PENUMBRIA - DOS

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PENUMBRIA – DOS

Junio, 2012

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3.0

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ÍNDICE

TORRE DE JOHAN RUDISBROECK / editorial … 5 TIENDA DE ANTIGÜEDADES DEL PERVERSO MEFISTO / cuentos Un crimen en papel / Alejandra Elena Gámez Pándura …7 Sussel (Parte 1) / Alexandra Quiroz Sánchez …8 Trinidad / Ana Paula Rumualdo Flores …10 Los merlupos y los ferlopos / Andrés Galindo …11 Los alaridos / Bernardo Monroy …13 La pregunta es cuestionable / Brenda Navarro …18 Causa desconocida / Claussen Marroquín …20 Van / Dante Vázquez …23 El loro / Diana Beláustegui …24 Suyo / Enrique Ángel González Cuevas …25 Impresión / Eugenia Sánchez Acosta …26 Problemas técnicos / Manuel Barroso Chávez …28 Origen / José Manuel Ortiz Soto …29 Perros de arena / Mariano F. Wlathe …30 El santo / Michelle Morales Castro …32 La ciudad sin nubes / Miguel Antonio Lupián Soto …34 B-612 / Nelly Geraldine García-Rosas …35 Un revólver cubierto de mucosidad desconocida / Néstor Robles …37 El secreto de las lagartijas / Pok Manero …38 Solo de violín / Zyan Blancas …40 AUTÓMATAS / colaboradores …43

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TORRE DE JOHAN RUDISBROECK

Bienvenido al número DOS. Como cada mes, te damos las llaves de Penumbria para que te deleites con sus historias fantásticas. Vislumbrarás a viejos conocidos recorrer las laberínticas calles de nuestra ciudad, conocerás a muchos jóvenes ansiosos de maravillarte con sus relatos y escucharás el acento inconfundible de los extranjeros que nos honran con su visita. En la tienda de antigüedades del perverso Mefisto encontrarás policías de papel que te apuntan con sus diminutas armas, seres mitológicos que caen al suelo embriagados de ajenjo y a niñitos de mamá. Extrañas criaturas que confundirás, libretos malditos y respuestas a preguntas cuestionables. Enfermedades del corazón, charlas de cine y loros misteriosos. Peluche, borra y botones para crear muñecos, sombras de niños y operadores telefónicos. Padres amorosos, perros de arena y santos. Nubes ausentes, campos espaciales de cultivo de flores y revólveres mucosos. Lagartijas que traman conspiraciones y composiciones enloquecedoras. Agradecemos a todos los autómatas por compartirnos su talento e imaginación y a todos los aspirantes (sabemos que muy pronto obtendrán la ciudadanía). Así que, una vez más, te invitamos a que cruces el pantano verdinegro, rasgues la cortina de zarzas y tomes el empalme de los gnomos.

Miguel Lupián Director RP

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TIENDA DE ANTIGÜEDADES DEL PERVERSO MEFISTO

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UN CRIMEN EN PAPEL Alejandra Elena Gámez Pándura

Ernesto caminaba por la calle cuando, de la nada, aparecieron disgregados por la banqueta unos pedazos de papel, justo enfrente de él. Por un momento el muchacho pensó que aquello parecía la escena de un crimen y se imaginó a sí mismo como un pobre individuo que se topaba con el cuerpo desmembrado de una víctima a primera hora de la mañana. <<Debería llamar a la policía de papel>>, pensó, y comenzó a reír mentalmente. Su risa interior le gustaba mucho, era melodiosa, no como su risa real. Ernesto tomó los pedazos de papel y les dio la vuelta. Lo que vio era demasiado risorio: alguien había dibujado el cadáver de una joven mujer para después romperla en pedazos, de manera que en cada trozo de papel quedaba una parte del cuerpo. <<¡Qué absurdo! ¡Vaya que existe gente ociosa en el mundo!>>, pensó. Dejó los pedazos en el suelo, justo como los había encontrado, y estaba a punto de marcharse cuando un sonido llamó su atención, era una sirena de policía. El ruido le pareció muy débil, como amortiguado, y creyó que eso se debía a que la patrulla pasaba lejos de ahí, así que se dispuso a comenzar a caminar cuando una voz chillona a su espalda le gritó: <<¡Quieto ahí! ¡Te tenemos en la mira, así que entrégate de manera pacífica y no sufrirás daño alguno!>> Ernesto giró sobre sí mismo sólo para contemplar la escena más absurda de todas: un montón de patrullas de papel estaban frente a él y de ellas salían pequeños policías de papel que le apuntaban con sus diminutas armas, todos eran dibujos. Una carcajada mental comenzó a apoderarse del muchacho. <<¡Pon las manos en donde pueda verlas! ¡Ya no tienes escapatoria! ¡Pagarás por haber asesinado a esa chica!>> Al voltear a ver el dibujo del cuerpo desmembrado, una sonrisa

burlona

apareció en la cara de Ernesto y comenzaron a llenársele los ojos de lágrimas. En poco tiempo necesitaría reventar en carcajadas porque le estaba resultando insuficiente reír para sus adentros. <<¡Entrégate pacíficamente, hijo! ¡No hay que hacer más difíciles las cosas!>>, dijo el sargento de papel a través de un pequeño dibujo de megáfono.

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Ernesto ya no podía aguantar más ¿Qué iban a hacerle? ¿Encerrarlo en una viñeta con muchas barras? ¿Dispararle con sus diminutas balas de papel? Él podía aplastarlos a todos en un abrir y cerrar de ojos o, mejor aún, quemarlos con su encendedor. Al imaginar esto, la estrepitosa carcajada fue incontenible, subió desde su estomago y salió por su boca como vómito: <<¡Aja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja!>> Era tanta su risa que no alcanzó a oír la orden del sargento: <<¡FUEGO!>> Miles de pequeñas balas de papel cayeron sobre su frente. Ernesto se desplomó sobre la banqueta, y lo último que alcanzó a ver fue que sus manos estaban cubiertas de manchitas de lápiz color rojo. Una secretaria salió corriendo de su trabajo, tendría que tomar taxi si quería llegar a la firma de boleta de su hijo. Corrió hasta la esquina y al dar la vuelta en la avenida se encontró con el cuerpo sin vida de Ernesto. Regresó horrorizada a su trabajo y llamó a la policía desde ahí, su hijo tendría que esperar. El cuerpo de Ernesto fue llevado a la morgue y analizado con minuciosidad. Sus llorosos padres preguntaron sobre los acontecimientos y las causas de la muerte de su hijo, pero nadie pudo contestar nada, lo único que averiguaron fue que había muerto por una cantidad enorme de hoyos en la cabeza, muy pequeñitos, que se habían prolongado hasta el cerebro. <<Es como si le hubiesen entrado cientos de diminutas agujas>>, dijo el médico forense.

SUSSEL (Parte I) Alexandra Quiroz Sánchez

Sussel solía tener dos hermanos. Al menos ella les llamaba así cuando pensaba en las cuatro manos que se le tendían para ayudarla a dar sus primeros pasos fuera del nido protector. Llegaron a su vida un día de tantos en los que odiaba al mundo exterior, al mundo al que no le era permitido visitar.

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Sussel recorría noche y día las letras que le hacían saber que fuera de sus cuatro muros había vida. Reía, lloraba, cantaba y gritaba mientras trataba de entender lo que leía. De pronto ya no se sentía sola y encerrada, una pequeña puerta le daba paso a algo más que sopas de pollo y paletas coloreadas. Sussel pudo un día salir de su caja. Se encontró en el mundo que no conocía y del cual incontables veces leía. Recorrió caminos y tropezó con algunos momentos de falacias. Frecuentó faunos y arlequines, hadas y empusas: seres que no pensó que existían. A punto estuvo de volver a su caja y alejarse de las jaurías. Sussel se aventuró a ir a un aquelarre. Un ser de esos extraños se ofreció a escoltarle. Al llegar se encontró con toda una fauna distintiva y a la vez hilarante. Parecía que seguía dormida y tenía uno de esos sueños absurdos que solían presentarse. Los seres mitológicos caían al suelo embriagados de ajenjo mientras sus congéneres reían. Sussel tomó un momento para visitar a las estrellas. Aquellas luminosas vigías a las cuales hace mucho tiempo no observaba. Pedía por deseo alejarse de tanta ironía y acercarse a una ya perdida esperanza. De sus ojos cayó una lágrima de tintes dorados, rodando velozmente hasta caer sobre un grano de centeno. Sussel observó la magia de aquella extraña noche. La lágrima dorada al contacto con el grano se transformó en una burbuja que se elevaba al ritmo de tribales tonadas. A medida que subía al cielo, la burbuja se transformaba y, cual célula fecundada, en miles de diminutas celdas se dividía. Sussel cayó dormida creyendo que con eso acabaría semejante fantasía. Su espíritu había perdido las ganas de vivir en semejante irrealidad. Cuando despertó, notó cómo los seres que había conocido se evaporaban cuando les tocaba la luz del día. Igualmente notó que a su lado dos de ellos no se extinguían. Sussel se sintió prendada de amor filial al tiempo que aquellas criaturas sus ojos abrían.

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TRINIDAD Si quieres ser un hombre, tienes que enterrar tu primer juguete y el retrato de tu madre. El Topo

Ana Paula Rumualdo Flores

Había vivido en un espacio donde cada centímetro se encontraba limpísimo y romo, no fuera que el bebé, como lo llamaba su madre hasta sus actuales veintinueve, se hiciera una cortadita. Rosa le amarró las agujetas hasta los ocho años, a los quince todavía le preparaba el baño y a los veinte le cortaba los bisteces en cuadritos. No había mejor sensación para Rodrigo que llegar todas las tardes a casa y ver a Rosa, maquillada y con su largo cabello bien peinado, esperándolo para comer. Cuando entró a trabajar, Rosa se ocupó de prepararle el lunch de la misma forma que lo había hecho desde que empezó la primaria. Todos los días le arreglaba el nudo de la corbata, como antes lo había hecho con los cuellos blancos de las camisas escolares. Después de ver El topo, Rodrigo descartó la película de inmediato. Nunca enterraría el retrato de su madre ni a su koala de peluche. Un mal día a Rosa la sorprendió un infarto cerebral. Se quedó en los brazos de Rodrigo quien, con una voz más queda y grave de lo habitual, sólo atinaba a decir mamá, mientras sostenía aquel cuerpo exangüe. Durante el funeral, unas lágrimas adornaban su ya de por sí inexpresivo rostro. ¿Por qué tenía que enterrar ya no el retrato, sino el cuerpo de su madre? Una noche soñó que Rosa entraba en su cuarto y le daba el beso de las buenas noches. Se despertó pensando qué le pediría para desayunar. Instantes después la recordó muerta y desde ese día comenzó a llorar incesantemente. Una tarde el llanto paró. Su madre, con el largo cabello un poco revuelto y entierrado, estaba de vuelta sentada a su lado. El koala de peluche lo observaba sonriente.

