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Mirar mรกs allรก


Mira más allá © 2013, World Vision © Rubén Silva y Rocío Espinoza © De esta edición: 2013, Santillana S.A. Av. Primavera 2160, Santiago de Surco Lima 33, Perú Tel. 313 4000 / Fax 313 4001

Gerencia de Proyectos Institucionales: Raphael Pajuelo Diseño de cubierta y Diagramación: Wendy Drouard Ilustración de cubierta e interiores: Christian Ayuni Edición: David Abanto Aragón ISBN 978-9972-37-942-0 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2013-03748 Registro de Proyecto Editorial Nº 11501401300200 Impreso en el Perú – Printed in Peru Industria Gráfica Cimagraf S.R.L. Torres Paz 1252, Lima 1, Perú Primera edición: marzo de 2013 Tiraje: 10 000 ejemplares

Todos los derechos reservados. Esta Publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.


Rubén Silva • Rocío Espinoza

Mirar más allá


Micaela “Mira más allá”, decía su padre. Ella no lo entendía bien, pero le gustaba ver el brillo en sus ojos cuando lo decía. Micaela les llevaba todos los días la comida a su papá y a su hermano mayor, Marcelino, que trabajaban en la chacra. A pesar del peso, ella corría para llegar pronto y sorprender a su papá con un abrazo. Pero él siempre la veía, ella no sabía cómo lo hacía, pero de pronto él levantaba la cabeza y gritaba: “Miiiiica, no corras que te vas a caer”.


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Cuando Micaela, llegaba con la manta llena de comida, el papá la alzaba por encima de su cabeza y decía: “Tienes que mirar más allá…, pero sin caerte”; y se echaba a reír. Entonces ella miraba más allá del río hasta alcanzar la loma verde, y reía feliz. El Sol siempre brillaba para Micaela. Fuera invierno o verano, el futuro se asomaba con la misma alegría con la que el Sol salía por las montañas. Se sentía feliz, segura y amada. Era parte de algo más grande que ella misma. Era parte de los cerros, de los lagos, de la naturaleza, era parte de esa relación especial de amistad y amor que compartía con su padre. Era como un ave volando libre en el cielo azul. Pero ahora, ella ya no era feliz, cómo podía estarlo si su padre no estaba, si ya nunca más estaría con ellos. Un día se fueron él y su tío a la puna llevándoles sal a las vacas que allí tenían. Pasaron tres días y no regresaron. Unos hombres malos, dijeron. Tenían armas, dijeron. Lo cierto es que nunca regresarían.

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A partir de allí, todas las cosas cambiaron. Marcelino, no podía trabajar la chacra solo; su mamá con la tristeza que tenía, no podía con el cuidado de la casa y de los animalitos. Un día, uno de sus tíos, el padrino de Marcelino, dijo que mejor se fueran a su casa en la ciudad. Él tenía muchos negocios, manejaba un taxi, tenía un puesto de abarrotes. Su ahijado podría ayudarlo en el mercado y acabar el colegio por las noches. También podría conseguirle un trabajo a Teodora, la mamá de Mica, ayudando a limpiar casas. Teodora decidió aceptar la invitación de su hermano. Dejaron la choza, la chacra y los animalitos con unos tíos y se subieron en ese bus que la asfixiaba. Tenía dolores de cabeza, mareos, no tenía idea de adónde se dirigía. Su vida había cambiado para siempre, ya nada era igual, no sabía qué iba a ser de ella y su familia mañana. Ni siquiera deseaba que llegara mañana. “Mañana” era para ella una palabra vacía, oscura y triste Pero no lloraba, ya no tenía llanto, solo abrazaba fuerte su manta y cerraba los ojos.

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Gabriel

abriel era el segundo de tres hermanos. Su mamá no lo escuchaba; siempre escuchaba a Juan, el mayor. Tampoco lo cariñaba como antes, todo el amor y cuidado eran para Sheyla, la más pequeña. A veces hasta se olvidaba de darle de comer y tenía que reclamar o servirse él mismo. A sus 8 años, esto era difícil para él.


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Con su papá era diferente, él lo quería y Gabriel se sentía feliz con su padre. Sin embargo, ahora el niño ya no sabía cuándo su papá estaba de buenas. Antes lo llevaba al fútbol, pues, aunque no jugaba, al papá le encantaba ser el secretario de deportes de su club. No se perdía ni un partido y a menudo, al final, si ganaban, se iba con sus amigos a festejar y a tomar cerveza. Cuando estaba un poco tomado, lo sentaba en sus rodillas y le decía que él iba a ser el nuevo Paolo Guerrero. Le pedía que dominara la bola delante de sus amigos. Gabriel lo intentaba, pero le daba vergüenza. Además, no era muy bueno en el fútbol; es más, no le gustaba. El resultado era desastroso, no dominaba bien la pelota, la perdía muy rápidamente y ni siquiera hacía cabecitas. Entonces, su padre se molestaba y ya no le hablaba y él se quedaba en un rincón viendo cómo su papá se emborrachaba. Ya de noche, lo llevaba de la mano por las calles polvorientas del cerro. A veces, su papá lloraba diciendo palabras que Gabriel no entendía. Luego, al llegar a la casa, empezaban las broncas con la mamá. Ella le decía que era un irresponsable al gastarse la plata en cerveza cuando a ella le faltaba para la comida. Su papá gritaba un poco, pero siempre terminaba por dormirse. A Gabriel siempre le daba miedo de que pasara algo: no sabía qué con precisión, pero igual le daba miedo. Aunque, en realidad, no había nada que él pudiera hacer. Ahora, después del accidente, era peor. Una combi lo había atropellado y su papá ya no caminaba bien. Ahora iba solo al fútbol y ganaran o perdieran, regresaba borracho. Ya no era secretario, pero como solía invitar las cervezas, era siempre bien recibido. Donde no era bien recibido era en su casa. Los gritos eran más fuertes y ahora era peor. Un día su papá no llegaba y ya era muy tarde, todos estaban acostados, la mamá trancó la puerta y a eso de la media noche un ruido despertó a Gabriel.

