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Jueves 17 de Noviembre de 2011 › QUEQUi

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opinión

Créditos

Edición: Marcelo Salinas Diseño: Jesús Manuel Rocha

astillero julioastillero@gmail.com

Pasteurización ‘táctica’ › Recetario: amor y bondad › DF, moneda de cambio › Simular precampañas Julio Hernández López

Analista político y periodista mexicano que escribe para el periódico La Jornada.

L

a izquierda está otra vez ante su espejo. Relegada del proceso de toma de decisiones, la base ciudadana que coincide genéricamente con el ente llamado “izquierda” juega a adivinar lo que habrá sucedido en las élites de las que sólo recibe consignas y resoluciones (un ejemplo: las famosas encuestas de las que nadie sabe, nadie supo, más que detalles finales que sirvieron para enmarcar un arreglo de corte netamente político entre dos líderes) y se emociona con explicable razón por las aparentes expectativas de éxito electoral que se podrían derivar de ese idealizado posicionamiento competitivo que produjo el Pacto del Hilton, sin reparar (ni aceptarlos, mucho menos combatirlos) en los componentes maquiavélicos que podrían llevar en 2012 a la corriente del lopezobradorismo a una programada derrota numérica que a la vez sea utilizada por sus adversarios como comprobación de una supuesta derrota histórica. A cambio de una candidatura de unidad condicionada, la única corriente de izquierda que significa una cierta posibilidad de reformismo popular aceptable, la que encabeza Andrés Manuel López Obrador, ha negociado y cedido en sus posturas de años (con Ebrard, se terminó la etiquetación de ilegitimidad al ahora saludado Calderón; con el nuevo Frente Amplio Progresista diseñado por Manuel Camacho se somete a AMLO a una línea de “centro” que nadie creerá en éste pero sí servirá para modelar el futuro de Ebrard). Además, esa corriente se encamina a buscar por la vía de la pasteurización táctica lo que sus adversarios le negarán nuevamente por la vía salvaje pero que ahora, al competir de nueva cuenta, en los mismos términos, con los mismos factores bipartidistas de poder amafiado y en peores circunstancias, no podrá adjudicar a un fraude electoral que a nadie sorprenderá dado que en esta ocasión está absolutamente anunciado (tanto en el PRI, con su maquinaria de mapachería aceitada con dinero oscuro y operada por el cártel

de exgobernadores y gobernadores, como en el PAN con los programas sociales utilizados para promoción del voto y con el uso político de la violencia relacionada con el narcotráfico). Pero ésa es la izquierda que el país tiene. Más crítica que participativa, esperanzada en que los líderes tomen decisiones positivas por meros actos súbitos de bondad o iluminación, ácidamente dolida pero crónicamente pasiva frente a los abusos y traiciones de quienes se han apropiado en todo el país del negocio de la “representación” de esa franja partidista. Lo que hay es lo que se ve: sin reflexión ni autocrítica, todo se desliza por los toboganes del inmediatismo, lo panfletario y la fe o el denuesto individualizados; sin vida interna auténtica, todo se concentra en las intrigas de su burocracia partidista y en los gestos y lances de sus cupulares personalidades; sin conexión ni interés genuino por las luchas sociales, todo se reduce a lo electoral. La inaceptable izquierda vista en lo general no es más que la suma de las acciones y omisiones de muchos de quienes al ver tal espejo no aceptan reconocerse allí. López Obrador, por ejemplo, ha tenido a bien asignarse un preocupante perfil espiritualizado que en caso de llegar al gobierno significaría la conducción de los asuntos públicos a partir no de un programa partidista o de compromisos sociales específicamente de izquierda política sino de una suerte de cristianismo amoroso bajo exégesis tabasqueña. No es un asunto menor, por más que los fieros defensores del estado laico frente a amenazas provenientes de otros partidos se conviertan en comprensivos y sonrientes solapadores del nuevo discurso político-religioso. Además, la fórmula para alcanzar la felicidad en México, ha dicho el predicador Andrés Manuel, consiste en ser buenos. Oremos, hermanos. La propia joya de la corona liberal mexicana, la capital del país, ha sido empeñada o, más bien, canjeada, por el asentimiento ebrardista a la candidatura de AMLO. Como si nada, el tabasqueño ha anunciado que respaldará la “orientación” que el capitalino

quiera dar al proceso de sucesión en la jefatura de gobierno. Así de sencillo: un pacto pragmático en las alturas define el curso político de una capital que requiere sacudimientos y limpieza ante la acumulación de ineficacia y corrupción que han regido durante las administraciones perredistas el gobierno de la gran ciudad: el reparto del botín entre perredistas ha llevado a la asamblea legislativa, a las delegaciones y al aparato central del GDF a personajes vergonzosos en cuanto a incultura política y general, a depredadores del erario, a trepadores y esquilmadores cuyo único mérito es la pertenencia a determinada corriente del sol azteca. En el propio saldo de Ebrard hay episodios relacionados con la asignación de contratos y beneficios a empresas españolas en materia de construcción de obra pública que merecen revisión a fondo y eventuales sanciones cuando menos políticas. Pero ahora se ha entregado al ganancioso Marcelo la concesión personalísima para que trate de mantener un imperio transexenal chilango. Otro error en curso es la pretensión de simular competencia interna en los tres partidos pertenecientes al DIA para conseguir los beneficios de la precampaña según los términos electorales previamente establecidos. Nadie obligó a AMLO y MEC a definir en estos momentos y mediante nebulosas encuestas la candidatura presidencial. Fue una decisión de ellos y a sabiendas de que el tiempo en medios y los recursos públicos para precampañas sólo se asignarán a quienes, obviamente, luchen internamente por conseguir una postulación. Andrés Manuel y Marcelo bien pudieron realizar una verdadera precampaña en los tiempos predeterminados para ello y con los beneficios naturales que les corresponderían. Pero estimaron conveniente adelantar la resolución, con sus beneficios y perjuicios. Habilitar a dirigentes partidistas como simuladores de una contienda interna sería una pifia estigmatizante. Por el bien de todos (los de la izquierda), primero la claridad, la congruencia y los principios. ¡Hasta mañana!

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