Micropesadillas

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Yaroslavy BaĂąuelos

Cuadernos

de la Serpiente

Narrativa

Micropesadillas


D.R. MICROPESADILLAS YAROSLAVY BAÑUELOS Derechos Reservados por Ediciones Cascabel ISBN 978-970-94-3403-5 Diseño editorial: Raúl Cota Álvarez Costura: Taller de Blanca Alvarez Morales Se autoriza la reproducción parcial del contenido siempre y cuando se cite la fuente. Primera edición, La Paz, B.C.S. México. AGOSTO DEL 2016


“Dales placer, el mismo que consiguen cuando despiertan de una pesadilla� --Alfred Hitchcock


Pabellón de acceso

A través de 12 cuentos cortos habitados por la locura y sus reflejos fragmentados en el maquillaje de cordura que fingimos frente al espejo, Yarozlavy Bañuelos nos muestra escenarios y personajes cargados de deseo, ira, rencor, inocencia sublimada en la fuga, pero siempre instalados en el lado oscuro de la razón, habitantes del paranoico pabellón de las manías germinadas en la rutina y la cicatriz profunda, su raíz en la entraña torcida de la mente. Desde un sólido oficio narrativo con el que elabora una arquitectura transparente y directa, la autora es guía de esta galería intensa en la que desfilan tras la mirada pacientes psiquiátricos, amantes de ocasión, solteros empedernidos, parejas insatisfechas…micropesadillas que habrán de crecer en la imaginación gracias al gozo de una pluma que irrumpe con la suavidad de una daga en la tierna piel del asombro entre líneas.

Raúl Cota Álvarez


El hombre de la bata blanca

—¿Ya viste a ese loco vestido de mujer? Cree que aquí también curamos la jotería. —dijo con tono sarcástico el hombre de bata blanca, dirigiéndose a la mujer que se hallaba sentada frente a él y señalando con el dedo a un joven robusto que pasaba cerca de ellos. El muchacho lucía un labial de color brillante en la boca e iba ataviado con un viejo vestido rosa y un bolso de lentejuelas. Era la hora en la que el patio desolado del hospital psiquiátrico se “llenaba de vida”; la luz solar ya no era tan agresiva y los pacientes salían del pesado letargo inducido por el calor y el diazepam, entonces, deambulaban por aquel mustio pedazo de tierra deshidratada, carente de árboles y rodeado por paredes altas y grises. —¡Doctor, mire mi disfraz de Halloween! —gritó alborotado el muchacho de labios rojos al hombre de bata blanca, quien le contestó con una sonrisa fingida que bien podría pasar por un gesto auténtico. Los treinta años de experiencia como médico lo habían especializado en la actuación de la cortesía y la amabilidad. —Me quiero largar de este lugar, ya no tolero más convivir con estas alimañas; esquizofrénicos, maníacos depresivos, suicidas, retrasados mentales, no son otra cosa que la basura de la sociedad, ¡qué desperdicio de presupuesto gubernamental! ¿No sería mejor ponerles una inyección letal a todos estos inútiles y dejar de mantenerlos? —Doctor, no puede irse de aquí, usted también está anclado a este infierno. No se puede ir, no se puede ir, no se puede ir. Quien pisa este suelo nunca sale, los espíritus del desierto custodian la salida y nos amarran los pies con raíces y espinas —contestó la paciente con recelo. —¿Crees que soy igual que ustedes? ¿Piensas que me parezco a ti? —dijo con molestia el psiquiatra, lo que provocó que la chica


