metidos en su conversación y dudé en interrumpirlos. Además, no había mucho de lo que él y yo pudiéramos platicar. “Yo te prestaba sal, ¿recuerdas?” “Eh, es cierto, y yo te pedí prestada una botella de aderezo para ensalada”. Se nos habrían acabado los temas de plática rápidamente. Así que cerré la boca y me clavé en mi libro. Aun así, no pude evitar escuchar lo que Q y su hermosa compañera se decían. Era un asunto bastante denso. Renuncié a intentar seguir leyendo y me puse a escucharlos. “No puede ser”, decía la mujer. “Tienes que estar bromeando”. “Lo sé, lo sé”, respondió Q. “Comprendo exactamente lo que dices. Pero tienes que verlo desde mi punto de vista también. No lo estoy haciendo porque quiera. Fueron los de arriba. Sólo te estoy comunicando lo que ellos decidieron. Así que no me veas así”. “Sí, cómo no”, dijo ella. Q suspiró. Permítanme resumir su larga conversación— completando mucho con imaginación, por supuesto. Al parecer, Q era ahora el director de una estación de televisión en algún lugar, y la mujer era una cantante o

actriz medio famosa. La estaban despidiendo de un proyecto por algún problema o escándalo en la que se había involucrado, o simplemente tal vez porque su popularidad había caído. El trabajo de decírselo se lo habían dejado a Q, quien era la persona más directamente responsable de las operaciones del día a día. No conozco mucho de la industria del entretenimiento, así que no estoy muy seguro de los detalles, pero creo que no estoy muy alejado del asunto en general. A juzgar por lo que escuché, Q estaba cumpliendo con su encargo con genuina sinceridad. “No podemos sobrevivir sin patrocinadores”, dijo. “No tengo que explicártelo—conoces el negocio”. “¿Entonces me estás diciendo que no tienes ninguna responsabilidad o algo que decir de esto?” “No, no te estoy diciendo eso, sino que lo que yo puedo hacer es muy limitado”. Su conversación tomó otro giro, ahora hacia un callejón sin salida. Quería saber exactamente cuánto la había defendido. Él insistió en que había hecho todo lo que había podido, pero no tenía modo de demostrarlo y ella no le creía. La verdad, yo tampoco le creía. Cuanto más sincero trataba de parecer al explicar las cosas, más densa era la bruma de falsedad que nublaba todo. Pero no era culpa de Q. No era la culpa de nadie. Y por eso no había una salida a esa discusión. Parecía que a la mujer siempre le había gustado Q. Sentí que se habían llevado bien hasta que surgió este problema. Y eso sólo empeoraba el enojo de ella. Pero al final, ella terminó cediendo. “Está bien”, dijo ella. “Lo acepto. Cómprame una Coca Cola, ¿quieres?” Cuando escuchó eso, Q exhaló un suspiro de alivio y se dirigió al puesto de bebidas. La mujer se puso los lentes de sol y fijó la mirada a la distancia. Para ese momento, yo había leído la misma línea de mi libro un par de cientos de veces.


Pronto, Q regresó con dos grandes vasos de cartón. Pasándole uno a la mujer, se dejó caer en su camastro. “No te sientas deprimida por esto”, le dijo. “Cualquier día podrás—“

muy interesante. Cualquiera que le echara encima una Coca me haría un favor al evitarme su lectura. Se alegró cuando dije eso. Tenía la misma gran sonrisa de siempre.

Pero antes que terminara la frase, la mujer le arrojó el vaso lleno. Le cayó directo en la cara y una buena parte de la Coca-Cola me salpicó. Sin decir palabra, la mujer se levantó y, acomodándose ligeramente la parte baja del bikini, se largó sin mirar atrás. Q y yo permanecimos aturdidos por unos quince segundos. La gente que estaba cerca nos observaba conmocionada.

Q se fue en ese momento, disculpándose una vez más mientras se levantaba. Nunca se dio cuenta de quién era yo.

