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Antología de textos: La novela de aventuras «Tenemos la tripulación completa». Esta frase, tan sencilla en apariencia, se me clavó en el corazón como si estuviera fundida en acero.[...] Aguardaba una oportunidad para subir a bordo de la goleta Ligera sin delatar mi presencia; pero ésta no acababa de presentarse y, por la actividad apreciable sobre cubierta, estaba claro que en cualquier momento el barco podía hacerse a la mar. Al final hice de tripas corazón, tomé bajo el brazo el hatillo de mi equipaje y abandoné mi refugio [...]. Me encaminé abiertamente hacia la pasarela que unía el muelle con la goleta. Nadie me detuvo. Apoyado con las dos manos sobre la borda mientras seguía las últimas operaciones de los estibadores, sólo el capitán se volvió al reparar en mi avance por el puentecillo. —¿Traes algún recado de los armadores, muchacho? —me preguntó—. Si es así, date prisa, porque estamos a punto de zarpar. Tardé unos segundos en reunir suficiente valor para dirigir la palabra a aquel hombretón uniformado que casi sumaba un tercio a mi altura. —No, señor; no los conozco. Venía a enrolarme en la goleta. Su gesto comprensivo me permitió albergar alguna esperanza. Debió de darse cuenta, pues en seguida se apresuró a desengañarme desterrándolo del rostro. —Lo siento mucho; tenemos la tripulación completa para esta travesía. ¿Ves aquel barco? —señaló un vapor anclado en el otro extremo del muelle—. La semana próxima partirá hacia Cuba y sé que andan buscando algún grumete. —Pero yo no pretendo ir al Caribe, ni tampoco espero un salario. Sólo quiero viajar con ustedes hasta Fernando Poo. Estoy dispuesto a pagar el pasaje con cualquier trabajo. [...] —¿Y qué haría contigo? No sabes aparejar las velas y, si te mando a las vergas, te caes, seguro. —Puedo limpiar la cubierta y soy buen cocinero, señor. Es probable que el capitán considerara la ausencia de miedo como un privilegio de la juventud, porque su siguiente pregunta se centró en ese tema: —¿Qué edad tienes? —Dieciséis años. Le mentí sólo por dos. Supuse que aquel añadido le haría contemplarme con menos reparo. —Muy flaco te veo para esa edad —murmuró, no muy convencido—. Y esa cara pecosa y los cabellos como la estopa te hacen parecer aún más joven, casi como una chica... No te molestes. Has dicho que te defendías con las sartenes, ¿verdad? —Desde pequeño, en casa aprendí a echar una mano. —Entonces puedes considerarte enrolado. Te advierto que te vigilaré y, si no cumples con tus tareas, volverás a tierra sin discutir. ¿Aceptas el trato? Sentí el impulso de abrazar a aquel gigante de fingido malhumor. No creo que lo hubiera entendido; así pues, me contuve. —Lo acepto, señor. No se arrepentirá. Antología de textos

Armando Boix, Aprendiz de marinero.

220 © grupo edebé


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