Funerales de Don Quijote

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Octavio Hernández Jiménez

Los Funerales de Don Quijote

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FUNERALES DE DON QUIJOTE Octavio Hernández Jiménez

YO

, como Cide Hamete Benengeli, no quiero “dejar cosa por

menuda que sea que no la saque a luz indistintamente” (Cap.XL) y, por esto, voy a contar lo que Cervantes no alcanzó a saber de Don Quijote. La literatura cogió el camino señalado por la espada heroica de Don Rodrigo. Él la echó a andar por el camino del Medioevo y continuó la ruta apuntada por la lanza en ristre de Don Quijote, “un Cid en las armas y un Cicerón en la elocuencia” (XXII-2°), dicho en serio y en broma. El pueblo ha acompañado en las dos ocasiones a sus héroes épicos hasta el grado de la mitificación. El primer caballero (jinete de Babieca), murió en Valencia y, según el pueblo ávido de gloria, siguió ganando batallas después de muerto. El segundo caballero (jinete de Rocinante), según Cervantes, murió en su casa de la Mancha, rodeado de su gente y colmado “de melancolías y desabrimientos”. “Como Don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de su vida, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba” (LXXIV-2°). “Se dejó morir sin más ni más”, concluyó Sancho. Al tiempo, finales del siglo XVIII, corrían rumores según los cuales era falso que Don Quijote hubiera muerto o, aceptando que hubiera fallecido, se decía que su espíritu transmigró a América y, después de detenerse en Santafé de Bogotá, fue a morir definitivamente en Popayán. Testigo de esta leyenda es Germán Arciniegas quien escribió en un ensayo periodístico: “En Colombia todo el mundo sabe que Don Quijote murió en Popayán”. 2


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Don Quijote abandonó España con el propósito de seguir en la conquista a Don Gonzalo Ximénez de Quesada o Quijada, su sobrino y, ya que en Europa era imposible, se propuso guiarlo en el restablecimiento de la Edad de Oro, en América: “Dichosa edad y siglos dichosos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados, y no porque en ellos el oro que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella sin fatiga alguna, sino porque entonces, los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de ‘tuyo’ y ‘mío’. Eran en aquella edad todas las cosas comunes” (XI). El “inútil razonamiento” o “jerigonza” anterior, como se atreve a llamarlo Cervantes, lo soltó el Caballero Andante ante unos cabreros.

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l emprender su tercera salida dijo a Sancho: “No todos

podemos ser frailes” (IX-2°), sin embargo, para poder embarcarse hacia América con más facilidad que Cervantes, concibió el sutil ingenio de vestirse de fraile. Por lo menos así aparece en Cartagena y luego en Santafé de Bogotá. 3


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En esta ciudad supo que su pariente había ido a fallecer de fastidio bajo un sol ardiente y, cansado de pelucas empolvadas que “no entendían aquella jerigonza de caballero andante y no hacían otra cosa que comer y callar y mirar a su huésped” (XI), emigró a la villa de cielo plomizo y mansiones patricias, posterior capital del Estado Soberano del Cauca, a donde llegó expresando su anhelo de biengastar el tiempo en las bibliotecas repasando las obras que tenía en su casa antes “del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de Nuestro Ingenioso Hidalgo” (VI). Aún no había llegado la hora de exclamar: “Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui Don Quijote de la Mancha, y soy ahora, Alonso Quijano el Bueno” (LXXIV). No cargaba fuerzas para “desfacer agravios, socorrer viudas y amparar doncellas”, según la justa apreciación del autor, aunque sí se mostró inclinado a la nostalgia aguda. Gustaba de visitar a su otro sobrino, Guillermo Valencia Quijano, en cuya compañía recorría, a paso lento, los amplios corredores de la casa. Cuentan que, de trecho en trecho, robaba instantes para contemplar alelado a una coqueta ñapanga contratada para cultivar el jardín interior y la huerta trasera que daba al Puente del Humilladero. Un día no pudo contener, por más tiempo, su entusiasmo en el corazón, se recostó a un arco del piso superior, tomó aire, agarró entre sus manos la barandilla como a una tabla de salvación y, con voz alta, le dijo cuando la vio inclinada sobre las eras: “Oh Señora de mis acciones y movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del Toboso. Si es posible que lleguen a tus oídos las plegarias y rogaciones de este tu venturoso amante, por tu inaudita belleza te ruego las escuches; que no son otras que rogarte no me niegues tu favor y amparo, ahora que tanto le he menester” (XXII-2°). Dicen las malas lenguas con excelente memoria que, su sobrino, tan enfermo de mal de amor como su tío, concluyó la escena acercándole una silla frailuna para que descansara y, parafraseando el texto clásico, 4


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“Tendióle en ella, y con esto no despertaba; pero tanto le volvió y revolvió, sacudió y meneó que, al cabo de un buen espacio, volvió en sí, desperezándole, bien como si de algún grave y profundo sueño despertara; y mirando a una y otra parte, como espantado, dijo: -Dios os lo perdone, amigo, que me has quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún ser humano ha visto ni pasado. En efecto: ahora acabo de conocer que todos los contentos de esta vida pasan como sombra y sueño y se marchitan como la flor del campo” (XXII-2°). Como si hubiera vuelto a salir de la Cueva de Montesinos. En fin: Don Quijote se dedicó a trasegar entre ese arsenal de armas proceras que no se desarman como las suyas, “tomadas de orín y llenas de moho”. Popayán, “nostálgico pozo de olvido”, de acuerdo con el poeta sobrino, brindó al Caballero de la Triste Figura toda la fertilidad de su espíritu alucinado, en cada uno de los días en que lo contó entre sus moradores. De todas partes se fugaba como una sombra. Era tan “antojadizo y lleno de pensamientos varios” (Prólogo) que, en vez de ingresar al Templo de Santo Domingo, contiguo al claustro en donde vivía, caminaba solitario hasta el templo de San Francisco en donde, para pasar desapercibido, cogía puesto en las gradas del fastuoso púlpito y, allí, mientras los demás se dedicaban a sus rezos, Don Quijote se entretenía, no con los “detestables libros de la caballería” (LXXIV), como los catalogó en el lecho de muerte, sino leyendo aquellos que “con juicio libre y claro” juzgó como “luz del alma”. Con frecuencia alojaba sus ojos sobre la piel de madera de la canéfora mestiza y sus frutas primorosamente talladas y doradas. En las noches de Semana Santa revivía para sí el espectáculo fantasmagórico que se le ocurrió a la mente poblada de delirios de Don Miguel de Cervantes, al estilo de la “Extraña y jamás imaginada aventura de la Dueña Dolorida”: “Detrás de los tristes músicos comenzaron a entrar cantidad de doce dueñas, repartidas en hileras, todas vestidas de unos 5


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monjiles anchos, al parecer de anascote batanado, con unas tocas blancas de delgado canaquí, tan luengas que solo el ribete del monjil descubrían” (XXXVIII-2°). Es curioso que, durante la temporada payanesa de Don Quijote, jamás se mostraba más incómodo que cuando se disponía a asistir a las procesiones de la Semana Mayor. Cervantes es el culpable por haberlo acostumbrado a semejantes aparatos escénicos, barrocos, más del dominio de la fantasía que de la imaginación. En la noche del Viernes Santo, el viejo manchego salía “llevando un cirio en la mano”, como lo describiría, luego, sin proponérselo, Antonio Machado. Los espectadores cuentan que, de reojo, miraba ese “paso” en el que un ángel con alas de plata lleva encadenados a la Muerte y al Demonio, dragón de siete cabezas. Un Sábado Santo, después de recorrer, a zancadas, los amplios corredores del Claustro de Santo Domingo, decidió confesarle a un grupo de universitarios que jamás había soñado encontrar tan lejos y en forma tan dramática las estrafalarias ocurrencias que montó Cervantes en su novela con el fin de atormentarle la vida. Abrió el libro del Ingenioso Hidalgo que como breviario siempre cargaba Don Quijote, para leerles alarmado, con el dedo índice recalcando cada palabra escrita, “Las Cortes de la Muerte”: “El que sirvió de carretero era un feo demonio… La primera figura que se ofreció a los ojos de Don Quijote fue la de la misma Muerte… Junto a ella venía un ángel con unas grandes y pintadas alas” (XI-2°). Por lo anterior, reafirmo mi teoría sobre la inquina que Cervantes sentía por Don Quijote. Hay que ver: Juzga sus acciones de “tantos y tan grandes disparates”, lo cataloga como “falto de juicio” y, como si esto no le bastara, a cada rato trata de asustarlo con demonios y seres de igual caterva. En la escena de cacería, en el bosque con los duques, “respondió el correo con voz horrísona y desenfadada: Yo soy el diablo; voy a buscar a Don Quijote de la Mancha” (XXXIV-2°). 6


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Llegó a tal grado la ojeriza que, no solo le devolvió la razón para matarlo a sangre fría si no que, en el último párrafo, Cervantes, disfrazado de “prudentísimo Cide Hamete”, ordena a su pluma escribir, de forma implacable, que nadie intente levantarlo nuevamente de su tumba. Ese estado de animadversión lo expuso el autor desde el primer párrafo del Prólogo: “Yo, aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote”. ¡Qué esperanzas! Más no se puede esperar de quien concibió la obra “en una cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento”. Al Caballero Andante no le quedó, entonces, otra alternativa que la de rebelarse contra la drástica voluntad de su padrastro; por esto, en vez de quedarse “tendido de largo a largo” emprendió, sin que Cervantes se diera cuenta, su cuarta salida por los caminos de América. ***

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on Vicente Pérez Silva refiere, en docta glosa, (Revista

Correo de los Andes, julio-agosto de 1980, pp. 81-82) que, a comienzos del siglo XIX, era secreto a voces la presencia físicoespiritual de Don Quijote de la Mancha, entre los payaneses. Llegaron hasta nosotros noticias de su muerte producida por esa maldita “calentura que lo tuvo seis días en la cama” (LXXIV-2°) de una celda, en el Claustro de Santo Domingo, hoy Universidad del Cauca, entre quejidos sin eco por la ausencia de Dulcinea, la sobrina Antonia, el ama y el escudero, desentendidos desde cuando el lúcido Don Alonso Quijano los incluyó en el testamento pues, como anota Cervantes, “esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena” (ibid). La mañana era particularmente diáfana pues había llovido la noche anterior. Un pájaro cantó hasta el cansancio en el frondoso árbol del patio: “No hay peor cosa que cantar en el ansia” (XXII). El escribano consignó el momento definitivo con estas lacónicas palabras: “Entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu; quiero decir que se murió” 8


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(ibid.). Rafael Maya, quizá admirado por la patética ilustración de Gustavo Doré, resumió así aquel instante: “Al expirar, un Cristo rodó sobre las sábanas”. Eran las once y cuarto de la mañana del martes de Carnaval que antecedía a la Cuaresma. A las cuatro de la tarde, los frailes lo llevaron a velar en el Paraninfo de la Universidad. En la tarde y la mañana de la velación, ante el óleo gigantesco de Efraín Martínez “Apoteosis de Popayán”, alegoría entre la bruma rosada, bajo la lámpara de hierro forjado, un fraile de rostro emotivo, barroco, “hecho de raíces de árbol” como ese San Pedro Alcántara que luce el templo franciscano, no tuvo más remedio que dedicarse a repasar las cuentas de su rosario, con una mano, mientras que con la otra blandía, como un arma de seda, un pañuelo blanco para espantar una mosca que insistía en recorrer la nariz judía del cadáver, “los párpados yertos” y “la barba canosa y lacia”, como lo retrató Antonio Machado en “Llanto de las Virtudes y Coplas por la muerte de Don Guido”, personaje de antecedentes tan distintos a los de Don Quijote como de final tan parecido. “¡Oh, las enjutas mejillas,/ amarillas,/ y los párpados de cera, y la fina calavera/ en la almohada del lecho!/ ¡Oh, fin de una aristocracia!/. La barba canosa y lacia/ sobre el pecho;/ metido en tosco sayal,/ las yertas manos en cruz,/ ¡tan formal el Caballero andaluz!”. Tres precisiones sobre el texto: Nuestro Señor Don Quijote no era andaluz sino castellano; jamás tuvo un serrallo como Don Guido y, “las yertas manos” no descansaban en cruz. La derecha sobre el pecho y la izquierda extendida como si empuñara una espada o una rosa. La cabeza un tanto caída hacia el lado del corazón. Parecía una escultura perdida de Pedro Laboria o Ramón Barba, dos hispanos que, como el Caballero Andante, vinieron después de él, a encontrar en Colombia, según León Felipe, “sepultura a su amoroso batallar”.

