Toletis

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Toletis

doce cuentos para niños de 7 a 107 años

Rafa Ruiz Ilustraciones de Elena Hormiga

mad•libro


Toletis Colección Guisante azul © del texto: Rafa Ruiz, 2010 © de las ilustraciones: Elena Hormiga, 2014 © de esta edición: Ediciones Mad is Mad, S.L. y NubeOcho Ediciones, 2014 www.madismad.com - www.nubeocho.com La reproducción total o parcial, no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe de ser previamente solicitada. Dirección de Arte y Maquetación: RV.KinderGraphics www. rvkindergraphics.es Tipografía: Pradell de Andreu Balius Edición: Primera Edición: Diciembre 2010 Segunda Edición: Noviembre 2014 ISBN: 978-84-942929-9-6 Depósito Legal: M-30677-2014 Impresión: Gráficas Jalón, Zaragoza

caring for nature


A Quintanaentello, mi pueblo de 10 habitantes entre las monta単as del norte de Burgos



1 Primavera

los manzanos de ra



Cuando tenía cuatro o cinco años, alguien de su familia le llamó cariñosamente tolete, refiriéndose a lo torpón de sus movimientos y a su ingenuidad. A él le gustó, adaptó un poco el nombre según lo que había aprendido en un libro sobre el imperio egipcio y se hizo llamar Toletis por sus amigos. Toletis le sonaba familiar y a la vez faraónico. Sí, le gustaba mucho Toletis. A su abuelo Rafael, que siempre estaba en todos los sitios, le llamaba Ra, como al dios sol de los egipcios. Y a su perro de lanas, al que casi no se le veían los ojitos, le bautizó Amenofis. Aunque como había oído que los perros sólo entienden las vocales y los tonos, y no las letras consonantes, y como Amenofis era un nombre muy largo, la mayoría de las veces le llamaba sólo Aeoi, o incluso Ae. Otras veces jugaba a comprobar la teoría y decía Capeloti, Tatetoti o Mamemoni..., y sí daba resultado, su perro atendía con tal de que las vocales fueran las correctas y estuvieran en orden. A su mejor amigo, Andrés, le llamó Tutankamon, por el sólo motivo de que yo soy yo (él era él) y tú eres tú. Entonces, tú: Tutankamon. A Andrés no le solía gustar llevar la contraria; tenía tantos hermanos -siete-, con opiniones tan distintas que, para no pasarse el día discutiendo, se había acostumbrado a observar mucho, callar, y, en silencio y poco a poco, salirse con la suya. Eso y su forma lenta de parpadear le daban una permanente expresión de sueño. Así que estuvo de acuerdo con el nombre. Por lo mismo de la longitud, Toletis a menudo acortaba y le llamaba Tután. Quisieron meter en el grupo faraónico a Claudia, la niña de enorme melena revuelta que había llegado al pueblo con sus padres para montar una casa de turismo rural. Pero Toletis no encontró una salida airosa. No se le ocurría ningún nombre que comenzara por Ella, que fuera 9


muy bonito -ella se lo merecía- y que sonara a Egipto. Lo mejor que encontraron fue Ellafertiti, que recordaba a la reina Nefertiti, ésa del cuello largo que sale en fotos en todos los libros sobre Egipto, pero al final optaron por dejarla como estaba, como Claudia. A fin de cuentas, era un nombre bien chulo, y a todos les sonaba a otro imperio antiguo, el romano. De su abuelo Ra había aprendido muchas cosas. Pero sobre todo una: a considerar a la naturaleza como un ser que piensa y siente, que respira y ríe, llora y habla, que nos da muchas lecciones a poco listos que seamos y queramos atender. A Toletis nunca se le olvidará que lo primero que preguntaba su abuelo por las mañanas, en cuanto se levantaba, era: ¿qué hace hoy el día? Porque si llueve o nieva o calienta el sol no es casualidad, sino algo pensado, algo que la naturaleza quiere hacer, porque lo ha decidido así y le viene bien para poner misterio en las montañas, adornar los pueblos, dorar el trigo o darle calor a las madrigueras de los conejos. Su pueblo era alargado y bajito. Y había tenido que sufrir bastante en esta vida. Lo habían ido desnudando de árboles poco a poco: Que si un incendio, que si una carretera, que si el ensanchamiento de la carretera después, que si una tala para vender madera y recaudar dinero y arreglar el ayuntamiento, que si la enfermedad que acabó con todos los olmos... Total, que el pueblo verde entre montañas que era cuando nació Toletis se había ido convirtiendo en un rincón un poco tristón, soso y con pocos recovecos para jugar al escondite. Por eso surgió el plan de las manzanas. Claro que a Toletis le habría gustado tener otro tipo de árboles en su pueblo: abedules, fresnos, robles, hayas, castaños, arces, sauces, 10


