This is the last stop

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Un reportaje de Patricia Reguero RĂ­os & Olmo GonzĂĄlez

This is the last stop


This is the last stop Lejos de Central Park y del World Trade Center, el metro de Nueva York penetra la ciudad de extremo a extremo. Una noria centenaria, un baño gratis en la mejor piscina del Bronx o una postal del sueño americano son algunas recompensas para el viajero dispuesto a llegar hasta los confines de la ciudad. Esta es la historia de un abono ilimitado y de una huida hasta el final. Hasta la última parada.

Reportaje realizado por Patricia Reguero Ríos y Olmo González En Nueva York, EEUU, en agosto de 2009 Contacto: abalieno@yahoo.es olmogomo@hotmail.com 0034 - 627740219 0034 - 627202363



Salida del metro a Surf Avenue (avenida del Surf )

Coney Island Arena en los zapatos Hordas adolescentes. Familias latinas. Parejitas. La línea F de metro no se vacía en Manhattan. Cobra vida. Es viernes y el tren atraviesa el distrito de Queens cargado de viajeros. Llega a Brooklyn mientras sube el termómetro. Llega hasta la última parada. “This is the last stop”. Todos fuera. Para llegar a Coney Island hay que hacer dos viajes. Uno es en metro. Cuatro líneas de la red neoyorkina llegan hasta este distrito, el más poblado de la ciudad de Nueva York, con más de dos millones y medio de habitantes. El otro es en el tiempo, detenido en los años de oro americanos. La industria turística miró hacia esta zona costera hacia 1820. Aquí florecieron hoteles desde entonces, pero fue a principios del siglo XX y hasta después de la primera gue-

rra mundial cuando Coney Island se convirtió en el parque de atracciones del imperio. Las nuevas clases enriquecidas querían divertirse, y no faltaban empresarios dispuestos a hacer negocio de la diversión. A lo largo de la costa llegó a haber hasta cuatro parques de atracciones. El primero de ellos, Steeplechase Park, abrió sus puertas en 1895. Poco después, en 1904, lo hizo Luna Park. Le siguieron más. La popularidad de este barrio se consumó cuando el metro llegó hasta Coney Island, en 1920, el mismo año en que abrió al público la noria Wonder Wheel. “¿Con balanceo o sin balanceo?”. Una voz habla desde el presente. La noria centenaria está en plena forma y disfrutar de dos vueltas cuesta seis dólares. Un cartel presume: más de 30 millones de

usuarios y ni un solo accidente en 89 años. Sus dieciséis cestas fijas y ocho con balanceo la hacen la única del mundo de estas caractarísticas. Y hacen que la cola avance muy lentamente. Una marabunta de niños de campamentos urbanos ha elegido de forma unánime las cestas con balanceo. Las atracciones del imperio han cambiado poco. Un Freak Show ofrece por tres dólares un vistazo al niño de dos cabezas, la serpiente de dos cabezas, el mono de dos cabezas. Pero no interesa a mucha gente. Una bruja adivina, de plástico, habla mecánicamente por unas monedas. Al fondo, otra reliquia sigue en marcha, con mejor acogida. La montaña rusa Cyclone garantiza un viaje vertiginoso a cambio de ocho dólares a quien esté dis-


Un aficionado a la pesca muestra su captura en Coney Island


puesto a sacrificar su cuello. Y se llena. Cyclone, que abrió en 1927, y formaba parte de un parque temático -el Astroland- que prometía emular un viaje a las estrellas, sigue dando vueltas, como la noria, a pesar de que tras la segunda Guerra Mundial la industria de la diversión fue decayendo. El fuego acabó con Dreamland en 1911 y con Luna Park en 1964. Las atracciones que se conservan acumulan óxido e historia. Hoy es viernes, año 2009. Hace calor y la playa está llena. La puerta de Keyspan Park, el estadio donde juegan (por supuesto, al béisbol) los ‘ciclones’ de Brooklyn, está abierta, aunque dentro no hay nadie. El paseo marítimo rebosa niños, helados y comida rápida. Varios indigentes buscan las sombras para echar una cabezada, sin éxito. La policía también pasea

