LOS IBEROS EN ANDALUCÍA L.A LÓPEZ PALOMO

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Los Iberos en AndalucĂ­a


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No existe mĂĄs Historia que la Historia de la humanidad, de la que todos somos hijos mestizos, aunque para poder explicarla y comprenderla son necesarios relatos parciales, territoriales o temporales. El pasado de AndalucĂ­a estĂĄ lleno de ĂŠpocas y momentos de indudable interĂŠs; en definitiva, de acontecimientos cuyas consecuencias han marcado el paso de la Historia. TambiĂŠn de personajes que han destacado a lo largo de los siglos. Los Cuadernos del Museo son una colecciĂłn de monografĂ­as que pretenden acercar de forma atractiva, amena y rigurosa, a quienes estĂĄn interesados en nuestro pasado, algunos de esos acontecimientos y sus protagonistas.

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Los Iberos en Andalucía

Historiadores y geógrafos del mundo antiguo como Plinio, Estrabón o Herodoto, se refirieron en múltiples ocasiones a los habitantes de la antigua Iberia. Su cultura tuvo una especial relevancia en el territorio andaluz quedando muestras de su arte, religiosidad y urbanismo que así lo confirman.



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lar de Iberia. Y en la base de esa multiplicidad estuvo la existencia de un fondo multirracial y la presencia de unas influencias distintas que operaron sobre la poblaciĂłn preexistente.

A lo largo del primer milenio anterior a la Era Cristiana se fue configurando en territorio peninsular una estructura demogråfica en la que quizås el rasgo mås sobresaliente fue la heterogeneidad. Un mosaico de pueblos diverso entre sí, en la lengua, en las artes, en las costumbres, en la religión‌ en definitiva, en toda aquello que define a una cultura, ocuparon el viejo so-

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Esta heterogeneidad peninsular ha sido una constante a lo largo de la historia y se ha alterado tan sĂłlo con la superaciĂłn de los lĂ­mites regionales que supuso la uniformizaciĂłn romana, el llamado “epigonismo visigodoâ€?, la territorialidad del Califato de CĂłrdoba que no llegĂł a abarcar toda la PenĂ­nsula o la unificaciĂłn hispĂĄnica de los Reyes CatĂłlicos.

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y la huella de una ausencia de cohesiĂłn polĂ­tica peninsular que sĂłlo se consolidĂł tras la creaciĂłn del estado moderno. La PenĂ­nsula IbĂŠrica asistiĂł a algunos procesos de inmigraciĂłn a partir de inicios del I milenio a.C., de origen centroeuropeo y estirpe celta, que se asentaron bĂĄsicamente en el Valle del Ebro, la Meseta y

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Pero Roma subdividiĂł a Hispania en provincias que se acercaban bastante a los lĂ­mites de los territorios prerromanos y la desmembraciĂłn del Califato trajo consigo la apariciĂłn de unos reinos que en lĂ­neas generales volvĂ­an a reproducir el puzle prerromano. Es ĂŠsta una vieja concepciĂłn de la historia que intenta ver en los taifas medievales el retorno a la divisiĂłn prerromana

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el Noroeste y que circunstancialmente penetraron en tierras de la Alta AndalucĂ­a y el Valle del Guadalquivir donde los procesos poblacionales, tambiĂŠn ofrecen diferencias entre sĂ­, dentro del tronco comĂşn de los pueblos ibĂŠricos. Pero la base ĂŠtnica fue heredera directa de la poblaciĂłn autĂłctona desde la Prehistoria.

tribal y que se repartieron la actual AndalucĂ­a entre tĂşrdulos, turdetanos, bastetanos, oretanos, mastienos y deitanos. El tĂŠrmino Iberia es de raĂ­z griega porque fueron los historiadores griegos los que designan esta entidad que tuvo mĂĄs connotaciones

Desechadas las viejas teorĂ­as que entendĂ­an a los iberos como consecuencia de fenĂłmenos migratorios africanos, europeos o caucĂĄsicos, actualmente se entiende, tanto el pueblo como la cultura que genera, como el eslabĂłn de una cadena que durante la Edad del Hierro describe uno de sus capĂ­tulos estelares y que al final del proceso entra en contacto con las grandes superestructuras polĂ­ticas y militares del MediterrĂĄneo, Cartago primero y Roma despuĂŠs, que hacen partĂ­cipes de sus conflictos a la poblaciĂłn peninsular a partir de la Segunda Guerra PĂşnica. Y fue la historiografĂ­a grecolatina la que dio nombre al pueblo y al paĂ­s. Escritores como HerĂłdoto, EstrabĂłn, Apiano, Avieno y otros son los que ponen nombre a Iberia y escriben sobre los iberos como una amalgama de pueblos diferentes que apenas rebasaban el marco

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ĂŠtnicas que geogrĂĄficas, aunque en la antigĂźedad prelatina sirviera para definir a toda la PenĂ­nsula. La irrupciĂłn de lo ibĂŠrico en el ĂĄmbito tanto de la investigaciĂłn como del conocimiento general tiene poco mĂĄs de un siglo y se generĂł a partir de hallazgos como la Dama de Elche, las esculturas del Cerro de los Santos, Los relieves de Osuna, los santuarios de Sierra Morena con su ingente cantidad de exvotos o las excavaciones de Tugia o TĂştugi en la Alta AndalucĂ­a o de Osuna en el Valle del Gua

dalquivir, por citar algunos ejemplos que fueron y siguen siendo referentes esenciales de lo que a partir de entonces se dio en llamar Cultura IbĂŠrica. Hallazgos de esa naturaleza estuvieron en el origen de una investigaciĂłn, que ha avanzado mucho en los Ăşltimos aĂąos pero que aĂşn no ha escrito sus Ăşltimos capĂ­tulos, y generaron una polĂŠmica que dista mucho de estar resuelta. Semejantes hallazgos, en cuyo momento de apariciĂłn estuvieron presentes hispanistas como A. Engels o P. Paris crearon un gran entusiasmo, popular y cientĂ­fico


porque empezaba a tomar cuerpo una cultura cuya existencia sólo se intuía por los textos grecolatinos pero que hasta entonces no había dado apenas apoyos materiales o no habían sido valorados como tal, como por ejemplo las necrópolis de Almedinilla cuyos descubridores las habían considerado romanas. Tampoco había servido como elemento de conformación de conocimiento la curiosidad de algunos eruditos renacentistas por los epígrafes ibÊricos conocidos en su Êpoca porque ni entonces ni ahora han podido ser traducidos. El conjunto de obras ibÊricas que Pièrre Paris adquirió por encargo del gobierno francÊs contó como pieza seùera con la Dama de Elche, pero tambiÊn fueron en el mismo lote otros muchos objetos de escultura y ceråmica, algunos de ellos de Andalucía: relieves de Osuna, piezas de Almedinilla, etc. que no fueron devueltos en su totalidad cuando la gestión realizada por el marquÊs de Lozoya con el gobierno de Vichí y permanecen en el MusÊe des AntiquitÊs Nationales de Saint-German en Laye, próximo a París. La investigación francesa considera en cierto modo lo ibÊrico como algo propio puesto que tambiÊn zonas como el Rosellón y el Languedoc fueron

tierras ibĂŠricas y con este trĂĄfico se iniciĂł una cierta internacionalizaciĂłn del conocimiento.

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Pocos capĂ­tulos de la historia peninsular han sido tan traĂ­dos y llevados como los iberos a pesar de que la bibliografĂ­a monogrĂĄfica sobre el tema no ha sido ni muy extensa, aunque es ingente el nĂşmero de estudios sobre aspectos parciales, ni mucho menos unĂĄnime. Y pocos capĂ­tulos de la cultura y


de la pura esencia de la raza han sido tan manipulados y tan politizados como los iberos a los que en algĂşn momento se les negĂł el pan y la sal, viĂŠndoseles como representantes de una estructura social primitiva y semisalvaje o se les ha considerado, como en el caso actual, como “PrĂ­ncipes de Occidenteâ€? y representantes de una de las civilizaciones mĂĄs importantes del MediterrĂĄneo en la AntigĂźedad. La atracciĂłn que han ejercido los iberos sobre la comunidad cientĂ­fica ha sido enorme por lo que serĂ­a intermina

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ble la lista de investigadores, pasados y, afortunadamente, presentes. Y no siempre la investigaciĂłn ha sido del todo objetiva. AdvirtiĂŠndose un cambio de tendencia antes y despuĂŠs de la Guerra Civil, tras de la cual algunos de los mĂĄs prestigiosos arqueĂłlogos de la ĂŠpoca quisieron ver en el pueblo ibero la representaciĂłn de las mĂĄs puras esencias nacionales y entroncarlo con la raza aria. Fue la teorĂ­a pangermĂĄnica que abogaba por un origen europeo desde la Prehistoria, que se contraponĂ­a a la tesis afri-


Entre las grandes controversias sobre los iberos una de las que han centrado el debate ha estado representada por algo tan bĂĄsico como es la propia geografĂ­a del pueblo. Desde una postura que podemos llamar “tradicionalâ€? que vinculaba lo ibĂŠrico en exclusiva al Levante y las ĂĄreas inmediatas de la Meseta oriental y todo lo mĂĄs la alta AndalucĂ­a hasta el momento presente en que el territorio de los iberos nadie duda que abarcaba desde el sureste de Francia hasta el extremo occidental de AndalucĂ­a, cubriendo toda la franja

canista puesta de moda antes por Schulten y otros. Se llegĂł a rebajar la cronologĂ­a de la plĂĄstica ibĂŠrica hasta ĂŠpoca romana para hacerla directamente heredera del mundo clĂĄsico. Tesis defendida por GarcĂ­a y Bellido que fue aceptada por algunos, mĂĄs que nada por el principio de autoridad de quien la sustentaba. La polĂŠmica no fue inocente como tampoco lo son en la actualidad algunas de las posturas antitĂŠticas con las anteriores. La actividad congresual de los Ăşltimos aĂąos sobre el mundo ibĂŠrico, las tesis doctorales al respecto, la magna exposiciĂłn en Barcelona, ParĂ­s y Bonn, la labor de la Universidad de JaĂŠn y la creaciĂłn del Centro de Estudios IbĂŠricos, la revista monogrĂĄfica de la Universidad AutĂłnoma de Madrid o la ingente labor de ahora y siempre de las universidades levantinas, por sĂłlo citar algunos puntos clave que se podrĂ­an multiplicar mucho mĂĄs, han creado un clima en que se puede decir que lo ibĂŠrico estĂĄ de moda, pese a que en el caso de AndalucĂ­a aĂşn son muy escasos los yacimientos excavados con mĂŠtodo riguroso aunque desgraciadamente sĂ­ son muchos los masacrados por una actividad clandestina e irrefrenable.