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“La sin par Dulcinea del Toboso” apareció portando un rebaño de blanquísimas orquídeas. Había cosecha. Las escasas personas presentes cuentan que, al filo de la media noche, cuando ya se habían ahogado los ruidos del Carnaval, ingresó en alpargatas, cimbreante y discretísima, “con el alma atravesada en la garganta” (XXXV), dio un beso a su enamorado, depositó la ofrenda en el flanco izquierdo del túmulo, rosando la mano extendida, inclinó rendidamente la cabeza y poco después se retiró en silencio. Al recalcar la presencia de Dulcinea en la velación de Don Quijote se quiere demostrar a Cervantes que el noble caballero jamás pudo haber pronunciado: “Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica” (XXXII). Él conocía con los ojos del alma a su “reina y señora” hasta el punto de dejarnos un retrato que puede señalarse como una de las campanadas más sonoras del barroco: “Solo sé decir que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su hermosura sobrehumana, pues en ella se vienen a ser verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas; que sus cabellos son oro; su frente campos elíseos; sus cejas arcos del cielo; sus ojos soles; sus mejillas rosadas; sus labios corales; perlas sus dientes; alabastro su cuello; mármol su pecho; marfil sus manos; su blancura nieve y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según pienso y entiendo, que solo la discreta consideración puede encarecerlas y no compararlas” (XIII). No sé si creer lo que comentaba un grupo de universitarios, en una noche de estrellas marchitas. Referían que cuando la ñapanga llegó al Paraninfo iluminado por mil una luces, colocó el ramillete junto al “tosco sayal”, dudó sorprendida, paseó la mirada por la arcada superior como buscando un respiro entre las sombras, llevó la mano izquierda al pecho, estiró con el índice un tanto la blusa de encajes y, de muy adentro, extrajo un papelito que desdobló con escrúpulo antes

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de dedicarse a repasarlo con la devoción que una mujer sabía ponerle a un libro de plegarias.

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e detengo a cavilar: ¿Dulcinea leyendo? O, ¿sería que ella

poseía esa capacidad ultrasensorial que adornaba a mi abuela María de los Ángeles a quien, en varias ocasiones, sorprendí de rodillas, en su alcoba, leyendo un devocionario al revés? Tal vez, lo más aproximado sea pensar que Dulcinea intuía lo que decía el texto. Pero, ¿cuál texto? “Ahora me acabo de desengañar de un engaño”: Dulcinea tomó el amor de Don Quijote en una forma menos intrascendente de lo que supuso Cervantes:

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“Llamábase Aldonsa Lorenzo … de quien él, un tiempo, estuvo enamorado aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata de ello” (I). Dulcinea, se deduce por lo que ocurrió en la velación y el entierro, amó demasiado al Caballero que la adoptó como “señora de sus pensamientos”, no tanto por ser labradora sino “moza de muy buen parecer”. No cabe duda: la pésima memoria de Sancho no fue obstáculo para que Dulcinea conservara, todavía, otra carta de su “desdeñado amante” (XXIII), distinta a la que el escudero no supo dictar al cura y al barbero. Sí: aquella misiva que Don Quijote y Sancho encontraron dentro de un libro olvidado en una maleta, en Sierra Morena, la lee ahora Dulcinea, frente al cadáver del emisario y, aunque no se sepa cómo llegó a sus manos, vale la pena repetirla: “Tu falsa promesa y mi cierta desventura me llevan a parte donde antes volverán a tus oídos las nuevas de mi muerte que las razones de mis quejas. Desechásteme, ¡oh ingrata!, por quien tiene más, no por quien vale más que yo; mas si la virtud fuera riqueza que se estimara, no envidiaría yo dichas ajenas ni llorara desdichas propias. Lo que levantó tu hermosura han derribado tus obras; por ella entendí que eras ángel, y por ellas conozco que eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi guerra, y haga el cielo que los engaños de tu esposo estén siempre encubiertos, porque tú no quedes arrepentida de lo que hiciste, yo no tome venganza de lo que no deseo” (XXIII).

Ahora se comprende por qué llega a media noche y, después de besarle y depositar la ofrenda blanca que en el sepelio navegó sobre un mar adusto, “la dulce mi enemiga” de los hombros desnudos hace una reverencia y se esfuma por el camino empedrado que conduce al Cerro de Belén. Era labradora. “Los que hasta entonces no la habían visto la miraron con admiración y silencio; y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían 12


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visto”(XIII), como dijo Cervantes de Marcela quien, como Dulcinea y la destinataria primera de la carta anterior, son causantes de tantos estragos de amor. No es descabellado aceptar, entonces, que Don Quijote se refugió en Popayán con el propósito de expiar su pecado favorito, “sepultado en los pensamientos de sus amores” (XXX).

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ún se discute sobre el templo en donde oficiaron las exequias.

A mi tío predilecto, Monseñor Octavio Hernández Londoño, caldense de pura cepa, (para el Maestro Valencia, “caldense es un paisa educado en Popayán”), a quien debo en gran parte lo que he sido, siempre le pareció que la ceremonia se realizó en la Capilla de La Ermita.

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El templo de Santo Domingo, sostenía mi tío, ostenta preciosa y ducal portada plateresca pero carece de la transparencia interior indispensable para suscitar ese tipo de sensaciones que debió causar el cortejo de Don Quijote. Tampoco debió ser en San Agustín por idéntico motivo. La Catedral posee reminiscencias renacentistas pero no se define en forma alguna por un estilo y San Francisco es un severo monumento que muchos juzgan con laxitud, de barroco. Cervantes, “huérfano del Renacimiento”, como lo llamó Carlos Fuentes, logró ubicar la obra sobre el audaz caballero exactamente entre los dos estilos, el renacentista y el barroco. Ni del todo acá, ni del todo allá. Hay demasiado oro como para un sepelio en el Templo de La Encarnación, mientras que La Ermita, “con esquema de arco de triunfo”, alberga ese estoico vacío pleno que infunde el alma del Muy Señor Nuestro. La ceremonia fúnebre se efectuó a eso de las cinco de la tarde del Miércoles de Ceniza. El cura entonó en su honor “los más fermosos latines”. Allí, como en la procesión siguiente, un conjunto de cuerdas dio rienda suelta a su dolor con dulzura y espiritualidad. Si no estoy mal, lo interpretado era ruso, dado el afán desmesurado por cuestiones exóticas que caracterizó a Guillermo Valencia quien cubrió los gastos de la música para el entierro de Don Quijote. (A propósito: El Maestro se hizo notar por un gorro cosaco con el que pretendió perpetuarse en varios estudios fotográficos). Además, siendo objetivos, se tiene que reconocer a los rusos una extraordinaria predisposición para captar los vericuetos del espíritu quijotesco. Dostoievski afirma, por ejemplo, que Don Quijote es la obra donde la verdad se salva por medio de una mentira. Sancho Panza, en el entierro, lloró “a moco tendido”. Y, para que no se diga que esta expresión hay que moderarla, digámoslo entonces con las propias palabras del autor: “se echó entrambos puños a las barbas, y se arrancó la mitad de ellas, aprisa y sin cesar, se dio media docena de puñadas en el rostro y en las narices que se las bañó en sangre” (XXVI). 15


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Dizque lo ven a diario arreando carretillas tiradas por un rocín flaco. Cuando pasa trastabillando hace exclamar a la gente: “Allí va Rocinante” (IV-2°). ¿Cómo llegó el jamelgo a manos de Sancho? Tres días antes de morir, Don Quijote le dictó al escribano: “Dejo ciertos dineros a Sancho Panza, a quien en la locura hice mi escudero. Quiero que no se le haga cargo de ellos, ni se le pida cuenta alguna sino que si sobrare algo después de haberse pagado lo que le debo, el restante sea suyo” (LXXIV). Por lo visto no sobró nada. Los albaceas nombrados tuvieron que completarle la herencia con la escuálida figura de Rocinante. En Popayán, quien necesite a Sancho puede encontrarlo al otro lado del Puente del Humilladero, “empinando la bota con tanto gusto que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga” (VIII). Si Don Quijote murió, Sancho Panza aún está vivo. No ha cambiado en nada. Hasta sigue haciendo “de cuatro a cinco horas de siesta” (XXXII-2°). Alimenta perpetuamente las ansias de convertirse en Gobernador del Cauca para “hacer dinero porque me han dicho que todos los gobernadores nuevos van con ese mismo deseo” (XXXVI-2°). A pesar de esta falsa salida, en la carta a Teresa, su mujer, qué buen gobernador sería, aunque no sabe leer ni escribir, por lo que, un día, exclamó su señor: “Gran falta es la que llevas contigo y así querría que aprendieses a firmar siquiera”(XLIII). Según las cuentas de Don Quijote, hay que ayudarle a Sancho “porque la sencillez de su condición y la fidelidad de su trato se lo merece” (LXXIV). Ni en el silencio más sagrado de la ceremonia dejó Sancho de suspirar en voz alta y sonarse la nariz como una trompeta. Descendieron de la colina empedrada con el féretro en hombros, en ese preciso momento captado por Valencia “en que las cosas brillan más”. Era una luz horizontal y fría. A nadie le ha importado saber quién escogió el tercer movimiento “Procesión Fúnebre del Cazador”, de la sinfonía 16


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Titán, del centroeuropeo Gustav Mahler, para que la orquesta lo interpretara entre La Ermita y el Parque Caldas. Como dato curioso es bueno recordar que el compositor se inspiró en un grabado que representa “un grupo de animales que acompaña a un cazador a la tumba” y que debió agradar mucho a Cide Hamete Benengeli por su saudade gitana. Pasaron frente al Alma Mater como si fueran más bien de afán. Además de los frailes, cofrades, penitentes, impenitentes de la Semana Santa, se apreciaba un grupo de titiriteros y otro de ñapangas que rodeaba, como palomas de luto, a Dulcinea. “Acaso (iban) dos mujeres mozas, de estas que llaman del partido” (II). Unos guambianos a los que les cogió la tarde, lejos de sus parcelas, apostados, por ahí, en la esquina, bajo un farol que siempre madruga a anunciar la noche, se unieron al cortejo. En vida, Don Quijote congenió con los indígenas y hasta se llega a decir con cierta sorna que las luchas de ellos no pasan de ser puras quijotadas, en vez siquiera de calificarlas como sueños quijotescos. Se hizo notoria por sus libros y cuadernos bajo el brazo, una barra de universitarios haciéndole la corte al leguleyo Bachiller Carrasco, al escribano, al cura, al Maese Nicolás y al barbero, a quienes llamó Don Quijote cuando quiso confesarse y hacer testamento. Era perceptible el eco sonoro de los pasos. La distancia entre los dos sitios es tan reducida que, al llegar, tuvieron que esperar a que la orquesta concluyera el fragmento lírico de la sinfonía.

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n el Parque Caldas, entre la Catedral y la Gobernación, se

llevó a cabo una discusión curiosa en los anales de las fantasías literarias. Guillermo Valencia era partidario de sepultar a su tío a la sombra de un árbol en flor, como un altar de fiesta, en todo el vértice del prado. En esta propuesta contó con el beneplácito de Antonia Quijana, la sobrina, y del ama. No se quedó con las ganas de acuñar su ardiente deseo en el celebrado canto “A Popayán”: “Y vives de imposibles. Al óptimo, audaz Caballero, Señor de la Mancha, de escuálida y triste figura, sepulcro le diste, bajo un roble de añosa virtud”. Sin embargo, el poeta Rafael Maya movió voluntades con un tono más confidencial y efectivo que su paisano modernista y, para alegría de todos, se coronó de laureles en la justa de asordinada dialéctica frente al cadáver del alma de Nuestro Señor Don Quijote. El autor de “La Vida en la Sombra” y “Después del Silencio”, amanuense del acto, lo atestigua así: “Fue sepultado en una esquina de la Plaza Mayor, bajo los muros de una torre canónica, clásica fortaleza del carácter 18


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hispánico, que era el último vértice que alumbraba la tarde bajo el vuelo de alguna golondrina atrasada. Entre un grave concurso de espadas y gorgueras, de un mutismo solemne de indígenas y criollos, con voz solemne, dijo el Párroco Grijalba, erguido ritualmente sobre un alto tablado: Muchísimas ciudades hay en el mundo culto que envidiarían la gloria de esta villa naciente al guardar los despojos del Hidalgo manchego. Providencial designio fue este, y no capricho del destino…” Indiscutiblemente, la Tumba de Don Quijote de la Mancha está ubicada en los cimientos de la Torre del Reloj, del lado de la tarde, en Popayán, Colombia. La escena vivida dentro de la Torre del Reloj en aquella noche recién nacida se asemejó, por la atmósfera, los rostros hieráticos, los hachones encendidos y los tonos dramáticos, al Entierro del Conde de Orgaz, del Greco, en la parte inferior, terrena. “Cuatro de ellos, con agudos picos cavaron la sepultura a un lado de una peña dura” (XIII) y, como en el entierro del pastor Grisóstomo, se escuchó “un maravilloso silencio”. Cuando la lengua de bronce del Reloj daba las ocho de la noche, “hizo salir la gente el cura” (LXXIV), mientras arrastraba, como cadenas, las palabras que dictó Don Quijote cuando sintió que se estaba muriendo a toda prisa: “Señores: vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”.