Entrada al Freak Show que asegura tener un niño de dos cabezas

La noria Wonder Wheel tiene casi cien años y sigue en plena forma por la playa. En un pequeño muelle en el paseo, medio centenar de personas echa las cañas al mar y espera. En esta ciudad llena de prohibiciones (baste una mirada a los carteles de los vagones de metro) sorprende una indicación: en Pat Auletts Steeplechase Pier “se permite pescar”. “Vivo a dos cuadras y vengo casi todos los días”, explica un aficionado, en castellano. A su lado, de un sedal que se pierde en el agua del mar, cuelga un pescado de 58 centímetros. “Está permitido pescar siempre que el pez mida más de 21 pulgadas [unos 52 centímetros], y este mide 23”, explica, en inglés. Hoy, será su comida. Otros son más tradicionales. Aquí la comida rápida es costumbre nacional, y a lo largo del paseo proliferan los puestos de perritos calientes y sodas, tal y como se

Un joven en la playa de Coney Island

Wonder Wheel: 89 años, ningún accidente


Un hombre en uno de los puestos de Coney Island junto a la playa


VĂŠrtigo en Cyclone, la montaĂąa rusa del antiguo Astroland


diseñaron en los años cuarenta, cuando el gobierno local se hizo cargo de la administración del paseo, inaugurado en 1904 y construido por el empresario George C. Til-you’s Steeplechase en 1904. En este barrio preparado para divertirse no importa que la obesidad sea una cuestión de salud pública ni que los expertos planteen la conveniencia de que gordos y fumadores paguen un plus por su suguro médico, como publica una revista semanal. Hoy es viernes, y esto es Coney Island. A pocos metros del Cyclone, centenares de personas hacen cola. El acuario fue trasladado hasta este paseo cuando la industria de la diversión dio las primeras muestras de decadencia, en los años cincuenta, con la intención de volver a impulsar la zona como centro de ocio. A partir de las 15:00 horas cada viernes, entrar

En una ciudad de prohibiciones, un cartel indica que se puede pescar

Descanso al sol en el paseo marítimo

Hora punta en el Acuario de Nueva York; tras los cristales, tiburones

al Acuario de Nueva York cuesta lo que cada uno estime oportuno, y muchos esperan dar algo menos de los 13 dólares que debería pagar cualquier otro día. Los tiburones hacen guiños a los visitantes tras sus vitrinas, sucias de dedos. Las focas, leones marinos, ranas exóticas o medusas se divisan entre las cabezas de los cientos de curiosos que aprovechan las últimas horas de apertura. Al salir, una inscripción en las paredes del acuario advierte: todo el que va a Conney Island sale con arena en los zapatos y, una vez que entra, nunca sale. De vuelta al metro, por la avenida de la Sirena, con el ruido de una montaña destartalada de fondo, las palabras hacen eco: “Every Coney Islander has sand in their shoes, once it gets in, it never comes dut”.


Dos mujeres en la piscina de Covertlandt Park


Una joven muestra un candado para entrar a la piscina

Covertlandt Park Staycation: Vacaciones en casa La temperatura supera los 35 grados y en Covertlandt Park esperan una llamada. “Cuando hace mucho calor, el Ayuntamiento nos llama para que cerremos una hora más tarde”, explica Kathleen Walker, encargada de la piscina. En un día así, casi mil personas hacen cola a las once de la mañana para darse un baño. No todo tiene precio en la cuna del capitalismo. Entrar a cada una de las 54 piscinas que hay en los parques de Nueva York es gratis. La crisis ha hecho mella en el Bronx, explica Kathy, y el Departamento de Parques y Ocio, para el que ella trabaja, intenta colaborar en sus planes de “staycation”, es decir, en sus vacaciones de bajo presupuesto sin salir de la ciudad. La propuesta tiene éxito. Al mediodía, la instalación está llena, como

indica la cuenta que lleva una de las trabajadoras, que pide paciencia al centenar de personas que hace cola en el parque. Aún esperan entrar a la “primera sesión” de baño, como la llama la encargada. La piscina abre de 11:00 a 15:00 y de 16:00 a 19:00. De tres a cuatro, las instalaciones se quedan vacías y el personal hace limpieza para volver a abrir por la tarde. “Cuando volvemos de comer ya suele haber cientos de personas esperando para la segunda sesión”, dice Kathy. En la cola, todos tienen dos cosas preparadas, ambas requisito indispensable para entrar: ropa de baño y un candado con el que poder cerrar la taquilla. Dentro, a la una, los usuarios hambrientos salen del agua y se dirigen a la entrada, donde el personal de la piscina reparte comi-

