Arquitectura popular dominicana

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esenciales, pero todos dotados de un talento para captar las experiencias del pasado, los referentes urbanos, el comportamiento de la naturaleza en tanto entorno y acopio de materiales y, sobre todo, para ajustar sus soluciones a un modelo manejable, alcanzable y práctico que les permitiera suplir la necesidad básica existencial del hábitat. También identificada como anónima, porque no siempre se conocen los nombres de sus autores fuera de sus respectivos contextos comunitarios, la arquitectura popular quedó relegada a un plano donde sólo la ignorancia sitúa lo evidente. Y, sin embargo, la arquitectura de autor, a la que se le rendía pleitesía por su ostentación de volúmenes y formas, por el uso de materiales opulentos y por su monumentalidad, sufría las consecuencias de un bochornoso estadio político donde nadie podía situarse con independencia por sobre las más altas instancias del poder absoluto. Eran tiempos culturalmente signados por el liderazgo que derribaba gobiernos autoritarios en toda Latinoamérica. El proceso generó un inmanentismo del que no pudo sustraerse la República Dominicana, donde los arquitectos, ingenieros y constructores venían de años de ejercicio profesional a la sombra del oprobio dictatorial sin que fuera ni remotamente factible reclamar la autoría del diseño y/o la obra en cuestión. Todo se entendía hecho y dispuesto por un sólo apellido, el mismo que gravitó por 31 años sobre la vida nacional (de 1930 a 1961). La historia estaría forzada a intentar clarificar los hechos y vestigios del pasado. Un lento y traumático proceso de democratización permitió licencias de enfoques diversos sobre variados temas de carácter social y la arquitectura fue uno de ellos. Como había quedado comprobado que el anonimato no era exclusividad de la arquitectura popular, hubo que emprender el camino rectificador y esclarecedor de la historia en torno a las realizaciones construidas. Es entonces cuando un movimiento de sentido justicialista se irradia por todas las academias donde se impartía docencia sobre arquitectura. El país, que era construido con las reservas entendibles, principalmente con aquellas de carácter económico, tendría ante sí un reto de identidad que afrontar, abriéndose cada vez más hacia el turismo. El historicismo facilitaba enfoques de interpretación engendrando apelaciones formales derivadas del estudio conceptual de la herencia más extendida y aceptada, presente en la arquitectura colonial. Las primeras exploraciones, la conquista y la colonización del territorio que hoy ocupa República Dominicana dejaron una impronta secular que facilitó una tradición constructiva como referente irrebatible de una transitoriedad histórica innegable por persistente y dados los rasgos de permanencia que dejó. La larga etapa de reconstrucción tardaría cuatro siglos, desde el abandono forzado de mediados del siglo XVI, hasta el cese de las hostilidades que dieron fuego a los campos y las villas de los siglos XVIII y XIX. Esto supuso el camino hacia la consolidación de un sueño, ingenuo si se quiere –pero sueño al fin–, que posibilitó el fortalecimiento de la incipiente nacionalidad, surgida al fragor de los vientos americanistas que soplaban desde el Norte, e insuflada por las corrientes liberales que la América fundamentalmente andina gestaba como señal de alerta libertaria sobre su entorno geográfico.

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