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sta leyenda sería totalmente intrascendente, “no importaría

un ardite al entendimiento y la memoria” (XXII-2°), si no fuera porque manifiesta la inextinguible capacidad mitificadora del pueblo. Como si no decayese su habilidad perenne para fetichizar verbalmente lo que necesita seguir imaginando para poder vivir. Ahora, cuentan que, a veces, se escucha “el resuello profundo de nuestro amo y Señor Don Quijote de Pubenza”, como lo afirma y bautiza Vicente Pérez Silva. ¿Resuellos? Tal vez suspiros de aquellos que como “blandas espinas atraviesan el alma” (XXXVIII) y eso, cuando lo despierta, a media noche, la voz de bronce de la que llamara Jaime Paredes Pardo la “Giralda 20


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criolla”, vale decir, de esa fábrica de ideales ungidos por el mito. La Torre del Reloj, mucho más que “la nariz de Popayán”, es el molino de viento de la nacionalidad colombiana que, representada por el expresidente Alberto Lleras Camargo, en la “Oración para que Don Quijote no huya” profetiza así, a los cuatro vientos, el destino metafórico de la ciudad y su atalaya: “Popayán no te ha de dejar huir, Señor Don Quijote, si no que te ha de tomar como cruzado de la cuarta salida… Porque Popayán es como Tú: aventurera, maravillosa, indomable y, como Tú, Señor del Fastidio y de la Amarga Figura, inmortal e invencible”.

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EL QUIJOTE COMO EXPERIENCIA PERSONAL Octavio Hernández Jiménez “En tanto un libro no se convierta en una aventura personal o en una clave de nuestras venturas, es un libro muerto” Eduardo Caballero Calderón.

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odavía era adolescente cuando me vi involucrado en una

situación inesperada. Estaba en vacaciones y me encontraba cerca al tío que, día a día, se constituía en el admirado maestro que fue para mí. En esa ocasión se enfrascó en una discusión con un constructor, por algo que este había hecho distinto a lo estipulado en un contrato. Estaban lejos de un acuerdo, la discusión subía de tono pero, en cierto momento, mi tío citó al Quijote y, como su interlocutor se quedase callado le 22


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preguntó en forma perentoria: - “¿Usted ha leído el Quijote?”, a lo que el maestro de obra le respondió que No. Velozmente mi tío le contestó: “Entonces, no discutamos”. Y cada uno, en silencio, cogió por su lado. El maestro de construcción con el que discutía mi tío era hombre de bien pero, parece que, como dijo Don Quijote sobre Sancho Panza, era “de muy poca sal en la mollera” (VII). Esa situación sembró en mí la intriga por la lectura. Sin mucho esfuerzo, saqué como conclusión, para el resto de mi vida, que hay que leer, con pausa, para poder conversar. A la vez, nació en mí el anhelo por empezar el proceso de la lectura con la obra de un autor que hiciera gala de una imaginación fuera de lo común. En su biblioteca, mi tío poseía una magnífica colección de quijotes en español y otros idiomas, entre los que recuerdo la versión en un latín chapucero, burlesco, en que se dan terminaciones latinas a palabras castellanas, llamado latín macarrónico y, en cuya portada, se leía: “Historia dómini Quijoti Manchegui, traducta in latinem macarrónicum per Ignatium Calvum (curam misae et ollae), cum prólogo Manoli Anaya, editio nova, castigata et alargata”. Esta curiosidad obra había sido publicada, en Madrid, en 1922. Así redactó el señor Ignacio Calvo (“curam misae et ollae” como dice debajo del nombre del autor), el festivo principio de la obra en el mencionado ejercicio de traducción chapucera: “In uno lugare manchego, pro cujus nómine non volo calentare cascos, vivebat facit paucum tempus, quidam fidalgus de his qui habent lanzam in astillerum, adargam antiquam, rocinum flacum et perrum galgum qui currebat sicut ánima quae llevatur a diábolo”. El señor Manolo Anaya fue el editor de la “editio nova, castigata et alargata”). Mi tío reía a carcajadas y eso, para mí, era otro punto a favor de la obra mencionada. No solo citaba fragmentos en latín macarrónico y otros idiomas sino que disfrutaba con esos juegos verbales que Cervantes pone en boca, por ejemplo, de Feliciano de Silva: “La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón 23


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enflaquece que con razón me quejo de la vuestra fermosura” o, “los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza”. Tuve el privilegio de que las personas que primero mencionaron al Quijote en mi presencia lo hacían con una pedagogía apropiada para que los demás sintieran gusto por adentrarse en el conocimiento de ese libro. Eran partidarios de una literatura en función del placer estético y del juego verbal. En otra ocasión mi tío se desternillaba de risa recordando el comienzo de un cuento que se inventó Sancho para detener a Don Quijote hasta el amanecer pues se sentía atraído por una aventura desconocida. Así arrancó Sancho: “Érase que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal para quien lo fuere a buscar” (XX), juego de palabras que hizo urdiendo refranes y que se inventó el escudero tomando como base la forma como los antiguos castellanos iniciaban un relato o una conseja. Así no hay niño o adolescente que se resista a aventurarse en la lectura como otra forma de distracción. Sin permiso, entraba en la biblioteca de mi tío, por la mañana y, cuando sonaban las campanas, a las doce del día, me escurría porque sabía que ya casi llegaba de la oficina, a almorzar. Cuando regresaba a su trabajo, por la tarde, volvía a incursionar en la biblioteca y me retiraba sin que nadie se diera cuenta, antes que cayera la noche. La biblioteca de Monseñor Doctor Octavio Hernández Londoño, fue la Cueva de Montesinos de mi infancia. Mi tío murió unos veinte años después de aquella pasata y su deslumbrante colección de libros tuvo como destino, por donación previa, los anaqueles de la Biblioteca del Seminario Mayor de Pereira. Menos los quijotes. De la temporada a hurtadillas en la biblioteca del tío me quedó el recuerdo imborrable de haber emprendido, en la clandestinidad y por voluntad ayudada, la lectura del Quijote. Para aventurarse por el sendero de la lectura de una obra como el Quijote se necesita tener una experiencia previa de lector. Yo no era ducho lector pero me inquietaba el ejercicio de la 24


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lectura desde el día de mi primera comunión, a los ocho años de edad, cuando el mismo tío me regaló un volumen, cincuenta por ciento de palabras y cincuenta por ciento de ilustraciones, en papel fino, satinado y bellos dibujos de trineos, perros y lobos, a todo color, titulado “Aventura en la Nieve”. Lo coloqué sobre mi cama con los demás regalos que iban llegando, decidido a iniciar su lectura al día siguiente, dadas las magníficas referencias de quien acababa de regalármelo y la belleza de la edición. Cuando fui a cogerlo, al otro día, no estaba; lo habían robado. Ante la pérdida irreparable quedó, para el resto de mi vida, una infinita saudade tanta que, cuando voy a cualquier papelería en donde venden libros infantiles y juveniles empiezo a recorrer los estantes repasando con la memoria y los murmullos: Aventura en la Nieve, Aventura en la Nieve, Aventura en la Nieve. Y nada. Por tanto, si en mi vida he proseguido con la lectura de distracción ha sido por física sustitución nostálgica. Sin recomendación superior, en la biblioteca de mi tío, me entretuve con las vidas de María Estuardo, Juan de Austria, los Borgia que, en forma impensada, iban preparando el nicho que ocuparía Don Quijote. Vidas Fascinantes y azarosas. Aislado, leía sin permiso. Para que no volvieran a robarme el libro que me atraía o porque leer era un pecado casi mortal, a nadie le confesé que tenía en la mira la obra de Cervantes. Llegó el día en que el profesor de español y literatura puso a los alumnos a leer el Quijote. Fui donde mi tío a que me prestara el libro para sacarlo de su biblioteca. Le encantó mi propuesta. Sonrió satisfecho porque veía que, sin haber insistido demasiado, yo estaba llegando al punto al que él había llegado: lector recurrente del Quijote. Puso en mis manos un ejemplar, con ilustraciones de Gustave Doré (1832-1883), el francés que, en el siglo XIX, tuvo la inspiración de dejarnos, a los lectores latinos, la forma exacta, heredada del romanticismo, de visualizar al Caballero de la Triste Figura. A quien abra una edición del Quijote ilustrada por Doré y grabada por Pisan, se le pasa el tiempo contemplando las maravillosas escenas de los Molinos de Viento, la arremetida de Don Quijote contra el escuadrón de ovejas, los 25


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brebajes que el caballero le preparó a su escudero en la venta, la visita del Caballero al castillo de los duques, cuando “el señor don Sancho Panza toma posesión como gobernador de la ínsula Barataria y que muchos años la goce” con su gorguera almidonada y penacho imponente, gobierno que, en poco tiempo se fue como “en sombra y humo”; Don Quijote tocando el laúd o sobre Clavileño, el cuadro donde se cuenta la extraña y jamás imaginada aventura de la dueña dolorida, alias la condesa Trifaldi, la graciosa aventura de maese Pedro y sus figuras de artificio bañadas por una sugestiva luz irreal; Don Quijote sorprendido mientras viaja enjaulado pues él pensaba que todo caballero debería montar en un hipogrifo o un carro de fuego; la descomunal batalla con los cueros de vino tinto; esa lámina sinigual que representa a Sancho emperrado llorando mientras abraza a su impasible rucio, escena fraguada por la imaginación dramática de Doré ya que la obra apenas cuenta que, al abandonar la Insula Barataria, “Sancho dijo que no quería más que un poco de cebada para el rucio y medio queso y medio pan para él. Abrazáronle todos y él llorando, abrazo a todos” (LIII-2°); Don Quijote en su lecho de muerte, con un pañuelo en la cabeza, una copa con agua y el libro de oraciones sobre el nochero, la blanca sábana y el solemne crucifijo sobre el pecho. Son 360 láminas. En ciertas ocasiones he incursionado en Don Quijote, lo digo sinceramente, apenas para repasar, escena por escena, por largos ratos en que el tiempo no cuenta, los abismales grabados de Doré. El ensimismamiento que produce este acto solitario equivale a varias lecturas: lectura de placer, lectura de repaso del texto literario y lectura visual de tan formidables láminas. La sublimidad de la naturaleza en Doré induce a un panteísmo poético. Esos atardeceres y peñascos que incitan al vértigo; la luz helada de la luna, de una vela o de otra fuente desconocida que, con afán protagónico, realza siluetas, objetos, arquitectura y gestos. Ese deleite de Doré por la arquitectura mozárabe y por las formas angustiosas de árboles amilanados. Más que lectura pasiva o de distracción equivale a una meditación serena, espiritual, en la que uno se sumerge en perspectivas infinitas, árboles fantasmagóricos, cavernas, cataratas y desfiladeros 26


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propios de libros de caballería; sombras amenazantes, claroscuros de escenas de exteriores luminosos e interiores de penumbra; lujo barroco de trajes y cortinajes, presencia etérea de princesas y magos; la sicología intuitiva de los personajes. Después del despojo de las sensaciones inmediatas de la materia, por parte de quien contempla, este encuentra, a través de las imágenes plásticas, no la fusión de dos protagonistas del acto lector sino íntimamente de cinco: Don Quijote, Sancho, Cervantes, Doré y el lector visual. El mago de esta transmutación, durante más de cien años, sea por las láminas de toda una página o por las viñetas del principio o fin de cada capítulo, sigue siendo el genial Gustavo Doré. El ejemplar que me prestó el tío Octavio, recuerdo, era uno editado por Alberto Aguilera y editado por J. Pérez del Hoyo, en Madrid, de pasta roja con grabado y letras doradas. El papel interior era barato; de ese que tiende en forma acelerada a un melancólico amarillo. Luego mi tío me regaló una edición pequeña, editada en Madrid en 1942 y que él había adquirido, cuando regresaba, ya doctorado, de Roma, en 1946; más fina, con pasta de cuero repujado, papel sedilla y, en el canto del libro, grabadas en tinta roja, las siluetas de los personajes de la obra. Conservo varios ejemplares de Don Quijote recopilados por mi tío y que él depositó en mis manos como la herencia físicoespiritual más apreciable que he recibido. Al día siguiente, muy ufano llegué al Colegio y, antes de entrar a clase, le mostré el ejemplar que iba a leer a un conocido profesor de español, de los cursos inferiores, que ese día tenía a cargo la disciplina y quien, con las manos atrás, ni siquiera se dignó hojearlo. Desde su olímpica altura lo miró de soslayo antes de lanzar el siguiente comentario: “- Hernández, no sea pendejo. Para qué se va a poner a leer un libro tan largo sabiendo que en la biblioteca del colegio encuentra resúmenes cortos”. No me desmoralicé. Ese profesor, por lo visto, pertenecía a la categoría de los que enseñan pero no practican. No es difícil encontrar profesores, que no maestros, que se comprometen con ciertos programas en los que carecen de la preparación profesional necesaria para embarcarse en esa 27