mediterrĂĄnea y el Valle del Ebro. Territorio extenso, repartido entre pueblos diversos entre los que algunos advierten sĂ­ntomas de la existencia de fronteras polĂ­ticas y/ o raciales, llegĂĄndose en alguna ocasiĂłn al establecimiento de un “estado ibĂŠricoâ€?. En tan extenso territorio la Cultura IbĂŠrica presenta algunos rasgos comunes y elementos diferenciales que permiten hablar de pueblos ibĂŠricos, mĂĄs que de un fenĂłmeno homogĂŠneo. Pero pese a esa multiplicidad de mati


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ces se puede hablar en sentido estricto de una civilizaciĂłn ibĂŠrica. Lo que entendemos como ibĂŠrico tiene un perĂ­odo de gestaciĂłn durante el siglo VI a. C. e inicios del V, que viene en considerarse como

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el “ibĂŠrico antiguoâ€?, un desarrollo durante los siglos V y IV, que es el “ibĂŠrico plenoâ€? y un tramo final de los siglos III y II a.C. que es la baja ĂŠpoca de la Cultura IbĂŠrica que alcanza hasta ĂŠpoca romana y va


siendo permeabilizada por la cultura latina y perdiendo poco a poco su identidad aunque perviven algunos rasgos indĂ­genas en pleno proceso de la romanizaciĂłn, no siendo infrecuente encontrar aĂşn en contextos romanos de fines de la RepĂşblica o principios del Imperio testimonios de una sensibilidad ibĂŠrica que sigue resistiĂŠndose a desaparecer. Esta periodizaciĂłn es rigurosamente sincrĂłnica con el desarrollo de las grandes culturas del MediterrĂĄneo oriental, sobre todo la griega. Los iberos en su ĂŠpoca de mĂĄximo apogeo son coetĂĄneos de los grandes artistas que hicieron los monumentos de la AcrĂłpolis de Atenas, que esculpieron las obras cumbres del arte universal durante el Siglo de Pericles y que llenaron de pensamiento y de cultura islas y continente desde el sur de Italia hasta la penĂ­nsula de Anatolia. Se comprenderĂĄ que este tremendo foco de civilizaciĂłn, que ademĂĄs fue expansivo, tuvo que impactar sobre otras culturas menos desarrolladas del ĂĄmbito circunme-

diterrĂĄneo, entre ellas la ibĂŠrica en cuya gĂŠnesis interviene, en unas ĂĄreas peninsulares mĂĄs que en otras. Pero el contraste entre las creaciones griegas y las ibĂŠricas es tan fuerte, pese a algunos casos de mayor asimilaciĂłn de los cĂĄnones clĂĄsicos, que ha sido la causa de que haya salido mal parada en la comparaciĂłn y haya sido objeto de un cierto menosprecio por parte de la erudiciĂłn, sobre todo de aquella mĂĄs polarizada hacia los temas del mundo clĂĄsico. Sin embargo, por encima de comparaciones con otras culturas, actualmente se tiende a considerar la ibĂŠrica como una de las grandes manifestaciones que articulan el tramo final de la Protohistoria del mundo mediterrĂĄneo. Y no es menor el contraste entre la Cultura IbĂŠrica, considerada en su conjunto desde Levante al ĂĄmbito occidental de AndalucĂ­a, y las otras culturas peninsulares celtizadas y menos penetradas por contactos con el extremo del mar en que en aquel momento se estaban sentando las bases de la cultura occidental.


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tando el Guadalquivir, llega a la Alta AndalucĂ­a, por el Norte alcanza parte de Extremadura y el Valle del Tajo y por el Sur se desarrolla sin soluciĂłn de continuidad por toda la costa. Se puede decir que AndalucĂ­a fue mĂĄs tartĂŠsica cuando mĂĄs al Oeste, pero hasta en el extremo mĂĄs oriental se dejĂł sentir la influencia de esa cultura. Esta entidad abarcĂł un marco cronolĂłgico desde el siglo IX a.C., en su perĂ­odo de gestaciĂłn, hasta su decadencia en el siglo VI a.C., coincidiendo con el nacimiento de la Cultura IbĂŠrica, siendo una y otra los dos grandes jalones que ocupan la Protohistoria de AndalucĂ­a. Se puede decir pues que la crisis de Tartesos fue la responsable de la apariciĂłn de lo ibĂŠrico, al menos en AndalucĂ­a, siendo el elemento humano el mismo en uno y otro caso.

Partiendo, como queda dicho, de que el pueblo ibero no aparece en la PenĂ­nsula que lleva su nombre como consecuencia de una inmigraciĂłn, ni de Ă frica ni de ninguna otra parte, actualmente se valora el sustrato indĂ­gena por encima de cualquier otra consideraciĂłn. A finales de la Prehistoria el panorama peninsular tambiĂŠn era diverso. En AndalucĂ­a existiĂł el gran foco del Sureste, los Millares primero y el Argar despuĂŠs, que funcionan con pautas de comportamiento diferentes a la Edad del Bronce en el Valle del Guadalquivir medio y bajo, donde el capĂ­tulo siguiente es Tartesos, por mĂĄs que raramente se encuentre la conexiĂłn entre una fase y otra.

La desapariciĂłn de Tartesos como entidad polĂ­tica unificada trajo como consecuencia la polarizaciĂłn de la sociedad y su organizaciĂłn en unidades territoriales menores, fuertemente jerarquizadas, de carĂĄcter monĂĄrquico en el oeste de

Tartesos tuvo unas ĂĄreas nucleares, centradas en la Baja AndalucĂ­a, y un hinterland que, remon

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AndalucĂ­a y con un fuerte contenido aristocrĂĄtico y oligĂĄrquico en el Alto Guadalquivir.

rios o mineros al servicio de las oligarquĂ­as tartĂŠsicas, primero, e ibĂŠricas, despuĂŠs.

AsĂ­ pues, la civilizaciĂłn ibĂŠrica tiene un marcado componente vernĂĄculo y un arraigo de siglos que constituye el sustrato, ĂŠtnico y cultural, sobre el que actuarĂĄ una influencia, tambiĂŠn secular, bĂĄsicamente de origen mediterrĂĄneo con alguna aportaciĂłn venida de la Meseta. Pero mientras el primero llegĂł a impulsos de intereses mercantiles y del intercambio con los indĂ­genas y aportĂł un universo de ideas y de estĂŠtica, el influjo del Norte, de raigambre celta o celtizada, llega al Sur como contingentes mercena-

Desde que hace un siglo se comenzĂł a estudiar la civilizaciĂłn ibĂŠrica se pretendiĂł buscarle una conexiĂłn con la cultura griega. La iconografĂ­a de la Dama de Elche dio argumentos para ello. Pero si esa influencia griega es evidente en el ĂĄrea levantina donde existieron enclaves y ciudades de fundaciĂłn griega, en el mundo ibĂŠrico andaluz el funcionamiento fue distinto y la presencia griega no se tradujo en la fundaciĂłn de ciudades desde ĂŠpoca tartĂŠsica sino mĂĄs bien en un aporte cultural manifiesto en la cerĂĄmica, como el re-


lativamente reciente descubrimiento en Huelva o las penetraciones de influjos artĂ­sticos en la Alta AndalucĂ­a, de los que es paradigma el espectacular conjunto escultĂłrico de Cerrillo Blanco en Porcuna al que necesariamente habrĂĄ que hacer referencia mĂĄs adelante.

(Algarrobo y VĂŠlez) o a travĂŠs de los caminos naturales desde la costa a la Alta AndalucĂ­a penetrĂł una influencia fenicia que va a ser a fin de cuentas la responsable de la apariciĂłn de la Cultura IbĂŠrica,

Con excepciĂłn de la ciudad de Mainake, que citan las fuentes y no ha conseguido localizar la arqueologĂ­a, las colonias fundadas en las costas andaluzas son invariablemente fenicias. Desde la primera fundaciĂłn de Gadir y el resto de las factorĂ­as de nombre conocido, Malaka, Sexi y Abdera, y la infinidad de asentamientos, cuyo nombre histĂłrico no ha trascendiĂł, que jalonan el litoral andaluz y justifican la impresiĂłn de “muchedumbre feniciaâ€? de que hablan las fuentes, en lo que recientemente se ha dado en llamar la “orilla de Tartessosâ€?.

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Los cambios en la lĂ­nea de costa sobre todo en la Fachada Ă tlĂĄntica por la acumulaciĂłn de aluviones han dejado en el interior tierras que hace poco mĂĄs de dos mil aĂąos estaban a la orilla del Sinus Tartesiorum o Lago Ligustino. Remontando el Guadalquivir o los valles de otros rĂ­os como el Guadalhorce, el Guadalteba, los rĂ­os de la Costa del Sol oriental


existiĂł un barrio fenicio en el Castillo de DoĂąa Blanca en el Puerto de Santa MarĂ­a y que en general las fundaciones de la costa no sĂłlo fueron colonias de explotaciĂłn sino “coloniasâ€? de gentes venidas del MediterrĂĄneo oriental. La propia Mainake serĂ­a no una factorĂ­a fundada por griegos focenses sino una “coloniaâ€? de personas enclavada en la fenicia Malaka.

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Las importaciones orientales de marfil, cerĂĄmica fenicia, vidrio, coroplastia, orfebrerĂ­a, etc. servirĂ­an para satisfacer no tanto el afĂĄn innovatorio de las oligarquĂ­as indĂ­genas a finales de la Edad del Bronce sino las demandas de la propia poblaciĂłn fenicia afincada en tierras andaluzas, acostumbrada a unos objetos comunes en sus paĂ­ses de origen.