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La mamá también se despertó y se levantó de su cama. Gabriel la siguió. Era el papá que se había caído en la entrada y roncaba profundamente. Entonces la mamá cogió una jarra y la metió al cilindro en el que guardaban el agua y se la tiró en la cara. El papá se enfureció y empezó a perseguir a la mamá y cuando la alcanzó la agarró del cuello y pretendió golpearla. Juan se despertó y se levantó a detener al papá. Gabriel no supo qué hacer, solo se quedó mirando, mientras el papá intentaba también golpear a Juan. De pronto, un grito se impuso sobre todos los otros ruidos. Era Sheyla, que con el escándalo se había despertado. Lloraba desesperadamente y decía: “¡No, papá!, ¡no papito!”. El papá se detuvo, miró a un lado y al otro, se cogió la cara con ambas manos. Entonces, Gabriel cogió a su papá del pantalón y lo llevó a la habitación de los niños y se quedó con él a dormir mientras que sus hermanos se fueron con la mamá. Esa noche, su papá cambió. Esa noche fue muy triste para Gabriel.

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Un pueblo en el desierto

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a ciudad no le gustó nada a Micaela; había mucha gente y muchos autos yendo y viniendo. El cielo era gris y el ambiente apestaba. Por donde mirara, veía extrañas e inmensas casas con gente entrando y saliendo. No veía plantas ni animales, aunque a veces veía uno que otro perro.


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El padrino de Marcelino los fue a recoger en su taxi. Solo allí se dieron cuenta de que Mica había traído a la China, la chanchita más chica del corral. La había traído envueltita en su manta como si fuera una guagua, y la puerquita no había hecho ninguna travesura en todas las horas que duró el viaje. Esta chanchita había nacido cuando su padre aún estaba vivo . Ella nació última y era muy pequeña. No pudo disfrutar de la teta de su madre, porque los otros chanchitos la botaban. Marcelino le dijo a Micaela que si la chanchita no tomaba leche se moriría pronto y que nada podían hacer. Ella fue donde su papá y le preguntó qué podían hacer para salvarla. Él le dijo que podían intentar ayudarla; pero que si la China no ponía de su parte, moriría. Llamaron así a la chanchita, primero porque era hembra (“china” es “hembra” en quechua) y segundo, porque no abrió los ojos sino después de varios días. Así que Micaela llevó a la China a la casa y la cuidó con la ayuda del papá. La alimentaron, le dieron abrigo y la cuidaron hasta que estuvo lo suficientemente fuerte como para volver al corral; pero, la chanchita siempre volvía a meterse a la casa. Así pues, se convirtió en una más de la familia y ahora era su mejor amiga en esta ciudad, tan diferente a su pueblo querido. Luego de casi tres horas de recorrer la ciudad, llegaron al desierto. A lo largo de la carretera había chozas de madera y de esteras que parecían perdidas y abandonadas. Hasta que llegaron a un pueblo con cerros de arena y casas. Allí era el pueblo donde estaba la casa del padrino. Como estaban en un cerro, tuvieron que guardar el carro abajo en un corralón con llave y subieron a pie con los bultos. Ellos permanecieron en silencio, pero el padrino no cesaba de hablar: sobre lo bien que

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vivía, de lo buena que sería su nueva vida aquí, sobre la señora con quién iba a trabajar Teodora, en fin. Era de noche, sin embargo, ella podía ver las chozas y empezó a sentir que la arena entraba por sus ojotas y lastimaba sus pies. Pero no solo eso la molestaba, sino también el frío que se le metía por los pies hasta los huesos. Cuando dejaron de caminar, llegaron a una casa de ladrillos que no estaba tan mal. La esposa del tío les abrió la puerta sonriente. Abrazó a la mamá, a Marcelino y a Mica. Los hizo pasar, los invitó a sentarse y les preguntó si querían comer algo. Solo Marcelino dijo que sí. La tía Hermelinda le trajo unos tallarines rojos con pollo. Teodora le pidió agua a su cuñada y Mica, además, pidió comida para China, su chanchita. Todos se rieron. Rápidamente se acostumbraron a su nueva casa, porque eso era. Los tíos eran muy buenos y como no tenían hijos, les dieron todo el amor que tenían a sus sobrinos, sin dejar de ser exigentes con la disciplina y el trabajo que, según sus posibilidades, cada uno podía hacer. Hermelinda se podía ahora dedicar a la pequeña tienda que habían abierto en la casa, Micaela aunque todavía parecía triste y permanecía callada sin hablar mucho con nadie, era muy obediente. Ella ayudaba a su tía en las labores de la casa. Marcelino vendía verduras en el puesto del mercado, Teodora trabajaba en casa de una señora muy buena y el tío podía hacer taxi todo el día. Todo marchaba bien, o casi todo, pues aún no habían conseguido inscribir a Micaela y a su hermano en el colegio. Porque se habían venido casi a mitad de año y la huelga de profesores, tuvieron que postergar el colegio para el siguiente año. Pero, la tía Hermelinda estaba preocupada, sobre todo por la educación de Micaela. Sabía que los niños debían estudiar. Además, la niña