das a todo el que se acerque. Cada día, se reparten 250 comidas y 200 desyunos gratuitos. Con bicicleta y pantalones cortos, dos policías se cobijan en la sombra. Cuidan de la piscina, lo cual no da mucho trabajo. Los agentes echan un vistazo, aunque el día a día no suele requerir de su intervención. No es una piscina conflictiva, dice Kathy, desmontando mitos sobre el Bronx. Junto a ellos, una mujer con un granizado en la mano también vigila a los usuarios. Darlene Lewis es sargenta del cuerpo de seguridad de los Parques de Nueva York y, aunque no lleva pistola, está autorizada para hacer arrestos. No es lo más común: entre sus labores diarias, explica, está “reforzar las labores de la policía, proteger, vigilar los vestuarios, hacerse cargo


Reparto de comida en la piscina


Taquillas en el vestuario de hombres


Un joven observa la piscina tras darse un ba単o


de niños que puedan perderse…”. Y “educar”, añade. Frank Díaz coincide con sus compañeras en que esta piscina es de las más solicitadas. Eso, para Frank, significa más trabajo. Él y otros doce socorristas a su cargo se encargan de que los usuarios cumplan un sinfín de normas, algunas obvias (como “no sonarse los mocos”), que cuelgan de casi todas las paredes. “Cuando alguien comete una infracción, le explicamos que eso está prohibido”, explica, aunque reconoce que no suele haber muchos problemas. A pesar de que la piscina está a tope, los policías descansan a la sombra y Darlene apura su granizado. “Esta es la mejor piscina del Bronx”, dice Kathy. En la cola, a la sombra del parque, cientos de personas ya hacen cola con su candado en la mano. Kathy recibe una llamada. Hoy cerrarán más tarde. Dos policías vigilan las instalaciones

Cola para entrar a la piscina


Una joven muestra un candado para entrar a la piscina

Tottenville Patria o el sueño americano Las dos vidas de Nueva York viajan en el ferry que conecta Manhattan y Staten Island. En South Ferry, al final de la línea 1, un día cualquiera, los neoyorkinos hacen cola junto a grupos armados con cámaras de fotos. El alcalde, Michael R. Bloomberg, ha hecho un favor a los turistas low cost. Porque en el breve trayecto en barco hasta Staten Island se divisa la estatua de la Libertad, aunque sea con teleobjetivo. Y eso es suficiente para muchos turistas. El ferry parte de Manhattan. Los neoyorkinos ocupan los asientos interiores, abren sus libros, comen sus bocadillos, beben sus refrescos. Los turistas ocupan las ventanillas y cubiertas, desenfundan sus aparatos, preparan el mejor tiro a la estatua de la Libertad, van de una cubierta a otra.

Tras veinte minutos, el barco atraca en Staten Island. Parte del pasaje se apresura a salir para poder volver a Manhattan en el mismo barco. Para otros, el camino continúa tras otro transbordo. Un tren (el Staten Island Railway, SIR) cruza la isla de extremo a extremo y termina mirando al Atlántico. El vagón va semivacío. Una mujer teclea su móvil. Un joven con gorra de Stars Wars maneja una consola. Un hombre con muletas se recupera del susto que se ha llevado cuando las puertas se le han cerrado encima. Sólo cuatro personas rompen el silencio con su acento mejicano. En este distrito residencial, que tiene uno de los menores índices de población de Nueva York, sólo una pequeña colonia mejicana pone el acento latino que habla el resto de la ciu-

dad. Los cuatro hombres se bajan en Nassau, poco antes del final de línea. El trayecto acaba en la estación de Tottenville, que ha sido la última estación desde 1860, cuando la red no pertenecía al metro de Nueva York. Algo de esa historia se respira en el pasillo de verjas oxidadas que hay que atravesar para salir de la calle principal. Pasado el mediodía, no se ve mucha gente en las calles. “Ven a las 12:30, tenemos batidos de vainilla caseros por sólo un dólar”, anuncia una caligrafía infantil en un poste, en Main Avenue. En este barrio, a esta hora, apenas hay gente, pero varios carteles hablan de una vida apacible y patriótica no tan lejos de los rascacielos. Desde los cristales de una tienda cerrada, un aviso oficial advierte


