12 minute read

El concurs

una especie de genio fantástico. Una bocanada de vapor envolvió su rostro cejijunto. El aroma a mar entró intensamente por sus fosas nasales como un arroyo joven y caudaloso que consigue saltar una acequia. Bogavante, almejas, calamares, pimentón, romero, ¿quizás canela? Parecía un arroz jazmín con frutos de mar. El viento inquieto empezó a remover las hojas del nogal del patio. Su tintineo ondulante parecía reproducir el sonido de las olas del mar. Miguel recordó en aquel momento los veranos de su adolescencia en Aguadulce, un pueblecito costero de Almería. Desde entonces, pocas veces había vuelto a ver el mar. Sus padres tenían un pequeño apartamento cerca de la playa y allí coincidió con algunos amigos del instituto.

Cogió cubiertos y se sentó a la mesa. Acercó una pequeña porción de aquel arroz a los labios y cuando su lengua acogió esos sabores marítimos sintió que viajaba de nuevo a aquella playa. El agua acercándose a sus pies. El agua bañando la piel bronceada de Laura. “¿No sabes nadar?”. “Un poco”. “Pues con un poco es suficiente”. Era la chica que se sentaba siempre en clase en la segunda fila, pero había hablado muy poco con ella hasta ese verano. Seria y reconcentrada, solo su amplia sonrisa aliviaba maravillosamente la tensión en su rostro. Le cogió la mano para adentrarse juntos en el agua. Su tacto suave le hizo enmudecer y apartó la mirada para disimular la ola de calor que en aquel momento le invadía. El sol caía sobre ellos como una capa densa y la figura esbelta de Laura parecía desprender una luz casi sobrenatural. Entre las olas forcejearon jugando y, por un instante, la tuvo apretada contra su pecho mientras la sal se adentraba voraz en sus labios temblorosos.

Advertisement

Miguel acabó devorando el plato casi sin aliento. Su cuerpo abrazó esos sabores como acoge la tierra roturada las primeras lluvias de mayo. Cuando acabó, se quedó absorto, quieto y casi avergonzado, con la mirada perdida en un viejo reloj de pared.

“¿Te estás cuidando, ¿no?” , “¿Por qué no vienes un día a comer?”. Miguel estuvo a punto de explicar a su hermano el asunto sobre el misterioso regalo culinario que le habían dejado en la puerta, pero finalmente irrumpió de nuevo la letanía de novedades en el pueblo y siguió escuchándolas como quien se habitúa a una música de ambiente mientras atiende otros quehaceres.

Cuando colgó, se dirigió de nuevo a comprar el periódico. Al abrir la puerta, observó complacido que tenía de nuevo un regalo. Esta vez recorrió unos metros la calle hacia ambas direcciones, intentando identificar sin éxito a la persona portadora. Sin más demora, cogió el presente y lo llevó a la cocina. Esta vez cerró los ojos cuando apartó la tapa y respiró lentamente el aroma que despedía: codorniz, almendras, aceite de sésamo, anís y algo más, también dulce, que no lograba identificar. Cuando abrió los ojos, se sorprendió del color rojo que bañaba todo el plato. Codornices con pétalos de rosa. Cortó el muslo y se llevó un trozo a la boca. Un gusto a miel y a frutos secos embadurnó su lengua y el aroma de la rosa se volvió más intenso y penetrante. Tomó entre sus dedos un pétalo que decoraba el plato y se acarició con él los labios. En el cristal opaco de la ventana empezaron a dibujarse los cabellos de Laura. Primero ondeados por el viento, después mojados sobre sus hombros, luego esparcidos sobre el vientre de Miguel... “No me has hecho todavía ningún regalo”. “Te daré una rosa”. Y sobre sus cabellos rubios, aquella rosa parecía una gran herida en un campo de maíz. Le condujo su mano primero a su boca, después a los senos, al vientre y finalmente a su sexo, el cual se abría húmedo como una flor con el rocío aún de la mañana. Miguel saboreaba, esta vez más lentamente, con la respiración entrecortada. Su cuerpo, totalmente receptivo, temblaba sobre la silla. Aquella mañana no fue a comprar el periódico. En lugar de eso, se quedó mirando al espejo largamente, intentando rescatar a aquel chico de diecisiete años que hizo el amor por primera vez. ¿Quién le había preparado esos platos? Fantaseaba con una mujer. No podía dejar de imaginar qué manos habían

manipulado aquellos alimentos. Se las imaginaba blancas y delicadas, extendidas sobre la mesa de la cocina como el plumaje de un cisne.

Durante una semana no recibió ningún otro regalo culinario. Temió que no llegara a conocer nunca la identidad de la persona que estaba detrás de aquellos presentes cuyos sabores no solo le habían despertado una sensualidad adormecida, también le habían hecho viajar a un pasado que añoraba de pronto: ese recién despertar de la piel, esa entrega sedienta a la vida.