empezara a llorar al mismo tiempo que se llevaba las manos temblorosas a la cara. —Cálmate Cecilia, si sigues llorando no te darán el refrigerio de la tarde. ¿Sabes? Creo que el conserje y Horacio, de enfermería, planean algo. Tal vez están organizando en secreto un paro de labores o quizás quieren un aumento de salario. Pero estoy seguro que buscan correrme. Lo voy a averiguar y les va a ir muy mal si descubro que andan tramando un complot contra mí. Van a saber quién manda aquí. —Usted manda aquí —respondió temerosa la joven cuyos brazos estaban poblados de cicatrices. —Así me gusta, que me obedezcas. Tú sigue portándote bien y vas a tener tu premio, preciosa. ¿A poco no te gustaba cuando te llevaba al cuarto de aislamiento? —No. Usted me hacía daño y a mí me daba mucho miedo. Las serpientes también me dan miedo. Cuando era pequeña mi papá me obligaba a jugar con su serpiente, me decía que no le dijera nada a mamá y yo le hacía caso porque papá era malo, era muy malo y nos golpeaba. Nos golpeaba a mamá y a mí —dijo Cecilia con voz agitada y sin hacer contacto visual. —No te hagas la santa, te gustó cuando el doctor Barrera y yo te llevamos aquella vez a la bodega, gemiste como una puta. No me digas que no te gustó, claro que lo disfrutaste. ¡Ay no, no vuelvas a llorar! Siempre berreas como niñita y dices que te quieres morir, ¿por qué no te matas de una vez? ¡Mira nada más! Ahí viene Pamela, ¡qué riquísimas piernas tiene esa mujer! —Alfredo, Cecilia, es la hora del medicamento de las siete. Después pasaremos al comedor. Al terminar su cena se lavan los dientes y se van a acostar —dijo con frialdad e indiferencia la enfermera. El patio quedó vacío. Los pacientes, guiados por sus cancerberos, atravesaron en fila una oxidada puerta de metal, arrastrando los pies y destilando risperidona.


Principio de placer

Él la observaba sin disimulo desde la barra, ella se dio cuenta y cruzó las piernas con sensualidad, alzando un poco el corto vestido rojo que llevaba y dejando descubierta buena parte del muslo. Fue la señal que él esperaba. Si cualquier otro hombre del bar se hubiese acercado a buscar conversación, probablemente, nuestra chica hubiese actuado con indiferencia, pero el abdomen y los bíceps de gimnasio de ese adonis que la miraba con ojos de guepardo, la sedujeron al primer vistazo. Intercambiaron sus nombres y se regalaron sonrisas, vinieron las preguntas triviales y no pudo faltar la cerveza para romper el hielo, sin embargo, lo que menos había entre aquellas miradas era frialdad, y el juego de la seducción pronto dio efecto. No permanecieron mucho tiempo más en el bar, ella se despidió de sus amigas sin dar explicaciones y se subió al auto deportivo de aquel sujeto que la hipnotizaba con voz sensual y actitud de macho alfa. Inmediatamente el vehículo salió disparado hacia la casa del caballero; brindaron en cada rojo del semáforo e inhalaron con la pasión la niebla de la noche, la ansiedad por encontrar sus cuerpos les amotinaba la sangre y arrebolaba las mejillas. Por fin llegaron. Era una residencia de bardas altas y gruesos portones de madera, unos hombres de traje negro vigilaban la entrada y dos solemnes leones de piedra daban la bienvenida al lugar. El auto se estacionó frente a la mansión, cuando se disponían a salir de él, una serie de poderosos ladridos inundó el ambiente y la mujer, sobresaltada, vio unas sombras caninas que se aproximaban con velocidad, por lo que se precipitó a cerrar la puerta del auto. Él la tranquilizó argumentando que sus perros estaban entrenados y que no le harían daño, entonces, como buen seductor aprovechó la vulnerabilidad que otorga el miedo para poner su mano, a modo de consuelo, sobre una de las coquetas piernas que se asomaban desde el otro asiento.


A él le gustó el contacto con esa piel morena y cálida, por lo que no se demoró en recorrer con lujuria aquel cuerpo que se ofrecía dócil ante sus manos; las gotas de sudor empezaron a emanar de aquellos cuerpos semidesnudos y la saliva tomó el sabor del deseo, pero, repentinamente, el arrebato carnal se detuvo. Él abrochó la camisa que ya se había quitado y le señaló a su acompañante que estarían mejor en la habitación, no sin antes susurrarle al oído, “esta noche te arrancaré el clítoris y me lo comeré lento como se saborean las uvas, y mañana, mi reina, mi desayuno serán tus labios”. Ella sonrió con coquetería, se acomodó el escote y el cabello sintiéndose embelesada por el anuncio de tanto placer, y bajó lentamente del coche. En medio de la tenue iluminación que alumbraba el lugar, ella pudo apreciar un magnífico jardín zen y el borboteo de una fuente. Suspiró encantada. En el interior de la casa todo parecía ordenado y dispuesto con un espíritu obsesivo. No había ninguna mota de polvo en los muebles ni una mancha en la alfombra, los cuadros que adornaban la sala combinaban perfectamente con el resto de la decoración y la cabeza de un ciervo de cornamenta majestuosa posaba sobre la suntuosa chimenea al fondo de la habitación. Él la tomó de la mano y lamiendo su cuello con vehemencia la invitó al comedor —una monumental mesa de caoba con doce sillas— donde la acostó mientras le abría violentamente las piernas y las palpaba con urgencia. Con cada roce de piel ella se excitaba más. Antes de desvestirla por completo, él se incorporó y, abandonando toda sensualidad, le pidió que no se moviera de allí. La chica aguardaba expectante. Unos minutos después regresó con una copa de vino tinto y un cuchillo carnicero que dejó en el borde de la mesa. “Me gusta acompañar mi cena con un buen Merlot”, le dijo serio.