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LOS MERLUPOS Y LOS FERLOPOS Andrés Galindo

Los merlupos y los ferlopos eran diferentes, aunque no se sabía bien a bien. Unos tenían alas enormes que servían para volar. Los otros también tenían alas, pero no servían para volar. ¿Cuáles? No lo sé. Unos tenían pico y unas garras con puntas enormes. A unos se les podía acoplar esas cosas retráctiles con las que podían bailar. Los otros estaban equipados con ese compartimento tan útil a la hora de ir a la guerra. Aquellos podían camuflarse y perderse en la jungla. Los merlupos (o los ferlopos, no lo recuerdo con exactitud), por el contrario, podían usar esa armadura que los hacía invencibles ante cualquier enemigo. Cuando niño, José Eutanasio solía jugar con ellos. Como suele suceder en la infancia, las preferencias de José eran variables. Un día decantaba sus pasiones en los merlupos y otro sufría por la ausencia de los ferlopos. Alguna tarde se le vio llorar, absurdamente, por ambos. Y digo absurdamente porque lo único que tenía que hacer era ir al baúl que la abuela le había regalado y sacarlos, dejarlos vivir, de nuevo, a la luz de una radiante tarde de primavera, una tarde después de esas extrañas lluvias que arrastraba el invierno. Se tiene que decir que, a pesar de las marcadas diferencias, los merlupos y los ferlopos no podían vivir separados, en soledad. Separarlos hubiera sido más trágico aun que mantenerlos juntos. Con frecuencia sucedía que los merlupos organizaban una partida de invasión al mundo de los ferlopos. Pero también es cierto que los accesos de ira y celo de los ferlopos eran constantes. A veces sucedía todo lo contrario. Por “todo lo contrario” quiero decir que había ocasiones en que, al ritmo de un rock and roll de los idiotas, salían a bailar bajo el chaparrón de gotas, juntos. Y era divertido. A José no le importaba regresar a casa hecho una sopa. Regresaba feliz y, aunque Yeyo lo miraba con ojos reprobatorios, podía sentir en su pecho ese segundo eterno en que cabe la felicidad de cualquier humano. Un día de invierno, de esos en que el frío aprieta con todos sus brazos, notó que Rafael y Marla ya no se besaban como antes. ¿Mis papás ya no se quieren, abuela? preguntó José. –Dios sabrá, hijo, Dios sabrá –contestó Yeyo con esa voz y ese gesto que ponen todas las abuelas que lo saben todo pero no quieren decirlo porque saben (hasta eso

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saben) que un día lo comprenderás, cuando seas más grande y te cueste un poquito más de trabajo llorar las derrotas, porque creerás que eres adulto y eres valiente. Pasaron los meses y una tarde del siguiente otoño… Y como suele suceder en esto casos, ya sabes: se nubla el cielo, caen las hojas, mueren algunos personajes importantes de la historia, se acuden a lugares comunes y etcétera, etcétera. Una tarde de otoño Rafael y Marla llamaron a José (y no para comer precisamente). Lo sentaron a la mesa, frente al par de miradas inquisidoras, y le preguntaron que a quién quería más. Él, no entendiendo, o no queriendo entender, respondió que los merlupos tenían algunos defectos y desventajas en relación a los ferlopos. Por el contrario, los ferlopos solían hacer esas cosas raras (como enamorarse en invierno, ahora lo sé) que podían transgredir el orden del universo. Y sin embargo... Cuando José vio la maleta de Rafael en la puerta de la casa realmente pensó que el orden del universo había sido transgredido. Entonces comenzó a gritar con todas sus fuerzas: SÓLO ES UN JUEGO, SÓLO ES UN JUEGO. ¿ES QUE NO SE DAN CUENTA QUE SÓLO ES UN JUEGO? Y comenzó a patear, a aventar y a proferir improperios a merlupos y ferlopos por igual. Comenzó a gritar maldiciones contra todo el mundo. Dejó de llorar. Intentó ser valiente, con esa pequeña voz que le repetía "sólo es un juego, sólo es un juego". Unos días después ya no solía caminar bajo la lluvia, por temor a regresar a casa hecho una sopa y no encontrar la mirada reprobatoria de Yeyo. Es que eso era lo divertido, llegar y saberse en casa. Escuchar su nombre junto a las palabras "te quiero", "te amo". Unos días eran estas, otros días eran aquellas. Siendo niño, José no entendía de diferencias semánticas. Entendía, eso sí, de abrazos, de mesa con comida caliente, de merlupos y ferlopos. José Eutanasio, hasta el ultimo día de su vida, intentó arreglar el orden del universo, pero los merlupos y los ferlopos jamás volvieron a hacerse la guerra y jamás volvieron a enamorarse en invierno.

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LOS ALARIDOS Bernardo Monroy

1. A few of my favorite things… Me llamo Saúl y soy lo que los investigadores de subculturas urbanas llaman un darketo. Escucho a Bauhaus, declamo poesía de Baudelaire, leo a Lovecraft, visto de negro y proclamo mi amor a la muerte… y soy homófobo. Por eso me siento tan raro en estos momentos. Participando en una obra de teatro musical de mi preparatoria, actuada y dirigida por el marica de Ernesto. Me enseña coreografías y vocalización. Se mueve por el escenario vestido con una camisa rosa neón, pantalón de vestir negro y tenis Converse amarillo chillante. Sostiene en sus manos el libreto de la obra en cuestión: Los Alaridos, que supuestamente está maldita. Me dice que soy un pésimo bailarín y cantante y me deja de tarea ver, cuando menos, las dos primeras temporadas de Glee y las películas Chicago y Cabaret. Protesto: todo menos Glee. Hay niveles, carajo. Glee es de putos. Si te preguntas cómo es que llegué a esto, la respuesta es que siempre quise actuar en una obra de teatro embrujada, y Los Alaridos es a los musicales lo que Macbeth al teatro de heterosexuales. Su historia es muy famosa: fue escrita en 1990 por Oskar Rugler, siendo un ejemplo de lo que se conoce como outsider art, o arte creado por internos de un hospital psiquiátrico. (Las pinturas de este arte son más comunes, los textos no tanto. De hecho, Los Alaridos es uno de los pocos ejemplos.) El musical fue escrito por Rugler a los veintidós años, cuando fue encerrado en un manicomio después de asesinar a diez de sus compañeros con un machete en una preparatoria de California. Dicen que cuando la policía lo encontró, estaba bañado en sangre, cantando como Sarah Brightman en El Fantasma de la Ópera (¡De verdad!). Durante su estancia en el manicomio, escribió lo que sería el musical embrujado más famoso hasta el momento: trataba sobre unos muchachos en un internado para varones que forman una secta satánica para invocar a una bruja. El musical termina con un cover the Sympathy for the devil mientras que los dos protagonistas se suicidan después de liberar a Asenath, la bruja en cuestión, que asesina a todos sus compañeros. Claro, la trama es una mierda, pero el hecho de haber sido escrita por un asesino llamó la atención de varios productores de Broadway. Y fue cuando empezaron los problemas. Desde el principio, se dieron cuenta que la obra estaba

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maldita. Durante los ensayos no había problemas, pero siempre, durante el estreno, sucedía un acto violento: un loco del staff quemaba el telón, el actor principal se suicidaba o un sacerdote violaba a un niño en los baños mientras cantaba Jellicle Cats, dejando en vergüenza a Andrew Lloyd Webber. Como era de esperarse, nadie quiso volver a montar Los Alaridos, convirtiéndose en la leyenda negra de Broadway y superando el caso de The Capeman de Paul Simon, que trata sobre un adolescente que asesinó a dos chicos irlandeses en 1959 al confundirlos con miembros de una banda rival. Capeman fue un fracaso, pese a que lo escribió el premio Nobel Derek Walcott y se gastaron once millones de dólares. Los Alaridos superaba a The Capeman, no en cuanto a fama pero sí en cuanto a maldiciones. Por eso cuando Ernesto se acercó a mí aquella mañana en la cafetería y me arrojó el libreto, invitándome a actuar en uno de los papeles principales, estuve fascinado, y es que a los darketos nos encanta todo lo oscuro y macabro. Cuando le pregunté cómo consiguió el libreto, me dijo que fue durante su viaje de vacaciones de verano a Nueva York. No me sorprendió. A diferencia mía, que mi madre trabaja en una zapatería y mi padre nos abandonó, Ernesto es hijo de una pareja de empresarios que toleran sus mariconadas y le compran lo que quiera, incluso unas hojas de papel engargoladas a un vagabundo siniestro, como según me contó. —Escúchame muy bien, imbécil —dice Ernesto, acomodándose su flequito y dejando caer su mano. Estamos en el escenario del teatro de la escuela—. Obviaré el hecho de que tu homofobia es porque estás reprimido y te enseñaré algo sobre teatro musical. Si tú crees que todo es Vaselina o Kurt Hummell, estás pero si pendejo. Por si no lo sabías, hay varias adaptaciones de películas de terror como Reanimator, Carrie, Evil Dead y Texas Chainsaw Massacre. No todo es Rocky Horror Picture Show, Little Shop of Horrors y Sweney Todd. Incluso Stephen King escribió Ghost Brothers of Darkland Country y Elton John adaptó Lestat el Vampiro de Anne Rice. ¿Sabes quién es el japonés Takeshi Mike? Sí, idiota. El director de Ichi the Killer y puras películas ultraviolentas. Él dirigió el musical La Felicidad de los Katakuri, que trata sobre una familia que tiene una casa de huéspedes en las montañas, y la gente que se hospeda allí sufre horribles accidentes. Zombies, fantasmas y mucha violencia es ese musical, que es desde la portada una versión paródica y violenta de The Sound of Music o como lo conocen los pendejos monolingües como tú: La Novicia Rebelde. —Pues muy bonita tu clase de musicales de horror, pinche joto. ¿Y esto a que viene?