Empezó a caer la tarde sobre las colinas que envolvían el pueblo. El jazmín despedía un olor todavía más intenso y vestía de novia la vieja verja del jardín. Miguel se había pasado todo el día lanzando miradas furtivas a través de la ventana como si albergara una esperanzadora intuición. Cuando se decidió a preparar la cena, llamaron a la puerta. Permaneció quieto unos segundos ante la sorpresa y después aceleró el paso hacia la puerta principal. En el porche encontró una bandeja de fresas con chocolate. Esta vez no se dirigió hacia el interior de la casa. Cogió uno de los frutos y lo saboreó hasta que lo desnudó de chocolate. “Es una receta muy fácil de preparar”. Era el último día de verano. Laura se mudaba a Madrid junto a su familia y aquella noche era la última que iban a pasar juntos. “No sabía que te gustaba cocinar”. “Me gusta hacerlo para las personas que me importan”. Entonces vio su silueta recortarse bajo la penumbra del porche como un hada que acaba de salir del bosque. El paso del tiempo había ensombrecido un poco sus ojos, pero mantenía aquella sonrisa cálida y acogedora. Una ráfaga de viento revolvió sus cabellos, ahora cortos pero tan sedosos como los recordaba. Su piel parecía relucir intensamente como aquel verano en la playa. —¿Te acuerdas de mí? —Sí —dijo Miguel con la voz entrecortada—. He intentado imitar tus platos. —¿Sabes cocinar? —Un poco. —Pues con un poco es suficiente.

Plaer de déus

Ara el que tinc al davant ja no són aquelles dues mans obertes que em demanaven alguna cosa, ara són com dos camins vermellosos, que et portaran cap al cel, el cel de la satisfacció i el plaer intens que gaudiré assaborint-los.

Alfons Filbà i Saleta

Sempre m’ha agradat, fer volar la imaginació i que els meus dits ho facin omplint pàgines que abans estaven en blanc. En acabat em sorprèn haver estat capaç.

Ara és un bon moment. El lloc és escaient; arrecerat del vent, assolellat, amb una bona vista de la ciutat allà al fons, al pla, embolcallada per un mar que es perd a l’horitzó. Les diferents tonalitats de blau delaten els corrents que flueixen pel seu fons, i per sobre, el reflex del sol és escopit per l’aigua com si aquesta no volgués que l’intrús penetrés dins seu descobrint els secrets que hi guarda.

Tot està a punt, a l’abast de la mà, per no haver d’esforçar-me ni fer moviments estranys a mesura que ho necessiti. La comoditat és mitja vida.

Premo el pa, una barra de quart cuita amb llenya. La crosta es queixa, com si rondinés. Està com a mi m’agrada, cruixent, sense estar torrada en excés. Ara ve un moment delicat.

La parteixo, aparto el tros més petit, un parell de dits menys de mitja barra. Faig anar el ganivet a poc a poc, amb un moviment de vaivé del braç, acompanyat per un joc de canell que fa entrar el tall des de darrere fins a la punta, fent-lo lliscar sensualment, perquè s’obri pas dins la molla de color blanc, tirant a groc palla, flonja, atapeïda, ben ullada, sense cap grumoll. L’eina la traspassa com si l’hagués estat esperant de sempre, com si aquest fos el camí per arribar a la culminació del drama que s’ha iniciat des de fa una estona.

No tinc pressa. Me’l miro, gaudeixho per endavant el que vindrà... Ella, em fa la sensació, que amorosament també m’espera.

Palpo amb delicadesa un dels dos tomàquets, vermells, plens, madurs, de pell tan fina que conviden a assaborirlos. És un ritual que sempre practico abans de desponcellar-los i obrir-los per la mitat. Contemplo les formes capritxoses que guarda a dins imaginant seductores siluetes sempre canviants.

Suaument el refrego damunt de la molla que l’està esperant. Sento com per sota de la seva pell el suc i la polpa, seduïda per aquella, em rellisca entre els dits fins a ser absorbida per acabar acoblantse i convertir-se en una sola cosa.

Les restes del tomàquet les llenço al mig d’unes mates. Segur que algun animaló les aprofitarà i en farà festa grossa; ells també tenen dret a una satisfacció.

De dins d’una canya, amb un nus al mig, oberta pels dos cantons, cegats amb taps de suro, agafo un pessic de sal amb la punta dels dits de la mà dreta, l’índex, el cor i el polze, i tot fregant-los entre si deixo que la sal s’escapi per anar a parar damunt del pa untat amb el tomàquet, per matarne una mica la dolçor i per donar-li força sense apagar-ne el gust. La sal no s’hi ha pas de notar, tan sols intuir-la.

Tot seguit amb el tap posat a la boca de la canya, per escanyar-ne el broc perquè l’oli no caigui tot de cop, el vaig escampant per un igual i de mica en mica pel damunt, donant-li temps perquè es filtri cap a dins de la molla i que en faci de tot plegat −el pa, el tomàquet, la sal i l’oli −un sol conjunt, una sola peça, on cap dels elements desentoni i sobresurti dels altres. En definitiva, una harmonia ben orquestrada, única i diferent.