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al menos en su versiĂłn andaluza. Incluso los rasgos helĂŠnicos que se advierten en algunas creaciones andaluzas seguramente fueron traĂ­dos por artistas de la HĂŠlade dentro de la misma corriente fenicia. Esta influencia de raĂ­z semita, sobre la que se ha dicho hasta la exhaustividad que actuĂł como fermento cultural, aportĂł un contingente humano reducido. Desde el punto de vista demogrĂĄfico, su presencia en AndalucĂ­a fue mĂĄs bien testimonial, aunque hoy se tiende a considerar que existirĂ­an comunidades fenicias estables de carĂĄcter agrĂ­cola en el Valle del Guadalquivir, que

De manera que los matices culturales entre las ĂĄreas ibĂŠricas de la Alta y la Baja AndalucĂ­a vienen definidos por el sustrato ĂŠtnico en cada caso y por las influencias diferentes que se operaron sobre ĂŠl, mĂĄs penetradas por lo griego en el Este y mĂĄs por lo fenicio en el Oes-


te y el Sur. Pero la sensibilidad general es de matriz oriental, que comienza en el período tartésico u “orientalizante” (siglos VII-VI a. C.) y culmina en la Cultura Ibérica. Las diferencias que se están poniendo recientemente de manifiesto entre una organización monárquica en el Oeste y aristocrática al Este serían la consecuencia de influencias distintas y de la presencia de una entidad territorial previa más cohesionada en la Andalucía occidental, que no fue otra cosa que el reino de Tartesos. La escritura de los iberos ha sido un elemento de pesquisa para determinar la existencia de idiomas distintos en una y otra mitad de Andalucía, lo que no deja de ser curioso que incluso en la actualidad se mantengan matices lingüísticos entre ambas zonas. Los turdetanos del Valle medio y bajo del Guadalquivir escribían de derecha a izquierda y los oretanos de la Alta Andalucía lo hacían de izquierda a derecha, por influencia griega. Con los elementos de la cultura material vino también un mun-

do de ideas, más difícil de valorar, que van a dejarse sentir posteriormente en la organización social de los iberos. Por otra parte, las influencias externas de origen colonial que operaron sobre la población peninsular no hubieran dado el resultado de la formación de una cultura sin la aportación de una personalidad específica previa, fraguada a lo largo de siglos. Y aunque la civilización ibérica no fue autóctona ni en sus bases ideológicas ni estéticas, la interconexión de lo indígena con lo exótico dio como resultado una de las culturas de las que actualmente nadie duda fue de las de mayor personalidad en el Mediterráneo antiguo. En el último tramo de la iberización, la asimilación de modelos helenísticos traídos a través de los contactos con Cartago y Roma va a favorecer la permeabilidad de lo ibérico hacia la última influencia que supuso la romanización. De tal modo que las influencias no fueron ni únicas ni unilineales a lo largo de los siglos.


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se ha dicho hasta la exhaustividad que se organizĂł en una sociedad jerarquizada, con clara divisiĂłn en clases, con fuerte sentido del caudillismo etc. Y estos datos, que han sido interpretados a travĂŠs del registro arqueolĂłgico y con alguna aportaciĂłn de los textos histĂłricos, ya de ĂŠpoca tardĂ­a, no dejan de ser una extrapolaciĂłn de lo que ha sido un fenĂłmeno general en todas las culturas primitivas. ÂżQuĂŠ sociedad del viejo mundo o de la AmĂŠrica prehispĂĄnica no ha sido jerĂĄrquica y clasista?.

La morfologĂ­a corporal de la poblaciĂłn ibĂŠrica debiĂł pertenecer al tipo comĂşn mediterrĂĄneo, de talla media y crĂĄneo mesocĂŠfalo. Aunque actualmente la antropologĂ­a nos brinda posibilidades de determinaciones anatĂłmicas a partir de material Ăłseo muy reducido, la prĂĄctica ibĂŠrica de cremaciĂłn de los cadĂĄveres ha privado tradicionalmente de mucha informaciĂłn sobre los tipos humanos de los iberos que se pueden deducir a partir del extenso repertorio de representaciones en escultura. Los grandes conjuntos escultĂłricos, tanto en la fase antigua (podemos tomar como paradigma los relieves y esculturas exentas de Porcuna) como los la fase reciente (relieves de Osuna) presentan tipos medios.

Los textos grecolatinos nos dan algunos datos de la sociedad indĂ­gena que conocieron mĂĄs o menos directamente escritores como Plinio o EstrabĂłn, pero ellos tuvieron noticias de Iberia cuando ĂŠsta ya estaba diluida en la superestructura romana. De manera que sus informaciones vienen referidas a lo que se habrĂ­a perpetuado como una tradiciĂłn en el seno de una sociedad periclitada mĂĄs que a una noticia reciente. Por eso es la arqueologĂ­a la que ha tenido que reconstruir punto por punto el pasado ibĂŠrico.

Sobre esta poblaciĂłn, con independencia de los matices regionales,

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Pero es preciso advertir que el registro arqueolĂłgico por muy bien interpretado que sea presenta luces y sombras que en algunos casos son difĂ­cil de aclarar a no ser que se haga con una fuerte dosis de especulaciĂłn, a veces no exenta de subjetivismo. ÂżCĂłmo puede conocerse el pensamiento y el sentimiento de una sociedad a travĂŠs tan sĂłlo de objetos tangibles sin recurrir a una interpretaciĂłn a veces subordinada a nuestros propios apriorismos y a nuestras propias emociones?. A nuestro propio cĂłdigo de valores. De ahĂ­ que no siempre exista acuerdo entre los investigadores y que se haya crea-

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do un cuerpo de doctrina que por repetido se convierte en inamovible y en algunos casos adaptando a la sociedad ibĂŠrica estereotipos mejor conocidos en culturas mĂĄs desarrolladas como la griega. Con esta metodologĂ­a de investigaciĂłn se ha llegado al convencimiento de una sociedad ibĂŠrica formada por grupos tribales que se cohesionaban por la conciencia de un antepasado comĂşn, que configuraron las genealogĂ­as dominantes, con una fuerte divisiĂłn en clases fuertemente estratificadas entre las que los grupos bĂĄsicos eran los hombres libres y los esclavos.


La clase dominante basĂł su poder en la riqueza y en la nobleza de sangre, lo cual tampoco es una originalidad de la sociedad ibĂŠrica. En el caso de la Alta AndalucĂ­a la riqueza, basada en los recursos mineros en torno a la zona de CĂĄstulo, y en el resto del Valle del Guadalquivir las clases dominantes basarĂ­an su poder en la posesiĂłn de la tierra, en la agricultura y la ganaderĂ­a y tambiĂŠn en las minas de la Baja AndalucĂ­a, como perduraciĂłn de la estructura tartĂŠsica.

Parece evidente que la estructura social ibĂŠrica no describe un proceso lineal a lo largo de todas las etapas en que se subdivide el perĂ­odo y que las clases que ostentan

alguna representaciĂłn en el cuerpo social no sĂłlo fueron los nobles sino tambiĂŠn el conjunto de libres que se dedicaban a la agricultura, la ganaderĂ­a, la artesanĂ­a o el comercio y que a travĂŠs de su actividad consiguieron un cierto estatus social. La arqueologĂ­a de la muerte ha dado suficientes datos para distinguir esa desigualdad. La correlaciĂłn entre la poblaciĂłn que se

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En la cumbre de la pirĂĄmide social estuvo el rey en la zona mĂĄs occidental de la Turdetania, heredera de tartesos, y el noble en la Oretania, como representaciĂłn de esa sociedad aristocrĂĄtica que se organiza a partir del siglo VI a. C. en el “marco de desigualdades socialesâ€? que se advierte en los estudios de la Universidad de JaĂŠn.

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puede cuantificar en una determinada urbe y el nĂşmero de individuos enterrados en las necrĂłpolis asociadas es siempre muy desproporcionado, por lo que podemos deducir que sĂłlo se enterraron los hombres y mujeres libres. La desigualdad en la vida y en la muerte es una constante. Y eso en las zonas donde se han hallado cementerios ibĂŠricos, que se reducen prĂĄcticamente a la AndalucĂ­a ore-

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tana y bastetana, mientras en la Turdetania, la casi ausencia de enterramientos ibĂŠricos de plena ĂŠpoca ha hecho pensar a Escacena en que los turdetanos tiraban su difuntos a los rĂ­os en un ritual similar al que actualmente se hace en la zona del Indo. E incluso entre los personajes enterrados se advierten sepelios muy diferentes, no sĂłlo en la liturgia


sino en el rango. La desigualdad entre la sepultura en que se encontrĂł la Dama de Baza, el monumento de Pozo Moro en Albacete o los tĂşmulos de Tugia y TĂştugi en JaĂŠn y una simple fosa en el suelo es abismal, incluso comparĂĄndola con alguna de las tumbas mĂĄs ricas de necrĂłpolis como las de Castellones de Ceal o de los Torviscales en Fuente TĂłjar. La imagen del caballero, casi siempre en actitud heroizada que nos proporciona la escultura, es un trasunto equiparable a los ĂŠquites en el mundo clĂĄsico. La iconografĂ­a con indumentaria militar, la abundancia de armas en las necrĂłpolis y la existencia de murallas en las ciudades ha creado una imagen militarista de la sociedad ibĂŠrica que actualmente es puesta en duda, al menos con carĂĄcter general. SegĂşn F. Quesada no se puede suscribir la idea de la existencia de un estamento militar independiente de las actividades de producciĂłn. Aunque no excluye que existieran pequeĂąos cuerpos de ejĂŠrcitos profesionales unidos a un jefe y cohesionados por vĂ­nculos de fidelidad hasta la muerte (la llamada devotio ibĂŠrica que tanto se aludĂ­a en la bibliografĂ­a antigua), parece ser que era la propia sociedad libre en su

conjunto, los hombres cuyo estatus social les permitĂ­a mantener armas, quienes acudĂ­an a la guerra. El armamento, sin duda, fue un signo de prestigio y, aunque es mucho mĂĄs abundante la panoplia en las tumbas ricas, no sĂłlo los nobles usaron armas. Con muy escasas excepciones, las tumbas ibĂŠricas que contienen armamento son tumbas de hombres, otra obviedad arqueolĂłgica. Y esa afirmaciĂłn incluso teniendo en cuenta la dificultad que supone el anĂĄlisis de los restos anatĂłmicos enterrados. Las excepciones serĂ­an la tumba de la Dama de Baza y algĂşn caso aislado de Castellones de Ceal, con sepulturas femeninas en cuyos ajuares aparece algĂşn tipo de arma. Pero aunque no fuera la ibĂŠrica una sociedad militarizada como se ha transmitido hasta el tĂłpico, como todas las sociedades antiguas la casta dirigente, los nobles, sĂ­ lo fue-

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ron y, como en todo el orbe antiguo los valores predominantes fueron la valentĂ­a, la fuerza, el arrojo y la destreza en el manejo de las armas. En la base de la conformaciĂłn de la aristocracia estĂĄ la posesiĂłn de tales atributos. Y es la panoplia uno de los referentes bĂĄsicos de la arqueologĂ­a ibĂŠrica. Y aunque la poblaciĂłn ibĂŠrica en su conjunto no fuera militar si lo fue una parte de ella, incluso en conflictos ajenos enrolĂĄndose como mercenarios en los ejĂŠrcitos de Cartago y Roma y dejando su testimonio en forma de cementerios con materiales ibĂŠricos en la propia Italia. El guerrero ibĂŠrico fue muy apreciado por los imperialismos antiguos por su valentĂ­a, como luchador cuerpo a cuerpo con pequeĂąos escudos redondos (caetra) y armas cortas como la falcata, que ha pasado a ser uno de los sĂ­mbolos de aquella sociedad. No usaron los iberos armas arrojadizas. Luchaban como los hoplitas griegos o integraban una caballerĂ­a de jinetes armados con lanzas y no se le puede negar a la sociedad ibĂŠrica una autĂŠntica vocaciĂłn guerrera.