Q fue el primero en recuperar la compostura. “Lo siento”, dijo mientras me daba una toalla. “No hay problema”, respondí. “Se quita con un regaderazo”. Un poco molesto, tomó la toalla que me había dado y se secó él mismo. “Al menos déjame pagarte el libro”, dijo. En verdad el libro estaba empapado, pero era una novela barata, no

Decidí darle a esta historia el título de “El reino que fracasó” porque ese día acababa de leer un artículo en el diario vespertino que trataba de un reino africano que había fracasado. “Ver desaparecer un espléndido reino”, decía, “es mucho más triste que ver el colapso de una república de segunda categoría”.

Haruki Murakami es autor de catorce novelas en inglés, que incluyen "The Wind-Up Bird Chronicle", "Kafka on the Shore", "1Q84" y "Killing Commendatore".


Ruth,Frank y Darío Lore Sega, trad. de Pedro Floresl

Agosto 20, 2020

La comida de damas de febrero se celebró en el apartamento de Ruth en Riverside Drive, así que le tocó a ella poner la agenda: ¿Recuerdan cuando dijimos que somos las cinco personas a las que contaríamos nuestras historias? Pues bien, tengo un cuento para ustedes. Maravilloso, dijo Lotte. Bien, dijeron Farah y Bessie. Varios cuentos, les dijo Ruth. Y al final, hay un acertijo. Muy bueno, dijo Bridget. • Ruth dijo: había una celebración en casa de Sylvia, que resultó ser una shiva por la tía de Sylvia. Lotte y yo estábamos allí, dijo Bessie.

haberle dado a Frank mi número, que se moría por hablarme. ¿Frank? ¿Cuál Frank? Ruth, ya sabes, Frank James. Frank James, sí. Oh, es que yo lo recuerdo como James Frank. Y Sylvia dijo, Frank trabaja en una galería de la calle Bleecker y quiere saber de tu antiguo compañero, tu cliente—¿era Dario d’Alessi? Como sea, quiere hablarte. ¿Y por qué no se acerca y me habla? Sylvia le respondió, dice que te tiene miedo. Yo estaba molesta. Eso es una tontería. ¿Qué se supone que significa? ¿En dónde está? Allí, dijo Sylvia, saliendo por la puerta. •

Ruth continuó, y Sylvia se acercó y preguntó si me ofrecía una silla. Y yo le respondí, gracias, muy amable, pero encontraré una cuando necesite sentarme.

Eso la había molestado, les dijo Ruth a sus amigas, verse esperando a que Frank la llamara. La idea de contar sus antiguas historias de Dario, dijo, le había abierto una ventana a ese periodo de tiempo. Llamó a Sylvia y le pidió el número de James.

¿Quieres algo de beber?, le dijo.

¿James?, dijo Sylvia. ¿Cuál James?

Y le dije, ¡Sylvia! Puedo sola. Este bastón es para equilibrarme.

Frank, quiero decir, Frank James, el que quiere hablarme.

¿Y debía dejar de preocuparme y marcharme?

No tienes que retirarte, le dije. Nos reímos y Sylvia dijo que esperaba que hubiera sido correcto

Ruth le había marcado y colgado porque no podía pensar, en ese momento, si era James o Frank.


Frank. Marcó de nuevo, Frank, soy Ruth. El que hayas preguntado por Dario d’Alessi inició todas estas historias en mi cabeza. Frank respondió, es lo que esperaba. ¡Dios! Es lo que quiero. Te busqué en Google. Tú eras la abogada de Dario D’Alessi. Lo fui, le dijo. Había papeleo que hacer con la gente que él contrataba para fabricar—fabricar, esa era la palabra—una de sus esculturas. Llegué a ir al norte del estado con él a esa especia de hangar donde los hombres trabajaban en un rizo negro de unos seis metros. Nunca fui tan feliz. Me encantaba escuchar a los artesanos hablar entre ellos. ¡Dios!, dijo Frank. ¿Cómo lo conociste? Ruth dijo, yo era una de sus groupies que lo rondaban siempre que venía a Nueva York. Años más tarde, lo visité en los Alpes italianos, en su lugar. Yo era como una cueva de Mesa Verde, si se puede imaginar una cueva de Bauhaus cavada en la ladera de una montaña italiana. ¿Lo conociste? ¿Yo? ¡No! No, dijo Frank. Lo vi saliendo de un restaurante en East Seventeenth y caminé detrás de él por varias cuadras. Entró en supermercado y lo observé por la ventana. Salió, entró a una licorería y salió con una botella. Después se subió a un autobús que iba al oeste. Ruth les dijo a sus amigas, tuve la emoción de pensar: así que eso es lo que Dario hacía cuando iba camino a mi lugar—como si observase una escena que ocurrió treinta años atrás. Pero entonces Frank dijo: yo sólo tenía veinte años, era demasiado joven y tímido para acercarme a ese hombre y decirle que amaba su show. Tal vez debió ser la primera exhibición de Dario, años antes de la que hizo en Guggenheim. Antes incluso de conocerlo. Le dije a Frank que Darío podría habérselo agradecido. Dario solía hablar de la