Ella soltó una carcajada y le preguntó por el motivo del cuchillo, él sólo pintó una sonrisa lasciva en su rostro.

A la mañana siguiente, el hombre del torso modelado desayunaba plácidamente en su jardín. Frente a él tenía una taza de café, vegetales y un exquisito filete que se asemejaba en textura y sabor al cerdo. En el patio trasero, sus tres imponentes perros Rottweiler devoraban trozos frescos y grandes de carne, pellejo y vísceras, mientras en la chimenea ardían un vestido rojo y una cartera de mujer.


Gajes del oficio Inés llegó impuntual y nerviosa a la sesión del jueves. Cubría las marcas que engarzaban su cuello con una bufanda gris e intentaba disimular el moretón de del ojo izquierdo con unos Ray-Ban. Fue en vano su empeño por enmascarar las huellas que dejó el atacante. Era septiembre y el estambre de lana no se lleva bien con el verano; el atuendo de chalina, lentes de sol y la plasta de maquillaje sólo hacían más evidente la brutal golpiza. Héctor, su esposo, le había prohibido continuar asistiendo a psicoterapia. Ella se resistió a tal restricción y una furiosa granizada de puños la azotó. En su experiencia como psicólogo clínico, Julio A. Manzanedo sabía que la contratransferencia —el influjo que un paciente ejerce sobre el sentir del terapeuta— podía ser un tropiezo devastador, pero tampoco toleraba seguir reprimiendo sus emociones. Se había enamorado de Inés desde la primera sesión y el odio hacia su marido le anulaba la razón e invalidaba la ética profesional de la que tanto se jactaba. “Ayúdame a matarlo”, había exclamado Inés en son de broma en muchas ocasiones. Al día siguiente, en los periódicos locales, aparecía una noticia que consterno a la ciudad: “Héctor Sosa, conocido empresario local, fue encontrado muerto en su domicilio. La causa del deceso, afirmaron los médicos forenses, fue debido a una hemorragia producto del traumatismo abdominal causado por treinta y cinco puñaladas con arma punzocortante”.


Una pequeña mentira Cansada de las solitarias noches de sábado y de las aburridas tardes de domingo en casa de su madre, Georgina decidió hacer una cuenta en cupido.com con la esperanza de encontrar a su “media naranja”. A los cuarenta y dos años y con una vida sedentaria, el esplendor de la juventud había palidecido ante la adicción al tabaco y los continuos atracones de comida chatarra. Así que Georgina tenía que ser ingeniosa al redactar su descripción personal en la página de citas online para proyectar la imagen de una mujer atrevida y sensual. “Tengo el cuerpo de una modelo”, escribió Georgina en la sección de “Características físicas” de su perfil. Era cierto, ella tenía el cuerpo de una modelo. Lo guardaba descuartizado y repartido en bolsas plásticas dentro de su congelador.


Paranoide Gonzalo tenía curiosidad por saber qué tipo de páginas visitaba su esposa cuando navegaba por internet, así que se le ocurrió fisgonear en el historial de búsqueda del navegador web. Los resultados que encontró lo alarmaron: “¿Cuál es el veneno para roedores más efectivo? ¿Dónde puedo conseguir cianuro? ¿Cuánto tiempo tarda en hacer efecto el veneno para ratas? ¿Cuántos gramos de cianuro son letales?”. Las preguntas habían sido formuladas recientemente en distintos foros online y blogs donde se hablaba del tema. Gonzalo leía y releía aquellos párrafos malditos que, con cada línea leída, hacían crecer en su cabeza un recelo neurótico que se apoderaba poco a poco de su voluntad. Entonces, guiado por la sospecha que le despertaban dichas preguntas, empezó a leer artículos sobre la intoxicación con cianuro y sus síntomas, casos de asesinatos llevados a cabo con veneno para hormigas, historias de mujeres que mataron a sus maridos envenenando el café con raticida y suicidios ejecutados con bebedizos. El bombardeo de información relacionada con tóxicos y muerte se convirtió en razón suficiente para que el hombre sintiera amenazada su supervivencia. Fue entonces que el cerebro primitivo de Gonzalo comenzó a plagarse de una suspicacia irracional, el sistema nervioso activó en su cuerpo la reacción instintiva de lucha o huida y su torrente sanguíneo se inundó de adrenalina. “Los síntomas iniciales del envenenamiento por cianuro pueden manifestarse en dolores de cabeza, somnolencia, vértigo, elevación del ritmo cardíaco, respiración acelerada, enrojecimiento facial, náusea y vómitos”, explicaba un sitio web. Con el corazón agitado, Gonzalo se levantó al baño, y al verse en el espejo le pareció detectar un ligero rubor en las mejillas y recordó que durante la mañana, después de tomar el desayuno, había sentido náuseas leves.