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Entonces, Ernesto me dice, con una sonrisa más digna de una hiena que de un gay: —Los Alaridos es a Glee lo que La Felicidad de los Katakuri a La Novicia Rebelde. Y vamos a montarla como parte de la materia de teatro. Sirve que tú te gradúas, pinche fósil que tienes cien mil años y no has acabado la prepa, y yo sea tan protagónico como siempre. Ya hablé con el director y el profesor de teatro y les encantó la idea… bueno, tuve que hacerles una mamada, pero les encantó… la idea. Los siguientes seis meses ensayamos la obra. Debo admitir que Ernesto tiene una coordinación motriz impresionante y una voz bien chingona. Eso sin mencionar sus dotes de liderazgo. En el escenario todos lo respetan, todos los actores siguen sus órdenes. Sus coreografías son realmente buenas. Julia, una estudiante de primer semestre que personifica a Asenath, canta más de una vez Kill all that nasty bullies, el tema cuando los personajes que caracterizamos Ernesto y yo masacramos a toda la escuela al ritmo del baile. Los ensayos son agotadores y cada día, mientras más avanzamos, el estrés nos domina. Nos gritamos los unos a los otros, el hedor a sudor cubre el teatro y Ernesto, cumpliendo con el estereotipo de la loca que es, se jala los cabellos y grita constantemente: “¡Ash!” En una ocasión, corrió a patadas, literalmente, a Tomás, un muchacho de primer semestre que le dijo que estaba muy guapo. “¡No te daré papel a estas alturas, pequeña mariposa arribista! ¡Ash!” Entiendo perfectamente a Ernesto. Esta mañana, una chica me pidió que le recomendara un libro de Baudelaire. Le dije que leyera Las letanías de Lucifer y que no me estuviera molestando. Mientras más cerca está el día del estreno, más estresados, agotados, presionados y alterados estamos todos. Es verdaderamente agotador. 2. I am defying gravity, and you won’t bring me down! Me llamo Ernesto. Tengo diecisiete años. Soy abiertamente gay. Y es que así como para ser un buen basquetbolista forzosamente debes ser negro, para cantar y hacer buenas coreografías debes ser marica, por eso a Julia y a Saúl les cuesta tanto trabajo y para mí es tan común como respirar. Hemos estado ensayando sin parar desde hace seis meses para Los Alaridos. Dirigir a mis compañeros es como amaestrar micos. Están pero si bien idiotas. Les repito cual mantra la frase de Bob Fosse: “El momento de cantar es cuando tu nivel emocional es tan alto que ya no puedes hablar más, y el instante de bailar es cuando tus emociones son demasiado fuertes como

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para cantar solamente sobre lo que estás sintiendo”. Fosse era un genio del teatro musical, no como ese imbécil sobrevalorado de Andrew Lloyd Webber. Carajo, la presión de los ensayos es cada vez mayor. Creo que fui un poco drástico cuando corrí a patadas a Tomás, pero me deseó “mucha suerte”. ¿Qué, el pendejo no sabe que en el teatro eso nunca se dice? Es “rómpete una pierna”. Creo que cenaré una ensalada y luego iré por un té chai al Starbucks para el estrés. Nada de grasas. Tengo una figura que cuidar. Pero antes debo corregir la coreografía de Saúl. Ese darkie es patético. Vamos, yo sé que el negro combina con todo, pero los darkies que defecan murciélagos se exceden. Es un idiota homofóbico como tantos en la preparatoria. Me odia y yo lo odio a él, pero tiene una voz magnífica y su complexión delgada le permite desplazarse muy bien en el escenario. Además, lo tengo reservado para el gran finale de Los Alaridos. Julia, por su parte, es magnífica. Una Liza Minelli de tez morena, una Olivia Newton John. Mi Rachel Berry en potencia. Ha surgido una bonita amistad entre ella y yo. Cuando no estamos ensayando vamos de compras mientras cantamos Teeneage Dream. Mis padres han recuperado la fe cuando me encierro en mi cuarto con ella, creen que la terapia de aversión que me dieron en retiros espirituales en verdad ha funcionado, pero cuando abren la puerta y se dan cuenta que estamos viendo El Show de terror de Rocky de nuevo pierden la fe. Aún no se me olvida aquella vez que papá y mamá me golpearon delante de todo el salón cuando descubrieron que actuaba en Vaselina. En pleno número de Summer Dreams papá llegó a golpearme con el cinturón… y es que yo hacía el papel de Sandy y no de Danny. Me costó mucho trabajo convencer al director, que es un gay reprimido, creo que por eso me odia… pero eso no impidió que le hiciera una mamada. Por primera vez todos mis compañeros me respetan. Se siente raro. Antes, soportar el acoso escolar era cosa de todos los días, desde los típicos insultos como “puto” o “marica” hasta que usaran mis testículos como pera de boxeo. Qué triste… Cuando mi vida en la preparatoria comienza a ser magnífica, todo se lo va a llevar el carajo… O mejor dicho, una maldición. Conseguir el libreto me costó mucho trabajo. Recuerdo cuando visitamos Nueva York y mi papá se lo compró a aquel vagabundo cuando salíamos de ver Les Miserables. Sacó cinco billetes de cien dólares y me dijo: “No me da buena espina ese homeless, pero te compro tu libreto, siempre y cuando dejes de hacer tus mariconadas en público y seas discreto. Eres una vergüenza”… Carajo. Todo lo que tengo que hacer por amor al arte y por matar a unas cuantas personas.

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De súbito regreso a la realidad. Me percato que estoy en el escenario. Estamos a unos minutos de empezar. Todos los actores me dan una palmada en la espalda, Julia me besa la mejilla y me susurra al oído: “Qué mala onda que seas gay”, mientras que Saúl me dice desviando la mirada: —Güey… la neta me quería disculpar. Se me hace que los prejuicios de uno sí le afectan en el trato con la gente. O sea, sí, eres puto, pero eres a toda madre, tienes un chingo de talento. Y pues no sé si seamos amigos, pero ha sido fregón trabajar contigo. Si eres gay, tú muy bien. Le agradezco, sin poder evitar sentirme culpable por lo que está a punto de pasar. Ya sabes lo que dicen en Broadway: “The show must go on!”. Se abre el telón y empieza el primer número musical, Detention Day, cuando mi personaje y el de Saúl se conocen en el salón de castigados y cantan encima de los pupitres. Después, sigue Sumonning, cuando invocamos a la bruja, preparando la escena para que Julia tenga su número para ella solita en el escenario. Todo marcha a la perfección… Chingada madre, ya me estoy arrepintiendo. Ojalá que lo de la maldición sí sea un mito. Creo que la gente no tiene la culpa de odiarme. Saúl y mis padres son así porque los han educado de esa forma, y el director es así porque teme perder su trabajo a sus cincuenta años… Me empiezo a arrepentir de mi venganza. Finalmente llegamos al último número: Sympathy for the devil. Cuando parece que todo ha salido bien, las puertas del auditorio se abren de golpe y entran Tomás y una muchacha a la que identifico: fue quien le pidió a Saúl recomendaciones sobre poesía de Baudelaire. Dejo de cantar cuando me doy cuenta que los dos tienen en sus manos una pistola y le disparan al director, sentado en la primera fila. La música se detiene de golpe. —¡Las letanías de Satán, pendejo! ¡Es el poema de Baudelaire! —Grita la muchacha, y le dispara a Saúl directo a la cabeza—. Su sangre me mancha la cara. Padre adoptivo de estos que en su negra cólera del paraíso terrestre ha expulsado Dios Padre, ¡Satán, ten piedad de mi larga miseria! La muchacha dispara al público al azar. Tomás apunta directo a mi pierna. Caigo al suelo. En un patético intento por impedir la catástrofe, el padre de Julia intenta detenerlo, pero recibe un balazo al corazón. La muchacha le dispara a Julia. Lo último que el hombre ve es como muere su hija.

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La policía hace su aparición justo cuando las balas de los dos atacantes se les han acabado. Permanezco mirando al público desde el escenario, con el insoportable dolor en mi pierna. Contemplo manchas de sangre en las paredes, el suelo y las butacas, cadáveres entre los maestros y padres de familia y a mi lado, los cuerpos de Julia y Saúl. Se supone que debería estar contento, porque mi plan de venganza salió a la perfección, pero no pensé que llegaría a esto. Sinceramente, jamás creí que la maldición se cumpliera. Empiezo a llorar. Pienso que quería que esto fuera Glee o Vaselina preparatorianos… Pero en realidad, se convirtió en una sangrienta historia de venganza, como Swenney Todd. 3. Their shadows searching in the night… Mi nombre es Julia Monteros. Tenía diecisiete años cuando morí en el escenario de mi escuela. La gente dice que me puede ver cuando alguien tiene la osadía de representar Los Alaridos, que es, junto con The Capeman, una de las obras de teatro musical más malditas que existen. A veces aparezco en un pequeño teatro independiente en un país del tercer mundo, y a veces rondo en Broadway. Soy una advertencia para todos aquellos que osen llevar Los Alaridos al escenario. La última vez que se montó hubo una masacre y yo fui una de las víctimas. El ingenuo que maquinó todo no murió, pero sí recibió un balazo en la pierna. Nunca más podrá volver a bailar. Fueron alrededor de veinte muertos. Los diagnósticos psicológicos arrojaron que los muchachos que dispararon a un teatro lleno atravesaban por una depresión. Nadie creyó la verdad: estaban poseídos por la influencia maligna de la obra escrita por Oskar Rugler. Después de todo, como diría ese famoso musical, son sólo recuerdos.

LA PREGUNTA ES CUESTIONABLE Brenda Navarro

Nadie me creyó cuando les dije que Rosalía no se había muerto. Me miraron extrañados y ni se asomaron a la ventana. El problema aquel día es que la mitad de los que estábamos en la fiesta estaban drogados; la otra mitad, drogados y tomados.

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Pero todos habíamos visto que Rosalía se había aventado de la ventana y antes de que reaccionáramos, escuchamos el golpe de su cuerpo golpeándose con el piso. Yo me levanté un poco mareada y cuando me asomé a ver el incidente, vi cómo Rosalía se paraba del piso y caminaba hacia la acera de enfrente. Fue cuando grité que estaba viva y que no lo podía creer. Pero nadie me hizo caso, todos siguieron alarmados por lo sucedido, llamaron a una ambulancia y a los papás de Rosalía. Antes de que llegara la ambulancia, varias de las muchachas que estaban ahí se pusieron a tomar café para que se les bajara la borrachera, los hombres entre el juego y el apuro comenzaron a echarse agua fría para despertar. Yo no hice nada. Me quedé sentada en el sillón hasta que sonó el timbre. Los papás de Rosalía habían llegado. A nadie se le ocurrió ir a ver el cuerpo de Rosalía. Así que, como era de esperarse, sus padres nos quisieron regañar y comenzaron a decir lo irresponsables que éramos. Fue la mamá de Rosalía la que localizó a su hija por medio del teléfono celular, ella le contestó desde su casa. Todos nos mirábamos desconcertados. A la mañana siguiente, la mayoría de los que habíamos ido a la fiesta estábamos castigados y encerrados en casa por hacer una broma tan pesada. No nos pudimos comunicar los unos con los otros. Parecía que esta vez nos habíamos pasado de la raya y nuestros papás no estaban para juegos. Yo quería saber qué había pasado con Rosalía. El lunes, en la escuela, fui a buscarla. Era imposible que sobreviviera a una caída de tantos pisos. Cuando Rosalía me vio se puso pálida, sonreí, pensé que sabía que yo la había visto y que tenía miedo que descubriera qué sucedía en realidad. Se echó a correr. Me reí de ella para hacerla sentir mal. Era el puerquito de todos, no tenía por qué cambiar eso. Comencé a dudar de mí. ¿Realmente estaba tan azotada en la fiesta? No podía creerlo, siempre me he cuidado de no pasarme de porros o de chelas. Rosalía era la que estaba mal, la que ocultaba algo. La seguí varios días. Nada diferente. Rosalía siempre ha sido una niña depresiva y aburrida, por eso no fue extraño que en la fiesta amenazara a todos con quitarse la vida y que nadie se preocupara de ello. De hecho, recuerdo que Ramón la alentó y le dijo que tenía que hacerlo antes de que siguiera robándonos más oxígeno del necesario. Rosalía se echó a llorar y encendió un cerillo, queriendo demostrar quién sabe qué cosa. Lo demás me parecía que ya era historia, porque lo único que yo recordaba era que se había aventado por la ventana. Sus dramas me fastidiaban, casi nunca le ponía atención.