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Pero el resto del cuerpo social nos lo presenta la iconografĂ­a como cazadores, personajes de circo (saltimbanquis como los de Osuna) figuras orantes, mĂşsicos, escenas de matrimonio e incluso alguna escena erĂłtica como la del Gran Masturbador de Obulco. Y sobre todo a partir de ĂŠpoca helenĂ­stica (finales del perĂ­odo ibĂŠrico) se fueron con

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figurando unas ĂŠlites no necesariamente militares a las que pertenecerĂ­an los dos personajes de Torreparedones, muchos de los de Osuna o el matrimonio sentado del cortijo de Tixe en Sevilla, entre otros. En ese cuerpo social, la mujer jugĂł un papel importante. En ningĂşn

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caso se advierten sĂ­ntomas de arrinconamiento de la poblaciĂłn femenina que, aunque apartada del ejĂŠrcito, aparece representada en un sinfĂ­n de esculturas. Tanto en la imagen en piedra como en los exvotos en bronce de DespeĂąaperros, la figura de la mujer es una constante. Y lo mismo en los exvotos en pie-


dra de Torreparedones en que encontramos figuras femeninas, tanto deificadas como en estado de gravidez (la embarazada de este santuario recuerda la Dea Tiria GrĂĄvida de CĂĄdiz aunque la justificaciĂłn de una y otra sea muy diferente).

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La iconografĂ­a ha dado abundantes testimonios de la utilizaciĂłn de objetos en la indumentaria personal que denotan sĂ­ntomas de prestigio. La orfebrerĂ­a, asociada como siempre a la casta dominante, nos presenta imĂĄgenes con gruesos collares y pendientes, como los que lleva la Dama de Baza, o que se materializan mĂĄs claramente aĂşn en tesoros como el de Mairena o el de la Puebla de los Infantes. Como sĂ­mbolos de prestigio Aranegui estĂĄ viendo algunos elementos clave como el pendiente en la oreja, que en el caso de AndalucĂ­a podemos identificar en la cabeza de Joven de Ăšbeda la Vieja o la tira cruzada bajo el cuello que lleva el guerrero del monumento del Pajarillo, en Huelma, los guerreros de uno de los relieves de Osuna y el exvoto de la Bobadilla en JaĂŠn. Rasgo acerca del que la autora piensa que pudo tratarse de un signo distintivo de algĂşn grupo social, asociado a una ideologĂ­a de origen oriental, como casi todo lo ibĂŠrico.


Otro de los sĂ­mbolos que esta autora identifica como distintivos de prestigio social es la figura de la auletris. La joven que toca la flauta en el conocido relieve de Osuna, que debiĂł tratarse de un miembro de la nobleza, ya en la baja ĂŠpoca de la iberizaciĂłn. El personaje, que viste tĂşnica y se toca de velo, no lleva joyas, lo que es entendido

como seĂąal de juventud, y forma parte de un cortejo que debiĂł ser de carĂĄcter religioso, aunque esta autora pone en duda la exagerada “lectura de las imĂĄgenes en clave religiosaâ€? que son mĂĄs bien “construcciones del imaginario social (que) plasman el orden simbĂłlico de lo que la sociedad considera emblemĂĄticoâ€?.



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que se encuentran un paisaje salpicado de ciudades amuralladas en altozanos. Circunstancia que, como ha sido puesto de manifiesto, fue la base de la rĂĄpida conquista por Roma porque, conquistando la ciudad, se conquista de paso el territorio que dicha ciudad controla.

Con algunas particularidades locales, en ĂŠpoca ibĂŠrica la forma generalizada de ocupaciĂłn del territorio fue la ciudad. La ibĂŠrica fue una sociedad de base urbana que se agrupĂł en nĂşcleos de poblaciĂłn de considerable extensiĂłn que en el caso andaluz suelen sobrepasar las 5 ha. y que se dotaron de lĂ­neas de fortificaciĂłn. La estructura urbana a lo largo de todo el perĂ­odo ibĂŠrico persiste a la llegada de los romanos

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La definiciĂłn de ciudad referida a las fases ibĂŠricas supone la adaptaciĂłn de criterios de la geografĂ­a urbana actual a los patrones de asentamiento que se dieron en la Protohistoria. Cuando hablamos de ciudad nos estamos refiriendo a un nĂşcleo de poblaciĂłn que cuenta con una extensiĂłn determinada y un nĂşmero mĂ­nimo de habitantes, que tiene

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Con crisis demogrĂĄficas interpuestas o con alguna desapariciĂłn, la dispersiĂłn urbana ibĂŠrica a la llegada de los romanos fue considerable. Roma no encuentra un paisaje yermo sino salpicado de ciudades que habĂ­an buscado sitios estratĂŠgicos, casi siempre prĂłximos a cursos fluviales y con una interrelaciĂłn visual, que no polĂ­tica. Fue la herencia de una tradiciĂłn, a veces milenaria o cuanto menos de siglos que Roma recoge y transmite en los textos escritos: Plinio, que

espacios no sĂłlo de hĂĄbitat sino de utilizaciĂłn pĂşblica, plazas, foros, templos, palacios, etc. y que controla un territorio circundante. Y bajo tales planteamientos, se puede hablar en sentido estricto de verdaderas ciudades en la geografĂ­a ibĂŠrica del actual territorio andaluz. CuestiĂłn muy distinta es que podamos identificar aquellas ciudades cuyo nombre histĂłrico nos ha llegado con los actuales yacimientos ibĂŠricos cuyas dimensiones permiten la identificaciĂłn con una urbe concreta. Hay que tener en cuenta que la ocupaciĂłn romana supuso la prolongaciĂłn en el espacio y en el tiempo de una dispersiĂłn urbana previamente establecida. Roma raramente realiza fundaciones ex novo, prefiriendo asentarse sobre los mismos espacios de las urbes ibĂŠricas (CĂĄstulo, Ategua, Carmo, Astigi, etc.) o en una zona inmediatamente cercana (Corduba, ItĂĄlica, Urso etc). Y esta tendencia romana de asentar las nuevas urbes sobre las ruinas de las indĂ­genas a las que acaba romanizando ha creado una red de ciudades superpuestas en las que las fases indĂ­genas permanecen agazapadas y casi siempre de difĂ­cil investigaciĂłn.

identifica la Hispania Uterior con la provincia Baetica y habla de 175 oppida, mientras EstrabĂłn contabiliza doscientas ciudades sĂłlo en la Turdetania, aunque incluye en ella a los bastetanos y a parte de los habitantes al sur del Guadiana. Con escasas excepciones, el urbanismo de las fases ibĂŠricas tampoco surge por generaciĂłn espontĂĄnea. Casi siempre bajo los niveles ibĂŠricos encontramos raĂ­ces del Bronce final, lo que nos indica que ha existido una secuencia de ocupaciĂłn en la misma vertical en la que lo


ibĂŠrico es un eslabĂłn mĂĄs. AsĂ­ se ha establecido a partir de la mayorĂ­a de las estratigrafĂ­as realizadas durante las Ăşltimas dĂŠcadas en territorio andaluz. Con lagunas interpuestas, correspondientes a la fase pretartĂŠsica, las secuencias arrancan en la Prehistoria reciente (el caso de Ategua) o en plena fase tartĂŠsica en la mayorĂ­a de los casos (Ilurco, Cerro de la Mora, Cerro Macareno, Alhonoz, etc.). De forma que la ciudad ibĂŠrica es el resultado de un proceso de siglos, bien consolidado en cuya base no estĂĄ sĂłlo el control de los medios de producciĂłn sino el control del territorio basado en la existencia de un poder polĂ­tico. De ahĂ­ la situaciĂłn estratĂŠgica de los asentamientos ibĂŠricos de base urbana.

Los estudios de la Universidad de JaĂŠn apuntan a que algunos de los nĂşcleos ibĂŠricos surgieron por un proceso de sinecismo que supuso la agrupaciĂłn de pequeĂąas aglomeraciones de cabaĂąas que no rebasarĂ­an la consideraciĂłn de aldeas para dar paso a partir del siglo VII a. C. a las entidades mayores que se citan en los textos latinos con el nombre de oppidum. Siendo el paradigma de este proceso el oppidum de Puente Tablas pero haciendo extensivo el fenĂłmeno a ĂĄmbitos muy alejados, desde la Baja AndalucĂ­a en Tejada la Vieja (Escacena, Huelva) al Guadalquivir central en el caso de Torreparedones (Castro del RĂ­oBaena, CĂłrdoba). Configurando lo que llaman el “modelo nuclearâ€?.