Para él ya todo estaba claro, si quería seguir viviendo tenía que deshacerse de su mujer. Así que buscó en el armario una vieja escopeta que había heredado de su padre y esperó a que su esposa llegara del bingo. Pasadas las diez de la noche Gonzalo contemplaba ansioso el cuerpo inerte y ensangrentado que yacía en la alfombra de la sala, cuando repentinamente se escuchó un ruido de trastos que lo hizo levantarse temblorosamente del sofá y, obligado por el miedo, se dirigió a la cocina para averiguar de dónde provenía aquel sonido. Dos enormes ratas husmeaban en los platos sucios del fregadero.


Copia siniestra En los últimos diez años de casada, Rosario había anhelado que Jesús, su esposo, fuese otro hombre. Ya no sentía la magia del enamoramiento entre ellos; el arrebato y la frescura de los primeros años de matrimonio se enterraron poco a poco como una antigua ciudad bajo la arena del desierto. Hacía mucho tiempo que el amor y el respeto se habían quebrado con algunos de los tantos platos arrojados al piso durante las discusiones. Tal vez el error —pensaba Rosario— había sido casarse tan joven, cuando eran casi unos adolescentes, flechados por la pasión irracional y cegados por una venda rosa que les impedía ver el cumulo de defectos que, poco a poco, fueron asomándose al exterior como sabandijas que salen de su escondrijo listas para morder o lanzar veneno. Desde hacía algún tiempo, Rosario se había resignado a ver a Jesús como un hermano con el que podía charlar, un amigo que le hacía favores o un enemigo con el que compartía la cama. Todo dependía de la situación. Pero contradictoriamente, a pesar de que ya no lo lograba ver a ese hombre como amante o esposo, no concebía tampoco la idea de divorciarse. Para ella, el confort de la rutina era más poderoso que el deseo de liberarse de la amargura. Todo transcurría de forma ordinaria, la vida cotidiana para ambos era un continuo oleaje de estrés y síntomas psicosomáticos —gastritis, migraña, resfriados y colitis— que provocaban maremotos de palabras teñidas de resentimiento y dolor; hasta que una noche descolorida y sin luna, pocos días después de su decimosexto aniversario de bodas, Rosario se despertó a alrededor de las tres de la madrugada sintiendo un fuerte deseo de abrazar a su esposo. Excitada por este sentimiento, se volteó hacia el otro lado de la cama con la intención de estrechar el cuerpo de su marido. Sin embargo, el hombre que vio a su lado y que le sonreía con dientes extremadamente blancos y afilados, definitivamente, no era Jesús.


Compulsiones

Rodolfo acostumbraba a lavarse las manos cinco veces antes de comer, una vez por cada miembro de la familia. Ese ritual de limpieza —creía el chico— protegía a sus padres y hermanos de las bacterias, los virus y los gérmenes que pululaban en el ambiente. Sus mayores miedos estaban relacionados con perder la salud, como lo eran el temor de contraer alguna enfermedad infecciosa grave, que un parásito tropical le comiera el cerebro o contagiarse con un virus mortal como el ébola. Por esa razón, Rodolfo utilizaba un jabón nuevo en cada sesión de aseo y después lo desechaba de inmediato. Diariamente, limpiaba los muebles de su habitación con cloro y cambiaba las sábanas y las fundas de sus almohadas; asimismo, nunca salía de su casa sin tapabocas. Para él, también era importante mantener las uñas cortas y perfectamente limpias; sabía que la tierra y el polvo que se introducen debajo de éstas son una vía de contagio de las enfermedades infecciosas causadas por protozoarios. En aquella ocasión, su madre preparaba una ensalada griega, la guarnición favorita de Rodolfo. Si ella hubiese sabido que los tomates guardaban en su piel huevos de áscaris, cuyas larvas — azarosamente— colonizarían el intestino de su hijo para después migrar al lóbulo occipital, quizás los hubiera lavado mejor.