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Pasaron varios días para que olvidara el tema. Comencé a sentirme fuera de lugar y entendí que mi preocupación no le interesaba a nadie. Incluso pensé que comenzaba a parecerme a Rosalía, tan teta, mensa, insoportable. Después de todo, ¿a quién le importaba Rosalía y sus poderes mágicos? Dejé la historia en paz. Sin embargo, el viernes, en clase de literatura, Rosalía al verme volvió a ignorarme. Se sentó en la última fila hasta adelante y fingió no verme más. Me molesté un poco, era cierto que todos la hacíamos sentir mal, que nos burlábamos de ella, pero yo no era especialmente mala onda, así que el hecho de que me ignorara me molestó. La seguí después de clase. Incluso la correteé porque no quería escucharme. La detuve casi al llegar a su casa. ––¡Déjame, déjame! ––gritó como loca. ––¿Qué te pasa, yo qué te hice? ––¡Estás muerta, estás muerta, déjame en paz! Uf, me sentí personaje de Night Shyamalan, tal cual. Lo recordé todo. Rosalía saltó del edificio porque nos quemábamos, ella inició el fuego y nosotros estábamos tan ebrios y pendejos que ni nos movimos. Ahí quedamos muertos, la única que se salvó fue la teta, la mensa, la que no quería vivir.

CAUSA DESCONOCIDA Claussen Marroquín

Todo empezó con sofocaciones, cualquier esfuerzo físico por más leve que fuera me causaba una sofocación, cansancio extremo, temblor de miembros y un zumbido en los oídos. Tengo casi cuarenta años de vida y treinta como fumador. Fui al médico y, después de revisar mis análisis, me diagnosticó presión arterial altísima, miel en la sangre, donas de humo en los pulmones y vejez prematura, pero lo más preocupante eran los latidos arrítmicos de mi corazón. El galeno intentó tranquilizarme explicándome que la causa podía ser la presión o que una dona de humo hubiera tapado una arteria o las innumerables fracturas de amor a la que el órgano había sido expuesto durante los años de vida. Salí del consultorio preocupado y muy deprimido. Por primera vez en mi vida pensaba en la muerte y sentí mucho 20


miedo. Quería terminar la maqueta de papel, viajar en monociclo por todo el país y decirle a Francisca, la viuda eterna, que estoy perdidamente enamorado de ella. Llegué a mi casa cuando la tarde mutaba a noche, puse dos pocillos de agua a calentar en la lumbre, uno para las vaporizaciones de menta y otro para un té, el médico me prohibió el café. Apenas había soplado al cerillo para apagarlo cuando sonó el timbre, se me hizo raro porque no soy hombre de muchas visitas, tardé diez minutos para llegar a la puerta y asomarme por el ojo de cristal y ahí estaba ella con su luto riguroso y sus hermosos lentes de cristal con armazón de carey. Francisca tocaba el timbre por tercera vez y yo estaba tembloroso detrás de la puerta con el corazón desbocado dentro de mi pecho. Dejé de asomarme por el ojo de vidrio y el timbre dejó de sonar, escuché los pasos suaves de Francisca alejarse por la puerta y tardé quince minutos para llegar a la cocina, el agua se había consumido, así que junté lo que quedaba de ambos pocillos y me hice vaporización de menta con azahar, lo que sobró me lo bebí y me fui a la cama con mi libro de poemas, el que nunca leo. A la mañana siguiente abrí los ojos con mucho esfuerzo, los párpados me pesaban como si tuviera mil insectos encima, con terror descubrí que mis manos eran casi el hueso cubiertas por pellejo, veinte minutos tardé en poderme sentar en la cama para posteriormente ponerme en pie y entrar al baño, el reflejo de mí en el espejo era increíble, había bajado durante la noche aproximadamente veinte kilos y mi poco cabello estaba encanecido por completo, mi piel parecía un trozo de campo arado. Yo era un esqueleto de cartón. Llamé a Juan, mi mejor amigo, y a mi médico, éste último me dio indicaciones necesarias para poder seguir viviendo las horas siguientes. Ya no pude levantarme del sillón, mi cuerpo repentinamente se había hecho pesado como plomo y mi piel delgada más que la seda, podía sentir las partículas de polvo caer sobre mis brazos, manos y rostro. Mi visión se hizo monocromática. Caí presa del pánico, llegué a pensar que había muerto o que había entrado en un estado catatónico, durante años tuve el sueño recurrente de ser enterrado vivo. Miedo, mucho miedo, quería gritar, pero no conseguí que brotara de mi garganta un sonido, solamente escuchaba mis sollozos por dentro y al rebotar en la faringe me causaba un dolor muy agudo. Entonces sentí algo en mis ojos, algo que se abría paso como el filo de un cuchillo, comprendí que eran mis lágrimas y la sal en ellas causaban abrasiones en mis ojos y en mi rostro, pequeñas gotas de ácido que resbalaban por mis mejillas.

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Escuche los pasos fuertes de Juan y posteriormente tocar el timbre, intenté moverme, pero fue inútil, nada, absolutamente nada de mi cuerpo era capaz de responderme y creí ahogarme. Juan tocó el timbre desesperadamente y después escuché sus pasos alejarse, mis lágrimas abrasivas salieron con mayor abundancia. Después empecé a ver todo de forma cóncava y el zumbido en mis oídos se hizo insoportable, mi cabeza a punto de explotar y en el brazo izquierdo comencé a experimentar un calambre muy doloroso hasta llegar al pecho. Era el inicio de un infarto, había leído sobre ello. Y ahí estaba muriendo solo, con dolor, con tanto por hacer, todos aquellos pendientes, mis proyectos a la mitad, el amor por Francisca…lo último que recuerdo es el rostro preocupado de Juan al lado de Chuti, el portero, el resto son flashbacks monocromáticos, curiosos en la calle, una ambulancia, ruido, luces, hospital, quirófano, el médico, la historia de mi vida, oxígeno… Francisca. Desperté sintiéndome como después de mi única resaca. La enfermera me dijo que estuve en coma durante un mes. Miré mis manos y estaban lastimadas por el catéter, pero mi piel había vuelto a la normalidad, estaba en mi peso, en recuperación. A mi padre lo operaron en alguna ocasión del riñón y le extrajeron tres piedras, un mineral muy común, una piedra pómez y un diamante al que mandó a montarlo en oro blanco para regalárselo a mi madre en sus bodas de plata. Los médicos le entregaron las piedras en una gasa, como un trofeo. Entró el medico con un pequeño frasco y dentro una dona de humo gris flotaba tranquilamente, el médico me explicó que ella tapaba mi arteria, pero no era la causante de mis problemas cardiacos, llegó otro cirujano especializado en casos difíciles del corazón con un frasco más grande lleno de mariposas multicolor. —Un caso difícil, amigo —me dijo el especialista en tono serio—. Las mariposas en el estómago sólo causan cosquillas y después son destruidas por el ácido gástrico o el ácido de la costumbre o el tedio, pero en el corazón resultan ser mortales, llegó a tiempo, amigo, muy a tiempo y si está enamorado, lo felicito, pero no lo guarde en secreto. —Me entregó el frasco y salió tranquilamente. No puedo montar las mariposas en oro, pero voy a disecarlas para hacerle un vestido de bodas a Francisca en cuanto me recupere totalmente.

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VAN Dante Vázquez

—¡Hola! ¿Cómo estás?... Me alegra. Yo estoy bien. Voy saliendo del cine. Vine a ver la pelí que me recomendaste… Sí, la de la chica zombi que aprende a ser autónoma a causa del Virus Leo... La verdad es que me encantó. Y me pareció genial la forma en la que a lo largo de la trama se sitúa a la protagonista en realidades alternas… Sip, en ningún momento te das cuenta que el primer plano es el segundo o que el segundo es el primero. Además, el toque de las vísceras y la sangre está de lujo… ¡Wow! ¿Y qué tal la escena en la tienda de libros donde ella se pone a leer tranquilamente mientras los demás zombis se dedican a devorar humanos?... Fue una escena que me gustó mucho porque refleja nuestro desarrollo como sujetos dentro de la sociedad, estás dentro o fuera de la masa… Ándale. Caótica. Volcada a sus instintos primarios. Pero entre todo ello está ella que busca comprender lo que a los Otros es ajeno y te hace mantener la esperanza de que algo puede cambiar. Lo que a ciertas personas nos pasa. ¡Je!… La estoy esperando. Justo estoy en la fuente frente a la librería donde ella trabaja… Yo creo que en cinco o diez minutos. Muchos locales de la plaza ya están cerrando… Nop, eso da miedo. Me cuesta imaginarme transformada en zombi buscando en las calles de qué alimentarme o transmitiendo el Virus de la Idiotez Humana. ¡Aaaah! O quizás ya lo somos y vivimos engañados. ¡Je je je!... Ha llegado. Tengo que irme. Te llamo luego. Buenas noches… —¡Uff! Siento la demora. —No te preocupes. ¿Nos vamos? —Sí. Por cierto, está muy bonito el color de tu labial. —Gracias, pero no es labial. —¡¿En serio?! No me digas que… —Sip. En el cine.

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EL LORO Diana Beláustegui

El loro sabía frases de los libros que a su dueña le habían impactado. Ella se paraba frente a él y mientras le daba de comer, repetía las palabras, concatenándolas con besos en el pico. Mientras lavaba los platos cerca del pájaro, rememoraba las historias al escucharlo recitar las piezas claves. Esa tarde fue diferente. —El pájaro rompe el cascarón, el cascarón es el mundo. Quien quiera nacer tiene que destruir un mundo. Ella sonrió y esperó el final de la escena que había leído en un libro de Hermann Hesse, pero el pájaro quedó por un instante mudo, mirándola con la cabeza inclinada hacia un costado. —¿Qué más, Clara, Clarita, Clarividente? —¿Cómo entramos? —continuó el ave y la mujer lo miró expectante. —¿Dónde aprendiste eso, Clarita? —Tenemos que entrar, debemos entrar —continuó, y un escalofrío le recorrió la espalda. Caminó despacio y se paró frente al loro, con las manos llenas de jabón, mirándolo fijamente, esperando la continuación de un diálogo que la estremecía. —El pájaro rompe el cascarón, el cascarón es el mundo. —¡No, Clara! Cuéntame quién quiere entrar —le propuso la mujer, pero el ave ya no repitió las frases anteriores y se conformó con cantar un arrorró y luego recitar unos poemas de Poe. Esa noche cerró la casa con cuidado, asegurándose de que todas las trabas estuvieran correctamente colocadas. El loro fue llevado a su jaula, transportado al lavadero y colgado en el gancho que tenía para tal fin. Durmió en un sillón, detrás de la puerta que la separaba del animal. Ningún sonido la despertó. Repitió el ritual durante dos noches. La tercera fue la que destruyó la dulce rutina de la calma. —¿Cómo entramos? —susurró una voz aguda.