Dependiendo de la prospecciĂłn superficial realizada se puede aplicar un modelo u otro. Y asĂ­, en el entorno de Ategua, la dispersiĂłn de puntos con vestigios de la Protohistoria que hemos localizado en una prospecciĂłn intensiva nos permitirĂ­a aplicar el mismo esquema de Puente Tablas y de Torreparedones, lo que se justificarĂ­a ademĂĄs porque estamos hablando del mismo paisaje agrario y de una relaciĂłn visual entre ambos yacimientos. La cuestiĂłn a determinar es si de una simple prospecciĂłn superficial, por muy intensa que fuese (y la del entorno de Ategua lo fue), se puede deducir si unas cuantos fragmentos cerĂĄmicos y una ausencia absoluta de estructuras emergentes nos permiten considerar el lugar de apariciĂłn como un asentamiento aldeano. La aglomeraciĂłn de aldeas a partir del siglo VII a.C. para constituir los oppida que dos siglos mĂĄs tarde estĂĄn en plena iberizaciĂłn no excluye el que otros nĂşcleos tengan raĂ­ces mĂĄs antiguas. Parte de las poblaciones actuales del Valle del Guadalquivir, algunas de las que en ĂŠpoca romana pervivieron y perviven en la actualidad, tienen en el subsuelo un horizonte del CalcolĂ­tico que en algunos casos se ha detectado en las estratigra-

fĂ­as (Huerto Pimentel en Lebrija, Monturque, Cerro del Picadero en Écija, MarroquĂ­es Altos en JaĂŠn) y otras han dado testimonios circunstanciales (Castro del RĂ­o, Montilla, Santaella, etc). Y en medio se sitĂşan las fases ibĂŠricas. En otros casos el arranque de la ocupaciĂłn se sitĂşa en lo que se ha dado en considerar como “eclosiĂłn demogrĂĄficaâ€? del siglo VIII a C., reactivada por la presencia fenicia. La configuraciĂłn del oppidum ibĂŠrico no supuso necesariamente una ampliaciĂłn del espacio urbano intramuros. En las recientes excavaciones en Ategua hemos observado por el contrario que la fase tartĂŠsica fue mĂĄs expansiva que la ibĂŠrica que se encarama en las cotas superiores dejando un espacio vacĂ­o entre su muralla y la de ĂŠpoca orientalizante.

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Con estas alusiones estamos reiterando que la ciudad ibĂŠrica fue un recinto amurallado en un altozano, con un amplio dominio sobre el entorno. La mĂĄs intensamente investigada en los Ăşltimos aĂąos en su lĂ­nea de fortificaciĂłn ha sido Puente Tablas, cuya muralla se conocĂ­a de antemano pero que el programa de investigaciĂłn de la universidad de JaĂŠn a partir de la dĂŠcada de los ochenta del siglo pasado ha puesto de relieve de una manera espectacular. Se trata de una fortificaciĂłn que ha sido considerada como residencia de prĂ­ncipes iberos que arranca a mediados del

siglo VII a.C., que desarrolla un urbanismo con casas de 5 m. de anchura y 14 m. de fondo, con dos plantas en algunas de ellas y organizadas en forma de manzanas alineadas en calles. Es decir un urbanismo ortogonal, de herencia fenicia que se dota de un sistema defensivo que es lo mĂĄs espectacular del conjunto. La muralla de Puente Tablas ha sido excavada en un largo trecho y presenta una adaptaciĂłn a la topografĂ­a del terreno, sin cimientos y confiando su solidez a la gran anchura, formada por piedras unidas


en seco, y a las torres que a modo de contrafuertes la flanquean. Llega a alcanzar en algunos tramos alturas superiores a los 8 m. y estuvo revocada de un enlucido en blanco, actualmente casi desaparecido pero que nos permite imaginar en su ĂŠpoca esta fortificaciĂłn como una enorme mole que se desatacarĂ­a en la lĂ­nea del horizonte tanto por su altura y extensiĂłn como por el blanco del paramento externo que brillarĂ­a al sol en el paisaje de la campiĂąa jiennense. La fortaleza de Puente Tablas, como paradigma del urbanismo ibĂŠrico de la Oretania, presenta concomitancias formales con plazas fuertes del MediterrĂĄneo oriental, tiene indicios de haberse ejercido en ella prĂĄcticas de poliorcĂŠtica y es evidencia de una sociedad rodeada de vecinos hostiles, que tambiĂŠn se amurallaban, y no cohesionada mĂĄs allĂĄ de lo que, siguiendo modelos de la ĂŠpoca, podemos considerar como ciudadestado. Otros oppida de la misma zona, tambiĂŠn amurallados, como el de Obulco, Torres, Ibros o Giribaile e incluso Castulo, pese a

que la muralla de esta urbe es creaciĂłn romana, refuerzan la idea de una sociedad tribal cuyos lĂ­mites no iban mĂĄs allĂĄ del territorio controlado por cada una de las urbes que funcionaban como entidades polĂ­ticas independientes. En la zona de contacto entre la Oretania, Bastetania y Turdetania, el poblado del Cerro de la Cruz de Almedinilla, en la SubbĂŠtica cordobesa, prĂłximo a las provincias de JaĂŠn y Granada es el asentamiento urbano de la necrĂłpolis de Los

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Collados, donde empezĂł a generarse el conocimiento de la Cultura IbĂŠrica. Se trata de un asentamiento en ladera, de ĂŠpoca tardĂ­a y sin murallas, por lo que no le es aplicable en tĂŠrmino de oppidum. En la historiografĂ­a antigua se planteaba la prĂĄctica de la cuatrerĂ­a y el abigeato entre los iberos que, en caso de necesidad, recurrĂ­an al robo de ganado, de cosechas o de mujeres sobre las poblaciones vecinas. Carentes de un vĂ­nculo comĂşn, los Ăşnicos elementos de convergencia eran los santuarios, concebidos como centros de peregrinaciĂłn.

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A pesar de esta nuclearizaciĂłn urbana, parece que en algĂşn caso existieron vĂ­nculos de federaciĂłn de ciudades como la que ejerciĂł Culchas que es mencionado en las fuentes como tartesiorum dux y llegĂł a reunir bajo su control diecisĂŠis nĂşcleos de poblaciĂłn. Desde el Este al Oeste la geografĂ­a ibĂŠrica andaluza estĂĄ jalonada de otras plazas fuertes que siguen de cerca el modelo de Puente Tablas y cuyas dimensiones y estructuras de fortificaciĂłn debieron ser muy similares, siendo probablemente las mayores diferencias entre


perficie, cerrando un oppidum de menor extensiĂłn que el asentamiento tartĂŠsico. Corresponde a lo que el profesor Blanco llamĂł la “muralla interiorâ€? y su tipologĂ­a, a tenor de lo que se observa superficialmente debiĂł ser de los mismos caracteres de gruesos muros de piedra en seco que en el resto de los oppida ibĂŠricos y tuvo bastiones de gran altura como el que se conserva en el llamado “barranco del Buhoâ€?, tan sĂłlo cubierto por la maleza.

unas y otras imputables mĂĄs al grado de investigaciĂłn efectuado y a la aceptaciĂłn de esa investigaciĂłn por la comunidad cientĂ­fica que a diferencias reales. En el valle del Guadajoz, el ejemplo mĂĄs elocuente es el oppidum de Torreparedones o “cerro de las VĂ­rgenesâ€? en que un proyecto de investigaciĂłn reciente ha puesto de manifiesto una fortificaciĂłn del siglo VI a. C., de menor alzado que la de Puente Tablas y con refacciones de ĂŠpoca de la repĂşblica romana que afectan a las torres que flanquean la puerta. En el mismo ĂĄmbito geogrĂĄfico, Ategua donde hemos excavado una parte de la muralla orientalizante de fines del siglo VIIIcomienzos del VII a. C. mientras que la fortificaciĂłn ibĂŠrica sĂłlo se intuye a travĂŠs de vestigios de su-

Otras “plazas fuertesâ€? de ĂŠpoca ibĂŠrica de este espacio central de AndalucĂ­a se agazapan bajo pueblos actuales como Espejo (Antigua Ucubi) o Montemayor (la ibĂŠrica Ulia que llegĂł a acuĂąar moneda) pero los vestigios de la iberizaciĂłn estĂĄn completamente perdidos o sellados por los edificios actuales.


por su resistencia a la conquista romana durante la Segunda Guerra PĂşnica. Su ubicaciĂłn en un altozano supone una de las que presentan mĂĄs acentuados los rasgos de acrĂłpolis de toda la Turdetania. Estuvo emplazada en el llamado Cerro de San CristĂłbal y, aunque las excavaciones allĂ­ han dado un horizonte bĂĄsicamente tartĂŠsico, es evidente su iberizaciĂłn no sĂłlo en la urbe sino en todo su entorno, como refleja la escultura iberorromana a que aludimos mĂĄs adelante.

Hacia el Oeste, en pleno dominio de la Turdetania, excavamos el poblado de Alhonoz en la campiĂąa astigitana, en el Valle del Genil, y se documentĂł un urbanismo ibĂŠrico de casas de planta ortogonal con soportales, agrupadas en torno a una calle, ceĂąido tambiĂŠn por una lĂ­nea de fortificaciĂłn de no menos de cinco metros de anchura y de la misma tipologĂ­a que todo lo conocido en distintos ĂĄmbitos ibĂŠricos de AndalucĂ­a. La muralla no pudo ser fechada con exactitud pero sĂ­ el poblado al que rodea, construido en el siglo IV a.C. pero con toda la caracterĂ­stica secuencia tartĂŠsica desde el siglo IX a.C. bajo el plano de las casas ibĂŠricas. A escasos kilĂłmetros al Oeste, la ciudad de Astapa (la Ostipo romana y actual Estepa) es una urbe ibĂŠrica que aparece citada por Livio

AĂşn sin excavar pero con unas caracterĂ­sticas superficiales inconfundibles los yacimientos de Castellares en Puente Genil y Camorra de las Cabezuelas en Santaella, entre otros muchos, presentan una fisonomĂ­a de plaza fuerte, con lĂ­neas de murallas

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aĂşn por estudiar, en el flanco centro-oriental del territorio turdetano. Son urbes ignotas que corresponden, sin duda, a algunos de los oppida que sitĂşa Plinio en la provincia BĂŠtica. En todo caso, la investigaciĂłn sobre temas ibĂŠricos en la Turdetania ha sido menor que en la Alta An-

dalucĂ­a, sobre todo la provincia de JaĂŠn. Hace poco mĂĄs de dos dĂŠcadas la recogida de informaciĂłn efectuada por Escacena sobre yacimientos con estratigrafĂ­a comparada apenas iba mĂĄs allĂĄ de la media docena. Y la retracciĂłn de la investigaciĂłn de campo desde entonces ha hecho cambiar poco el panorama.