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misión. En ciertos años, en la Universidad de Caldas, hice parte del grupo de entrevistadores de candidatos a ingresar a distintas carreras. Una señora de edad indefinible se presentó como aspirante a Lenguas Modernas. Comentó que era profesora de español, en los grupos noveno, décimo y once de bachillerato, en el Liceo Isabel La Católica de Manizales, en ese momento, el colegio femenino más grande de Caldas. Me alegré que una persona con tal hoja de vida tuviera aspiraciones universitarias. Para entrar a dialogar, en ese interregno que se llama de calentamiento, le pregunté: - Ah, entonces usted, en su programa, enseña el Quijote. Respondió que sí. Y le dije: - ¿Ya lo leyó? Muy oronda me respondió que No y la justificación que dio era que no le había quedado tiempo de ponerse a leer un libro tan largo. Yo avanzaba en la lectura clandestina del libro. En la tarde de los sábados subía a la terraza de la casa, solo, a leer algún capítulo de la obra. No estaba para mis compañeros de colegio que iban a buscarme para salir a dar una vuelta por las calles empinadas de Apía. (Las calles de Apía siempre serán empinadas como siempre las investigaciones de la justicia colombiana serán exhaustivas). Si mis compañeros preguntaban qué hacía cuando me les perdía en las tardes de los sábados, les respondía que otras tareas de las que hubieran puesto para la semana entrante. No soporto que, en mi cara, hagan gestos de burla, repudio o desaliento como los que hacen muchos cuando se menciona un libro catalogado de ‘clásico’, tan bello y tan amado como el Quijote. Cuando gané el Concurso Departamental de Cuento Juvenil, patrocinado por la Secretaría de Educación de Caldas, el cuentista Adel López Gómez y la poetisa Blanca Isaza de Jaramillo Mesa visitaron a Apía con el propósito de entregar el premio que consistió en los doce tomos de la enciclopedia El Tesoro de la Juventud. Mi tío invitó a los dos escritores, al rector del Colegio Santo Tomás de Aquino y al galardonado, a un almuerzo. Cuando entramos a ese bello recinto que es el comedor de la casa cural de Apía, llamaron la atención de Adel López Gómez las sillas que reproducen, en su espaldar, en 28


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cuero repujado, la escena de Doré en que Sancho llora abrazado a su rucio. Son espectaculares. Esto dio motivo a que tanto mi tío como Adel López y Blanca Isaza que recordó, en voz baja, un poema que ella dedicó a Don Quijote, se enfrascaran en curiosidades de la obra cervantina. El cuentista recordó, por ejemplo, que si el autor define a don Alonso Quijano como “un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”, ese último elemento, el “galgo corredor” debería aparecen en alguna parte del resto de la narración pero no lo vuelve a mencionar. Según las normas de la ficción literaria, y aún cinematográfica, esos seres que aparecen voluntariamente en un relato o en el primer plano del decorado, tendrán un papel protagónico en el desarrollo de la obra que se plantea. Si se dice que un personaje principal carga en su cintura un revólver y una pistola, esa mención nos previene y, luego, el autor no podrá pasarla por alto. Habrá balacera. Intervino doña Blanca para opinar que pudo no tratarse de un lapsus de Cervantes sino que ocurrió con el galgo corredor lo mismo que con Gasabal, escudero de don Galaor “que fue tan callado que para declararnos la excelencia de su maravilloso silencio, solo una vez se nombra su nombre en toda aquella tan grande y verdadera historia” (XX). Reímos por la originalidad, oportunidad y belleza poética de la cita. Mi tío, en animado diálogo, se refirió al testamento del protagonista. El último capítulo es precioso, imagen de lo sublime en literatura. El título lo advierte: “De cómo Don Quijote cayó malo y del testamento que hizo y su muerte”. Cuenta el novelista que “entró el escribano con los demás y después de haber hecho la cabeza del testamento, don Quijote dijo: Item, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza...tiene,...quiero que no se le haga cargo de ellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare, el restante sea suyo” (LXXIV-2°). En síntesis, la herencia dejada por el amo a su siervo equivale, grosso modo, a una certificación de buena conducta, nuevamente la ilusión de una ínsula para que Sancho la gobierne y el perdón de la posible aunque precaria deuda como administrador del dinero depositado, en él, por Don Quijote. Léase “La aventura que le sucedió con un cuerpo muerto...” 29


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(XIX). Allí, Sancho, a quien en los acontecimientos inmediatos le han robado las provisiones, “andaba ocupado desvalijando una acémila de repuesto que traían, bien abastecida de cosas de comer. Hizo Sancho costal de su gabán y, recogiendo todo lo que pudo y cupo en el talego, cargó su jumento...”. Estaban en la inopia. En el capítulo XX, unas páginas después, Don Quijote, que va en pos de una aventura imprevista, advierte a Sancho que “en lo que tocaba a la paga de sus servicios no tuviese pena porque él había dejado hecho su testamento antes que salieran de su lugar donde se hallaría gratificado de todo lo tocante a su salario”. Esto sucede en la primera parte. Cervantes, cuando escribió el último capítulo de la segunda parte, olvida que Don Quijote había testado, asunto que menciona más de una vez; así, ante la arremetida de Sancho por saber si su amo le pagaría por salario o por merced, el caballero le insiste, en medio de la jovialidad que les embarga en esa escena: “- Y si yo ahora te he señalado a ti en el testamento cerrado que dejé en mi casa fue por lo que podía suceder (1º, XX). Si había testado, ¿por qué, al final de la historia, en vez de hacer testamento como si tratara de la primera vez, no introdujo cambios u otros ítems al que ya existía y tenía guardado en la misma casa en que yacía de muerte? Había pasado casi una década entre la escritura de la primera parte y la segunda y esto pudo provocar el olvido del autor o, la gravedad del momento pudo ser la causa de que Cervantes pasara por alto las minucias de la primera parte o, sin contemplaciones, quiso hacer pasar a don Quijote, ante los lectores, como un solemne marrullero. Este olvido parece adrede. En el ensayo-cuento Funerales de Don Quijote sostengo que Cervantes, de principio a fin, se ensañó sobre su protagonista para desahogar en él, los golpes que le había propinado la fortuna.

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Hincapié y su esposa Doña Ligia Rincón me obsequiaron un cuñalibros en madera tallada y taponada en color claro que, después de muchos trasteos, aún me sigue acompañando. El artesano talló, con acierto, en dos porciones reducidas de madera, las almas complementarias de los personajes. Tanto Sancho como Don Quijote comparten el mismo territorio pero no el mismo horizonte. El escudero, repechado y petulante, va en su ‘rucio’ que trota como si se tratara de otro Platero. Frente a él, 31


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flanqueando los libros, el Caballero de la Triste Figura se muestra como una raíz amilanada. Rocinante, no ajeno al espíritu quijotesco, se encorva buscando la escasa hierba del camino. Los sombreros son accesorios que buscan el mismo efecto: altivo el gorro del paisano Sancho y desmirriado por las abolladuras el morrión que volvió celada Don Quijote. Poco tiempo después de haber recibido ese recuerdo juvenil de madera, se presentaron la segunda y tercera de mis salidas por distintas ciudades del país. A partir de ese entonces, nunca, en los coroteos en que se pierde la mitad de lo que se empaca, desapareció el citado cuñalibros. En los viajes físicos, mínimo, ya fuimos tres: Don Quijote, Sancho y yo. A través de los desplazamientos, he ido modificando mi pensamiento sobre el personaje central del citado cuñalibros: en una época pensé que se trataba de un Quijote al estilo Hamlet, reflexión que, muchos años después, leí en Harold Bloom (“¿Cómo leer y por qué?”, año 2000), para quien “Don Quijote es el par de Hamlet. No sabría proferir elogio más alto”. Luego, al adentrarme en el pensamiento de otros autores, precisé mi punto de vista. Contemplando la talla en madera, recapacité para soñar que no se trata de una persona atormentada por la duda y la venganza sino que representa otra imagen de la vida, quizá como la concibió Thomas Hobbes: “solitaria, corta, brutal y miserable”. Don Miguel de Unamuno, en su texto Don Quijote en la Tragicomedia europea contemporánea, se pregunta y responde: “¿Es que la lucha de Don Quijote no arranca de la desesperación? Este Quijote interior, consciente de su trágica comicidad, ¿no es un desesperado?” Con el sol a las espaldas, como el Quijote de mi cuñalibros, no tengo en cuenta esa visión correspondiente a un existencialismo cerrado, a la brutalidad y soledad de la vida, sino a la amable e indispensable compañía que cada quien debe encontrar para hacer más llevadero el peregrinaje asignado a cada ser humano dado que, de acuerdo con Unamuno, “es de la desesperación y sólo de ella de donde nace la esperanza heroica, la esperanza absurda, la esperanza loca”. 32


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Jamás hice buenas migas con los instrumentos musicales por lo que no pude exclamar, como Don Quijote: “Haga vuesa merced, señora, que se me pongan un laúd esta noche en mi aposento que yo consolaré lo mejor que pudiere a la lastimada doncella” (XLVI-2°). En ocasiones especiales, a falta de no saber tañer un instrumento ni contar con los músicos en el momento indicado, me tocó organizar serenatas con tocadiscos de pilas a todo volumen para que oyeran las melodías desde adentro. La primera, en la víspera del matrimonio de Esperanza López Gálviz; la segunda, en la víspera del viaje a Estados Unidos de Luz Eugenia Salazar y la tercera, en la víspera del día en que don Alfonso Hincapié y doña Ligia abandonaron a Apía para fijar su residencia en la capital del país. En esta despedida, dictada por el corazón como gratitud por su obsequio el día de mi grado como bachiller y, a falta de cantantes puse, en un tocadiscos, colocado en la acera de su casa, el longplay con la versión musicalizada que Joan Manuel Serrat hizo del poema Vencidos, de León Felipe, poeta español muerto en el exilio: “Por la manchega llanura/ se vuelve a ver la figura/ de don Quijote pasar...Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura,/ y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar.../ va cargado de amargura.../ que allá encontró sepultura/ su amoroso batallar.../ va cargado de amargura.../ que allá quedó su ventura/ en la playa de Barcino, frente al mar.../ Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura,/ en horas de desaliento así te miro pasar.../ y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura/ y llévame a tu lugar;/ hazme un sitio en tu montura,/ que yo también voy cargado/ de amargura/ y no puedo batallar”. El destino no se encuentra en el futuro de forma sorpresiva. Algo que esté asignado a los mortales sin que ellos tengan que ver con eso. El destino lo va edificando su dueño, a diario. “Cada uno es hijo de sus obras”, dijo Don Quijote a Sancho (IV). El día de hoy es el resultado de los días anteriores y lo que haga hoy con mi vida, será otra hilera de ladrillos en el destino de mañana. Voy modelando el destino en cada paso o cada acto que emprenda o que deje de realizar. 33


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Conocí a quien fuera, luego, el Pbro. Gonzalo Sánchez, doctor en Historia Eclesiástica de la Universidad Gregoriana de Roma y brillante profesor de Historia Eclesiástica en Roma, Canadá, Bogotá y Manizales. Consideran su biblioteca, en asuntos de historia, una auténtica joya que tuvo que trasladar de Manizales a Bogotá, por desavenencias con autoridades eclesiásticas. Lo traté cuando el país entero celebraba el segundo centenario del nacimiento de Don Antonio Nariño, el precursor de la Independencia colombiana (1765-1965). Gonzalo era un estudioso aventajado de la vida del prócer hasta el punto que participó en un programa de televisión nacional titulado “Miles de pesos por sus respuestas” y triunfó, de punta a punta, en las sucesivas sesiones semanales de aquel concurso. A través de la conversación y de los libros que me prestaba, Gonzalo me indujo en el respeto y la veneración por Don Antonio Nariño, su ideario y sus obras enmarcadas en los más absurdos reveses. Imposible que se olviden los Derechos del Hombre y del Ciudadano que tradujo Nariño e imprimió, en compañía de don Diego Espinosa, en la Imprenta Patriótica que aún se encuentra, como recuerdo, en el Museo Nacional. El primero de los derechos, impresos en 1793, reza así: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden fundarse sino sobre la utilidad común”. El segundo dice: “El objeto de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”. Nariño fue acusado de tres delitos: impresión clandestina de los Derechos del Hombre, conato de sedición y elaboración de pasquines. Pagó caro por sus atrevimientos. Don Antonio Nariño había leído y releído, en la intimidad de su rica biblioteca, aquello que recomendó Don Quijote: “La cosa que más necesita el mundo es de caballeros andantes” (VII) y, él mismo, igual que quien lo había dicho, se armó como el Caballero Andante de la Independencia Colombiana. Trazaba caminos, empezaba a recorrerlos y cuando llegaba el momento del triunfo, Don 34