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—Tenemos que entrar, debemos entrar —continuó una segunda más grave, un tanto inhumana, extraña. —¿Cómo entramos? —volvió a repetir la primera y antes de escuchar de nuevo la siguiente frase la mujer se incorporó y miró por el resquicio de la puerta. Dos enanos estaban pegados al vidrio, hablándole directamente al ave, adheridos como ventosas por las manos y una abultada y venosa barriga. Media hora estuvieron insistiendo con las oraciones. Luego uno de ellos giró en redondo, quedando con la cabeza hacia abajo, dispuesto a bajar, cuando el loro repitió lo que ellos habían estado enseñándole vaya a saber desde cuándo. La novedad los alegró, rieron chillonamente sin apartar la panza ni las manos del vidrio, mientras daban pequeñas pataditas de entusiasmo. Después del festejo, el de la voz aguda comenzó con las nuevas frases: —Si no nos dejas entrar, no lo podremos sacar. —Él está adentro —siguió el otro—, no grites cuando lo veas. La mujer volteó aterrada, buscando, entre temblores y un lloriqueo leve, lo que podría estar viviendo junto a ella. En segundos encontró al ojo rabioso que la observaba desde abajo de la mesa, redondo y sanguinolento, palpitante, demoledor. El grito aturdió al ave, desesperó a las entidades que estaban sujetas al vidrio provocándoles pequeñas convulsiones y enojó a la bestia que emergió desde la oscuridad. El loro olvidó las frases que había aprendido en su vida y, envuelto en una escena devastadora que parecía no poder olvidar, repitió durante varios meses después de que se encontrara el cuerpo de la mujer, el grito y los sonidos guturales que luego la silenciaron.

SUYO Enrique Ángel González Cuevas

Rodeadas de sábanas blancas, jóvenes y hermosas mujeres dan a luz a bolas de huesos y carne. En cuanto salen, las toman y con caricias modelan sus cuerpos, 25


juntan los ojos y forman la cara. Uno a uno, extraen los filosos dientes hasta dejar las encías desnudas y en la boca acomodan la lengua. Les dan la leche de sus senos para hacerlas olvidar el sabor de la sangre. Les cantan tonadas tontas hasta volver sus gruñidos un llanto, las peinan para separar la piel de cabello y les dibujan el sexo. Un par de horas después, el trabajo está terminado y las mujeres salen sonrientes del hospital con los brazos cargados, listas para que sus hombres conozcan a sus hijos. Con ellas sale Magali, lleva al niño más hermoso, pero ninguna de las otras la envidia. El niño no es suyo. Es de otra. Lo sabe porque salió de su vientre acabado, sonriente y moreno, sin que hubiera siquiera necesidad de que Magali le enderezara la piel. Humberto palidece apenas se lo muestra. Ambos reconocen el trabajo de otras manos, quizá de una de las amantes que ha tenido él. Ella desea preguntarle si sabe de quién es. Humberto que cómo, cuándo le introdujeron al niño. Los dos callan. Les han robado demasiado como para intentar entenderlo ahora. Al llegar a la casa, Humberto dice que tiene que volver al trabajo. Le da un beso en la frente a Magali sin que ésta responda y vuelve a salir sin hacer ninguna alusión sobre el niño. Ella mira al pequeño con desagrado. Piensa en las tardes que pasó junto a sus primas haciendo niños con plastilina. En los años en que juntas cosían muñecos con la pedacería que quedaba de los vestidos y las cortinas. El niño no es suyo. Pero se le ocurre que puede hacerlo suyo. Magali cubre la mesa con un mantel de plástico. Junta peluche, borra y ojos de botón. Prepara hilo y aguja. Mete al niño en la licuadora y la enciende apenas unos segundos.

IMPRESIÓN Eugenia Sánchez Acosta

Dejó el vaso sobre la mesa y se recostó en la silla cerrando los ojos.

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El día había durado una eternidad, pero ahora que la noche había comenzado, sentía cómo el paso del tiempo machacaba sus músculos. Estaba casi al borde del agotamiento… Casi, porque en realidad, un manto de insensibilidad lo cubría de pies a cabeza. Mientras tanto, existía. Ahora una nueva noche se había colado por las ventanas, y confundía el lamento del viento entre los árboles con el sonido de voces y actividad humana. De vez en cuando, se sobresaltaba pensando que alguien gritaba allí afuera ─tal vez un niño─, alguien que se acercaba a él con el lento discurrir de las horas, pero se convencía al poco de que una vez más su imaginación le jugaba una mala pasada. Estaba con los ojos cerrados, con la mente demasiado embotada como para hilvanar algún pensamiento, cuando una brisa helada le movió el cabello en la nuca y sintió cómo toda su piel se erizaba. Es la ventana, pensó, y no tuvo ánimos para levantarse a cerrarla. Vivía bastante alejado de la ciudad, casi al final de un camino angosto y en mal estado en medio del campo. Llevaba más de un año viviendo allí, sin nadie que le hiciera compañía, sin un animal que lo contemplara ir y venir por la pequeña y modesta casita que ocupaba con desgano. No trabajaba, no estaba en contacto con el mundo, ni siquiera iba más lejos del árbol cerca de la entrada familiar, a menos que precisara algo urgente. No tenía luz, ni agua. Cosechaba sus verduras y cuidaba sus árboles frutales. El resto del tiempo se dedicaba a leer y a seguir respirando, aunque esto último era una obsesión de su cuerpo y no precisamente una de sus actividades más alegres. La vez que decidió dejarla, había tenido que probar con más de una cosa: las cuchillas en la bañera, las pastillas para dormir, incluso la bolsa de nylon en la cabeza ─esa última, la peor. Por más que se emperrara en dejar de respirar, otros estaban decididos a evitarlo, y por eso un buen día tomó sus pocas pertenencias (casi el 85% libros) y se fue sin decirle a nadie, sin despedirse y deseando que no lo encontraran jamás. Y allí estaba: solo, insensible, apático. Y allí estaba también aquella sensación helada, como dedos de hielo acariciándole la nuca. Cuando estas palabras e imágenes se instalaron en su mente, abrió los ojos de golpe. La casa era pequeña y vieja, con un persistente olor a humedad que a él no le importaba cubrir. El techo, que también estaba bastante vencido por el paso del

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tiempo, era de paja y comenzaba a combarse en algunas zonas. Cálido hogar de arañas, hormigas y mosquitos. Las paredes estaban feísimas de pintura, o de la ausencia de la misma, y aunque eso no se notaba a esas horas, cuando abrió los ojos y los enfocó sobre su sombra detenida como en pausa sobre ella, proyectada por la luz del farol a gas que hacía varios minutos ─ahora se daba cuenta─ había dejado de escuchar zumbar, tampoco sintió nada, quizás un dolor muy fuerte en el pecho cuando sus pulmones y corazón olvidaron funcionar. El vello del cuerpo se le fue poniendo de punta, causándole miles de sensaciones desagradables a la vez, pero nada similar a aquellos dedos helados jugueteando con su cabello. Nada como la sombra de aquel niño detenida tras él.

PROBLEMAS TÉCNICOS Manuel Barroso Chávez

El hombre apretó el botón. Una voz gorda y tragona le preguntó qué podía hacer por él. —Tengo un problema con mi boleto —dijo el hombre. La voz, atragantada con una dona, preguntó si lo había extraviado de casualidad—. Mi problema es más grande que eso —dijo el hombre—, perdí de vista mis pies y han huido con él. La voz pensó que, si todos perdían de vez en cuando la cabeza, era lógico que también perdieran los pies, pero no dijo nada.

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ORIGEN José Manuel Ortiz Soto

Me llamo Eneas. Nací en Troya, pero no la Troya homérica de gloriosa resistencia, como pudiera pensarse, sino una ranchería perdida en las míseras sequías del suroeste guanajuatense. Demás está decir que mis padres tampoco fueron Anquises y Venus, sino una pareja de lugareños cuyos nombres preferí olvidar. Soy hijo único (hecho por demás insólito si se compara la fertilidad de la mujer local con la esterilidad de las tierras pedregosas de la región). O al menos así lo creía, pero temprano me di cuenta que mis padres jamás amarían a un niño. Ellos amaban a sus perros, a sus murciélagos, a sus arañas o a sus víboras, pero jamás a un hijo; tenían la insana afición de devorar a sus críos recién nacidos, cuando la carne es más tierna y la plasticidad cerebral se encuentra libre de toda contaminación. El día en que yo nací ―lo recuerdo bien, la tarde de un 27 de enero― mis padres se culpaban mutuamente por el descuido que me dio origen. Agazapado bajo las sábanas de una cuna improvisada, me enteré del plan que se fraguaba en mi contra. ―¿Dónde quedó el niño? ―preguntó mi padre, afilándose las uñas con la escofina. ―En la cuna, ¿dónde más? ―rezongó mi madre, arrancándose de la nariz un inmenso vello que semejaba una serpiente. ―¿Siquiera es… hermoso? ―aventuró mi progenitor en un arranque de humana debilidad. ―¿Hermoso? ¿Cuándo un niño ha sido hermoso? ¡Es horrible! ¡Es el más feo de los monstruos que he parido! ―escupió sin piedad. Mi padre soltó un mugido de toro lastimado y se fue acercando a la cuna. Abrió unos belfos densos y amarillos, y sacudió las orejas en señal de reprobación. Me echó encima su mirada densa y amarilla. ―Tienes razón, aunque se parece un poco a ti. ―Estiró su mano vieja y torpe, tocándome, luego sentenció―: He tenido un día pesado y estoy hambriento. ¿Por qué no lo preparas? Mi madre respondió indiferente: ―Como gustes. Aunque estaría mejor en dos semanas.

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Cuando me dejaron solo comencé a temblar incontrolablemente. No quería morir. Si en verdad era tan feo como mis padres decían, no creía que mi aspecto mejorara convertido en guisado (¡Entonces aún no sabía de las maravillas culinarias que puede hacer un chef!). Debía huir de allí antes de que fuera demasiado tarde. Hice a un lado los trapos en que estaba envuelto y, sigilosamente, abandoné la improvisada cuna. Ya fuera de la casa, azuzado por el aire de la libertad, eché a correr y no me detuve hasta sentirme seguro en el anonimato de la gran ciudad, donde una familia bondadosa me dio asilo. ¡Ah... qué terrible inicio de mi vida!, exclamo cada vez que el recuerdo y la nostalgia me alcanzan. Sobre todo en un momento como éste, cuando mi esposa me llama a gritos. Tiene nueve meses de embarazo y, aunque estoy hambriento y las tripas me gruñen ruidosamente, quiero estar a su lado para presenciar el nacimiento de mi primer hijo…

PERROS DE ARENA Mariano F. Wlathe

Entre los restos áridos de un mar antiguo un monstruo bebe una gota de arena, condenado a vagar con sed eterna por un cruel hechicero. Otrora, al nombre de Átakis respondió la bestia, de cuerpo garbo y príncipe de aldea, cometió el pecado de amar a una mujer ajena. Prometida desde la infancia al rey brujo Upir, Kanti, de rostro hermoso y ánimo lascivo, conquistó el corazón del príncipe y lo sentenció al exilio. Ocultas pasiones tras las palmas del oasis, cada mañana al buscar agua, sus ondulantes cuerpos estremecían la laguna calma. Besos secretos, caricias disimuladas y planes de huida frustrada ¡Cuántas veces el poder seduce más que el amor! Belleza pérfida con ambición de sibila, condenó a su amante a los pies del marido para que no se supiera su amorío. Acusó al príncipe Átakis de miradas e insinuaciones impropias. Él, con la ingenuidad de un corazón enamorado, cerró los labios para no hacerle daño. “El agua evadirá tu paso; beberás