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arte ibĂŠrico es una de las consecuencias tangibles del proceso de colonizaciĂłn greco-fenicio de los siglos VIII al VI a. C. Pero hasta donde la investigaciĂłn ha llegado, la escultura ibĂŠrica de gran tamaĂąo carece de precedentes. Tartesos fue una cultura carente de estatuas y los grandes focos de cultura del MediterrĂĄneo, a excepciĂłn de Egipto, tampoco las tienen hasta mediados del siglo VII a.C. Y el efecto de la colonizaciĂłn griega sobre la poblaciĂłn ibĂŠrica fue procedente de los focenses occidentales y ha sido calificado por la profesora LeĂłn Alonso de “liviano y tangencialâ€?. Esta misma autora defiende una independencia a ultranza de los iberos a la hora de crear su arte. Los escultores iberos, aunque llegaron a conocer las realizaciones griegas, se limitan a plasmar algunos rasgos caracterĂ­sticos de finales de la ĂŠpoca arcaica y comienzos de la clĂĄsica. De ahĂ­ la impronta helenizante del primer arte ibĂŠrico aunque poseedor de personalidad propia que, como manifiesta la profesora LeĂłn, se genera en un ambiente cultural vernĂĄculo en que primarĂ­a lo “po-

En el fondo de toda la discusiĂłn que desde hace mĂĄs de un siglo ha presidido los estudios ibĂŠricos han sido las creaciones artĂ­sticas, y mĂĄs concretamente la escultura, la que ha centrado las argumentaciones. Ninguna otra manifestaciĂłn de la civilizaciĂłn ibĂŠrica ha tenido tanta capacidad de motivaciĂłn cientĂ­fica como las esculturas, su significado, sus fuentes de inspiraciĂłn y, sobre todo, su cronologĂ­a. Porque el arte y, en el caso ibĂŠrico, la escultura es expresiĂłn de la mentalidad de una sociedad a la que llegamos a conocer a travĂŠs de su plĂĄstica. Fueron las ĂŠlites ibĂŠricas las demandantes de arte y las que favorecieron la apariciĂłn de talleres locales en los que se fundieron tendencias artĂ­sticas de procedencias diversas, dentro de una sensibilidad y un simbolismo que eran conocidos desde fechas anteriores. El

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pular� y en el que prevalece un artesanado local aunque pudieron participar escultores griegos de segunda o tercera categoría.

Pero no todas las creaciones de la plĂĄstica ibĂŠrica se pueden considerar arte en sentido estricto. Entre las esculturas de Porcuna y los leones de la campiĂąa de CĂłrdoba hay un abismo estĂŠtico. Muchos de los creadores no rebasarĂ­an la condiciĂłn de artesanos y sus obras reflejan no tanto las necesidades de creaciĂłn de belleza como el sentido simbĂłlico y la plasmaciĂłn del mito que los demandantes requerĂ­an. Incluso dentro de la condiciĂłn de artesanado existieron escalas y no todos los toros o leones de las campiĂąas de CĂłrdoba y Sevilla tienen idĂŠntica calidad de ejecuciĂłn.

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En el perĂ­odo orientalizante andaluz existiĂł una estatuaria menor de la que nos ha llegado la Diosa de TĂştugi (Galera, Granada), la

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llamada AstartĂŠ del Carambolo, el sacerdote de CĂĄdiz, los marfiles de Carmona, las figurillas egiptizantes de la BahĂ­a de CĂĄdiz, los leones de los cubos del carro de la Joya en Huelva o la jarra de bronce de la misma procedencia y poco mĂĄs. Todas ellas en pequeĂąo tamaĂąo y centradas en el siglo VII a. C. Pero la gran escultura monumental en piedra es una creaciĂłn ex novo del mundo ibĂŠrico de la que el capĂ­tulo previo es el toro de Porcuna, de rasgos orientalizantes, fechado en el siglo VI a.C. y que nada tiene que ver con el gran conjunto de esculturas humanas y de animales de inspiraciĂłn focense (cĂłmo se ha interpretado) hallado despuĂŠs. Y la procedencia de esa pequeĂąa escultura estuvo en el cĂ­rculo fenicio.

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Pero si es cierto que en la Protohistoria de AndalucĂ­a la influencia fenicia


no ofrece dudas no lo es menos que los fenicios no fueron creadores de arte en sentido estricto. En Cartago y en las factorĂ­as con las que colonizaron el MediterrĂĄneo las creaciones en piedra fenicias, esculturas y estelas funerarias, reflejan un primitivismo que no resiste la comparaciĂłn con lo que se hacĂ­a en Grecia y en sus colonias. Fueron maestros en la orfebrerĂ­a, en el trabajo del marfil y en general en las artes decorativas recogiendo los estĂ­mulos artĂ­sticos de Egipto y otras culturas antiguas del PrĂłxi-

mo Oriente, pero sobre todo fueron un pueblo de comerciantes y en todo caso actuarĂ­an como intermediarios de los cĂ­rculos artĂ­sticos del MediterrĂĄneo oriental. Sin embargo, arqueĂłlogos de la talla de Almagro Gorbea insisten en la influencia fenicia para la conformaciĂłn de la escultura ibĂŠrica cuyos orĂ­genes se remontarĂ­a al siglo VI. Es la etapa orientalizante del arte ibĂŠrico, heredera directa de Tartessos, que reflejan los leones de Pozo Moro y todo el con


junto de esculturas zoomorfas de AndalucĂ­a centro-occidental en las que cualquier parecido con lo griego es inexistente. La irrupciĂłn de piezas singulares en piedra como la Dama de Elche, los grandes conjuntos como el del Cerro de los Santos y los relieves de Osuna, el importante lote de Cerrillo Blanco en Porcuna o los numerosos hallazgos dispersos de toros y leones han dado pie a un cĂşmulo de elucubraciones que en sĂ­ntesis se pueden resumir en un influjo de procedencia fenicia o en la inspiraciĂłn artĂ­stica de raigambre griega. En definitiva, el arte ibĂŠrico es un capĂ­tulo mĂĄs, salido del gran crisol de cultura que fue la antigĂźedad mediterrĂĄnea, en el que el rasgo mĂĄs comĂşn es un fuerte hibridismo. Se puede afirmar que casi todos los hallazgos del importante programa iconogrĂĄfico que los iberos desarrollaron en territorio andaluz nos han llegado por puro azar o por excavaciones de dudosa fiabilidad. La excepciĂłn la marca la Dama de Baza, aparecida en el transcurso de

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una excavaciĂłn metĂłdica y contextualizada con un ajuar cerĂĄmico y metĂĄlico que ha sido muy Ăştil para su dataciĂłn. En otros ĂĄmbitos ibĂŠricos, Levante y la provincia de Albacete, el panorama ha sido muy distinto y en las Ăşltimas dĂŠcadas se han exhumado conjuntos escultĂłricos de gran importancia en el transcurso de excavaciones de garantĂ­a. En AndalucĂ­a, ademĂĄs de la Dama de Baza, otra excepciĂłn serĂ­a el repertorio de exvotos en piedra del programa de investigaciĂłn en Torreparedones. Pero son


piezas de una enorme rusticidad del Ăşltimo tramo de la iberizaciĂłn, ya en ĂŠpoca romana. Con estas premisas, la estatuaria ibĂŠrica ha sido fechada y analizada aplicando criterios estilĂ­sticos, exclusivamente en funciĂłn de sus propios caracteres intrĂ­nsecos y recurriendo a paralelismos mĂĄs o menos evidentes con otras creaciones artĂ­sticas mediterrĂĄneas, fundamentalmente las griegas tanto de ĂŠpoca arcaica como de ĂŠpoca clĂĄsica, como no podĂ­a ser de otra manera. AnĂĄlisis estilĂ­sticos de los que se han pretendido extraer conclusiones en el campo de las fuentes de inspiraciĂłn y sobre todo en la cronologĂ­a, lo que no ha sido aceptado por todos.

estĂĄ aĂşn resuelta, la proliferaciĂłn de estudios monogrĂĄficos de las Ăşltimas dĂŠcadas ha devenido en el momento presente en algunas conclusiones mĂĄs asentadas sobre todo en lo referente a la cronologĂ­a. Han quedado muy atrĂĄs las viejas tesis que veĂ­an en la escultura ibĂŠrica influencias egĂ­pcias o mesopotĂĄmicas, el entronque directo con

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La apariciĂłn en los aĂąos setenta del pasado siglo del impresionante lote de Porcuna decantĂł las opiniones que mantenĂ­an la tesis de un origen griego para parte de la escultura ibĂŠrica y se ha aceptado de forma casi unĂĄnime la filiaciĂłn focense, con los matices que referimos mĂĄs adelante, que ya venĂ­a siendo sostenida por Blanco Freijeiro en relaciĂłn con la Dama de Elche entre otras. Aunque la discusiĂłn de la comunidad cientĂ­fica no


la escultura arcaica griega o la tesis de ruptura con todas las demĂĄs que defendiĂł GarcĂ­a Bellido al considerar el arte ibĂŠrico como un capĂ­tulo provincial hispanorromano en que la estĂŠtica escultĂłrica diferente de lo que se hacĂ­a en Roma era simplemente muestra de un primitivismo retardatario. Se plantea en cambio la influencia neohitita para los leones que flanquean el monumento torriforme de Pozo Moro en Albacete. El proceso que desarrolla la Cultura IbĂŠrica, y por ende su plĂĄsti-

ca, es complejo y prolongado en el tiempo. A lo largo de los casi quinientos aĂąos de duraciĂłn la escultura ibĂŠrica recorre un camino desde las raĂ­ces feniciopĂşnicas hasta su absorciĂłn dentro del ambiente general de la romanizaciĂłn. Lo que le dotarĂĄ de unos rasgos pluriformales consecuencia de la asimilaciĂłn de las tendencias del momento. En cada caso serĂĄn los patrones sociales los que se reflejen en la plĂĄstica. En definitiva, la escultura delata el carĂĄcter sincrĂŠtico de toda la Cultura IbĂŠrica.