Ara el que tinc al davant ja no són aquelles dues mans obertes que em demanaven alguna cosa, ara són com dos camins vermellosos, que et portaran cap al cel, el cel de la satisfacció i el plaer intens que gaudiré assaborint-los.

D’un altre paquet en trec el bisbe. Suposo que en diem així per la seva forma arrodonida i molsuda i pel seu color fosc, quasi negre, que recorda les formes i sotanes d’aquests clergues. El tallo a rodanxes, ni massa primes ni massa gruixudes: es tracta que siguin un acompanyant digne, no pas el protagonista.

Les rodanxes del bisbe les vaig dipositant, amb un gest quasi afectuós, al damunt del que ara s’està convertint en un entrepà. Per una banda la crosta del pa amb el seu color torrat que s’endevina a sota, la molla ben xopa del tomàquet, amorosida amb l’oli i l’embotit amb el seu color fosc, quasi negre, trencat per un vermell que gairebé no es veu, de la sang que ha lligat la carn i el greix del porc que s’ha fet servir per elaborar-lo. El contemplo amb satisfacció i golafreria.

Tot està a punt. Bé, tot no. Preparo la bota de vi al meu costat, ben a l’abast,

per poder anar traguejant el Priorat que hi porto. Amb mesura, degudament paladejat s’endurà cap avall el menjar i em deixarà el seu gust a la gola, dolç i aspre a la vegada, un gust pastós que se’m fa difícil descriure, però que he de dir que m’encanta. Però com de tota la resta cal prendre’l amb mida. Ha de ser el company ideal de l’entrepà, una figura més de l’obra . No ha de distingirse per la seva individualitat; no pot pas ser l’heroi final de l’àpat.

Els preliminars s’han acabat, ara comença l’acte. Ho mastego bé, assaborint les excel•lències del que m’he preparat amb tanta complaença. El plaer no dura massa, com res d’aquesta vida, però el record d’aquesta experiència el conservaré molt de temps.

Per acabar d’arrodonir la delícia que m’he donat encenc la pipa. Faig unes quantes calades deixant que el fum reposi dintre la boca abans que rellisqui pel nas cap a fora, sentint la flaire que transporta. És un goig que m’equilibra i tranquil•litza alhora. Una bona cloenda a una experiència gairebé eròtica.

Amb aquest solet que fa m’està entrant un ensopiment... Sembla que no em costaria pas gens quedar-me adormit una estonetaaaaa........

Toscana

L’amanida de tomàquet amb mozzarella, va fer que la conversa comencés a girar al voltant de de les virtuts de la cuina de l’àvia. L’oncle Francesco va afirmar que cuinava tant bé que semblava que fes bruixeria, (...)

Muntsa Muñoz

Filòloga, educadora en el lleure, escriptora en pràctiques, poeta del quotidià i somniadora.

Feia deu anys de l’últim estiu a la Toscana. Com llavors, hi arribava amb la maleta quasi buida. Aquesta vegada, a més, a l’equipatge hi portava el meu cor, fet a bocins, dins una urna d’alumini. El taxi va enfilar la carretereta. Un exèrcit de xiprers van custodiar la meva arribada, a banda i banda del cotxe. Alts, imponents, en guàrdia, sempre vestits de gala. En aquell instant, i per primer cop en mesos, vaig respirar tranquil•la: casa. La nonna Simona m’esperava a la porta principal, amb el davantal de quadres i el seu somriure, aquell que només feia quan les coses anaven maldades. Havia envellit. En obrir la porta del cotxe una alenada d’aire calent em va acostar l’olor de les vinyes plenes de raïm. La meva olor preferida. Una abraçada de la nonna em va donar la benvinguda, mentre em xiuxiuejava aquell Cara mia, come stai? que podia no voler dir res, i que aquell dia ho deia tot. Bene vaig dir d’esma. Mentre el seu perfum afruitat m’omplia els nariu i m’embriagava els sentits. La meva alquimista... Nonna, nonna... La vida me l’ha fotut doblada! Com m’ho faré? Juraria que no ho vaig dir en veu alta, però la seva resposta em va deixar descol•locada. – Ets jove, bellissima i valenta, te’n sortiràs i jo hi seré per veure-ho. –Al capvespre la nonna em va convidar a acompanyar-la durant la seva passejada diària entre les vinyes, per contemplar la posta de sol i equilibrar el senderi, va sentenciar. Mentre passejàvem agafades de bracet em va fer prometre que em quedaria fins que passés la verema. No pots marxar fins després de la verema. Va tornar a sentenciar. Els primers dies a casa la nonna em van servir per treure’m les pors i els plors de sobre. Les nostres converses omplien dies i nits senceres: la mort que ens havia deixat vídues massa joves, el meu cor trencat, la meva por a tornar a començar, el seu constant optimisme de gairebé noranta anys, el seu queda’t la Toscana ho cura tot... Poc a poc es va fondre la meva tristesa profunda per

This article is from: