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Obispo pOr sOrpresa, misionero incansable Santo Toribio de Mogrovejo (1538-1606)

Casi un siglo después del descubrimiento de América, todavía quedaba mucho por hacer en este continente para que Jesús fuera conocido en todos los rincones. Los “indios” seguían siendo considerados de “segunda división”. El nombramiento de Toribio de Mogrovejo como arzobispo de Lima fue un regalo para ellos, que le llamaban “papá” en su lengua. Murió “con las botas puestas”, mientras realizaba una misión predicando a la gente.

Desde pequeño, Toribio ya tenía claro que quería ser santo. Con sus amigos jugaba a hacer procesiones, pero al final acababan rezando de verdad. Lo que no tenía tan claro era lo de ser cura, porque le parecía “un honor” que no merecía. Su familia era muy importante y estaba emparentada con reyes de toda Europa, pero él era muy humilde y no le gustaba presumir.

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De niño iba a la escuela de Mayorga, su pueblo; ya jovencito fue a estudiar a Valladolid y luego a Salamanca. Toribio era muy buen estudiante y muy valorado entre sus compañeros, aunque, sin duda, él no esperaba para nada que Diego de Zúñiga, uno de sus mejores amigos, y muy influyente, le propusiera como arzobispo de Lima. Parecía imposible, porque Toribio ni siquiera era sacerdote y no se consideraba a la altura de semejante encargo. El mismísimo rey Felipe II tuvo que convencerle, porque todo apuntaba a que era la persona adecuada.

Así que, a toda prisa, en un solo día le ordenaron sacerdote y obispo, y un poco después se embarcó rumbo a América. El 24 de mayo de 1581, españoles e indios se apretujaban curiosos para ver entrar al nuevo arzobispo de Lima. Cuando Toribio supo lo enorme que era el territorio que le tocaba como obispo (¡40.000 kilómetros cuadrados!) pensó: “No hay tiempo que perder”.

Lo primero que hizo fue visitar su diócesis para conocer hasta el pueblo más remoto. Aprendió cuatro lenguas de los indios, para comunicarse mejor con ellos y que así pudieran conocer a Jesús. Por eso, ya fuera en mula o a pie, ya tuviera que atravesar un río caudaloso o descender con cuerdas por un barranco, dormir en el suelo o casi no tener tiempo para comer, todo lo daba por bueno con tal de mostrar a “sus” indios cómo los quería Jesús. Si veía a algún pobre, era capaz de quitarse su camisa para dársela. Los indios le cogieron pronto mucho cariño y comenzaron a llamarle en su lengua “Taita Toribio” (papá Toribio).

Después de esta primera misión realizó otras dos visitas a la diócesis. En la segunda bautizó a ¡medio millón! de indios, y confirmó a jóvenes que luego serían santos tan conocidos como santa Rosa de Lima o san Martín de Porres. En Lima convocó un “concilio”, una reunión a la que acudieron las principales autoridades de la Iglesia en América y en la que se tomaron decisiones muy importantes. Por ejemplo, logró que por primera vez los indios pudieran ser admitidos como sacerdotes, porque hasta entonces eran discriminados. De hecho, en 1591, el arzobispo fundó en Lima el primer seminario (es decir, un “colegio” donde estudiar para ser cura) que hubo en el continente. No faltaron dificultades, porque incluso entre los obispos había algunos que no querían renunciar a ciertos privilegios, pero él se ponía siempre del lado del pobre, convencido de que no tenía que complacer a los poderosos, sino solo a Dios.

Durante sus viajes misioneros, el arzobispo fue construyendo caminos, escuelas, capillas, hospitales, conventos... Tanto trabajo fue desgastando sus fuerzas y, cuando inició su tercera misión, era consciente de que tal vez no le quedara mucho tiempo de vida. Llegó muy débil a un pueblito y estuvo tres días muy enfermo en la casa del cura, hasta que falleció el Jueves Santo del Toribio murió como un luchador de la fe en pleno combate; un luchador pacífico, entregado a Jesús y a los suyos. Un año después, trasladaron su cuerpo a Lima, y los indios se arrodillaban al paso del féretro para honrar al arzobispo que tanto había hecho por ellos. De alguna manera, ya intuían que habían tenido un pastor santo.

Una vez una tribu muy guerrera salió a su encuentro en son de batalla, pero al ver al arzobispo tan venerable y tan amable cayeron todos de rodillas ante él y le atendieron con gran respeto las enseñanzas que les daba.

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