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Se considera de forma casi unĂĄnime que toda la gran escultura ibĂŠrica en piedra estuvo al servicio de la arquitectura y mĂĄs concretamente de la arquitectura religiosa, casi siempre funeraria, con un sentido divino o casi divino, bien como escultura monumental en las necrĂłpolis o formando parte del exorno de algĂşn santuario en el que se heroizaba a algĂşn personaje desaparecido, elevĂĄndolo a la categorĂ­a de dios. Se dirĂ­a que los iberos “subieron a los altaresâ€? a sus personajes de mayor relieve. En este sentido, los ejemplos de Porcuna y el santuario de El Pajarillo en Huelma son paradigma en todo el territorio ibĂŠrico.

samente la que iniciĂł en AndalucĂ­a el conocimiento de los iberos del Sur. Fueron las excavaciones decimonĂłnicas en Almedinilla y Fuente TĂłjar las pioneras en el conocimiento del mundo ibĂŠrico y fue en la primera mitad del siglo XX cuando se llevaron a cabo descubrimientos importantes de la zona oretana en Castellones de Ceal y en Toya y por las mismas fechas se excavĂł la impresionante necrĂłpolis bastetana de TĂştugi (Galera,

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Y han sido las necrĂłpolis y los santuarios los que han permitido articular el mayor cuerpo de doctrina sobre la civilizaciĂłn ibĂŠrica. Y tambiĂŠn las principales vĂ­ctimas de las excavaciones clandestinas que han proliferado desde siempre y se ha acentuado en las Ăşltimas dĂŠcadas. La llamada por algunos “arqueologĂ­a de la muerteâ€? ha sido preci


Granada), tras un saqueo monumental por los buscadores de tesoros que expoliaron hasta la raĂ­z un nĂşmero ingente de tĂşmulos y dispersaron los ajuares entre los coleccionistas de la ĂŠpoca. Lo que los museos de Granada y ArqueolĂłgico Nacional alcanzaron a reunir tras la toma en consideraciĂłn por parte del Estado y las excavaciones de don Juan CabrĂŠ y don Federico de Motos es una mĂ­nima parte de lo que albergaba el enorme cementerio ibĂŠrico algunas de cuyas estructuras violadas han llegado mal que bien hasta hoy en que se tratan de poner en valor.

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Aunque fue la cremaciĂłn el ritual funerario generalizado entre los iberos, existieron diferencias en la tipologĂ­a de los enterramientos de unas ĂĄreas a otras e incluso dentro de la misma necrĂłpolis, y la de Galera fue paradigma de esta heterogeneidad, de lo que se deducen no sĂłlo diferencias sociales entre los ciudadanos que se podĂ­an costear un sepelio sino diversidad cultural entre una ĂĄreas ibĂŠricas y otras. En el caso de AndalucĂ­a y en el perĂ­odo correspondiente a plena ĂŠpoca ibĂŠrica (siglos V-IV a. C.) hasta dĂłnde se conoce, no existen


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necrópolis nada mås que en la mitad oriental, båsicamente las provincias de Granada y JaÊn y la zona de la SubbÊtica de Córdoba. Mås o menos hacia el este del eje marcado por el río Genil. En cambio a partir de los siglos III-II a. C. se han excavado necrópolis en plena campiùa de Écija y se intuye su presencia en la zona suroccidental de la de Córdoba. A falta de una investigación de campo mås intensa, se ha deducido la existencia de una necrópolis a travÊs del contexto ceråmico superficial o del hallazgo de algún resto de estatuaria zoomorfa.

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era de cerĂĄmica con decoraciĂłn pintada, lo que ha dado el repertorio mĂĄs amplio de la tipologĂ­a cerĂĄmica ibĂŠrica, pero que en algunos casos era una urna de piedra, tambiĂŠn decorada con los mismos temas y colores que las de cerĂĄmica. Este tipo de urna tiene sus mejores ejemplos en las necrĂłpolis granadinas, de ahĂ­ que se les suela llamar “cajas bastetanasâ€? pero con

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La imagen de una necrĂłpolis en pleno apogeo de la Cultura IbĂŠrica nos la tenemos que hacer de forma virtual o con el recurso de la imaginaciĂłn. Y en ella, la desigualdad social en la vida se traduce en una desigualdad en la muerte. La diferente tipologĂ­a de los enterramientos es prueba de ello. Tras la incineraciĂłn del difunto, los restos calcinados eran depositados en un receptĂĄculo, la urna cineraria, que en lo mĂĄs frecuente


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ligeras variaciones se distribuyen por el resto de AndalucĂ­a y se encuentran con frecuencia en las cremaciones de los cementerios romanos. Posteriormente la urna era enterrada en una fosa simple, reforzada con piedras planas en su perĂ­metro y acompaĂąada del ajuar funerario (objetos de cerĂĄmica, vidrio, armamento, etc), lo que constituĂ­a el tipo de enterramiento mĂĄs comĂşn, o se depositaba en una cĂĄmara funeraria hipogea de las caracterĂ­sticas de la de Toya (Peal de Becerro, JaĂŠn), dividida en varios

compartimentos y con nichos para la colocaciĂłn de las urnas, o de las desmanteladas en Galera, que posteriormente eran cubiertas con un amontonamiento de tierra formando un tĂşmulo. Es la arquitectura funeraria ibĂŠrica de la zona oretano-bastetana, hecha a base de sillares, con estructura adintelada, que ha dado los ejemplos mĂĄs elocuentes del grado de asimilaciĂłn que la Cultura IbĂŠrica alcanzĂł de cĂĄnones constructivos de otras zonas del MediterrĂĄneo y que se diferencia netamente de otras edificaciones en forma de torre, como el monumento de Pozo Moro en Albacete, diferencias que han sido entendidas como el reflejo de diferencias raciales o de distinto componente ideolĂłgico entre unas zonas ibĂŠrica y otras. El mayor nivel de prestigio alcanzado en lo que fueron las urnas cinerarias ibĂŠricas estĂĄ representado por la Dama de Baza que ademĂĄs es sin duda, junto con las piezas de Porcuna, el mĂĄximo exponente de la escultura monumental en piedra del AndalucĂ­a, en el centro neurĂĄlgico de la Bastetania. Esta figura de mujer, de tamaĂąo natural, entronizada, labrada en piedra recubierta de estuco y policromada, apareciĂł en 1971 el


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o a la realeza que fueron usadas como receptĂĄculo de las incineraciones del personaje. Las cenizas serĂ­an depositadas en unas oquedades que en el caso de Elche tiene en el dorso y en la de Baza bajo uno de los brazos del trono. Son pues urnas cinerarias llevadas al mĂĄximo nivel del prestigio en la muerte.

Al interĂŠs intrĂ­nseco de esta pieza se une la orientaciĂłn que supuso para la identificaciĂłn de la funcionalidad de la Dama de Elche, con la que fue relacionada nada mĂĄs aparecer, sobre la que no existĂ­a unanimidad en cuanto a su significado. En ambos casos se trata de estatuas de personajes femeninos pertenecientes a la nobleza

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transcurso de las excavaciones de Presedo en la necrĂłpolis de Baza. Depositada en el fondo de una cĂĄmara de un solo compartimento, aĂąade ademĂĄs un dato a la tipologĂ­a de enterramientos suntuarios ibĂŠricos.

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Pero son casos muy excepcionales en las concepciones escatolĂłgicas de los iberos, siendo mĂĄs frecuente el tipo de sepultura en simple fosa, rematada al exterior por un pilar-estela, segĂşn la definiciĂłn de Almagro Gorbea que ha aclarado definitivamente la funcionalidad del amplio repertorio de escultura zoomorfa en piedra perteneciente

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bre todo leones, toros y ciervos. TambiĂŠn se labraron lobos, osos, caballos, serpientes, grifos, sirenas, etc. Cada uno con su carga de mensaje simbĂłlico, reflejo de una mitologĂ­a que se asociaba a la muerte, a la fecundidad, etc. Penetrar en el simbolismo que esta escultura animalĂ­stica contenĂ­a es tarea ardua que ha sido abordada por Teresa Chapa en diferentes estudios monogrĂĄficos.

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a las fases antigua y plena del mundo ibĂŠrico levantino y andaluz. Los pilares-estela se han localizado en zonas levantinas pero su uso se extrapola al ĂĄmbito andaluz en que han aparecido tambiĂŠn esculturas interpretables como remate y seĂąalizaciĂłn de tumbas. Es la extensa gama de animales, reales o fantĂĄsticos que se asocian al mundo funerario de los iberos y que tienen en la campiĂąa de CĂłrdoba uno de los repertorios mĂĄs amplios, so

Se les considera una funciĂłn apotropaica, es decir, protectora de la tumba, principalmente a los leones. De ahĂ­ la expresiĂłn agresiva, con la boca abierta, la lengua saliente y los colmillos muy marcados. EstĂĄn elaborados en piedra local, lo que aĂąade un dato de indigenismo, con cortes planos, casi imprescindibles para dar forma, que a veces se ha interpretado como una “talla carpinterilâ€? de escultores acostumbrados al empleo de la madera y representan lo mĂĄs conspicuo de las adaptaciones locales de estilos orientalizantes. Considerados en su conjunto, los diferentes estilos y momentos de la escultura ibĂŠrica andaluza pueden adscribirse a una serie de talleres que LeĂłn Alonso sintetiza en tres grupos: Baena-Nueva Carteya, Porcuna y Osuna-Estepa.


El taller de Baena-Nueva Carteya simboliza por antonomasia el arte de influencia fenicio-pĂşnica en plena campiĂąa de CĂłrdoba. Esculpe fundamentalmente leones y toros y algĂşn cĂŠrvido y estuvo en uso durante los siglos V y IV a.C. AdemĂĄs de en esas poblaciones ha dado muestras en, Bujalance, La Victoria, Puente Genil, Santaella y La Rambla de donde procede la cabeza de un leĂłn con rasgos casi idĂŠnticos a los de Pozo Moro. La pieza de Santaella, conocida popularmente como “leona del cerro de la Mitraâ€?, presenta en la talla caracteres que la asimilan al ejemplar mĂĄs antiguo de Baena de la que se diferencia por el tamaĂąo y por su postura echada sobre los cuartos traseros. Esta “leonaâ€? santaellana representa la mĂĄxima penetraciĂłn occidental, en plena Turdetania, del taller y por ende de la escultura zoomorfa ibĂŠrica de la serie antigua. Posteriormente el taller se romaniza y presenta mĂĄs pujanza en este ĂĄmbito occidental como demuestran las esculturas iberorromanas de la Camorra de las Cabezuelas que, pese a

que hemos publicado en varias ocasiones, aĂşn no han encontrado suficiente eco entre la comunidad cientĂ­fica. De ese yacimiento encontramos altorrelieves y escultura exenta, leones y figura humana, que se enlazan con las representaciones de felinos de baja ĂŠpoca de Estepa, Lebrija, Utrera, Bornos, Espera, etc, en definitiva del Ăşltimo capitulo de la iberizaciĂłn, ya en ĂŠpoca romana y en el dominio geogrĂĄfico de la Turdetania.