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Antonio Nariño estaba en prisión. Las coronas de laurel lucieron y las músicas marciales sonaron para otros. Por ese motivo, no aparece entre los firmantes del Acta de la Independencia ni estuvo presente en la Batalla de Boyacá ni en los apoteósicos recibimientos por las plazas mayores de los actuales países ‘bolivarianos’. Si no lo hubieran apresado periódicamente habría sido nuestro Libertador. Podemos hablar con propiedad de Don Quijote Nariño desde el nacimiento de esa pasión desbordada por los libros que los unía a los dos héroes. Los libros de don Alonso Quijano fueron lanzados por la ventana al patio y quemados tratando de sofocar la locura del dueño; la biblioteca de don Antonio Nariño, que albergaba 6.000 volúmenes, en 1794, fue escrutada, y, el alguacil Martínez Malo, confiscó los libros entre los cuales estaba el Quijote, en cuatro tomos, tratando de detener la calentura de la libertad que empezaba a cundir por la América española. La crónica del decomiso de la biblioteca de Nariño es apasionante: buscando favorecerlos y que no quedase constancia de las obras que consultaba como ideólogo de la libertad, escondió los baúles cargados de libros, en casa de una amiga; ella, nerviosa, los mandó para casa de un hermano de ella; este los remitió al convento de los capuchinos y el fraile Andrés Gijón, amigo de Nariño, los ocultó en una celda. Denunciado, fue allanado el convento, confiscados los libros y entregados a la Inquisición. Don Antonio Nariño, como don Miguel de Cervantes, “padrastro de Don Quijote”, su doble en varios aspectos, estuvieron encarcelados en distintas ocasiones la primera de ellas, en el caso de Cervantes, por un motivo menos romántico que por la traducción de los derechos humanos que condenó a Nariño. Cervantes fue a la cárcel por el mal manejo que hizo del trigo de unos canónigos (año de 1592). La única alusión que hace Antonio Nariño de la obra de Cervantes es, posiblemente, la que aparece en su periódico La Bagatela correspondiente al 26 de diciembre de 1811 cuando, bajo el título “Noticias venidas por el Correo de ayer”, comenta: “Dejemos pretensiones vanas y quiméricas; aún no podemos ser simples ciudadanos, libres e independientes, y ya todos queremos ser soberanos; preferimos este quijotismo de ocho días 35


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a una libertad permanente”. El tono admonitorio es despectivo pero el mensaje es duradero. Aún faltaba más de un siglo para que Don Miguel de Unamuno bosquejara una teoría sobre el quijotismo, en su obra Del Sentimiento Trágico de la Vida: “¿Qué ha dejado a la Kultura Don Quijote? Y diré: ¡El Quijotismo!, y no es poco. Todo un método, toda una epistemología, toda una estética, toda una lógica, toda una ética, toda una religión sobre todo, es decir, toda una economía a lo eterno y lo divino, toda una esperanza en lo absurdo racional”. Vidas paralelas e idearios afines hacen de Antonio Nariño y Alonso Quijano, dos hidalgos, en el sentido más estricto de la palabra. Mi amor por la obra y la repercusión histórica de Nariño se originó al contemplar en él una especie de Quijote criollo de alma y cuerpo. El amor por el personaje cervantino se incrementó en mí por haber servido de modelo a nuestro Precursor y, en buena parte, a todos aquellos que ofrendaron la vida, como en otros molinos de viento, por defender los ideales del Caballero Andante. No bastó que sobreviniera la muerte para que los huesos de Nariño, por fin, pudieran descansar. Fue enterrado en el templo de Villa de Leiva (1823), Zipaquirá (1857) y Barranquilla (1885). De allí emigraron, con los restos, a Panamá (1885); salvados de un incendio regresaron por Medellín, camino de Bogotá (1907), en donde reposan, en la Catedral Primada, junto a la osamenta de Don Gonzalo Ximénez de Quesada. Por los ideales cercanos, el pasado andariego, la capacidad para reponerse y salir fortalecidos de traumas aparentemente insuperables (resiliencia), empezó a correr la leyenda de que Ximénez de Quesada era sobrino de Don Alonso Quijano (o Quesada o Quijada). Por la muerte en la pobreza de los tres personajes y aún por la hermosa y simbólica escultura yacente de Ximénez de Quesada, obra de Luis Alberto Acuña, hay quienes identifican este monumento, en el corazón de la capital colombiana, como la tumba de Don Quijote de la Mancha. O la tumba de los tres.

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M

ientras estuve como Profesor Titular de Historia de la

Lengua Española, en la Universidad de Caldas, en Manizales, entre 1976 y 2001, por 25 años, sucedieron varias situaciones que merecen ser rescatadas del olvido. Corría, el año de 1980, cuando hubo, en el país, una cacería de brujas, a cuento del llamado Estatuto de Seguridad, producto del Gobierno civil de la época acolitado por las respectivas armas de la república. En ese entonces se perseguía con saña a quienes fueran o pudieran pertenecer al M19, movimiento políticomilitar que tuvo en jaque al sistema que impera en Colombia. Los apresados por atentar contra las instituciones eran sometidos a consejo de guerra extrarrápido y podían ser condenados a una vida tras las rejas, de acuerdo con la legislación sobre estado de sitio. Los exabruptos de esa legislación fueron echados a pique por la Corte Suprema de Justicia. No había día en el que la prensa no trajera la noticia de detenciones que para uno eran absurdas dado que jamás había pasado por la cabeza de una persona cuerda que esos apresados pertenecieran al grupo subversivo que combatía con el Gobierno. 37


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Los estudiantes de la asignatura de Historia de la Lengua sabían que los exámenes parciales, durante el semestre, versaban sobre distintos temas según el programa estructurado para el periodo, pero el examen final siempre versaba sobre el Quijote. No se trataba de un trabajo de consulta sino de un examen morosamente construido partiendo del tiempo asignado para la prueba. Cuando llegué al salón, el día indicado, en el mes de diciembre, me comentaron que una alumna de cuyo nombre sí quiero acordarme, llamada Clemencia, había sido detenida, en su casa de habitación, la noche anterior, y conducida al Batallón Ayacucho, sindicada de pertenecer al M19. Dicté, como acostumbraba al final de esa asignatura, la única pregunta. Los estudiantes deberían tener el ejemplar de la obra en la mano, los apuntes personales y los textos escrutados en el tiempo de estudio individual. Después de las dos horas reglamentarias, algunos entregaban la respuesta escrita a lo planteado aunque muchos alumnos que quisieran completar lo trabajado podían llevar el examen para su casa y traerlo varios días después, luego de ponerle un santo y seña a las páginas ya escritas para observar que lo que hizo afuera era continuación, ampliación, corrección y mejoramiento de lo escrito adentro del salón, con la asesoría del profesor. No podía ser algo distinto, sino que derivara de lo redactado. A veces, aquel examen equivalía al comienzo de una buena tesis. La pregunta podía versar sobre las clases de novela que se encontraban dentro del Quijote y los estudiantes responsables tenían la oportunidad de disertar, con todos los recursos bibliográficos allegados, sobre obras de caballería, novela pastoril, novela italianizante, novela de cautivos, novela picaresca. En otra ocasión se solicitaba que los estudiantes demostraran que Don Quijote habló siempre con tono épico y Sancho con estilo propio de la picaresca. Lógico que había que arrancar con la teoría básica sobre el lenguaje de la épica y contrastar con el lenguaje de la picaresca. Al respecto, anota Carlos Fuentes que la novela moderna parte de la estratificación del lenguaje que deja de ser único y comprensible para todos y admite, en cambio, la diversidad del habla. Se entienden los héroes en la épica y el teatro clásico y aún en la 38


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dramática de Shakespeare pero, con los mismos parámetros, no se entienden a cabalidad Madame Bovary y su marido, ni Ana Karenina y el suyo, ni Don Quijote y Sancho. Aunque el afecto y la lealtad sean mutuos, se la pasan discutiendo, reconciliándose, aclarando, dándose puntos de vista diametralmente opuestos basados en la enorme y anticuada erudición del viejo y “la sabiduría admirable de su asistente” (H. Bloom). Hablan en dos estilos opuestos y de su encuentro nace el lenguaje propio de la novela. Si les preguntara, como otro ejemplo, sobre la Gastronomía en el Quijote, un estudiante podría empezar por dividir el tema en tres subtemas: Comida de Don Quijote, las Bodas de Camacho y otras comidas. Sobre la comida de Don Quijote, correspondía a la de un hidalgo o sea un heredero, generalmente pobre y desubicado, de la casta guerrera ya pasada de moda. Luego, la infaltable cita del libro: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos”. De ahí se pasaría a desarmar las piezas que componen esa cita: “Más vaca que carnero” equivale a carne de segunda ya que la carne más estimada, en ese siglo, era el carnero. En el occidente colombiano, aún no se acostumbra vender o comprar carne de vaca; tal vez, cuando se rueda alguna, por un precipicio, la regalan. El tal “salpicón las noches” consistía en aprovechamiento de las sobras del almuerzo. Las “lentejas los viernes” eran “viudas”, es decir, sin carne por la vigilia religiosa igual que los sábados cuando habla Cervantes de los famosos “duelos y quebrantos” o sea huevos revueltos con trozos de tocino muy fritos. Quien comía tocino era cristiano viejo. Parca comida como la de un monje cartujo que nada tenía que ver, por ejemplo, con el menú que, cien años antes de Don Quijote, se servía en la mesa de la reina Isabel La Católica: pechugas de pollas en leche de almendras, agua de rosas y azúcar, potajes de calamares y jibias, gigote de carnero con tocino de cerdo, jengibre y azafrán; de postre, arroz con azúcar y almojábanas de los mozárabes. Todo bien rociado con vinos tintos y blancos.

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En el mes de marzo del año siguiente, cuando me encontraba en mi cubículo universitario, apareció, como si se tratara de una visión quijotesca, la alumna que habían detenido a finales del año anterior. Me comentó que la habían absuelto, en el consejo de guerra llevado a cabo en Armenia, porque no le habían comprobado absolutamente nada de lo imputado cuando la detuvieron en su hogar. Reconstruyó el viacrucis que le había tocado recorrer desde la noche de su aprehensión. Estaba durmiendo en su alcoba, con la hermana, y había dejado el Quijote en la mesa de centro de la sala para cogerlo, en la mañana siguiente, al salir para la Universidad. Allanaron la casa, entraron armados, ella tuvo que vestirse delante de lascivos soldados y salir de su hogar en silencio. Cuando pasó por la sala miró para la mesa de centro, vio el libro del Quijote y espontáneamente, se inclinó, lo recogió y se lo llevó en la mano. Aunque parezca extraño, ninguno de los captores se lo decomisó. La escena de su captura por parte de los soldados era propia para que hubiese entrado Don Quijote gritando: “- Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto la alta princesa que lleváis forzada; si no, aparejaos a recibir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras... Ya os conozco fementida canalla” (VIII). Condujeron a Clemencia al Batallón Ayacucho y la encerraron con candado en un cepo estrecho, de piso de madera podrida, por debajo del cual corría agua por un caño que servía de sanitario. Día y noche había un bombillo prendido sobre su cabeza. Ni un mueble. Las paredes, igual que el piso, destilaban humedad. No podía recibir visitas ni dialogar con nadie. Su única compañía fue el Quijote. Pasaba las horas releyendo la obra que se había dejado encarcelar con ella. A pesar de que se trataba de una cacería de brujas ninguno de sus carceleros se atrevió a arrebatarle el libro que, en muchas dictaduras, se ha juzgado como subversivo por hablar de justicia y libertad. Y estos eran, y siempre lo han sido, ideales juzgados como subversivos tanto que Don Quijote ha llegado a tener problemas con la inquisición y con más de un gobierno. Personajes obtusos que no entienden que “la literatura sí es una revolución pero una revolución diferente, sana y pacífica. Los pueblos que tienen 40


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posibilidades de reencontrarse con la lectura son más pacíficos. Los que menos leen son más violentos” (Mempo Giardinelli). Quienes leen obras como el Quijote corren el peligro de convertirse en seres pensantes que analizan la complejidad de los tiempos; personas argumentativas, de fácil y apropiada locución y esto causa alarma en encumbradas esferas de poder. Recuerdo que, cuando en mi Colegio, se proponían expulsar a algún estudiante, sobre quien no tenían argumentos válidos para destruirlo, el Señor Rector comentaba, en el respectivo consejo de profesores que armaba para tratar de darle apariencia de legalidad a la medida que ya había tramado: “Ese tipo es peligroso; por ahí lo he visto con un libro debajo del brazo”. La represión se enseña y se aprende desde el colegio y antes, desde la casa. Luego, esos pichones aparentemente inofensivos que han padecido el escarmiento por parte de sus padres y profesores se convertirán en los grandes torturadores. Clemencia tuvo, como compañero de prisión, a Nuestro Señor Don Quijote. Compañía, aliento, guía. Me comentó, con una sonrisa tímida, que jamás se sintió sola ni triste. A veces se sorprendía riendo o llorando por las penalidades del personaje o feliz por sus salidas o alimentada por el pan de sus palabras. Con la lectura atenta de las páginas de este libro se puede formarse en el ideal de una auténtica Libertad. Uno se pierde y, de pronto, su lectura parsimoniosa equivale a un tratamiento de terapia. De un capítulo a otro, volvieron a ser tres en la cárcel. La cárcel fue la sala cuna en que Cervantes engendró a su criatura. En el Prólogo lo dice: “¿Qué podría engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío sino la historia de un hijo seco, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro modo alguno, bien como quien se engendró en una cárcel donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?”. Después de haber pasado varios meses, Clemencia fue a mi oficina para comunicarme que el Consejo Académico de la Universidad, por fuerza mayor, autorizó que, ella tenía el derecho de presentar los exámenes finales del semestre pasado,