La galleta de la tristeza

Había sido una buena jornada de trabajo. A lo largo del día, José logró lavar nueve coches en el estacionamiento del supermercado donde ofrecía sus servicios de limpiador de autos. Antes de llegar a casa, compró queso, tortillas, frijol y leche para la cena. Sabía que tenía que aprovechar que la tarde había sido próspera —habitualmente regresaba a su hogar sumando derrotas y con las manos casi vacías— y por eso, le llevó a Rosita, su hija, unas galletas de chocolate. Hacía muchos días que la niña insistía en que le comprara alguna golosina, pero desde que José perdió el empleo en el taller mecánico, los días habían sido precarios y su familia había subsistido las últimas semanas con el dinero exacto para comprar la comida del día. Cuando Rosita vio el paquete de galletas, sus ojos chispearon de alegría y abrazó agradecida a su padre. Después de abrir el empaque, aunque ya saboreaba con locura las chispas de chocolate y la saliva se había empezado a producir a borbollones en las glándulas de sus mejillas, le compartió de aquel modesto manjar a su madre y se fue dando saltos hacía el viejo televisor para disfrutar de su programa favorito. Pero entre la algarabía y el juego, la niña tomó el envoltorio al revés y, las seis galletas restantes cayeron intempestivamente al suelo, confundiéndose sus migajas con los casquijos de aquel piso de tierra.


Mala suerte

Francisca llegaba a las siete de la mañana a la casa de su patrona. Lo primero que hacía al llegar era verter el café sobrante de la jarra de peltre sobre un limonero, el cual lindaba con la ventana de la cocina. Después continuaba con otras labores domésticas. Hizo esta tarea durante varios años, desde que era casi una niña hasta la adolescencia. Con el paso del tiempo, el agua y los residuos del café fueron escarbando en la tierra rojiza que se hallaba bajo aquel árbol que nadie plantó y que sobrevivió a pesar de los picos voraces de las gallinas y de las excavaciones frenéticas que los perros hacían por el jardín sin sentir misericordia hacia las petunias y los geranios. Los cascarones de huevos y las cáscaras de papas que Francisca arrojaba, servían de abono rústico para las raíces del limonero y nutrían a aquel arbolito que vio crecer y que ahora era un árbol mediano con limones jugosos colgando de sus ramas, y ella, una joven de quince años que sorteaba con temple las malas caras y los regaños de la patrona. Un día, por el mes de febrero —cuando el agua helada de las pilas quema los huesos y cuesta más trabajo levantarse— a Francisca se le hizo tarde. Llegó al rancho de la familia Urquídez a las siete y media de la mañana y, para esa hora, Consuelo, la hija de la señora, ya había vertido el café frío en el limonero. Recién se apareció en la cocina, Faustino, el arriero, le narró atónito que la señorita Urquídez había vaciado la jarra sobre el árbol de limones para preparar más café, cuando notó el tenue resplandor de un objeto que brillaba débilmente en el suelo al recibir los tiernos rayos del sol matutino. Ante el inusual hallazgo, la joven empezó a remover la tierra que cubría la pequeña pieza de metal para averiguar de qué se trataba aquel extraño brillo y se llevó una inesperada sorpresa. Consuelo halló siete centenarios de oro semienterrados entre la tierra y las hojas secas. Ese fue el único día en el que Francisca no había regado el limonero en los últimos tres años.