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de una revuelta local contra el orden establecido, decapitados (sĂłlo se conserva una cabeza) y enterrados ritualmente en una zanja.

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El taller de Porcuna se genera a partir del pequeĂąo toro orientalizante, fechado en el siglo VI, lo que representa la obra mĂĄs antigua de la escultura ibĂŠrica, en plena gestaciĂłn. Pero se consagra como el culmen de la escultura ibĂŠrica andaluza con los 1500 fragmentos estatuarios recuperados en el Cerrillo Blanco. Elaborados en piedra local, como todo lo ibĂŠrico, en este caso el soporte material es la caliza de Santiago de Calatrava, fueron rotos intencionadamente como consecuencia

Desde su apariciĂłn, este conjunto ha creado un fuerte entusiasmo entre los especialistas que han encontrado rasgos focenses, o al menos jonios, en estas esculturas, justificando igualmente la adscripciĂłn al mismo cĂ­rculo la Dama de Elche y reviviendo una vieja teorĂ­a. Por su parte LeĂłn Alonso modera ese entusiasmo calificando el cuerpo de las esculturas como “amasijo carnoso recubierto de armas y adornosâ€?. No duda de la integraciĂłn de elementos griegos e indĂ­genas con un fuerte grado de libertad de interpretaciĂłn por parte de un buen artista local, de clara individualidad que buscarĂ­a su inspiraciĂłn en modelos suritĂĄlicos, lo que quedarĂ­a patente en la Ăşnica cabeza conservada. En cualquier caso, las esculturas de Porcuna suponen el mĂĄximo grado de perfecciĂłn alcanzado por el arte ibĂŠrico en AndalucĂ­a y su repertorio iconogrĂĄfico, muy extenso, contiene animales reales y fantĂĄsticos y una extensa gama de personajes acĂŠfalos entre los que sobresalen las escenas de lucha en que un ejĂŠrcito infringe una fuerte derrota a otro que aparece en actitudes agonĂ­sticas.


El taller de Osuna-Estepa es la Ăşltima clasificaciĂłn de la Dra. LeĂłn. Nadie duda que es una producciĂłn de baja ĂŠpoca, a partir del siglo III a. C. aunque otros arque-Ăłlogos la adelantan al IV. Corresponde a monumentos conmemorativos o funerarios que fueron desmontados cuando se construyĂł la muralla cesariana y se puede subdividir en dos grandes series: la primera, de los siglos III-II a. C. estĂĄ dentro de la tradiciĂłn indĂ­gena en relieve sobre sillares en los que se representan escenas de combate y desfiles procesionales entre los que destaca la famosa aluletris, la flautista. La segunda serie, de los siglos II-I o algo despuĂŠs, en plena romanizaciĂłn, se atenĂşa la tradiciĂłn y la figura adquiere mĂĄs movimiento, siendo el mejor ejemplo de ello el relieve del cĂłrnicen. El taller de Estepa tiene como mĂĄ-ximo exponente el relieve de Tajo Montero en el que dos legionarios del siglo I a.C. reproducen esquemas genuinamente romanos.

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de oferentes, del siglo II a. C., como la de Torreparedones o alguna representaciĂłn de matrimonios sedentes y de fecha muy tardĂ­a, como el grupo de la Torre de los Herberos.

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Los santuarios fueron centros de peregrinaciĂłn en los que convergĂ­an habitantes de poblaciones que eran independientes polĂ­ticamente pero coincidentes en una devociĂłn comĂşn. Los primeros santuarios ibĂŠricos conocidos lo fueron en Sierra Morena, concretamente los de Castellar de Santisteban y Collado de los Jardines en los que se recogiĂł una cantidad ingente de exvotos en bronce que representan la figura humana en las mĂĄs diversas actitudes, a pie o a caballo. De pequeĂąo tamaĂąo, estĂĄn fabricados a la cera perdida por lo que no hay dos iguales y suponen la Ăşnica clase de escultura ibĂŠrica en bronce. Aunque en menor cantidad es tambiĂŠn frecuente la apariciĂłn de exvotos de bronce en otros lugares, no tan fĂĄcilmente identifi-cables como santuarios.

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gunos ejemplos de damas veladas como la de Écija, Los Palacios y Puente Genil, de fase muy avanzada de la romanización, y escenas


En cambio se han localizados santuarios ibĂŠricos en AndalucĂ­a en los que los exvotos no son de bronce sino de piedra y en tamaĂąo algo mayor. Piezas con exvotos de relieves de caballos proceden de un probable santuario de Ilurco (Pinos Puente), la Mesa de Luque y algĂşn otro lugar y con una amplĂ­sima gama de representaciones humanas, los numerosos exvotos procedentes del santuario de Torreparedones que, aunque construido en el siglo IV a. C., se remodela completamente en el II y se perpetĂşa en su uso plena romanizaciĂłn, ĂŠpoca a la que pertenecen los exvotos. En Alhonoz se excavĂł un santuario con un repertorio impresionante de objetos oferentes de cerĂĄmica y una figurilla de bronce correspondiente a una diosa armada.


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cas en el Sur, aunque tambiĂŠn en AndalucĂ­a se conocieron las producciones de Grecia, sobre todo en la zona mĂĄs oriental (AlmerĂ­a), en la provincia de JaĂŠn y en la campiĂąa de CĂłrdoba (Baena). Pero serĂ­an importaciones que aunque de matriz griega llegarĂ­an dentro de la corriente comercial fenicia. Incluso parece que los griegos llegaron a fabricar un tipo de cerĂĄmica destinada a ser comercializada en Iberia.

La cerĂĄmica constituye con mucho el elemento mĂĄs frecuente de la cultura material de los iberos. Del extenso repertorio cerĂĄmico la mĂĄs llamativa es la que se conoce comĂşnmente como “cerĂĄmica ibĂŠrica pintadaâ€? que en el ĂĄmbito andaluz es heredera directa de la llamada cerĂĄmica orientalizante de los siglos VII y VI a. C. pero, en contraposiciĂłn con ĂŠsta, la ibĂŠrica andaluza carece de representaciones figuradas y su decoraciĂłn se reduce en exclusiva a temas geomĂŠtricos, lĂ­neas y bandas en diversas gamas del rojo y marrĂłn o negro, series de meandros verticales, cĂ­rculos, semicĂ­rculos o cuartos de cĂ­rculo concĂŠntricos, etc. En cambio la cerĂĄmica ibĂŠrica de las ĂĄreas levantinas suele estar decorada con abundante figurativismo. Y esto parece indudable que fue el resultado de las distintas corrientes que influyeron sobre la poblaciĂłn, griegas en Levante y fenicio-pĂşni

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tera pero tuvieron sus propios repertorios de formas, siendo una de las mĂĄs frecuentes la “urnaâ€?, en multitud de variantes, siempre de tendencia globular, mĂĄs o menos esfĂŠrica u ovoide. En Levante es muy comĂşn una forma cilĂ­ndrica, el kalathos o “sombrero de copaâ€? que, aunque tambiĂŠn aparece en las ĂĄreas andaluzas, es menos frecuente. El hecho de que este tipo de urnas fueran empleadas como receptĂĄculos de las incineraciones ha sido lo que ha motivado el calificativo y la causa de que los ejemplares mĂĄs completos aparezcan en las necrĂłpolis. La decoraciĂłn pintada se aplicaba directamente sobre la superficie arcillosa de la pieza sin ninguna preparaciĂłn previa, lo que supone una cierta regresiĂłn con respecto a la orientalizante. Una variedad de la pintada es la que estĂĄ casi completamente teĂąida de rojo, que fue sistematizada por Cuadrado en su cerĂĄmica ibĂŠrica de “bar

niz rojo� que es muy frecuente en Andalucía. El resto de la producción ceråmica, aunque menos llamativa, es tambiÊn muy abundante y comprende un repertorio tipológico extenso de ånforas y ceråmica de cocina. Una sociedad clasista como la ibÊrica tuvo que generar necesariamente un universo de creaciones

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suntuarias en las que la orfebrerĂ­a tendrĂ­a amplio desarrollo, mĂĄxime teniendo en cuenta que existĂ­a una tradiciĂłn que se remonta a fines de la Prehistoria y que en el perĂ­odo preibĂŠrico tuvo un gran despliegue. Los tesoros tartĂŠsicos superan en calidad a los ibĂŠricos. El exorno personal que vemos en las esculturas de miembros de la clase dominante, del que es referente llamativo la Dama de Baza, ofrece una extensa gama de joyas, gruesos pendientes, arracadas, torques, collares, brazaletes, anillos, etc. algunos de los cuales se han localizado en los diversos tesoros y tesorillos, fruto de ocultaciones por la inseguridad social durante la Segunda Guerra PĂşnica y las guerras sertorianas. Es decir, son escondrijos que se produjeron durante los siglos II-I a. C. La orfebrerĂ­a ibĂŠrica utilizĂł oro casi puro, tuvo una influencia muy tenue del mundo griego y llegĂł a dominar la tĂŠcnica del trenzado de hilos, la filigrana, el chapado con lĂĄmina de oro sobre un nĂşcleo de bronce y la soldadura. Se sabe de

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alhaja y amuleto porque junto a la pura materialidad del objeto, el orfebre trasmite el mensaje simbĂłlico que este animal ha tenido en todas las culturas mediterrĂĄneas. En una etapa tardĂ­a comienza a usarse la plata casi en exclusiva, sobre todo en la zona de CĂĄstulo, favorecida por la abundancia de ese metal. Encontramos ahora, junto a los objetos de adorno perso-

nal, un gran nĂşmero de vasos, cuencos, fĂ­bulas y denarios que son los que han dado la pista sobre la fecha de ocultamiento. Son los tesoros jienenses de Santiago de la Espada, MengĂ­bar, MogĂłn y Santisteban del Puerto y el de los Almadenes en Alcaracejos (CĂłrdoba), con fĂ­bulas con apliques de animales y denarios que apuntan a un escondrijo producido en la primera mitad del siglo I. a. C.


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