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tenía mucho tiempo libre, pues terminaba rápido con las tareas de la casa y salía con la China a dar vueltas por las calles. La niña le había atado una correa al cuello a la chanchita y como si fuera un perrito salía a pasear con ella, que crecía fuerte y bonita.

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Encuentros

la mamá le preocupaba mucho que Mica no fuera a la escuela. La verdad era que les preocupaba a todos, porque ella era muy inteligente y ya alguna vez había tenido problemas por ir de un lugar a otro con su chanchita. Una tarde en que Mica bajó del cerro hasta el mercado para buscar a su hermano, cruzó por un lugar por donde nunca había pasado. De pronto, las calles se fueron haciendo estrechas hasta que apareció en una especie de callejón sin salida que terminaba en un patio. Había unos muchachos que al verla se miraron entre sí y riéndose, le dijeron:


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—Lindo tu perro, cholita, ¿de dónde lo has sacado? —y se rieron. Micaela también sonrió y les dijo: —Nada saben ustedes, ¿no se dan cuenta que es una chanchita? Ante la respuesta tan fresca de la niña, los muchachos se enfurecieron y se acercaron. —¿Qué te has creído, campesina malcriada? —dijeron y empezaron a aproximarse con cara de pocos amigos. La China se les enfrentó gruñendo, pero los muchachos seguían avanzando. Micaela no se atrevió a gritar para pedir ayuda, pero se dio cuenta de que era mejor huir que quedarse a pelear, pues los muchachos eran tres y mucho más grandes que ella. Así que jaló a su chanchita de la correa y empezó a correr. Uno de los muchachos corrió hasta la salida del pasaje mientras que los otros seguían acercándose. Ella intentó llegar antes a la salida, pero era demasiado tarde. Ya el muchacho flaco estaba parado allí con las piernas separadas y los brazos abiertos. El gordo y el chato estaban detrás de ella jalándole las trenzas. Ella volteó y les dio un golpe. —¡Suéltenme, abusivos! —gritó ella con todas sus fuerzas y corrió hacia la pared de ladrillos al fondo del patio. Con su excelente vista, ella había descubierto que entre la pared de la casa de madera y el muro de ladrillos había un hueco. Por allí metió primero a su chanchita y luego se metió ella. Tuvo que soportar el polvo acumulado y las telarañas que se le enredaban en las trenzas, pero eso era mejor que enfrentarse a los chicos. El pasaje parecía no tener fin y lo peor de todo era que dos de los muchachos también se metieron, el chato y el flaco. El gordo trato de pasar. Se ponía de costado, subía la panza, pero todo era inútil: estaba muy gordo. Como no entraba, dijo que los alcanzaría al otro lado.

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Los dos muchachos ya estaban por alcanzarla. Por fin Micaela logró salir y le pareció encontrarse con un barrio que nunca antes había visto. Había muchas casas de ladrillos y solo algunas de madera. Micaela se escondió detrás de una pared a medio construir y le pidió a la China que no hiciera ruido. Los dos muchachos salieron del muro y empezaron a mirar a su alrededor sin ver a la niña. Los muchachos por fin se alejaron y la calma volvió a la niña. Cuando creyó que ya estaban lejos, Mica y su chanchita salieron del escondite y caminaron buscando el camino que las llevara a la casa de los tíos. De pronto, el chico gordo se apareció de la nada y las asustó. —¿Creíste que escaparías, niña tonta? —dijo el muchacho cansado. La China le gruñó, enseñándole los dientes, Micaela estaba cansada de escapar. Levantó con dificultad a la chanchita y la puso sobre su pecho. Ambas se enfrentaron al muchacho que, ante el hocico húmedo de la China y la determinación de la niña, retrocedió un poco. De repente, de la casa en la que se había escondido Micaela, salió un niño flaquito y de pelo lacio muy negro. El muchacho gordo no lo veía, pues estaba a sus espaldas. El niño flaquito hizo una seña a Micaela para que se quedara en silencio. Ella siguió avanzando hacia el muchacho, con su chanchita como arma, mientras que el niño se ponía detrás del grandulón en posición de cuatro patas. Enseguida, Mica entendió las intenciones del niño y siguió avanzando hacia el muchacho que retrocedía lleno de asco ante el hocico húmedo de la China. Cuando el muchacho gordo casi rozaba al flaquito, Micaela lo empujó fuertemente con su hombro izquierdo y el gordo cayó como un zapallo en la arena. Entonces, el niño le dijo: —Apura, corre, los otros están cerca. Por acá —dijo mientras la cogía del brazo.

