EL HOMBRE QUE CONFUNDIÓ A SU MUJER CON UN SOMBRERO

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auditiva y, concretamente, con la percepción y la formación del lenguaje. La doctora Rapin no sólo había considerado a José «autista», sino que se había preguntado si un trastorno del lóbulo temporal no habría provocado una «agnosia verbal auditiva», una incapacidad para identificar sonidos verbales que alteraba su capacidad para utilizar o entender la palabra hablada. Porque lo más sorprendente, aunque había de interpretarse (y se ofrecieron interpretaciones psiquiátricas y neurológicas), era la pérdida o regresión del lenguaje, de manera que José, previamente «normal» (o así lo afirmaban al menos sus padres), se hizo «mudo», y dejó de hablar a los demás cuando se puso enfermo. Al parecer había una capacidad que se conservaba... que quizás de un modo compensatorio estaba potenciada: un vigor y una pasión insólitos en relación con el dibujo, que se habían hecho evidentes desde la infancia y que parecían en cierta medida algo hereditario y familiar, pues a su padre siempre le había gustado dibujar y su hermano mayor (mucho mayor) era un artista de éxito. Con la aparición de la enfermedad; con aquellos ataques que parecían incurables (podía tener veinte o treinta grandes convulsiones al día, e innumerables «ataques pequeños», caídas, «lagunas» o «estados de ensueño»); con la pérdida del lenguaje y con su «regresión» intelectual y emotiva general, José se halló en una situación extraña y trágica. Tuvo que dejar de asistir a la escuela, aunque durante algún tiempo le pusieron un profesor particular, y volvió de forma permanente a la familia, como un niño retrasado «de jornada completa», epiléptico, autista, quizás afásico. Se le consideró ineducable, incurable y, en términos generales, un caso perdido. A los nueve años se le marginó de la escuela, de la sociedad, de casi todo lo que debía ser la «realidad» para un niño normal. Durante quince años apenas si salió de su casa, en principio debido a los «ataques incurables», su madre decía que no se atrevía a sacarle porque tendría veinte o treinta ataques en la calle todos los días. Probaron a administrarle anticonvulsivos de todo tipo, pero su epilepsia parecía «incurable»: al menos ésta era la opinión firme que figuraba en


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