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sin saciar la sed que, día a día, crecerá en ti. Como de un amor irrealizable desearás morir, mas no perecerás por ello.” Palabras malditas, el único equipaje de Átakis rumbo al exilio en el desierto circundante; donde, junto con la sed, el rencor creció. La tierra hirviente, el sol desnudo, la sombra escasa. De un espejismo bebió la arena mientras recordaba a esa mujer morena, de rostro hermoso y alma vil. Descubrió que se puede llorar con los ojos secos, hasta perderlos. El desierto se bebió de su boca los labios, como castigándolo por haberlos cerrado. El sol abrasó su piel y la cubrió de llagas que saló la arena. Con la boca seca, la piel quemada y el corazón encendido de rabia. Perdió la lengua, los ojos y la gracia. Las grietas de su piel se fundieron con la tierra. La sed inmensa, el corazón roto, la venganza inconclusa. Clamó misericordia a las voces del desierto y ofreció su sangre evaporada como precio. Las dunas lo oyeron y enviaron a sus perros. Canes de hirviente e incisiva grava se abalanzaron violentos sobre el demacrado cuerpo del príncipe proscrito. Lenguas corrosivas lamieron sus heridas, mordidas salvajes destrozaron su carne y el desierto tragó su sangre. Se levantó de la tierra, como si fuese uno con ella, una figura inhumana con la mirada hueca, sed eterna y una deuda sangrienta. Seguido por las bestias hechas de arena, caminó en pos de su venganza convertido en una criatura sin nombre, sin alma, sin misericordia. Caminó hasta los bordes de la aldea de su vida pasada, soltó a las fieras: tormenta de arena, sequía brutal. Enterró las casas, desangró a la gente y regó de rojo las dunas sedientas. Caminó entre calles envueltas en niebla de polvo y cosechó las vidas de todo el que vio. Caminó al desierto y siguió el rumbo marcado por las migas de su corazón. Devoró los pueblos al mando de Upir, alfombró de sangre el camino al palacio y preparó a sus perros para un nuevo festín. No dejó testigos, los únicos vestigios fueron los cuerpos marchitos de hombres, mujeres y niños. Fantasmas, muertos y ruinas que persiguieron al brujo rey y a su mujer. Upir lloró la muerte de su pueblo, pero sus lágrimas no paliaron la sed del desierto. Dunas violentas rompieron contra los muros del palacio que se hundió en las arenas invocadas en pro de la venganza. Cuando ya no quedó nada, con todo sumergido bajo la arena blanda, el rey no tuvo poder contra el desierto. Los perros de arena pastorearon a Upir y su consorte, los separaron, jugaron con ellos. Ladridos de tierra, heridas que sangran, desierto que bebe. El brujo rey peleó sin esperanza, se retorció cual áspid decapitado; alzó los brazos, clamó a los dioses, quiso asirse a la arena que escapó de sus manos. Las

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dunas reclamaron su sangre. Mandíbulas rabiosas engulleron su cuerpo. Agitó las manos, trató de detenerse, pero entre la arena hirviente no hay lugar donde aferrarse. Una vez muerto, el desierto escupió sus restos desecados para capricho de los buitres. La desesperación de ver a su marido masticado por el arenal, despertó en Kanti, de rostro hermoso y porvenir brutal, el terror infinito a su patíbulo árido. Pidió clemencia en nombre de un amor pasado; cubrió de llantos, gestos y ruegos su andar. Se arrodilló para que la viera suplicar, sollozó arrepentida, tiró el vestido que la cubría e imploró por el vástago de Átakis que cargaba en su vientre. Pero él no tenía ojos que vieran, ni oídos que oyeran, ni corazón que sintiera. Sólo le quedaba la rabia de los perros de arena.

EL SANTO Si la infancia durara ochenta años me podría burlar de mis cenizas y sin apuro armar un acertijo con borradores de melancolía Mario Benedetti, “Insomnios y Duermevelas”

Michelle Morales Castro

I Un pie descalzo en la alambrada del patio trasero. ¿De quién?, nadie lo sabía, sin embargo ya llevaba tres días ahí, adornando vulgarmente la barda de tabique rojizo. La mujer del rosario, día con día, rezaba frente al pie desnudo, con jirones colgando y aferrados al alambre de púas, como si estuviera listo para desafiar a cualquier corsario que intentara robar el buque. Los dueños de la casa comenzaban a cobrar por ver aquel espectáculo. Y sólo la mujer del rosario se lamentaba por ello. De pronto comenzaron los chismes y rumores, las historias inventadas de la nada y aumentadas de mucho. La gente despertaba la imaginación y recreaba al dueño de aquel pie. Que si era de un hombre guapo, decían las mujeres; que si perteneció a una mujer bella, afirmaban los hombres; que si era de un Santo, creían

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los religiosos; que si era de un ratero, insistían los desconfiados; que si era de un luchador político, comentaban los izquierdistas. En fin, el pie, cada vez más hinchado —aparentando un tamaño irreal—, morado y putrefacto se adornaba de lunares con alas, de luces titilantes, de colores diurnos y nocturnos. Las moscas hacían su trabajo y las larvas despertaban en un nuevo nacer. El pueblo entero admiraba con devoción el pie que llamaban “Santo”. Muchos subían por las estrechas escaleras de concreto, construidas para recrear el altar, donde depositaban todas sus esperanzas. Al llegar a la cima besaban el pie, como si del Papa se tratara. Dejaban un voto enganchado en la piel inflamada y chorreante de líquidos hediondos. A pesar de lo religiosa que era, la mujer del rosario no podía soportar aquel espectáculo, rezaba, lloraba y repetía que era absurdo, era injusta tanta glorificación. —¡Esto es abominable. Dejen que se vaya. Eso no es santo, ni siquiera es un milagro! —suplicaba la mujer y se alejaba agachando la cabeza. Ella era la vecina más cercana al altar recién construido y tal parecía que algo sabía, pues se negaba a creer en un pie santo, aparecido de la noche a la mañana en un pueblo donde nunca sucedía algo importante. II Ese día desapareció el hijo de los vecinos, dueños del altar, pero el alboroto del pie santo hizo que lo olvidaran. Era como un intercambio: un niño como tributo para tener un santo a quien alabar, aunque ni siquiera tuviera rostro. A pesar de que el primer día no hubo tanto desmán como en los siguientes, la euforia por el pie abrazado al alambre no fue mínima. El pueblo entero, salvo la mujer del rosario, estaba anonadado y fuera de su realidad pidiendo milagros al pie santo. Tal fue la ilusión que, al día siguiente, la gente no le dio importancia a la desaparición de otro niño y la consideraron como sacrificio necesario para la sobrevivencia del pie, cada vez más putrefacto. Pasaron días, semanas, meses y el pueblo se desnudó de infantes. La mujer del rosario se resignó a no suplicar que dejaran al pie en paz, que lo quemaran. Y era extraño, a pesar del tiempo el pie seguía ahí, en descomposición pero existente. Las larvas y las moscas desaparecieron y ya ni siquiera los buitres se acercaban.

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III La mujer del rosario había escuchado ruidos extraños en la azotea, el llanto de un niño desgarró el cielo y un rugido lo acompañó. A obscuras se asomó a la ventana y alcanzó a ver una sombra cargando a un niño, brincando las azoteas. La vio deslizándose hábilmente, pero un error causó todo. El pie del niño se atoró en la alambrada. La sombra, con desesperación y a tirones trataba de zafar al infante, pero nada daba resultado. En un momento, unos dientes triangulares, filosos y blancos comenzaron a roer el tobillo del niño, y el llanto y los gritos se hicieron más fuertes. Sólo así, aquello se llevó el cuerpo que rompía en lamentos. La mujer del rosario siguió viendo a la sombra por años, hasta que el pueblo se quedó sin niños. Entonces había recordado claramente lo que su abuela alguna vez le había contado: “los Couros se roban a los niños, pero nunca regresan al mismo lugar a hurtarlos, a menos que hayan dejado algún rastro”.

LA CIUDAD SIN NUBES Miguel Antonio Lupián Soto

Cúmulos, estratos, nimbos, cirros. Nada. Cielo sin nubes, desnudo. El último hombre arrastra su cuerpo calcinado por los desiertos de la ciudad vencida. Busca explicaciones. Busca agua fresca que colme su sed. Busca a los niños. Todos los niños de la ciudad desaparecieron la misma mañana en que lo hicieron las nubes. Confusión. Caos. Silencio. Explicaciones fantásticas vomitadas por el gobierno, por la religión. Madres acongojadas, escuelas vacías. Era la primera vez que los adultos se preocupaban por los niños, por sus niños. Mientras tanto, no llovía. No llovía. Y nunca llovió. Una ola de calor azotó la ciudad derritiendo el asfalto y las columnas de hierro de los grandes edificios. En pocos meses las presas se secaron, los árboles murieron. La ciudad sucumbió.

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El último hombre continúa arrastrándose dejando sobre la tierra un rastro de piel carbonizada que se desprende de sus piernas. Se detiene. Olfatea a uno y a otro lado. ¡Agua! Se deja caer por una ladera golpeándose con rocas y naturaleza muerta. Queda bocarriba, exhausto, mirando el cielo sin nubes hasta que los rayos solares lo hacen parpadear. Se coloca bocabajo. Enfrente de él, escondido entre las rocas volcánicas, un estanque. Se arrastra los últimos metros y hunde la cabeza y los brazos en el agua fresca. El dolor ocasionado por las ámpulas desaparece. Sus labios partidos dejan de palpitar. Se mantiene inmerso en esa paz acuosa hasta que escucha un sonido. Risas ahogadas. Abre los ojos. Cientos de niños lo observan desde el fondo del estanque. El último hombre saca la cabeza del agua y recarga su frágil cuerpo en una piedra volcánica mientras normaliza la respiración. Los

niños

salen

alegremente

del

estanque

-algunos

abrazados,

otros

chapoteando- y se sacuden el agua como lo hacían los perros. De sus pequeñas cabezas sale vapor. Vapor que se esparce formando nubes. Nubes que se dirigen lentamente hacia el cielo. Los niños corren hacia la ciudad. El último hombre se queda solo, mirando cómo el cielo se nubla. Sonríe cuando una fina gota de lluvia golpea su cabeza. Cierra los ojos.

