mientras estaba con él dejaba de estar perdido. Esto resultó sumamente desconcertante para el pobre Bob, que decía: «Soy Bob, no Rob, no Dob», sin resultado alguno. En medio de sus fabulaciones (quizás algún hilo de memoria, de parentesco recordado o identidad se mantuviese aún, o volviese por un instante) William hablaba de su hermano mayor, George, utilizando su presente de indicativo habitual. —¡Pero
si
George
murió
hace
diecinueve
años!
—dijo
Bob,
horrorizado. —¡Ay, este George siempre está de broma! —pretextó William, ignorando al parecer el comentario de Bob, o indiferente a él, y siguió hablando de George en su estilo agitado, obsesivo, insensible a la verdad, a la realidad, a lo propio y lo impropio, a todo... insensible también al desasosiego manifiesto de su hermano vivo, al que tenía delante. Fue esto, sobre todo, lo que me convenció de que había una pérdida total y básica de realidad interior, de sentido y de significado, de alma, en William... y lo que me indujo a preguntarles a las monjas, lo mismo que les había preguntado en el caso de Jimmie G.: «¿Creen ustedes que William tiene alma? ¿O la enfermedad le ha vaciado, le ha dejado hueco por dentro, lo ha des-almado?». Esta vez, sin embargo, pareció inquietarles mi pregunta, como si hubiesen pensado ya algo parecido: no podían decir «juzgue por sí mismo. Observe a Willie en la capilla», porque hasta en la capilla seguía con sus bromas, sus fabulaciones. En Jimmie G. hay un patetismo total, un sentido triste de carencia que uno no percibe, o no percibe directamente, en el efervescente señor Thomson. Jimmie tiene estados de ánimo y una especie de tristeza cavilosa (o, al menos, anhelante), una profundidad, un alma, que no parece existir en el señor Thomson. Éste tenía sin duda, como decían las monjas, un alma inmortal en el sentido
teológico;
el
Todopoderoso
podía
verlo,
llamarlo,
como
individuo; pero, ellas estaban de acuerdo: al señor Thomson le había sucedido algo muy inquietante, a su espíritu, a su carácter, en el