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para proseguir sus estudios. Le entregué unos pliegos de papel tamaño oficio y le dicté la pregunta: Demuestre que Don Quijote luchó por la Justicia y la Libertad. Se sonrió y me dijo: Fue la mayor lección que aprendí en su compañía. Y se puso a escribir. Vi que lo hacía con fluidez y entusiasmo. Después de dos horas me entregó el texto a modo de ensayo. Lo leí y le dije: Calificación, ¡Cinco Aclamado!”, nota que imponía en casos excepcionales. Con permiso de la alumna, saqué, en mimeógrafo, la respuesta y la distribuí entre los compañeros del semestre anterior que ya iban adelante y entre los que lo cursaban en el nuevo semestre. Cuando entregué el texto les dije: como ven no tiene título. Después de leerlo cada uno le pone el título que quiera y al final redacte su consideración. No olvido que alguien tituló el texto sobre la Justicia y la Libertad en Don Quijote, con estas palabras sencillas e inquietantes: Utilidad de la Lectura. Cuando Clemencia salía de mi cubículo después de presentar su examen sobre su relación personal con Don Quijote, la Justicia y la Libertad, le llamé la atención para recordarle: no se te olvide cumplir con la penitencia que Don Quijote impuso a la que él suponía que era una dama liberado de unos viajeros que él, en su delirio, suponía que eran secuestradores: “La vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniere en talante porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo; y porque no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo Don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y en pago del beneficio que de mí habéis recibido, no quiero otra cosa sino que volváis al Toboso y que de mi parte os presentéis ante esta señora y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho (VIII). Se detuvo un instante y, luego, abandonó la oficina, bella, airosa y sonriente. A pesar de la diáfana alegría que, en verdad, debió embargar a Clemencia en la compañía de Don Quijote, de trecho en 42


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trecho, me da por pensar en la gama de emociones que debió brotar de ella, en los días en que estuvo prisionera, en esa cárcel. Esto porque no se puede desconocer que el Quijote es uno de los libros más tristes que existen. Su desencanto tiene la aureola del lugar de nacimiento de la obra y los datos autobiográficos que no fue capaz de desechar Cervantes y los consignó, en forma sublimada, en esas páginas. El desencanto lo llevó a la búsqueda insaciable de su Otro Yo mental que le propiciara ser alguien distinto al pobre don Miguel a quien nadie escuchaba. La tragedia se configuró en la imposibilidad de ese Otro. Sancho Panza, en forma angustiosa, suplió esa precariedad brindándole amistad. Tuvo que pasar mucho tiempo para comprobar, una vez más que, a través de los siglos, El Quijote no ha dejado de ser un libro con extrañas implicaciones políticas. Unos treinta años después del acontecimiento en que mi alumna resultó absurdamente implicada, un periodista publicó un texto en el que refería que Carlos Fuentes, novelista mexicano, Premio Cervantes de Literatura y que acababa de morir (15 de mayo de 2012), había dejado, entre sus obras inconclusas, una novela sobre la vida de Carlos Pizarro Leongómez, líder del movimiento M-19 que fue asesinado dentro de un avión en pleno vuelo, el 26 de abril de 1990, cuando adelantaba su campaña para la Presidencia de Colombia. El periodista contaba que su colega Patricia Lara le había contado al novelista mexicano una anécdota que el propio Pizarro le había narrado a ella: “Le conté que la última vez que vi a Pizarro, en La Habana, él me contó que en alguna oportunidad, mientras cuidaba a un secuestrado, decidió leerse El Quijote, y que cuando llegó a la parte de los molinos de viento, estalló en llanto. En esas se fue, y yo le dije: ‘Usted tiene que seguirme contando esa historia’, porque imagínese lo que es esa imagen de un secuestrador, cuidando a un secuestrado leyendo El Quijote, recuerda Lara” (Carlos Restrepo, El Tiempo, 19 de mayo de 2012, p.10). Más aún: leyendo El Quijote y llorando.

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ugar común es repetir que Don Quijote se constituyó en el

alter ego de Cervantes. El tú de su yo. Para otros, Sancho es el alter ego de Don Quijote y se entra a demostrarlo, pero se debe a Franz Kafka (1883-1924), una obrita de ficción en la que expone, en cierto sentido, una novedosa tesis. Ese micro-cuento aparece en la obra La Muralla China y como es tan corto se puede transcribir en su totalidad: “Con el correr del tiempo, Sancho Panza, que por otra parte, jamás se vanaglorió de ello, consiguió mediante la composición de una gran cantidad de cuentos de caballeros andantes y bandoleros, escritos durante los atardeceres y las noches, separar a tal punto de sí a su demonio, a quien luego llamó Don Quijote, que éste se lanzó incontenible a las más locas aventuras; sin embargo, y por falta de un objeto preestablecido, que justamente hubiera debido ser Sancho Panza, hombre libre, 44


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siguió de manera imperturbable, tal vez en razón de un cierto sentido de compromiso, a Don Quijote en sus andanzas, y obtuvo con ello un grande y útil solaz hasta la muerte” Al comenzar el periodo dedicado a Don Quijote, en varias ocasiones repartí este micro-cuento entre los universitarios y les plantee alguna inquietud para que lo enfrentaran. Les propuse, por ejemplo, reconstruir, con sus palabras, lo expresado por Kafka; explicar lo que planteaba; responder quién era el autor de Don Quijote de la Mancha; qué era Sancho con relación a Don Quijote y Don Quijote con relación a Sancho. El final del Quijote kafkiano, ¿en qué se diferencia del Quijote cervantino? En varios semestres se pudo comprobar la dificultad que traían los alumnos para la comprensión de lo leído. Muchos eran incapaces de reelaborar con sus propias palabras el microtexto kafkiano. Se debía arrancar, entonces, por ahí. Por abrir el apetito por la lectura y explicar que existen diversas clases: de información, de utilidad práctica, de entretenimiento (activa), de pasatiempo (pasiva), de estudio, de corrección, de repaso y otras. Don Quijote, como toda la literatura, no se propone atosigar a los lectores con información, no es mucha su utilidad práctica, hay mejores pasatiempos, y creo yo que ni siquiera es una obra de entretenimiento. Su lectura no puede ser ni siquiera lectura de cumplimiento que se da cuando hay que leer para poder cumplir con un deber escolar. Los profesores no deberían imponer la lectura completa del Quijote a unos pobres desamparados, cuando su labor apostólica consiste en servir de lazarillos en la lectura. A los niños poco les gustan los cuentos demasiado largos. Se incomodan. No son capaces de llevar el hilo en forma exhaustiva, mientras que leer la obra cumbre de Cervantes es el desafío mayor para un lector avezado. Es mucho más que un acto de resistencia paciente o impaciente. Se deben utilizar preguntas que abren mundos en vez de aquellas que los cierran. Que cada estudiante encuentre su propio camino para alcanzar el conocimiento. Siguiendo a Eduardo Caballero Calderón en su Breviario del Quijote, primero, el profesor debe hacer que los estudiantes de los 45


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años básicos de bachillerato lean periódicos y revistas. Que vean como la letra los introduce en el mundo de la realidad inmediata. “(Se debe comenzar) por dar a los niños el periódico y progresivamente, interesarlos en los antecedentes, en las causas de los hechos y el lenguaje presentes; se les va llevando hacia atrás, hacia los orígenes de la obra maestra. Así, lo último que habría de ponerse en las manos de un joven que va a ingresar en la universidad, como la clave y la raíz de su lenguaje, sería el Quijote”. En vez de lectura obligada, debe convertirse en una lectura recomendada, en forma convincente para lo que les servirá su dosis de diestros pedagogos. Comenta Rafael Humberto Moreno Durán, novelista y ensayista boyacense, que se puede leer el Quijote en selecciones de capítulos para adultos, para niños, para adolescentes, en tiras cómicas, captarlo en videos, DVD, VCD, CD o en casete, seguirlo en pinturas o en cine, pero no hacerlo en forma de resumen. Nunca una idea compleja la captaremos en función de síntesis. No solo el Quijote sino cualquier obra que queramos leer para ampliar nuestro mundo. El resumen de una obra literaria no alcanza a ser, ni siquiera, el esqueleto. El esqueleto es la anécdota no el resumen de la anécdota. La literatura está en la forma de redactar esa anécdota si es que tiene anécdota. Existen muchísimas obras literarias, de gran valía, que ni siquiera tienen anécdotas. Recordemos uno de los poemas del enemigo acérrimo de Cervantes, Lope de Vega y Carpio, escrito en la misma temporada que el Quijote y por cuyos versos se respira el mismo tono y la misma intención que se encuentran en el Discurso de las Armas y las Letras (cap. XI), de Cervantes. Don Quijote le dijo a los cabreros: “- La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los Cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres” (LVIII-2°). Mientras don Miguel ponía estas palabras en boca del protagonista, don Félix Lope de Vega, en su poema Canción, entonaba esta alabanza paralela: “¡Oh libertad preciosa,/ no comparada al oro,/ ni al bien mayor de la espaciosa tierra,/ 46


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más rica y más gozosa/ que el precioso tesoro/ que el mar del sur entre su nácar cierra,/ con armas, sangre y guerra,/ con las vidas y las famas,/ conquistado en el mundo”. En estos fragmentos encontramos todo lo que requiere un texto para juzgarse como poético: ritmo, entonación, propiedad en los términos, música aunque no entendamos mucho de la letra. El arte, como las mujeres, entre más incomprensible más gusta. Si una persona se contenta con el resumen del Quijote es como si, en vez de asistir a la proyección de una película, se contentara con que se la contaran: escucha no la obra sino una versión particular de una obra cuya forma artística no es auditiva principalmente sino visual; versión oral, además, distinta a la que otras personas podrían darle; sin que tenga noticia de otros elementos que no se pueden descartar para que el juicio sobre una película sea aceptable: manejo de cámaras, iluminación, puntos de vista, ritmo en la imagen, tejido de las escenas, combinación de relatos, música y fotografía, etc. Una película, tanto como el Quijote o cualquier otra obra literaria, no es el resumen del argumento. No desperdiciemos esta alusión pasajera del cine. Durante el siglo XX se filmaron cincuenta versiones del Quijote de las cuales la mejor, para mi gusto, es la rusa, filmada en 1957. En 1902 Ferdinand Zecca filmó el primer Quijote. En 1932 C.W.Pabst filmó otra versión. En la década de los sesenta del siglo XX tuvo mucha acogida “El Hombre de la Mancha”. Cada cinta se centra en un tópico, lo explora y lo explota. Ahí está su éxito o su fracaso. No es lo mismo leer una obra y ver una película basada en ella, aunque lleven el mismo título. Atando cabos, recuerdo que, en mi obra Funerales de Don Quijote informo que la música que sonó en la ceremonia del sepelio era rusa. Dije esto impresionado por la empatía entre el alma de Don Quijote y ese modo de ser sombrío o ciclotímico de los rusos. Dostoievski hizo alto elogio de la obra de Cervantes aunque opinó que “el Quijote era la novela más triste de todas” ya que se trata de “la historia de una desilusión”.

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Si Miguel de Cervantes hubiera vivido en el siglo XX habría sido director de cine. Hay quienes han notado cierta relación entre los dos personajes cervantinos con parejas como El Gordo y El Flaco, Sherlock Holmes y Watson fuera de otras célebres dualidades cinematográficas. Cervantes concibió sus criaturas de tal modo que, al lector, le quedase una imagen visual de lo que él escribía. Los profesores de bachillerato no deben imponer la lectura de una obra equiparable en importancia, pero también en extensión, a la Biblia o a las Mil y Una Noches. Mamotretos escritos por titanes. Podrían, eso sí, distribuir los capítulos entre el número de alumnos que tenga un grupo. Pongamos, uno, dos o tres. Por qué no preparar la lectura, en voz alta que ya es mucho adelanto pues la mayoría termina el bachillerato sin saber leer en voz baja ni en voz alta; trabajar sobre el texto buscando arcaísmos y sustituyéndolos con términos equivalentes; preparar una versión teatral de algún capítulo que se preste para ello; leer las cartas de amor y escribir otras en lenguaje moderno conservando la dignidad en los sentimientos o la expresión y sin caer en la chabacanería de estos tiempos en que los teléfonos celulares sustituyeron la comunicación escrita, fenómeno que explica, en parte, por qué los muchachos de hoy se dirigen a Aldonsas Lorenzo y no a Dulcineas del Toboso. Se pueden comentar los adagios, explicar los refranes, comparar épocas de acuerdo con los elementos escenográficos que aparezcan en los capítulos leídos; escribir juicios apreciativos sobre lo leído, etc. Jorge Luis Borges, en su poema España (1964), expone una bella tesis pedagógica, metodológica y poética: “Más allá de los símbolos,/ más allá de la pompa y la ceniza de los aniversarios,/ más allá de la aberración del gramático/ que ve en la historia del hidalgo/ que soñaba ser Don Quijote y al fin lo fue,/ no una amistad y una alegría/ sino un herbario de arcaísmos y un refranero,/ estás, España, silenciosa, en nosotros”. Si el alumno se interesa en el tema, y cuál más humano y positivo que la amistad, sin sentir la pesada obligación y el fantasma de unas