desolación de ese éxito temprano en su primera visita a Nueva York antes de conocer gente. Frank dijo que la galería acababa de adquirir un d’Alessi llamado “Hatch”. ¡Recuerdo, recuerdo! Recuerdo a todo nuestro grupo sentado con una botella Malbec, tratando de encontrar un nombre para una nueva pieza de d’Alessi, para sustituir el “Sin título”. Debía ser lo que Clement Greenberg llamaba una palabra “independiente del significado” en los días en los que nuestra caricatura favorita era la de un aficionado a los museos secándose una tierna lágrima frente a una pintura del constructivismo ruso. No sabes lo que es hasta que intentas lo difícil que es pensar en palabras que no signifiquen ningún objeto, sentimiento, o valor. Me levantaría en la noche con una sensación de triunfo: “¡Asalto!”—pero eso significa “lucha”. “Erguido” fue desechada porque comentaba su opuesto— “dimitir”. ¡Hay tantas anécdotas!, dije. Frank dijo que yo era un recurso y me preguntó si me podía invitar a comer, pero el día de la cita se disculpó y pidió posponerla. Había un gran problema en la galería. Lo invité a tomar una copa. • La comida de damas de marzo se celebró en casa de Bessie. Frank James no había podido llegar con Ruth para esa copa. Alguien de la galería le había llamado. Frank estaba fuera del estado y llamaría tan pronto como regresara. Las amigas dijeron, cuéntanos las historias de d’Alessi que le ibas a contar a Frank James. •


Ruth dijo, aquí hay algo que no comprendo cuando visitaba a Dario. Yo le llamaba su atención sobre un hombre, un granjero, sentado en el pavimento de la plaza del pueblo cargando una pequeña cabra en su regazo. El hombre sostenía la pezuña del animal de la misma manera en que se sostendría la mano de un hijo o de una niña. Dario dijo, lleva la cabra al matadero, lo cual yo recordaría a partir de ese momento de la misma manera en que se recuerda algo que no cuadra. • Ruth dijo, Dario me llevó a una cumbre. Él ascendía como si fuera un montañista, colocando un pie tras otro con un ritmo constante. Me impresioné a mí misma al adelantarlo. Luego tuve que sentarme y recuperar el aliento mientras él continuaba al mismo paso, adelante y hacia arriba. • Y el aterrador viaje por la carretera de la montaña para ver las casas más antiguas en la cordillera más alta. Tienen que saber que Dario era el peor conductor del mundo. En el viaje de regreso nos quedamos sin combustible. Ya que estadísticamente es más probable que te encuentres con un pequeño cenotafio que conmemore donde alguien se mató que una estación de gasolina, los lugareños, a diferencia de Dario, llevan en su vehículo una lata de gasolina de repuesto. Dario y yo nos sentamos con la puerta del auto abierta hasta que se escuchó la bocina de la camioneta del lechero. El lechero nos pasó suficiente combustible para poder regresar a Altomonte. Dario sacó su cartera—yo sabía suficiente italiano para comprender que el lechero dijo No, no no, no grazie! Signor Dario, no! che mi faccia un autografo. Me pregunté cuántos lecheros del norte de Nueva York preferirían un autógrafo