Banderas y publicidad para conmemorar a los caĂ­dos


que está prohibido utilizar fuegos artificiales el 4 de julio e invita a delatar a quien piense saltarse esta norma. La fiesta nacional acaba de pasar, pero no el orgullo de ser americano. Las banderas se cuentan a una por vivienda. En Main Avenue, la desierta avenida principal, sólo hay dos comercios abiertos. Un generoso plato de pollo al limón en un restaurante chino vacío sólo cuesta cinco dólares. Los precios atraen a cuatro adolescentes, que irrumpen para pedir unos refrescos y pasar en grupo una tarde de vacaciones. Tottenville es un barrio de cortar el césped e ir a misa y, en América, los credos se sirven a la carta. En este barrio, la iglesia CópticaOrtodoxa Patriarcal, fundada en 2002, es uno de los platos religiosos, herencia de la reciente llegada de inmigrantes mejicanos a Staten

Páginas amarillas y ofertas de vida eterna, en un restaurante chino

En Staten Island, sólo una pequeña colonia pone el acento latino Island. En el restaurante chino, varios dípticos junto a unas páginas amarillas ofrecen una nueva vida espiritual a cambio de una llamada para encargar libros sobre la Eternidad. Sin embargo, el credo mayoritario sigue siendo protestante y católico, y el compartido, la bandera. No todas las banderas ondean con el mismo brillo. En el cruce de Amboy Road con Main Street, un estandarte se pierde entre reclamos publicitarios, hierbajos y una verja destartalada. En el extremo sur de Nueva York, este monumento recuerda a los caídos en la guerra. Más de 5.000 ciudadanos de la isla se enrolaron en el ejército en la primera Guerra Mundial, una cifra muy superior a la media en el estado de Nueva York. Más de 9.000 trabajadores dedicaron su esfuer-

Caseta para pájaros, modelo patriótico

Detalle de un restaurante chino en Main Avenue


Viviendas unifamiliares, cada una con su bandera


Turistas cogen sitio en la cubierta del ferry

Teleobjetivo: la foto sale gratis desde el barco


Un cartel en una ventana avisa: “Orgulloso de ser americano”

“Orgulloso de ser americano”

Un hombre en el ferry de Manhattan a Staten Island

zo en esos años a la construcción de cargos de acero, una de las (entonces) enseñas industriales de la isla. El servicio de mantenimiento parece haberlos olvidado. De vuelta al tren, varios casas de herencia victoriana dejan pistas del pasado de esta isla, que el gobierno trata de guardar con un plan para conservar siete edificios. Un cartel de despide desde un escaparate: “Proud to be an american”. Orgulloso de ser americano. Sí, eso ha quedado claro. En el ferry, las mismas carreras, de otras personas. Otras cámaras apuntan a Ellis Island y a la estatua de la Libertad, mientras Manhattan se perfila desde la cubierta norte, de espaldas al sueño americano.


Mรกs austera, la lรกpida de Duke Ellington


La tumba de Miles Davis en el cementerio de Woodlawn

Woodlawn

Tierra, jazz, historias pequeñas

Una mujer enorme aporrea una consola en la línea cuatro de metro. Saca una bolsa de papel. Come un bollo. Luego busca un cigarrillo y se lo encaja entre los labios. El tren deja de largo el estadio de los Yankees en su trayecto de la línea cuatro 4 hacia el norte y la mujer se levanta de su asiento para bajarse en Burnside Avenue. El viaje continúa hasta Woodlawn, muy lejos de Manhattan. Apenas una docena de personas se apea en la última parada, que se parece a una cualquiera del extrarradio. Hamburguesas, tiendas, paradas de autobuses bajo las vías del metro. Pero hay algo más. A pocos pasos, 16.000 metros cuadrados de cementerio llenan de silencio este barrio de Nueva York. Un empleado entrega un mapa del cementerio en la entrada por Jerome’s Avenue. El parking de vi-