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El muchacho gordo estaba furioso, mientras los niños huían hacia la parte de arriba del cerro. La niña corría agitada. El niño flaquito la ayudó cargando a la chanchita. —Gracias, niño —le dijo Mica sonriente. —Me llamo Gabriel —dijo él sin dejar de mirar hacia adelante. Los muchachos encontraron al gordo que señaló hacia arriba a los niños que corrían. Entonces, como era de esperarse, fueron tras ellos. Gabriel conocía muy bien el lugar y se metía por los laberintos de casas y chozas con agilidad y rapidez. Micaela lo seguía, libre del peso de la China. Pronto perdieron a los muchachos y aprovecharon para darse un respiro. Se detuvieron entonces cerca de la cima del cerro. —¡Cómo pesa tu chanchito! —dijo Gabriel agitado. —Es que come muy bien —dijo Mica sonriente. —¿Tú dónde vives? —preguntó el niño. —Ummm, no sé —respondió la niña pensativa—. Solo sé que se llama Sector 1. —Ah, estamos bien lejos. Es por allá abajo, ¿ves? Pero no te preocupes, yo te acompaño.

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La gran casa en la cima

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n esas andaban, cuando oyeron unas voces que les resultaron conocidas. Eran los muchachos que los estaban buscando. Entonces, subieron un poco mรกs, hasta la cima.


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Allí se encontraron con un enorme edificio blanco que, por suerte, estaba con las puertas abiertas. Se metieron ahí y se dieron cuenta de que estaban en una salita llena de colores. Unos afiches y también algunos juguetes distrajeron su atención de las voces que los venían persiguiendo…, pero de inmediato volvieron a estar atentos a los ruidos de fuera. De pronto, una señorita sonriente los saludó: —Hola, chicos, ¿cómo están? ¿Vienen a los talleres o a inscribirse en clases de recuperación? —Hooola —respondieron los niños sorprendidos. —¿O tal vez a la Ludoteca? —¿Ludo… qué? —dijeron en voz alta los niños. —Ludoteca, un lugar donde hay muchos juguetes, libros, papeles y colores. Con una señorita ludotecaria que los puede orientar y prestar los juguetes. A los niños se les abrieron los ojos y casi sin pensar dijeron que sí. La señorita que se llamaba Amalia, los llevó a una salita no muy grande, pero muy agradable, tenía sillas pequeñas y mesas. En los estantes de las paredes había libros, cajas de juegos de mesa y juguetes de todos tipos y para todas las edades. Y mirando a la chanchita que aún seguía en los brazos de Gabriel, les dijo: —Primero tienen que dejar a su mascota en el patio, allí estará bien; y luego, tienen que lavarse la cara y las manos. Los niños hicieron lo que les dijo Amalia, pues les inspiraba confianza y seguridad. Al regresar, los niños recorrieron los es-

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tantes asombrados hasta que una niña mayor se les acercó y se presentó: —Hola, soy Jocelyn y estoy aquí para ayudarlos. ¿Quieren pintar?, ¿recortar?, ¿hacer esculturas?, ¿dibujar? Los niños les dijeron que querían dibujar y pintar. La ludotecaria les trajo papeles, lápices de colores, crayones y témperas. Así estuvieron mucho rato hasta que Gabriel dijo que tenía que irse y los dos niños se levantaron y fueron donde Amalia a recoger a la chanchita. Ella les dijo que podían asistir cuando quisieran a la ludoteca y que además los martes y jueves había nivelación escolar en matemática y lenguaje; los sábados estaban los talleres. Si querían asistir, su mamá, su papá o algún familiar los podían inscribir. —Les dicen que vengan aquí a la casa de World Vision y que hablen conmigo —les dijo Amalia. —¿Guold bishon? —dijo Gabriel. —¿Qué es eso? —preguntó Micaela. —Eso significa Visión Mundial, el nombre de nuestra institución. A Micaela le quedó sonando el nombre Visión Mundial, le recordó a lo que su papá siempre le decía: “Mira más allá”. Los tres bajaron el cerro felices. La China estaba con la panza llena, pues las señoritas les habían dado algunas frutas y golosinas de sus loncheras. Cada uno de los niños llevaba sus dibujos bajo el brazo. Micaela había dibujado su chacrita con los cultivos de maíz y entre las cañas, una sombra que llevaba un sombrero como el de

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su padre. Gabriel había dibujado a su papá con la camiseta de la selección y una pelota bajo el brazo. Esa tarde, fue una tarde llena de encuentros y sorpresas. Mica conoció a Gabriel. También esa misma tarde, la mamá de Micaela, después de lo que ella le contó sobre World Vision, decidió inscribir a Micaela en los cursos de nivelación.