de Kooning o de Rothko a un par de billetes de veinte. • En la comida de Farah, en abril, cuando Ruth informó que Frank James había cancelado otra cita, las amigas empezaron a sonreír. Uno de esos resfriados de primavera que tienen fama de ser difíciles de quitar. Farah le pregunto, ¿eso te afecta? ¿Estás molesta con él? Ruth dijo, te hubiera dicho que para nada excepto que te lo estoy contando. • El esposo de Bessie, Colin, no se encontraba bien, así que ella no asistió a la comida de mayo en el lugar de Lotte. Frank se había tenido que ir a sacar a un hijo mayor de algún lío y no había podido asistir a la última cita. Aquí estaba el acertijo, y requirió los poderes de especulación de las cinco amigas: Lotte dijo, lo primero que tienes que hacer si alguien te dice que tuvo un problema, un resfriado, un hijo, es creerle. Farah dijo, uno puede imaginarse a un joven de veinte años demasiado tímido para acercarse a una persona de nombre famoso, pero ¿qué impide a un neoyorquino de mediana edad cruzar la habitación para hablar con una mujer…? Con una vieja, dijo Ruth. En una fiesta en Nueva York. Una shiva en Nueva York, dijo Ruth. •


La comida de damas de junio se celebró en casa de Bridget.

dispersaran por el verano. No, Frank no había aparecido. Frank había llamado.

Frank no había podido llegar al lugar de Ruth, y Bridget dijo que tenía una historia: le pregunté a encantadora sobrina de veinte años, Lily, si recordaba haberse rehusado a entrar en la casa si se encontraba allí mi madre de noventa años. Lily dijo recordar que mi madre usaba el auricular de sus anteojos encima de la oreja en lugar de traerlo detrás y se asustó. Recuerda que lloró y no quiso entrar.

Las amigas sonrieron. Frank dijo que había habido un incendio en el apartamento al lado del suyo. Las amigas rieron. Bridget dijo, ¿habría un incendio? Es posible, dijo Ruth.

¿Qué edad tenía Lily?, preguntó Lotte. Tal vez seis años. ¿Y cómo aclara eso que un hombre maduro no quiera hablarle a Ruth en una fiesta? En una shiva, dijo Ruth. Bridget dijo, sólo otra historia que no cuadra. • La comida de damas se celebró de nuevo en casa de Ruth a principios de julio, antes que todas se

Lore Segal es autora de varios libros, incluidos “Half the Kingdom”, “Her First American” y “The Journal I Did Not Keep: New and Selected Writing”.


Breve historia de mi vida Charles Wright, trad. de Alex Hernández

A diferencia de Lao Tse, quien fue concebido por una estrella fugaz, según se dice y alojado en el vientre materno durante 62 años, y que nació, según se dice de nuevo, con el cabello blanco, yo nací una mañana de domingo, sin anuncios celestes, con un poco de pelo, sin dientes, las sombras del crepúsculo ya alojadas en mi corazón y bien lejos de encontrar el rumbo.

Shiloh, el campo de batalla de la Guerra Civil, estaba a un lado de mi casa, Los suaves meandros del río Tennessee recorrían mi cabeza y mis pies. El ocre del bisonte, las arenas del desierto, El Guardián de las Puertas y otros personajes, estaban a años-dragón en aquel entonces.

Como Dionisio, nací por segunda ocasión. De la carne del muslo izquierdo de Italia, surgí en un enero A un mundo distinto. Tenía sentido, Escondiéndome, como había estado casi toda la vida Y entré con los ojos abiertos, escuchando al viento, El gozo de la miel y el lento vino despertaron en mi lengua. Por tres años estuve a las puertas de San Zenón, y siendo más romano que la misma Roma, tomé todo lo que se me dio. Las nieves de los montes Dolomitas avanzaron bajo mis pisadas Los limones del lago de Garda estuvieron en mis manos.


Ahora adelantamos unos 45 años, y una tercera depresión post-parto. Pero como preguntó aquel poeta, ¿será parte de la historia? Claro, hablaba de otra cosa. En ninguna parte sino aquí, mi única y verdadera, en ninguna parte sino aquí.

Mis oídos y mis atrofiados sentidos se purifican al sonido del agua. He vuelto, en la temporada de las lilas, Los arroyos corren hacia el este en la espesa mañana, A principios de junio. Sin luz en las hojas, Sin viento en los bosques ni en las praderas. La siniestra gracia del mundo: de ello quise dar fe.



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