B-612 Nelly Geraldine García-Rosas

Cuando tenía siete años leí la historia de un niño de la realeza extraterrestre que había llegado a la Tierra en busca de amigos. El pequeño había salido del asteroide que habitaba huyendo de una flor pretenciosa que se creía única en el universo. Imaginen, entonces, la sorpresa y el horror experimentados por el infante alienígena cuando encontró un jardín con miles de flores idénticas a la suya. 35


Imagínenlo. Cuando yo tenía siete años no pude imaginarlo porque estaba más interesado en conocer la tecnología de una nave que, impulsada por la fuerza de aves cósmicas, podía ser pilotada por un niño. Quería comprender cómo hacía para sobrevivir entre los extraños gases de la atmósfera terrestre y no ser aplastado por la gravedad de mi planeta. Sin embargo, llegué al final sin haber leído una sola palabra sobre naves, radiación solar o atracción gravitatoria. Me pareció absurdo que la historia hubiese omitido la parte que, para mí, era más importante. A los siete años por primera vez borré un libro de mi tableta personal y decidí convertirme en un astronauta de verdad. El más joven de mi clase, me gradué con honores un par de meses después de haber obtenido mis alas doradas. Después ingresé como piloto de la Agencia Espacial Internacional. Viajé a Marte y seré el primer hombre en visitar la zona de asteroides para crear una estación de combustible y, así, permitir el progreso de la humanidad: explorar el espacio profundo. Mi misión es simple. Una vez finalizado el lento descenso por medio del cable umbilical, encenderé los motores cuánticos de mi traje para generar una fuerza que permita desplazarme con movimientos perfectos y sin riesgo de salir propulsado debido a la microgravedad del asteroide B-612. Luego activaré los comandos para que el robot cosechador extraiga los aceites volátiles de las rosas que sembró la sonda Exupéry. Perfumes en la Tierra, en el espacio constituirán la principal fuente de combustible para las naves que ya se preparan rumbo a las lunas de Saturno donde se establecerán cientos de campos para el cultivo de las flores. # B-612 es un sitio pequeño y tibio debido a su ligera actividad volcánica. Arbustos de rosas cultivadas en microgravedad llenan los traslúcidos biocontenedores con un aroma peculiar, único. A través del cable umbilical me lleno los pulmones con la fragancia extraterrestre y, aunque estoy solo entre tantas rocas, no me siento así.

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UN REVÓLVER CUBIERTO DE MUCOSIDAD DESCONOCIDA Néstor Robles

La evidencia Encontraron un revólver a la mitad del callejón. Dos de sus seis cartuchos fueron disparados. Las balas coinciden con las que quitaron la vida de un chofer de un taxi libre y la de su pasajero. Aún no hay rastro del asesino. El arma seguía tibia, estaba cubierta por una mucosidad hasta hoy desconocida. El asesino Roberto consiguió el revólver a mitad de precio en un mercado sobrerruedas. Desde que la compró, unas cosquillas inmensas en sus dedos lo obligaban a jugar con ella. Querían jalar el gatillo. Sentir el remate del golpe. Aspirar el humo de la pólvora. Bang, bang, bang. Decidió estrenarla con el taxista que una vez lo humilló. Aquél que se burló de él porque le pidió aventón y en vez de eso recibió una patada en el culo. Las víctimas —A la chingada —le había dicho el chofer después de la patada. —¿Te acuerdas de mí? —le dijo Roberto. —¿Por qué chingados me tengo que acordar de un pinche viejo cara de pendejo? —le contestó, riéndose. Bang. El pasajero trata de huir. Bang. La mucosidad Roberto se siente grande, poderoso, chingón. Sonríe. Se guarda el revólver en el cinto y camina campante, con la esperanza de que alguien lo hubiera visto y haya avisado a las autoridades. Quiere seguir usando su juguete a muerte súbita. Al dar vuelta al callejón escucha los pasos de alguien que lo seguía. Roberto, seguro, da media vuelta y desenfunda como vaquero urbano. Se topa con un par de ojos amarillos y un hocico que le arranca las manos, primero, luego se lo traga a pedazos.

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El expediente “Asesino aún desaparecido mata a dos”, publicaron en la nota roja. Un carpetazo más para la bodega. Pero tú recortas la noticia. La pegas en tu grueso álbum. Ya mero, pensarás, ya mero te encuentro.

EL SECRETO DE LAS LAGARTIJAS Pok Manero

Mi padre murió hace un mes bajo circunstancias extrañas. Los doctores le habían diagnosticado esquizofrenia y dictaminaron su fallecimiento como suicidio. En un principio no me resultaba difícil creerles, pero ahora sé que él tenía razón. Todo empezó hace poco más de cuatro meses, cuando mi padre tuvo un curioso accidente. Su coche no arrancaba, así que le pidió al vecino que le pasara corriente. Conectó los cables al otro auto y, al unirlos al motor del suyo, una lagartija cayó en su hombro y corrió por su brazo hasta hacer contacto con el cable y la batería, lo cual hizo que recibieran una breve pero fuerte descarga eléctrica. Mi papá cayó al suelo asustado, pero ileso, aparentemente sin mayor repercusión que un ligero zumbido en los oídos; no se puede decir lo mismo del reptil, que quedó tieso y humeando. Fuera de contárnoslo a la hora de cenar, no le dio mayor importancia. Esa noche empezó a escuchar las voces. Primero creyó que estaba soñando, pero después de unos minutos se dio cuenta de que estaba despierto en su cama, en la oscuridad de su habitación. Eran dos voces distintas, ambas eran ásperas y entrecortadas; al principio no entendía muy bien, pero poco a poco se percató de que hablaban de él. La primera voz, la más grave, lo culpaba por la muerte de alguien; la otra lo defendía, decía que su intervención no había sido intencional y pedía a su interlocutor se concentraran en su misión, que consistía en averiguar si mi padre sabía algo de una conspiración. Convencido de que las voces estaban cerca, se levantó rápidamente y volteó a su alrededor, pero no vio a nadie. Se asomó por la ventana, pero la calle estaba vacía. Las voces cesaron, lo cual lo hizo sentirse observado; pasó 38


más de una hora, pero la conversación no continuó. Intranquilo, mi padre lentamente se sumergió en un sopor con pesadillas de reptiles gigantescos que lo perseguían para devorarlo. Conforme pasaban los días, la situación empeoraba. Mi padre fue a ver a un psicólogo que se declaró incapaz de atenderlo y lo refirió a un psiquiatra. Éste le recetó medicamentos para relajarse, pero las voces no cesaban. Más de una vez estuvo tentado a tomar dosis mayores, tanta era su desesperación, pero logró contenerse. Resignado a no poder silenciar las charlas que inevitablemente escuchaba, empezó a ponerles atención. Recuerdo que lo vimos con preocupación cuando nos comunicó que las voces hablaban sobre un plan para acabar con la humanidad y devolverle el planeta a sus dueños por derecho de antigüedad. Con gran tristeza fuimos testigos de su gradual deterioro. En sus últimos días gritaba con desesperación que los reptiles del mundo querían despertar a los dragones que dormían en las montañas para convertir a los humanos en sus esclavos y traer así una nueva era dorada de los lagartos. Su paranoia era tal que temblaba todo el tiempo, y cuando veía alguna lagartija o iguana la perseguía, arrojándole piedras y gritando amenazas, diciendo que no se rendiría. Muy a nuestro pesar, nos vimos forzados a autorizar que lo internaran en una institución psiquiátrica donde recibiría un cuidado especializado. La noche anterior a su traslado, lo llenó una serena paz. Hasta creímos que se había recuperado, nos sonreía y platicaba lúcidamente con nosotros, sin mencionar una sola vez a las lagartijas. A la mañana siguiente entré al garaje para encender el coche en que lo llevaríamos. El olor a gas era insoportable. Corrí a abrir la puerta de la cochera para que se ventilara, pero era demasiado tarde; los doctores nos dijeron después que para entonces ya llevaba tres horas muerto. Lo raro fue que, cuando abrí la puerta del coche, docenas de lagartijas muertas cayeron de su regazo. En ese entonces no entendí, pensé que simplemente había decidido terminar con su vida antes de que lo recluyéramos. No se me ocurrió que quería escapar para combatir a sus enemigos sin poner en peligro a su familia. Esta última semana ha habido terremotos de gran intensidad y erupciones volcánicas por todo el mundo. Los epicentros de cada movimiento sísmico se hallan en el corazón de alguna montaña. Con terror en mi alma, no puedo sino ver en la pantalla del televisor mientras —lamentando no haberle creído a mi padre cuando aún vivía— las piedras se desmoronan, el fuego inunda el aire y escamas verdes son bañadas por la luz del sol por primera vez en siglos.

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SOLO DE VIOLÍN Zyan Blancas

Me pregunto si alguna vez has conocido a alguien como él. Es muy posible que sí, que quizá conozcas a muchos parecidos, pero no los recuerdas. Están por todas partes, grises e invisibles: el tipo de gente que parece que se limita a consumir oxígeno. Creo que no lo van a dejar salir en mucho tiempo, ¿verdad? Siempre fue raro, pero inofensivo, con sus lentes de aro fino. No hay nada destacable que pudiera indicar lo que existía dentro de él; nada que lo demostrara capaz de algo así. Llevábamos dos años en la misma escuela, pero no fue sino hasta hace unos tres meses que me di cuenta de que existía. Y sólo porque él mismo se acercó, arrastrando esos zapatos cafés, su suéter gris en la mano y sus ojos cafés de monje zen. Yo no tengo recuerdo alguno de haberlo visto antes. Ahora sé que estaba ahí, pero nunca lo registré dentro de mi memoria. Te lo repito, nunca lo hubiera imaginado de él. Anónimo total, hasta sus composiciones musicales resultaban sosas. Hace tres meses, después de que habló conmigo, empezó a actuar un tanto diferente. Me di cuenta porque no tenía nada más que hacer que darle vueltas a asuntos insignificantes; para mí el hecho de que comenzara a llegar tarde a las clases, el modo en que su mirada febril resbalaba por las paredes de los salones o el nervioso tamborilear de sus dedos sobre la banca significaban tanto como la nueva pintura de los bancos. Me entretenía un poco con ello y luego lo olvidaba. Pero ahora recuerdo la piel pálida de sus manos sudando sobre el papel pautado; su cara en un rictus de concentración permanente. Garrapateaba símbolos en el papel, escuchando esa melodía dentro de su cabeza que le exigía interpretación. Hasta hace dos semanas. Sé que ese día se presentó muy temprano a clase, con su querido violín en su estuche de cuero reluciente; su instrumento estaba mucho mejor cuidado que él mismo. Sé que se sentó como siempre en una esquina del salón, con la espalda contra 40


la pared. Sé también que aprovechó justo el momento en que la profesora entró en el salón para sacar el violín y comenzar a tocar. Y sé que durante los primeros treinta segundos de la melodía nadie se movió. Sé también que en el segundo treinta y uno comenzaron los gritos. El ruido llamó la atención de toda la escuela. La gente se congregó para observar desde las ventanas cómo un grupo de veinticinco personas enloquecía. Vimos a nuestras compañeras sacarse los ojos con las uñas largas, vimos a nuestros compañeros arrancarse el cuero cabelludo y golpear la frente de sus amigos contra el filo de la banca. Vimos salpicar materia gris sobre el pizarrón y vimos a una niña con un atril saliendo de su esternón. Vimos a tres compañeros violar tumultuariamente a la profesora mientras ésta gritaba hasta desgarrarse las cuerdas vocales. Las puertas estaban atrancadas y habían recién cambiado los vidrios por unos diseñados para contener la acústica; eran especialmente gruesos y resistentes. El grupo se encontraba encajonado con su locura. Vimos a un chico azotar una guitarra sobre la cabeza de su exnovia y encajar las astillas de madera debajo de sus orejas. A dos mejores amigas pelear con baquetas y un trombón. También vimos a la niña prodigio del violonchelo dibujar símbolos musicales en la pared con la sangre de otro alumno caído. Incluso vimos a la profesora enterrar una larga uña pintada de violeta en la garganta de uno de sus victimarios hasta cercenarle las arterias. Y sobre todo lo vimos a él, el compositor, tocar el violín con movimientos histéricos y exagerados, aunque ninguno de los testigos pudimos escuchar una sola nota. La tensión en su sien y el movimiento reconcentrado de su brazo dirigiendo el arco me dieron una idea de lo que estaba ocurriendo. Verás, hay manifestaciones que destruyen. Las fuerzas naturales que subyacen bajo la mente y la creatividad humanas son tan impredecibles como las que vemos actuar físicamente. Lo que ocurría dentro del salón era el equivalente a un terremoto sicológico para quienes estaban oyendo la pieza. La música cesó bruscamente cuando una de las chicas de las baquetas falló con su puntería y el trozo de madera se clavó profundamente en la cuenca ocular del compositor. De alguna manera el encanto se derritió y los golpes de los vigilantes pudieron abrir la puerta del salón; los paramédicos entraron justo detrás de ellos para atender a los convulsionantes sobrevivientes: tres o cuatro personas y el compositor.