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En la cima

Micaela la inscribió su tía. A Teodora no le dieron permiso para salir de su trabajo, pero Mica le rogó a su tía que por favor la llevara. Allí le explicaron a Hermelinda que en


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World Vision trabajaban por el bienestar de los niños, que no solo se trataba de jugar o nivelarse en matemática, sino que iban más allá. —Los niños y las niñas —decía Amalia— tienen muchas capacidades, las cuales son como una semilla. Si riegas la semilla con amor y cuidado, crecerá feliz y sana, convirtiéndose en una hermosa planta. Pero si la abandonas y no le prestas atención, simplemente no crecerá. Esa plantita puede cambiar el futuro de muchos. Con los niños pasa igual. Ellos pueden cambiar las cosas. —Pero ¿cómo van a poder ellos cambiar las cosas siendo tan pequeños? —preguntó Hermelinda. —Todos podemos hacer algo, en la medida de nuestras posibilidades. Todos somos hijos de Dios y ser pequeño no es un impedimento. Cuántas veces, a pesar de saber esto, me he sorprendido de la capacidad de los niños, de su imaginación para resolver los

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problemas más difíciles para un adulto. Los he visto cambiar las cosas en su familia, en su barrio y en sus colegios, organizándose, luchando por sus ideas… —Pero igual nos necesitan, ¿no? —interrumpió Hermelinda. —Claro ellos nos necesitan casi tanto como nosotros los adultos necesitamos de ellos. Nos necesitan para escucharlos y orientarlos, para enseñarles a ser responsables, para ayudarlos a creer en sí mismos, porque algunos niños no se dan cuenta de lo valiosos y capaces que son. Ellos pueden llegar a ser todo lo que sueñan y más. Creemos en ellos y solo tenemos que ayudarlos a desarrollar su potencial, a mirar más allá. La voz de Amalia subía y bajaba de la emoción hasta cortarse por momentos. En una pausa, Hermelinda se atrevió a decir: —Se ve que le gusta trabajar con los niños, señorita. —Es maravilloso este trabajo: ayudar a los niños a descubrir todo lo que son y todo lo que pueden llegar a ser. Hermelinda se quedó callada pensando en lo bueno que había sido conversar con Amalia y entender todo lo que son capaces los niños y las niñas. Se dio cuenta de que World Vision era un lugar donde los niños podían divertirse y aprender al mismo tiempo. Es más, sonaba como el tipo de lugar que te invita a soñar. Desde el siguiente sábado, Micaela empezó a ir a World Vision. Iba a todas las actividades: los lunes a la ludoteca, los martes a nivelación en matemática, los miércoles de nuevo a la ludoteca, el jueves a la nivelación en lenguaje, el viernes a la ludoteca otra vez y el sábado a los talleres de liderazgo y formación de niños y jóvenes. Micaela comenzó a sentirse como en casa en World Vision.

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La casa de sus tíos se había convertido en su nuevo hogar. Eso la hacía sentir bien, se sentía parte de algo más grande. No sabía de qué: ¿de World Vision? ¿De la gran familia que ahora formaban con sus tíos? Incluso, las cosas mejoraban dentro de la familia. Todos los domingos estaba en la casa ayudando a su tía en el gran almuerzo familiar, ya sonreía, ya cantaba bajito una canción en quechua que le enseñó su papá: El domingo era muy importante. Era el día de la semana en que la familia iba a la iglesia y descansaba. El tío hacía taxi hasta el mediodía y Marcelino cerraba el puesto también a esa hora. Incluso la tienda —que de lunes a sábado estaba abierta todo el día— el domingo cerraba desde el medio día hasta las cinco de la tarde. Y solo el domingo, en la tardecita, Micaela salía a pasear con su hermano y la China. Subían al cerro, justo al costado del local de World Vision, ponían su esterita y se sentaban a mirar el atardecer y las casas pequeñas de ese desierto que ahora era el lugar en el que vivían. Podían disfrutar de la vista desde ahí, pero ese era también para ellos un rincón para pensar y contarse sus sueños. Hermelinda y Teodora estaban felices de ver a la niña tan alegre y que iba dejando la tristeza ocupada con las actividades de esa casa tan acogedora y de esas personas tan buenas que trataban a los niños con tanto cariño. Micaela era muy buena en Lenguaje y Matemática, así que la profesora, en vez de nivelarla, la ayudaba a prepararse para ver si el siguiente año la aceptaban en el grado que le correspondía. Al principio, ella iba a la ludoteca a jugar, pero pronto empezó a ayudar a otros niños. Todo había ocurrido muy bien. Un día apareció en la ludoteca un niño pequeño, de unos 4 o 5 años, con los ojos brillantes y la cara chaposa. La mamá lo dejaba allí mientras ella iba al mercado. El niño hablaba quechua y sabía

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algunas pocas palabras en español; miraba con curiosidad qué era esa casa tan grande. Nadie parecía poder entender lo que el niño quería decir, pero Micaela hablaba quechua muy bien, así que pudo traducir todo. Ella se sintió bien de poder ayudar a alguien más. Sabía lo que era estar sola en la ciudad, así que poco a poco comenzó a hacerse amiga del niño. Al el pequeño, le costaba hacer amigos, pero estaba feliz de haberse encontrado con Micaela. Podía hablar en quechua y tener una gran amiga. Además, Micaela le enseñaba español para que pudiera hablar con otros niños y hacer más amigos. Un día Micaela lo vio jugando a la pelota con un grupo de niños que iba a la casa y supo que había conseguido lo que buscaba. Ya era uno más del grupo. Micaela sintió un calor especial en el pecho, una sensación parecida a cuando tenía frío y tomaba un mate caliente o a cuando su papá la miraba: algo que le calentaba el cuerpo y el alma. Mica le daba gracias a Dios por eso. Otro día, Mica estaba en la Ludoteca dibujando un paisaje que le había pedido el niño. Era su pueblo y una pequeña niña se acercó a preguntarle dónde estaban esos cerros cubiertos de verde. Ella solo conocía los cerros grises y amarillos, no los verdes. Micaela le contó entonces sobre su pueblo, sobre el Sol que salía a las cinco de la mañana e iluminaba los campos verdes donde comían las ovejas, sobre los ríos de agua limpia, sobre los pájaros que cantaban cada mañana. La pequeña niña la miraba asombrada y sonreía feliz. Ella nunca había escuchado sobre un sitio así, pero le agradaba la idea de que existiera. Micaela siempre había querido tener una hermanita, ahora sentía que tenía una. Desde entonces, Mica soñaba con convertirse en ludotecaria. Sabía que era una de las tantas formas que tenía de ayudar a otros y sentirse feliz.

