Liahona Noviembre 2005

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hay más que suficiente guía al alcance de cada uno de nosotros si tan sólo escuchamos. Ustedes han recibido el don del Espíritu Santo para dirigirlos e inspirarlos; tienen las Escrituras, a sus padres, a los líderes y a los maestros de la Iglesia. También tienen las palabras de los profetas, videntes y reveladores de nuestros días. Se dispone de tanta orientación y dirección que ustedes no cometerán graves errores en su vida a menos que a sabiendas hagan caso omiso de la guía que reciban. Esta noche quisiera hacer hincapié en una de esas fuentes de orientación: los profetas, videntes y reveladores vivientes a quienes hemos sostenido hoy. De hecho, me gustaría recalcar una de las formas principales en las que recibimos instrucciones de ellos: la conferencia general. Las conferencias han formado parte de la Iglesia desde el principio de esta dispensación. La primera conferencia se llevó a cabo sólo dos meses después de que se organizó la Iglesia. Nos reunimos dos veces al año para recibir instrucción de las Autoridades Generales y de los oficiales de la Iglesia. Estas conferencias están a nuestro alcance a través de varios medios, tanto impresos como electrónicos. A mi madre le encantaba la conferencia general; ella siempre encendía la radio y la televisión, y subía tanto el volumen que era difícil encontrar un lugar en la casa donde la conferencia no se oyera. Ella quería que sus hijos escucharan los discursos y de vez en cuando nos preguntaba qué recordábamos de los mismos. Algunas veces yo salía con uno de mis hermanos a jugar a la pelota durante una de las sesiones del sábado. Nos llevábamos una radio porque sabíamos que mamá nos haría preguntas más tarde. Jugábamos a la pelota y a veces tomábamos un descanso para escuchar con atención a fin de darle un informe a mamá. Dudo que engañáramos a mamá cuando daba la casualidad de que los dos recordábamos la misma parte de toda una sesión. Ésa no es la manera correcta de escuchar la conferencia, por lo que ya

me he arrepentido. He aprendido a amar la conferencia general y estoy seguro de que se debe en parte al amor que mi madre tenía por las palabras de los profetas vivientes. Recuerdo que mientras estaba en la universidad escuché todas las sesiones de una conferencia yo solo en mi apartamento. El Espíritu Santo le testificó a mi alma que Harold B. Lee, el Presidente de la Iglesia en ese entonces, era en verdad un profeta de Dios. Eso sucedió antes de irme al campo misional y me emocionaba dar testimonio de un profeta viviente porque había llegado a saberlo por mí mismo y, desde ese entonces, he tenido el mismo testimonio acerca de cada uno de los profetas. Mientras me encontraba en el

campo misional, la Iglesia no contaba con un sistema de satélite y el país en el que me encontraba no recibía las transmisiones de la conferencia general. Mi madre me enviaba las cintas de audio de las sesiones, y yo las escuchaba una y otra vez. Aprendí a amar las voces y las palabras de los profetas y apóstoles. Hace poco estaba leyendo el diario de mi bisabuelo, Nathaniel Hodges, quien fue llamado a una misión en Inglaterra en 1883. Relataba que vino a Salt Lake City para ser apartado para su misión y que asistió a la conferencia mientras estaba aquí. Escuchen la descripción que hace de esa conferencia: “Fui a las reuniones en el gran Tabernáculo todo el día. Se L I A H O N A NOVIEMBRE DE 2005

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