Amor verdadero A sus sesenta y cinco años Jacinto nunca se había enamorado de esa manera —tan vehemente y fanática— que por instantes le hacía pensar que tal vez se había vuelto loco. Sin embargo, cuando cavilaba y cuestionaba sus sentimientos, la pasión aparecía con mayor ímpetu, y arrastrado por esa energía anormal para su viejo corazón salía a buscar a la hembra que le provocaba tan poderoso embeleso. Cuando el frenesí disminuía de intensidad, Jacinto comenzaba a pensar en el futuro que anhelaba; deseaba casarse, pero ni las leyes civiles ni las eclesiásticas permitían un matrimonio entre dos seres como ellos. Él alegaba que el afecto entre ellos se trataba de un amor puro, incondicional y sin pretensiones. Proclamaba a los seguidores de su caso que, a diferencia del resto de las parejas, en su idilio no había conflictos, celos, discusiones ni las exigencias materiales y amorosas que muchas veces existen en las relaciones. Jacinto aseguraba a los reporteros que seguían con morbo su historia, que el sentimiento que nacía entre él y su pequeña amada era tan sublime que no había espacio para pensamientos sexuales que enturbiaran aquel cariño inmaculado y tan excepcional que las personas no lograban comprenderlo. En los periódicos, en el debate del noticiero nocturno y entre sus vecinos, la gente se refería a él como “pervertido”, “degenerado” o “enfermo mental”. Por ello, no era de extrañarse que, cuando Jacinto fue al registro civil con la intención de llenar la solicitud de matrimonio, la secretaria le llamara “depravado” y le amonestara con dar aviso a la unidad de salud mental de la zona si volviera a aparecerse por allí. Habían sido en vano los doscientos cincuenta kilómetros de carretera y desierto que recorrió desde su pueblo a la capital con la esperanza de conseguir la autorización para formalizar su relación. A partir de ese incidente, el caso de Jacinto se volvió mediático y arribaron a su rancho una docena de reporteros para entrevistar a aquel viejo que quería realizar una gran hazaña por amor.


Cuando reunió el valor necesario, Jacinto visitó distintas iglesias y parroquias, pero obtuvo el mismo resultado que en el registro civil; nadie quería celebrar su matrimonio ni bendecir su unión. Sólo cosechaba una retahíla de reprimendas y la exhortación a arrepentirse de sus pecados, de su conducta inmoral y de la aberración que quería cometer para que la ira de Dios no cayera sobre él. Entonces, el efecto Romeo y Julieta se apoderó de la mente de Jacinto. Cuantos más obstáculos aparecían en el camino a la consumación de su relación, más se intensificaba su amor. Y así, fortalecido por la adversidad, el viejo tomó la decisión de poner su confianza en un culto espiritual poco convencional y se dirigió de nuevo a la ciudad para consultar a la iglesia satánica, cuyos miembros se mostraron comprensivos y aceptaron realizar una ceremonia para unir eternamente a los enamorados. “Nosotros no tenemos prejuicios ni discriminamos a nadie” —declaró a los periódicos locales el líder de la secta. Y pese a las protestas de los fanáticos religiosos, la noche del viernes 31 de octubre, un hombre de sesenta y cinco años y la dulce “Alfonsina”, una simpática cabra blanca que llevaba en la cabeza una tiara de flores, celebraron su matrimonio.


Fatalismos Desde que leyó sobre las arañas violinistas siempre revisaba sus botas para asegurarse de que en las puntas no se hubiese escondido algún arácnido. Una mañana de enero —por considerar que su ritual de inspección se estaba convirtiendo en una manía absurda— no comprobó el interior de los zapatos. Esa madrugada, buscando calor y protección, una violinista se había guarecido en su bota izquierda. Él tenía cierta obsesión por verificar —antes de salir de casa— que todos los electrodomésticos estuvieran apagados. Esa mañana, mientras se marchaban al trabajo, le preguntó preocupado a su esposa si había apagado la plancha. —No —le respondió ella con una sonrisa sarcástica. Él pensó que su mujer bromeaba. No era una broma.


Ă?ndice El hombre de la bata blanca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3 Principio de placer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5

................ 8

Una pequeĂąa mentira. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Paranoide . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .10 Copia siniestra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .12 Compulsiones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 La galleta de la tristeza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .14

Mala suerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

Amor verdadero . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .16 Fatalismos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 18


Próximos títulos en Cuadernos de la Serpiente: -Sabor a soledad, de Mike Olvera (Poesía) -Los nombres del insomnio, de Sergio Perez Torres (Poesía) -Once vs once, de Rubén Rivera (Poesía) -Espejismo de la felicidad, de Conrado Mendoza (Ensayo) -Perlas negras, de Luis Fernando Gómez Cota (Poesía)


MICROPESADILLAS se terminó de imprimir en julio del 2016 en la ciudad de La Paz, B.C.S. La edición estuvo al cuidado de Raúl Cota Álvarez y la autora. Se tiraron 300 ejemplares para publicar en Cuadernos de la Serpiente: revista_cascabel@hotmail.com visita: www.proyectocascabel.blogspot.com


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Yaroslavy BaĂąuelos (La Paz, B.C.S., 1991) Mi vida es comer, dormir, leer, llorar, amar y ahora tambiĂŠn, escribir.


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