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Un día, Amalia le preguntó si le interesaba convertirse en ludotecaria y Micaela respondió con una gran sonrisa. Entonces la prepararon para trabajar con los niños más pequeños. Desde ahí se convirtió en la ludotecaria más feliz de World Vision. Además, cada vez estaba más metida en las actividades; incluso había algunos domingos en los que participaba en las campañas. Un día le presentaron a un facilitador que se llamaba José Carlos. Él habló con ella un momento, le preguntó sobre sus padres, sobre su tierra, sobre si le gustaba participar en las actividades de World Vision. El facilitador le habló de algo más grande como ser una joven líder y pertenecer a una red de jóvenes. Micaela escuchaba todo muy atenta. Todo eso sonaba tan importante. Luego, José Carlos llamó a Amalia y le preguntó si allí también pensaban organizar un club de amigos. Al tener una respuesta afirmativa, se dirigió a Micaela y le preguntó si le interesaría participar. Cuando le explicaron de qué se trataba, ella aceptó encantada. Así fue como, con la ayuda de Amalia, fue invitando a todos los niños del Sector 1 e incluso a algunos de otros sectores. Fue organizando a los niños y realizando con ellos algunas actividades mientras se iba preparando. Hasta que un día se acordó de Gabriel. Con tantas ocupaciones, se había olvidado un poco del niño que la salvó de los chicos abusivos y que la llevó a World Vision. Entonces fue a buscarlo.

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El club de amigos

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icaela recordaba vagamente la casa de Gabriel, y aunque le daba un poco de miedo encontrarse con esos chicos abusivos, sus ganas de verlo e invitarlo a participar en el club eran mucho más grandes. Le pidió a Hermelinda que la acompañara y le contó cómo había conocido al niño. La tía aceptó de inmediato.


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Fueron juntas a buscar a Gabriel. Cuando llegaron a su casa, Gabriel estaba cargando un balde con agua. De la emoción de ver a Micaela, botó el balde al suelo. El líquido se secó en la tierra dura mientras Gabriel saludaba a Mica. —¡Hola, Mica! ¿Cómo está tu chanchita? —dijo Gabriel con alegría. —Bien —respondió la niña—, pero he venido para hacerte una invitación. —¿De qué se trata?, ¿una fiesta? —preguntó Gabriel. —Mejor aún, un Club de Amigos —contestó Mica. Entonces, le explicó que los niños se organizaban en clubes para mejorar su comunidad. Reciclaban, preparaban cosas para vender cuando necesitaban algún equipo deportivo, organizaban actividades para sacar fondos, para divertirse y aprender. Todo era posible si se organizaban para lograrlo. Incluso le contó que ella había escuchado que unos clubes de amigos de otras zonas habían organizado Truchadas. En otras palabras, podían organizar la actividad que ellos quisieran y, a la vez, ayudar a su comunidad. También le comentó que en las pocas semanas que llevaba abierto el Club de amigos del Sector 1 ya habían hecho chupetes y queques aprovechando las clases de cocina y que los habían vendido para conseguir dinero para comprar pelotas nuevas para jugar. Micaela le dijo que ella sabía que juntos podían planear muchas más cosas, como tener un parque con arbolitos. Ya le habían escrito al alcalde para que les regale un arbolito grande, pues los que habían plantado juntos aún demorarían en crecer. Micaela quería incluso organizar un corta monte para generar más fondos. Hacía tanto tiempo que no veía uno. Gabriel escuchaba entusiasmado la propuesta de Micaela. Lo único que faltaba era

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que algún adulto le diera la autorización necesaria para poder ser parte del Club. —Mmm, últimamente mi papá anda de malas, pero voy a intentar hablar con él —dijo Gabriel. —Ojalá quiera, porque quiero que podamos hacer esto juntos —le dijo Micaela con una gran sonrisa. Ese día, al anochecer, Gabriel esperó a su papá hasta tarde. Le había pedido a su mamá que por favor, no discutiera con él para no ponerlo de mal humor. Le había explicado lo que quería hacer y ella estaba de acuerdo. Faltaba solo el permiso del papá. Cuando finalmente su papá llegó oliendo a cerveza, Gabriel se armó de valor para explicarle lo que quería y pedirle permiso para ir a World Vision, pero este le contestó: —Pero… y, a cambio, ¿qué te dan? —No, papá, lo que me dan es un lugar donde poder jugar y aprender. Además, voy a conocer a otros niños y podemos organizarnos para hacer cosas —le contestó Gabriel. —¿Y ellos qué ganan? —preguntó el papá. —Nada, quieren ayudarnos —contestó Gabriel. —Pero ellos tienen plata. Mínimo deberían darte algo, aunque sea comida para que tu mamá no se queje tanto —protestó el papá. —Papá, se trata de enseñarnos a ser mejores, no se trata de cosas para comer —le contestó Gabriel. —Bueno —contestó el papá— ya no me fastidies con tanta tontería. Si no te dan nada, mejor no vas y así no pierdes el tiempo. —Pero, papá, yo quiero hacer esto. Voy a aprender, voy a tener otros amigos.