sitantes está vacío y sólo un alma se cruza en el camino del visitante despistado. Un alma que trabaja como vigilante de seguridad y no está dispuesta a permitir que se hagan fotografías sin consentimiento firmado. Su acento puertorriqueño se mezcla fácilmente con perfecto inglés, y se explica: lleva aquí desde los tres años. “Suele venir gente, sobre todo por Miles Davis y Celia Cruz”, cuenta. “Yo creo que... let me see... debe ser uno de los cementerios más grandes de la ciudad”, asegura, mientras toma el camino hacia una de las lápidas más visitadas del cementerio. La tumba de Miles Davis (19261991) está en un rincón apartado. El trompetista descansa enfrente del compositor de jazz Duke Ellington (1897-1974), aunque no son las únicas grandes historias enterradas en el Bronx. Aquí des-

cansan Elizabeth Cady Stanton (1815-1902), líder del movimiento por los derechos de las mujeres o el “padre del periodismo” Joseph Pulitzer (1847-1911). Las banderas americanas saltan a la vista en cualquier calle del cementerio y atraen la atención sobre las historias de guerra. Las hay “heroicas”, nombres y apellidos que indica el plano como lugares de interés. Las hay más tristes, más pequeñas. Como las de las lápidas sin cuerpos. Bajo el nombre de Louis Routledge sólo hay unas coordenadas que recuerdan el lugar aproximado donde murió en 1918 mientras “servía a su país”. Bajo un lápida, sin fecha, una inscripción: “niño infante”. El vigilante puertorriqueño ha cumplido su trabajo y se aleja. El parking sigue vacío. Nadie se cruza en el camino.


Habitantes del cementerio

Un cartel advierte: “intersección peligrosa”


Una cruz cae por su propio peso


Gaviotas y bañistas comparten la playa

Rockaway Beach Largo trayecto a la playa más larga

La playa urbana más larga de todo EE UU está en Nueva York y para llegar hay que hacer un largo trayecto en la línea A de metro. El trayecto se hace aún más largo si es domingo, mes de agosto, y a la menor frecuencia de los trenes se suman los cortes por obras en parte de la línea. Hoy es domingo. Mes de agosto. Y parece que los astros y la MTA (Metropolitan Transportation Authority, que gestiona la red de metro) se han conjurado para llevar la contraria a Los Ramones, que cantaban que no está tan lejos la playa de Rockaway (“it’s not hard, not far to reach, we can hitch a ride to Rockaway Beach”, dice una letra: “no es difícil, no está lejos, podemos hacer autostop a Rockaway Beach”). Rockaway Beach es, además, la única playa en la que departamen-

to de Parques -responsable de las playas- permite practicar surf. Sin embargo, no son tablas de surf lo que se ve en el tren que se dirige hasta esta península de Long Island, sino chanclas y toallas. La densidad de personas por vagón indica que al final de la línea azul se encuentra uno de los lugares favoritos de los domingueros neoyorkinos. La masa sale de la estación y, aunque al final de la calle se divisa mar a ambos lados, encamina sus pasos a la izquierda. En el camino a la arena se cruzan cuerpos de gimnasio y dieta. Quedan atrás las ofertas de esterillas a dos dólares. Una tienda surfera. Porciones de pizza. El grupo que ha bajado en la última parada pasa de largo el monumento en el paseo marítimo que recuerda a las 260 personas

que en 2001 murieron al estrellarse el vuelo con destino a la República Dominicana en el viajaban, no muy lejos de aquí, tras despegar del aeropuerto que quedó unas paradas atrás. Luego, se dispersan para hacerse un sitio a la arena. Desde la toalla, en postura horizontal, los aviones que despegan y aterrizan en el aeropuerto JFK forman parte del paisaje de esta playa, sembrada de unas bolitas gelatinosas que los bañistas identifican no muy convencidos como “huevos de medusa”. En la arena, los jóvenes juegan al voleibol, los niños hacen castillos de arena y las gaviotas devoran los restos de comida en un cubo de basura, en una tarde larga, como la playa, como los discos de Los Ramones, como la línea A.


Un hombre disfruta del ba単o protegido del sol


Carne: del gimnasio a la toalla (arriba). Abajo, deportes de playa


Mรกs carne: les sobran los botones.





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