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Supongo que te preguntarás entonces por qué diablos vengo a visitarle. En parte, es que me siento un tanto culpable de lo que ocurrió… Cuando vino a verme, hace tres meses, mucho antes de la tragedia, vino con un ramo de rosas rojas gigantesco. Me lo ofreció a cambio de salir con él. Yo me reí de él y me negué; le dije que sólo lo haría a cambio de algo verdaderamente suyo y que además fuera de mi agrado. Le dije que quería que me demostrara qué había debajo de su piel y dentro de su corazón. Le dije también que no esperaba mucho de él, le dije lo mediocre que me parecía su falta de estilo para venirme a rogar con algo tan cursi… Le dije muchas cosas, y no precisamente con las palabras que acabo de utilizar. ¿Te digo un secreto? Yo no la he oído aún, pero esa pieza la compuso para mí. ¿Qué tan difícil será que me dejen meter un violín en mi próxima visita?

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AUTÓMATAS

PORTADA Alejandro Montes Santamaría (México, 1978) Nace en la ciudad de México, reside en Guanajuato capital. Estudió Diseño Gráfico, Artes Visuales y concluyó la Maestría en Historia en la Universidad de Guanajuato. Fundador y Director del Festival Internacional de Cine de Horror de Guanajuato. Se dedica de manera formal a la producción gráfica. www.tesmon.deviantart.com

TEXTOS Alejandra Elena Gámez Pándura (1988) Tras estudiar biología, dejó de hacerse coco-wash y se aventó a realizar lo que más le gusta. Ahora inventa historias y está intentando transmitirlas a través de dibujos, imágenes, escritos, y espera que en un futuro también como animaciones (cosa que aún sigue siendo un fantasioso sueño). Nada de lo que hace es realizado profesionalmente, tan sólo es una apasionada de los libros, las películas, los cómics, etc… Nada fuera de lo común. http://themountainwithteeth.blogspot.mx/

Alexandra Quiroz Sánchez (Ciudad de México, año del tigre de madera) Víctima de la alquimia desde hace varios años y que de tanto en tanto deja que sus demonios se escurran por los dedos directo en el teclado. Escribe cuentos cuando no quiere hablar con la gente. Odia las fotos y las evita siempre que puede. No sabe que es una semblanza. http://www.arachne.com.mx

Ana Paula Rumualdo Flores Abogada confesa. Expía sus culpas a través del cine y la literatura de género. http://elferetro.posterous.com/

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Andrés Galindo En 2006 egresa de la licenciatura en Letras hispánicas por parte de la Universidad Autónoma Metropolitana. En 2011 publica "Veinte poemas de la furia". En 2012 conoce la modalidad de poesía en voz alta, Slam Poetry, manteniéndose activo en dicha actividad hasta la fecha. Ha publicado poesía y narrativa en diferentes revistas independientes, impresas y digitales. Del 2009 al 2011 gestiona su propio blog, "Ruidos y esperanzas": http://andresrsgalindo.blogspot.mx/

Bernardo Monroy nació en 1982 en México D.F. y actualmente vive en León, Guanajuato. Es periodista y ha publicado el libro de cuentos “El Gato con Converse” y la novela “La Liga Latinoamericana”, así como la novela electrónica “Slasher”, disponible gratuitamente en el portal http://www.zonaliteratura.com/ Es aficionado a los videojuegos, los cómics y los géneros de terror, fantasía y ciencia ficción, y escribe porque está frustrado, ya que nunca pudo ingresar a la Escuela de Jóvenes Dotados del Profesor Xavier. Sus textos han sido traducidos al klingon y al élfico.

Brenda Navarro cursó el Diplomado en Creación Literaria en el Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia, aprendió de literatura gringa por su paso en el diplomado de Creación literaria en Torreón y de literatura latinoamericana en SOGEM-Puebla. Se cree artesana de las letras y se ha condenado a escribir con voz femenina. Ha colaborado en diversos medios digitales e impresos y ruega a dios que nadie nunca la tome en serio. Aspira a ser humana. Pueden seguir su paso bipolar por @despixeleada

Claudia (Claussen) Marroquín estudió el diplomado de creación literaria en la Sogem, escritora de clóset (puerta a otros mundos), escribe como exorcismo. Algo se ha publicado de ella en la revista Convocatoria, Propuesta cultural, Zarabanda y Argot Aisthesis. Ganó dos

años

consecutivos

el

concurso

Antinavideños

Anónimos,

convocado por Teatro La capilla y los Endebles. En estos momentos escribe algunos cuentos y poemas para un libro artesanal. Hilvana sueños, borda con hilos imposibles y tiene excelente relación con el monstruo que vive bajo de su cama ¿Mencioné que también es bruja?

Dante Vázquez. Aprendiz de Poeta. Nació en la Ciudad de México hace muchos años. Durante un tiempo cursó la carrera en Psicología en la UAM-X. Fue becario del Primer Taller de Narrativa Literaria de la Revista Hotel y finalista en el VIII Certamen de Literatura Hiperbreve Pompas de Papel 2011. Actualmente comparte lo que escribe en: www.poesiaspoemas.com/dante-vazquez-maldonado http://www.dantevazquez.wordpress.com

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Mi

nombre

argentina

y

es

Diana

tengo

Beláustegui,

impresos

soy

cuentos

en

textos

es

distintas antologías de mi país. El

blog

donde

publico

los

www.elblogdeescarcha.blogspot.com Mail: beladiana@arnet.com.ar

Enrique Ángel González Cuevas (DF 1986) Estudió filosofía en la UNAM. Ha publicado en las revistas: La hoja de arena, Punto en Línea, Asfáltica, Axxón (Argentina) y en la “Antología Virtual de Minificción Mexicana” (con el nombre de Ángel Cuevas). Ganador del concurso de Ciencia Ficción y Fantasía “Todo puede Cambiar” en 2011, fue publicado en una antología con el mismo nombre a cargo de la Brigada para Leer en Libertad.

Eugenia Sánchez Acosta, uruguaya de 27 años, escribe desde siempre y publica sus relatos en su blog Escribiendo la noche (http://describientem.blogspot.com). participado

de

diferentes

Ha

antologías

y

colabora con varias revistas de difusión digital

Manuel Barroso nació, creció y murió antes de enterarse de ello. Por eso reseteó la consola y sigue aquí. Lee como poseso, escucha rap y jazz de forma adictiva, escribe porque le duelen las historias. Odia las verduras. Mañana comprará un rifle.

José Manuel Ortiz Soto (Guanajuato, México, 1965) Médico

pediatra

y

cirujano

pediatra.

Ha

publicado

los

poemarios Réplica de viaje (2006) y Ángeles de barro (2010). Forma parte de las antologías de microrrelato Cien fictimínimos. Microrrelatario de Ficticia (2012) y Antología Triple C (2012). Ha tomado talleres de narrativa con Agustín Cadena y Alberto Chimal; de poesía con Marco Fonz. Cuervos para tus ojos.

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Mariano F. Wlathe (Ciudad de México, 1986) Lenón de letras. Títere inconforme de musas ninfómanas. Arrítmico involuntario del devenir cotidiano. Entretiene sus ocios de hedonista exhausto, como un dios, creando y destruyendo mundos. Investigador obseso del universo erótico y la mística. Prisionero de una tesis infinita.

Michelle Morales Castro (México, D.F. 1977) Periodista y maestra en Letras Latinoamericanas por la UNAM, ha sido investigadora en El Colegio de México, editora

de

Responsable

la

revista

de

deTour

Comunicación

y

actualmente

de

la

es

Fundación

Reintegra y colocutora en un programa de radio sobre literatura por Internet. Ha publicado relatos en Azoth, Goliardos, Generación, revista Dark y elgourmet.com y dos libros de seres míticos y fantásticos en Editores Mexicanos Unidos.

Miguel Antonio Lupián Soto (1977) Ex alumno de la Universidad de Miskatonic, feligrés de la iglesia Cthulhiana y devoto de San Lemmy. www.mortinatos.blogspot.mx http://www.mortinatos.tumblr.com @mortinatos

Nelly

Geraldine

cuentos

de

García-Rosas ha publicado

fantasía

y

ciencia

ficción

en

antologías como Historical Lovecraft, Candle in the Attic Window y Future Lovecraft. A veces cuenta las aventuras de su Shoggoth mascota imaginario quien ha huido al espacio buscando el amor. Puede ser contactada a través de su sito web www.nellygeraldine.com

Néstor Robles (Guadalajara, 1985/Tijuana, 2012) Narrador, guionista, editor, custodio de libros y guardián del silencio. Lic. en Lengua y Literatura de Hispanoamérica (UABC). Dirige Ediciones El Lobo y el Cordero, en donde ha publicado las antologías Cuadernos de sangre y Desde aquí se ve el futuro. Siempre quiso ser astronauta pero se conforma inventando historias y sobrevivir en el intento. http://www.nestorobles.blogspot.com

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Adrián "Pok" Manero, tras años como lector asiduo, decidió que el siguiente paso en su manía consistía en elaborar sus propias ficciones. Ha publicado cuentos en la Segunda antología Caligrama de cuentos de Horror, Fantasía y Ciencia Ficción, El séptimo círculo (resultado del taller La escena narrativa de la escritura: Un trazo subjetivo de la violencia, impartido por Eduardo Antonio Parra) y en la revista electrónica Entre cronopios. También escribe reseñas para el sitio de internet de Pánico de masas y en su blog personal, vinetaspalabrasyfotogramas.blogspot.com. Se dedica compulsivamente a leer comics y libros y a ver películas, quisiera ser como los gatos y disfruta escribiendo sobre sí mismo en tercera persona.

Zyan Blancas 19 años sobre el planeta Tierra. Aspirante a escritora. Terror, dark fantasy y ciencia ficción es lo que más me gusta. laaprendizdealquimista.wordpress.com twitter.com/Z_Karamazov

DIRECCIÓN, DISEÑO Y EDICIÓN

SELECCIÓN

Miguel Antonio Lupián Soto

Ana Paula Rumualdo Flores Miguel Antonio Lupián Soto

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