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—Nada, nada y ya déjate de tonterías. Ahora anda a buscarme un cigarro en lugar de estar perdiendo el tiempo —le contestó el papá, mientras se sentaba. Gabriel lo miró con pena. Realmente quería unirse al Club. Tenía tan pocos amigos. Además, sonaba interesante. Pero su papá no entendía.

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ยกSe quema la casa!

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abriel pensรณ que su papรก ya no iba a levantarse y como lo vio dormido, se fue a acostar. Pero el papรก se levantรณ a media noche para fumar un cigarro. Como estaba medio


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borracho, se quedó dormido con el cigarro prendido. En medio de la noche, Gabriel sintió olor a humo. Primero pensó que era su imaginación, pero luego se dio cuenta de que era real y corrió a despertar a todos. La mamá de Gabriel gritaba asustada mientras cargaba a Sheyla. Juan ayudaba a Gabriel a salir de la casa, mientras el papá apenas si reaccionaba. —¡Papito! —gritaba Sheyla. Finalmente, el papá logró salir también de la casa y unirse a la familia que lo esperaba afuera. Pero nada pudieron hacer por el resto de la casa. El fuego consumió las pocas cosas que tenían. —Nos hemos quedado sin nada —decía la mamá llorando. —Mamita, no llores —le decía Sheyla. Juan y Gabriel se miraban asustados. El papá simplemente movía la cabeza. Aún no terminaba de salir de su borrachera. La casa se había quemado toda. Los vecinos habían intentado ayudar a apagar el fuego, pero no habían podido salvar nada. —Pucha, qué lástima —decía el vecino del lado derecho—, al menos el fuego no pasó a mi casa —la pared de ladrillos había cercado el fuego. —Lo que pasa es que ese es un borracho irresponsable —dijo la vecina del lado izquierdo. Esta misma vecina se acercó a la mamá de Gabriel y le preguntó qué iban a hacer. —Yo los puedo alojar en el corral por unos días —le dijo la vecina a la mamá de Gabriel —pero eso sí, borrachos en mi casa no entran. —Vecina, no sea así —dijo el otro vecino. —Entonces, recíbalos en su casa, pues —le contestó la mujer. 35


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Gabriel y sus hermanos se miraban sin saber qué hacer, hasta que el papá dijo: —A mí ni me miren. Yo me voy a otro lado —se levantó y se fue casi cayéndose. La mamá de Gabriel le dio las gracias a la vecina. Juntas con ayuda de unos plásticos armaron unas camas para el resto de la familia. Al día siguiente, todo el barrio comentaba sobre el incendio. Gabriel sentía vergüenza. Ahora ya todos sabían que su papá era un borracho y escuchaba que hablaban mal de él por todas partes.

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Manos a la obra

icaela se enteró de lo que había pasado con Gabriel por casualidad. En la tienda le comentaron sobre el incendio a su tía Hermelinda. Ella se lo contó a su sobrina, y Micaela decidió hacer algo.


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—Parece que se han quedado sin nada, hijita —le dijo la tía Hermelinda. —¿Cómo sin nada? —preguntó la niña. —El fuego destruyó todo. Ahora están durmiendo con la vecina. —¿Y por qué nadie los ayuda? —insistió Micaela. —A nadie le cae bien el papá en su sector —contestó Hermelinda—, todos piensan que ha sido su culpa lo del incendio por borracho. —Pero Gabriel y sus hermanos no tienen la culpa —dijo Micaela. —No, pero así es la vida, pues, hija —le contestó Hermelinda. Así no es la vida, pensó Micaela. Recordó las palabras de su padre: “Mira más allá” ¿Qué podía hacer ella para ayudar? Entonces se le ocurrió comentarlo en su Club de amigos. Quería hacer una colecta. No era justo que porque a nadie le cayera bien el papá de Gabriel no ayudaran a su amigo. A ella tampoco le caía bien, pero era el papá de su amigo, pues, eso ella no lo podía cambiar. Lo que sí podía cambiar era la indiferencia. —Amigos —le dijo en reunión a Paloma, Pepe, Lissette y Toño —voy a contarles una historia. Micaela empezó a contar cómo había conocido a Gabriel y cómo él la había defendido de los chicos abusivos que la habían querido molestar. Todos se quedaron sorprendidos por la forma graciosa en que Micaela les contó la historia y la valentía de Gabriel. —Ahora —dijo Micaela—, nos toca ayudar a un amigo que lo necesita y creo que podríamos hacer actividades y reunir dinero. —O sea, una chanchita —dijo Pepe. —¿Chanchita?, ¿qué tiene que ver la China en esto? —preguntó Micaela. 39