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notas, avanzará más de lo que le exigiere el profesor con la lectura sin resuello o con el resumen de pacotilla. Hay tantas formas de leer cuantas personas decidan emprender el peregrinaje de la lectura. Siendo estrictos, no existen relecturas de un libro. Cada vez que una persona vuelve a una obra para leerla, las circunstancias son distintas, los móviles no son los mismos, los estados de conciencia y las razones del corazón han cambiado. En una lectura nos llamaron la atención unos pasajes, unos diálogos, por ejemplo; en otra lectura leemos fragmentos que pasaron desapercibidos la vez anterior. Se trata de una nueva lectura. Ya hemos hablado de escoger capítulos independientes del Quijote, así como de la Biblia se pueden escoger libros saltones o capítulos sin que hacer esto perjudique la lectura. Siguiendo a Unamuno, el libro de El Ingenioso Hidalgo es la biblia del castellano y su protagonista es Nuestro Señor Don Quijote. Además dice Cervantes que, “por el hilo se sacará el ovillo” (IV). Hay quienes opinan que se deben leer los primeros capítulos hasta cuando Don Quijote se encuentra con los cabreros y pronuncia el discurso que empieza “Dichosa edad y siglos dichosos...”(XII). En el transcurrir de esos capítulos el autor ya ha delineado personajes, aventuras, estilo y tono de la obra. Es posible que una persona lea los doce primeros capítulos y se decida a continuar. Claro que, para otros, se debe leer capítulos de la segunda parte porque esta es más depurada y profunda que la primera. La escribió Cervantes con el orgullo herido por el tal Quijote de Alonso Fernández de Avellaneda que, con lenguaje rocambolesco, redactó, así, el primer párrafo de su impostura: “El sabio Alisolán, historiador no menos moderno que verdadero, dice que, siendo expelidos los moros agarenos de Aragón, de cuya nación él descendía, entre ciertos anales halló escrita en arábigo, la tercera salida que hizo del lugar de Argamesilla el invito hidalgo Don Quijote de la Mancha, para ir a unas justas que se hacían en la insigne ciudad de Zaragoza y dice desta manera: ...”. Cinco nombres propios de cosas distintas en cinco renglones sin contar con los otros quince renglones que corresponden también al primer párrafo. 49


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Fernández de Avellaneda carecía del genio del que han hecho gala todos los grandes que en mundo de las letras han sido y que les lleva a redactar el primer párrafo con una entonación tan apropiada que es como si el lector tuviese en sus manos una semilla que contiene en partículas microscópicas todo el árbol. El lector atrapa, de entrada, la entonación de la obra hasta el final. ***

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n la mañana de jueves santo de 1983, ocurrió el terremoto

que destruyó a Popayán y dejó más de mil muertos. Sentí lástima porque desde niño había aprendido a amar esa ciudad. Mi tío, de sobremesa, en el comedor de la casa, compartía reminiscencias de la época en que estudió en la capital del Cauca. Era bienvenido a la casa del Maestro Valencia. Por él me di cuenta de que, desde la Colonia española, existía la leyenda según la cual Don Quijote de La Mancha estaba enterrado en Popayán. Ha sido una ciudad siempre deslumbrante, venida a menos desde cuando, en 1905, Rafael Reyes volvió añicos el Estado Soberano del Cauca para crear varios departamentos menos peligrosos para la unidad nacional que el peligro que representaba Popayán como capital de un estado rico y gigantesco, desde el Amazonas hasta el Golfo del Darién, en el Atlántico. La adormilada dirigencia bogotana que hacía croché al sabor de un chocolate caliente no había pasado el susto de la separación de Panamá (1902) cuando empezaba a escuchar rumores sobre la separación del Cauca.

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Llegó la oportunidad de hacer el elogio de la ciudad amada. Ocurrió en 1987, cuando Popayán cumplía 450 años de fundación. La mayor extensión del Gran Caldas (fundado en 1905) había hecho parte del Estado Soberano del Cauca; esto es, el territorio que, a partir de 1966, correspondió al Departamento del Quindío y la totalidad del Departamento de Risaralda (1967). Los municipios de Marmato, Supía, Riosucio, Anserma, Risaralda, San José, Belalcázar, (Viterbo aún no se había fundado pero todo el Valle del Risaralda pertenecía al Cauca), Palestina, Chinchiná y Villamaría, en el Departamento de Caldas, también hicieron parte del Estado Soberano del Cauca. El Gobernador de Caldas, en 1987, me solicitó que pronunciara un discurso, en el ofrecimiento de un coctel, en la ciudad de Popayán, a sus autoridades y entidades representativas, a nombre de nuestro Departamento y por cuenta de la Licorera de Caldas. Yo empecé a redactarlo pero desde el primer párrafo salió Don Quijote a caminar por la planicie blanca de papel. A pesar del esfuerzo que hice por esconderlo seguía andando por las hojas como si se tratara de los campos de Castilla por donde transcurre la obra clásica. Después de que me resultara imposible desechar la compañía del hidalgo caballero, opté por quitarle al texto el tono de discurso y configurar el ensayocuento en el cual me entretuve explicando por qué Don Quijote se vino de España. Imagino que lo hizo en búsqueda de su sobrino Don Gonzalo Ximénez de Quesada (o Quijano o Quijote), el fundador de Santa Fe de Bogotá; supongo que, como Don Gonzalo ya se había retirado a morir en Mariquita, Don Quijote atravesó las tierras cálidas del Tolima en su búsqueda, hasta encontrarse enrolado entre los payaneses. No olvidemos que Don Quijote siempre está de paso, no demora en ninguna parte, parece gitano como todos con quienes se encuentra. Aprovecho la ocasión para reconstruir literariamente la ciudad clásica destruida por el terremoto. Rememoro los sitios privilegiados por donde pongo a transitar a Don Alonso Quijano. Vive en el claustro de Santo Domingo, actual Facultad de Derecho de la Universidad del Cauca, asiste a las ceremonias de la iglesia de San Francisco, visita al humanista, poeta, 52


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político y diplomático Don Guillermo Valencia, en su casona, en donde divisa a Dulcinea y muere en el claustro de Santo Domingo, un martes de carnaval, anterior al Miércoles de Ceniza; el velorio tiene lugar en el Paraninfo de la Universidad del Cauca, asisten estudiantes y Dulcinea entra de incógnito vestida de ñapanga a ofrecerle una ofrenda amorosa; el entierro tiene lugar en la estratégica Ermita de Belén. Me detengo en los que lo acompañan, la discusión en el Parque Caldas sobre el lugar en donde debe quedar sepultado, si bajo uno de los árboles o bajo la Torre del Reloj para concluir que “Indiscutiblemente, la tumba de Don Quijote está ubicada en los cimientos de la Torre del Reloj, al lado de la tarde, en Popayán Colombia”. Al final, después de cavilar, coloqué como nombre al texto, Funerales de Don Quijote, editado en la Imprenta Departamental de Caldas, en 1987, por iniciativa del Doctor Augusto León Restrepo, Contralor del Departamento de Caldas y hombre de letras. Fue distribuido en Popayán, al finalizar, no ya un coctel, sino un sobrio acto académico. La lectura del ensayocuento tuvo lugar en el Paraninfo, en Popayán, el 23 de abril de 1987. Al concluir el acto subieron al escenario unas bellas muchachas quienes me contaron que eran estudiantes de la Universidad del Cauca. Una de ellas se sinceró cuando dijo: “Le cuento que soy de Popayán y estudio Literatura en la Universidad del Cauca pero no sabía que Don Quijote estuviera enterrado en esta ciudad”. Según la teoría literaria, una de las condiciones de la narrativa es que sea verosímil o creíble. Aunque lo que se cuente no haya ocurrido en la realidad, se insiste en que la carga de verosimilitud o propiedad en lo narrado sea tal que el lector piense que lo leído sucedió o, de acuerdo a los trucos utilizados, pudo haber acaecido. Me sentí satisfecho. De ahí salimos para la casona de la histórica Hacienda Calibío, a festejar la ocasión, con representantes del Gobierno y la cultura en el Cauca. Hubo móviles inconscientes que me fueron disponiendo para escribir sobre los funerales de Don Quijote. La Muerte se hace 53


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confidente de la persona que no la pierde de vista, que busca interpretarla, que se acerca serena e ineluctablemente a ella, como se describe en el último capítulo de la obra de Cervantes. La vida no es más que un aprendizaje apacible del buen morir. Pero, más que eso, para mí no existe un capítulo más profundo, entre los 52 de la primera parte y los 74 de la segunda, que el correspondiente a la preparación y muerte de Don Quijote. Si no hay tiempo de releer los 126 capítulos conviene volver, en forma más asidua, a la muerte de Don Alonso Quijano el Bueno. Murió don Alonso, no Don Quijote. Hay que volver sobre la sencillez, dignidad, veracidad, evolución y melancolía que inunda ese capítulo. Cervantes no le devolvió la razón a su personaje antes de matarlo, como piensan muchos. Con serenidad imperturbable le arrebató la locura: “- Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda prisa... Vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui Don Quijote de la Mancha y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno...; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió” (LXXIV-2°). Sobre la postrera lucidez de Don Quijote dice Borges: “Cualquier otro autor hubiera cedido a la tentación de que Don Quijote muriera en su ley, combatiendo con gigantes o paladines alucinatorios, reales para él. (Pero), la forma de la novela exige que Don Quijote vuelva a la cordura, y también que este regreso a la cordura es más patético que el morir loco. Es triste que Alonso Quijano vea, en la hora de su muerte, que su vida entera ha sido un error y un disparate. El sueño de Alonso Quijano cesa con la cordura y también el sueño general del libro del que pronto despertaremos”. La cátedra magistral dictada por Jorge Luis Borges, sobre el último capítulo de la obra, concluye con esta afirmación: “El libro entero ha sido escrito para esta escena, para la muerte de Don Quijote. Los autores suelen cuidar el lecho de muerte de sus héroes, pero Cervantes que, según sus propias declaraciones, 54


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no era padre sino padrastro de don Quijote, deja que este se vaya de la vida de una manera lateral y casual. Cervantes nos da con indiferencia la tremenda noticia. Es la última crueldad de las muchas que ha cometido con su héroe; acaso esta crueldad es un pudor y Cervantes y Don Quijote se entienden bien y se perdonan”. Para críticos ortodoxos, el último capítulo del Quijote es modelo de sublimidad y para otros, sin que se contradiga con lo anterior, ejemplo inigualable de literatura realista o del más genuino periodismo. Fue publicado en 1615, un año antes de la muerte de Cervantes, y se puede sospechar que era el pálpito de su propia agonía. Era tiempo de que, por lo mucho vivido y padecido, el escritor otea la propia muerte. Cervantes había nacido en Alcalá de Henares, en 1547. Murió en 1616. En 1617 se publica Persiles y Segismunda, en cuyo Prólogo se despide el autor, por anticipado, con la misma emoción contenida e igual entonación del capítulo final del Quijote: “Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo y deseando veros prestos y contentos en la otra vida”. Eso de “regocijados amigos” recuerda a Sancho, el ama y la sobrina felices por la herencia y eso de “me voy muriendo”, a la conocida cita de don Quijote cuando dijo que “en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño”. Los dos, Cervantes y don Quijote, murieron más saciados de realidad que de fantasía. La misma relación que emparenta a Cervantes, en su muerte, con la estampa que traza previamente el autor sobre la muerte de Don Quijote, se puede establecer, retomando el tema al principio de este ensayo, entre la muerte de Don Quijote con la muerte de Antonio Nariño, héroe máximo de nuestra Independencia. Del Precursor quedaron, para la posteridad, sus últimas palabras, pronunciadas, luego de haber padecido, trasegado, retornado a casa, resarcido en su honor con la Presidencia y alejado de las intrigas cuando, como nos repetiría León Felipe, se trasladó a Villa de Leiva buscando “sepultura a su amoroso batallar”. 55


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Dejó escrito Nariño, en su testamento: “Amé a mi patria, cuánto fue ese amor lo dirá algún día la historia. No tengo que dejar a mis hijos si no mi recuerdo y a mi patria le dejo mis cenizas”. La historia ha hablado, no lo suficiente, sobre el amor de Nariño a la patria. Sobre las cenizas que legaría a Colombia no las dejó en sentido figurado sino primario pues ya dijimos que sus huesos fueron rescatados de un incendio en Panamá y, sobre bienes materiales, eso que dice “no tengo que dejar a mis hijos si no mi recuerdo”, tristemente hay que decirlo, en la hora llegada, estaba más rico Don Quijote que nuestro Precursor. Después de haber hecho testamento, cuenta Cervantes, “Andaba la casa alborotada; pero, con todo, comía la sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza: que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto”. Por todo lo anterior, también debo confesarlo, la emoción contendida, dentro de mi alma, por toda la vida, rompió fuente y brotó Funerales de Don Quijote. Esta aventura de mi vida demuestra, una vez más, que al Destino lo reinventa cada uno a diario. Cuando una persona se guía por la estrella de plata que ha logrado fijar entre ceja y ceja, consigue lo que se propone. En Viaje del Parnaso, Cervantes escribió al respecto: “El bien que está adquirido, conservadlo/ con maña, diligencia y con cordura./ Tú mismo te has forjado tu ventura,/ y yo te he visto alguna vez con ella;/ pero, en el imprudente, poco dura”. Vuelvo con constancia a la obra de Jorge Luis Borges porque nos identificamos en el amor que tanto él como maestro y yo como discípulo, albergamos por Don Quijote, algo que parece extraño en un autor del siglo XX que, en varias ocasiones, no se mostró muy a gusto por tener como lengua materna, la lengua cervantina. Llegó a decir, en “Otro Poema de los Dones”: “Gracias quiero dar al divino/ laberinto de los efectos y de las causas/ ... por Séneca y Lucano, de Córdoba,/ que antes del español escribieron/ toda la literatura española”. O sea que lo 56


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mejor del español se escribió en el siglo I d.C. siendo que nuestro idioma, de acuerdo con las Glosas de San Millán de la Cogolla, se configuró como idioma, a partir del siglo X d.C. Una bella ironía sobre la forma como nos expresamos. Con proyección se puede afirmar que el español es el latín que hablamos en el siglo XXI. Sin embargo, Borges dijo que si el primer escritor de nuestro idioma no fuera Cervantes sería Quevedo. Reconoce de entrada a Cervantes. Fuera del precioso ensayo citado sobre el último capítulo del Quijote escribió “Pierre Menard, autor del Quijote” (1944). Menard es un autor de 1934, apócrifo, como lo hace Cervantes con Cide Hamete Benengeli. “No quería componer otro Quijote, lo cual es fácil, sino el Quijote. No encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran, palabra por palabra y línea por línea, con las de Miguel de Cervantes”. Y, según Borges, lo logró. Para obtener el resultado que buscaba tuvo que hacer como Cervantes cuando se desdobla como don Quijote: Borges se desdobla como Pierre Menard y, sin abandonar por nada su infinito sarcasmo, agrega: “El método (para que un autor francés lograse escribir el Quijote) era sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre 1602 y 1918; ser Miguel de Cervantes”. Como sintetiza este cuento Carlos Fuentes, al recibir el doctorado honoris causa de la Universidad de Castilla-La Mancha, “al cabo, el autor del Quijote eres tú, hipócrita lector, mi semejante y mi hermano. Somos nosotros los que, al leerla, le damos su actualidad a la novela de la incertidumbre”. Jorge Luis Borges es uno de los mejores poetas del idioma español. En su soneto Sueña, Alonso Quijano insiste en la tesis

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del sueño, ya planteada, Valderrama y otros:

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en

prosa,

por

Kafka,

Gómez

“El hidalgo fue un sueño de Cervantes/ y don Quijote un sueño del hidalgo./ El doble sueño los confunde y algo/ está pasando que pasó mucho antes./ Quijano duerme y sueña. Una batalla:/ los mares de Lepanto y la metralla”. Para concluir este condumio de versos, Jorge Luis Borges, en 1985, se preguntaba: “¿Qué soñará el indescifrable futuro? Soñará que Alonso Quijano puede ser don Quijote sin dejar su aldea y sus libros. Soñará que el olvido y la memoria pueden ser actos voluntarios, no agresiones o dádivas del azar. Soñará un mundo sin la máquina y sin esa doliente máquina, el cuerpo”. Un poema apocalíptico en cuanto que parte del ser humano en la tierra y lo coloca en el momento agónico de soportar su cuerpo cansado, “esa doliente máquina”. Don Quijote es una lámpara, en el XVII, en el XX, en el XXI y en todos los siglos que, como hilera de cirios apagados y encendidos (Cavafis), se pierden en las tinieblas del pasado y en las auroras que están por venir. La historia de los Funerales de Don Quijote no ha concluido. Un día, por la carrera 23 de Manizales, me detuve en una venta de libros de segunda que gustaba visitar porque, de cuando en vez, se encontraban joyas literarias que, de otra manera, era imposible conseguir. Divisé, en el tendido, un ejemplar de los Funerales. Lo hojee y, para mi sorpresa vi que una persona que habría cursado, si mucho, los dos o tres primeros años de la escuela primaria, había leído el texto y, con lápiz, iba anotando al margen, como glosas, las impresiones que le producía determinado párrafo. Al final de un párrafo que se refería a Dulcinea y terminaba así: “el caballero la adoptó como señora de sus pensamientos, no tanto por ser labradora sino moza de muy buen parecer”, el lector semianalfabeta escribió con lápiz: “Era una cuca de mujer”. Por esto, se me hizo 58


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imposible no adquirir un texto propio glosado por un Sancho Panza criollo; un rústico paisano que abandonó, por un rato, su trabajo material para seguir señalando, lápiz en mano, como si fuera una lanza, sus aportes en cuanto a comprensión, imaginación y formas lexicales, un tanto vulgares, pero de plena vigencia. ***

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ntre 1988 y 1990, el periódico La Patria, de Manizales,

publicó la revista dominical Graphia Plena, de la que, el cuerpo de redacción estaba integrado por Octavio Arbeláez Tobón, Octavio Escobar Giraldo y Octavio Hernández Jiménez, con la coordinación editorial de Gloria Luz Ángel. (Debido a la 60


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participación de los tres octavios se hizo común que la llamaran Octo-graphía). Se trataba de una separata literaria que alcanzó cierto renombre más allá de la comarca y que las directivas del periódico, en 1990, sustituyeron por una revista de temas varios. Para festejar el Día del Idioma, el domingo 22 de abril de 1990, publicamos el número 24 de la revista cuya preparación, a los del cuerpo de redacción resultó apasionante. Estos fueron los textos escogidos: Cadena de Oración, por Flóbert Zapata, Cervantes confronta al hombre tipográfico en la figura de Don Quijote, por Marshall McLuhan, Cervantes en la Música, por Alberto Londoño Álvarez, Cervantes: Representar, por Michel Foucault, Vencidos, por León Felipe, Cervantes ante la Muerte, por Jorge Luis Borges, Cervantes, por Azorín, Discurso de Aceptación del Premio Cervantes (fragmento), por Alejo Carpentier, El Moderno editor juzga a los clásicos, por Umberto Eco, Grandeza y Servicio de la literatura (fragmento), por Hernando Téllez. Luego de lecturas de grupo, discusiones y balanceos en el arrume de documentos que nos inundaba y que cada uno proponía mostrar en la revista dominical, pero que era imposible hacerlo por física falta de espacio, quedaron por fuera, entre muchas otras cosas buenas para la conmemoración de los 385 años del Ingenioso Hidalgo, alusiones proquijotescas como las de Stendhal, Thomas Mann, Mark Twain, Gustave Flaubert para quien Madame Bovary, fuera de ser el propio autor (“Madamme Bovary soy Yo”), también es un “Quijote femenino” aunque sin una persona amiga en quien confiar como Sancho; por fuera quedaron, además, textos tan interesantes como algunas Meditaciones del Quijote por José Ortega y Gasset y la verdad sobre Sancho Panza, por Franz Kafka, pequeña obra maestra. Esto sin contar con los textos de la literatura colombiana sobre Don Quijote que requieren otro ensayo. El texto de Funerales de Don Quijote lo reeditó el Fondo Mixto de Cultura de Caldas, en 2002, en un mismo volumen, con mi otro ensayo “El Español en la alborada del siglo XXI” que versa sobre 61


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la situación de nuestra lengua al clarear el nuevo siglo. Personalmente entregué dos ejemplares, en la Biblioteca del Centro Cervantino que funciona en la Universidad de Alcalá de Henares, patria chica de Don Miguel de Cervantes, ubicada en las cercanías de Madrid, y, sin que estuviera en mis planes, fui seleccionado para redactar el capítulo sobre “Don Quijote en Colombia” que fue publicado, en 2006, en la Gran Enciclopedia Cervantina, dirigida por Carlos Alvar, del Centro de Estudios Cervantinos, volumen III, Madrid. He seguido enriqueciendo ese texto porque Colombia ha sido patria fértil para el idioma y para Don Quijote y, en distintos recorridos, aparecen, como albricias, nuevas sorpresas. Después de entrar en confianza con el Caballero de la Triste Figura llegamos a considerarlo como abuelo o tío especial de esos que causan no solo alegrías y satisfacciones sino muchos dolores de cabeza por su modo imprevisible de ser a lo que le ayuda su fiel escudero. No sabe uno si está loco o cuerdo; ni quien es el cuerdo ni quien el loco; a veces, como cuando nombran gobernador a Sancho de la Ínsula Barataria, el loco es Sancho y el cuerdo Don Quijote. Son dos seres que se complementan como deberíamos ser cada uno nosotros: mitad cordura o pies en la tierra y mitad idealismo o mirada en el cielo. Esta autoconfesión o diálogo con los escuchas y posibles lectores busca inculcar en forma insistente que cada uno tiene su propia lectura de una obra, si esa lectura es voluntaria, íntima, deleitable y parsimoniosa. Mi lectura, desde la adolescencia, fue clandestina y toda lectura, desde la opinión del Rector de mi Colegio, sobre los tipos peligrosos, ha sido un acto de rebeldía. Espero que, en ustedes, después de leer capítulos independientes nazca la afición por leer la obra completa y de allí a no poder volver a separarse de esa obra no hay mucho trecho. De esta obra se podría decir lo mismo que dice el cura, sobre otro libro de caballería, en el escrutinio de la biblioteca de Don Quijote: “un tesoro de contento y una mina de pasatiempos” (VI).

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Antes de despedirnos, quiero participar de una situación que se presentó en Bogotá. El 19 de abril de 2005, con motivo de la celebración del IV Centenario de la primera edición del Quijote, la emisora LAUD de la Universidad Distrital organizó la lectura de la obra, a cargo de alumnos voluntarios de todas las carreras que se inscribieran en la emisora para leer, únicamente, una página por persona. Necesitarían 1.200 alumnos y la lectura duraría desde el jueves 21 hasta el sábado 23, día del Idioma. La más grande satisfacción llegó cuando, en esa mañana gris, una hilera interminable de estudiantes soportaba la llovizna a espera de inscribirse como lectores del Quijote. En la hilera había más gente de la que necesitaban. Ni porque estuvieran dando trabajo o fueran a comprar boletas para un partido del equipo favorito de fútbol. Estos son los milagros de la literatura y de la lectura de una obra que se pensaba que había pasado de moda. Pudo suceder esto porque, para muchos jóvenes, la lectura del Quijote ha dejado de ser una carga fastidiosa y se ha convertido en una intriga. En una aventura fascinante en compañía del mayor aventurero de nuestras mejores letras. Pero, además de constituirse en fuente de “un placer inagotable” o de un autoconocimiento para el lector activo, Don Quijote podría ser proclamado como el santo patrono imaginario de los intelectuales, especie en vía crítica de extinción. Un intelectual piensa, elabora su formato de cultura o sociedad y sale a luchar por él, con su pluma aguda como si se tratara de una lanza. El intelectual, como Don Quijote, enfrenta un viejo modo de pensamiento a un nuevo orden de vida. Se desespera en la soledad de su estudio, en la inutilidad de sus “competencias con el cura del lugar que era hombre docto” (I) por lo que, sin más alternativas, decide que es “necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama”(I). 63


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En este sentido, el Quijote vuelve a ser actual. En vez de “la beatitud pasiva” de la mayoría de los hombres de letras, a comienzos del siglo 21, se requiere un hombre que descuelgue las armas de sus bisabuelos “olvidadas en un rincón”, que en el caso del intelectual serían las palabras, las limpie y las aderece; que sea precavido como Don Quijote cuando ensayó la celada que había hecho previendo una cuchillada; que viendo a su rocín le parezca que ni “el Bucéfalo de Alejandro ni el Babieca del Cid se le igualaban” y que, definidos los fines por lo que va a luchar, busque su dama de quien enamorarse, sea la Libertad, la Justicia, la Honra o el Amor. Cada intelectual llegará a ser, en su tiempo y en su medio, un quijote, con un cuestionamiento, una intuición, una lógica, una duda, una intensidad, una ilusión y una desilusión, sin antecedentes. Un intelectual completo, como Don Quijote, es teoría y acción para soñar, fundar, perseguir, perseverar y defender la imagen de su mundo pero cuando los llamados intelectuales guardan silencio sobre la cultura, la sociedad o el manejo político, cunde la desesperanza y la preocupación. Si, al final de este torrente desbocado de vivencias propias, como a mi tío o al crítico español Martín de Riquer, alguien comentara que no ha leído el Quijote, le respondería: - Lo felicito. ¡Le queda aún, en la vida, el placer infinito de leer el Quijote!

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Catalogación en la fuente, Biblioteca Universidad de Caldas 460 H557

Hernández Jiménez, Octavio El Español en la Alborada en el Siglo XXI; encuadernado con su Funerales de Don Quijote – Octavio Hernández Jiménez Manizales: Manigraf, 2002 152p: il. ISBN 958-8199-03-4 1. Español. 2. Sociolingüística. 3. Ensayos Caldenses.

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