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Los niños se rieron. —Noooo —le dijo Paloma—, “una chanchita” quiere decir que juntamos plata entre todos para ayudar. —Podemos incluso agregar lo que juntamos con nuestras ventas, ¿se acuerdan? —dijo Lissette. —Claro —dijo Toño, el tesorero—, hemos sacado buena plata con nuestras actividades. —Ya, entonces, ¿estamos todos de acuerdo? —preguntó Micaela. —¡Sí! —contestaron todos a la vez. —Perfecto —dijo Micaela—, entonces hay que organizarnos para ver cómo hacemos con la colecta. Nos dividimos en grupos para ir por sectores y si necesitamos gente podemos pedir ayuda a otros clubes de amigos —precisó Micaela. Así, Micaela y su grupo de amigos del club fueron de casa en casa pidiendo dinero, ropa, y alimentos. A los que no encontraban, les dejaban un comunicado diciendo que volverían y que tuvieran listo lo que podían donar. En los tres días que les tomó recorrer no solo su sector, sino otros cinco sectores más, reunieron una buena cantidad de dinero y algunas cosas para ayudar a la familia de Gabriel. El local que les servía para sus reuniones estaba lleno con todas las cosas. La tía Hermelinda, al ver todo el trabajo y el éxito de la colecta le contó a su esposo y este le contó a los dirigentes. Ellos se acercaron a hablar con Micaela y los amigos del club y les dijeron que les habían dado una gran lección. Que ellos también querían ayudar. A Micaela se le ocurrió que sería muy lindo que los ayuden a reconstruir la casa de Gabriel y todos pusieron manos a la obra. Su

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tío usó su taxi para llevar los materiales, los vecinos y las vecinas trabajaron duro, pero felices, parecía una fiesta. Empezaron el sábado y el domingo en la tarde tenían lista la nueva casa.

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Mira más allá entada en lo alto del cerro, Micaela entiende ahora qué significa lo que le decía su padre. “Mira más allá”.

Cuando recién llegó se sentía sola e inútil. Ahora ya no, sabe que ella puede cambiar las cosas, que ella es responsable de su vida y tiene capacidades. Todos sus sueños pueden ser cumplidos


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con ayuda de Dios. Ha ayudado a varias personas, pero aún falta un largo camino por recorrer. Siente esa bonita sensación en el pecho que sentía cuando su padre sonreía. El Sol brilla nuevamente. Micaela se siente segura y amada. Nuevamente es parte de algo más grande que ella misma. Entre los niños que ve correr más abajo está Gabriel, su primer amigo en esta ciudad tan grande. Micaela sonríe. Ellos se han vuelto grandes amigos. Él siempre le estará agradecido por haber ayudado a su familia y por haber convencido a su mamá para poder asistir a las actividades que el Club organiza. Ahora él ya es parte también del Club y juega y aprende con los demás. Sabe que Gabriel es feliz ahora, su papá se fue, pero viene a visitarlo los domingos, ya no se emborracha, y dice que volverá cuando ya esté curado del vicio.

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Ella también es feliz. Sigue con sus actividades como ludotecaria, pero no solo eso, ha organizado varias cosas con los otros miembros del Club. Incluso el cortamonte, que tanto quería hacer Micaela, fue todo un éxito. El alcalde del distrito, luego de saber lo que los niños lograron luego del incendio, les contestó su carta y les regaló un arbolito grande. Entonces hicieron la yunza. Hubo música, baile, regalos. Las cintas de colores se movían con el viento poniéndole alegría a ese cerro que alguna vez le pareció tan triste. Los niños bailaban al compás de la música alrededor del arbolito que transplantaron y que estaba en el centro de lo que iba a ser su parque. Los padrinos del corta monte fueron su tío Carlos y su tía Hermelinda, que la habían hecho sentir parte de su familia. Parecía un sueño hecho realidad. Le hizo acordar a las numerosas veces que había ido con su padre a un cortamonte en su pueblo. Era como tener un pedacito de su pueblo querido en esta ciudad. Y, por supuesto, no mataron al arbolito. La señorita Amalia subida en una escalera iba tirando los regalitos que colgaban de las ramas. Tantas cosas han cambiado desde que llegó. La China está ya grande. Ahora es una chanchita fuerte y más cariñosa. Varias veces la han fastidiado en el barrio con que ya está buena para chicharrón. Micaela sonríe, pero sabe que no sería capaz de comérsela. La China no es solo su mascota, es también su amiga. La niña mira con esperanza el barrio en el que viven sus amigos, que ahora es también suyo, y sabe que ahora es importante, que puede llegar a ser lo que ella quiera, que puede cambiar al mundo con ayuda de Dios. También sabe que crecerá, pero nunca perderá el deseo de ayudar a otros, ni se olvidará de los niños ni de las niñas. Cuando ya sea grande, con una carrera o un oficio podrá seguir ayudando a los demás. Aún no decide qué estudiará: será una doctora, una maestra, una ingeniera, una escritora, una deportista,

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una policía. No sabe, pero lo que sí sabe es que está en el camino correcto. Micaela sonríe. Antes todo se veía tan triste. Ahora la palabra “mañana” está llena de significado, llena de luz, de paz y esperanza. El Sol se oculta en el otro lado del cerro. La cima se queda iluminada por rayos naranjas y amarillos, es un hermoso atardecer.

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