tilos. Pero plantar manzanos era bastante más sencillo, porque sus frutos, y por tanto sus semillas, estaban en sus platos todos los días. Además, Toletis se hacía un lío con los otros árboles. Los manzanos los distinguía muy bien, pero con los otros no terminaba de aclararse. Una vez que quiso aprenderlos todos de golpe -cuando tenía cinco años, más o menos cuando empezaron a llamarle Toletis, y cuando todavía quedaban árboles en su pueblo- casi se volvió verde: Ra le enseñó los nombres y para que no se le olvidaran decidió retener el sabor de las hojas. Aquella semana comió montones de hojas de chopo, roble, haya, castaño y olmo. Hasta que notó que la lengua se le estaba poniendo verde. Tutankamon le comentó que detrás de las orejas también le estaban saliendo manchas verdes. Nunca supo Toletis si se lo dijo de verdad o fue una broma. Por si acaso, y antes de que acabara pareciendo una lechuga, decidió dejar de comer hojas. Entre ese incidente y que después los árboles fueron desapareciendo, nunca logró aprender sus nombres. Y por las fotografías de la enciclopedia de casa no conseguía hacerse idea de cómo era cada árbol. En el libro nada ponía del sonido de sus hojas cuando sopla el viento, los lugares que prefieren para crecer y los pájaros que más les gustan. Cosas todas esenciales para conocer a los árboles y que los libros nunca muestran ni explican. Además, en la tele nunca pillaba ningún documental sobre árboles; casi todos eran de osos, leones y elefantes. Nunca se imaginó Toletis que pudiera ser tan complicado plantar manzanos. El plan era perfecto. Durante una semana, Claudia, Tutankamon y él habían guardado las pepitas de las manzanas que les daban sus padres de postre o para el recreo del cole o para la me11


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rienda. Y un día al atardecer, en la segunda semana de abril, cuando el pueblo estaba tranquilo y no les veía mucha gente que les hiciera perder el tiempo con preguntas absurdas, cogieron una azada y unos tenedores viejos, dispuestos a cavar pequeños hoyos y echar ahí las pepitas. Pensaron que después, con las lluvias de la primavera, las pepitas se transformarían rápidamente en pequeños manzanos. El plan era perfecto y había llegado el momento de ponerlo en marcha. Pero todo empezó a complicarse de repente. La tía Josefina, con nalgas como peñas y tetas como lomas, le dijo a Toletis que en las huertas no echaran pepitas: “No la chingues, porque al hacerse grandes los árboles harán mucha sombra y no dejarán crecer las zanahorias ni madurar las choliflores ni las alcachofas”. A la tía Josefina le gustaba mucho hablar con la letra ch. Clemente, el Bigotes, le dijo a Toletis que no plantara manzanos en los prados: “Las vacas y las yeguas no los respetarán, se comerán los brotes, y yo no tengo tiempo ni paciencia para andar cuidando tanto árbol”. Clemente, el Bigotes, pertenecía a ese tipo de gente que ve la vida como un inmenso problema, donde cada día es un obstáculo y los demás sólo existen para llevarnos la contraria. Ni prados ni huertas. A Toletis se le empezaba a quedar pequeño el pueblo. Pero no acabaron ahí las advertencias y prohibiciones. Nino y su mujer, Nina, le dijeron a Toletis que no intentara plantar ningún árbol junto a paredes o tapias, en linderas o junto a cercados, en callejas o rincones: “Las zarzas, ortigas y malas hierbas crecen como la nata de la leche al hervir y no dejarán al arbolito ni que salga a la luz, lo asfixiarán, no le dejarán ni tierra para sus raíces ni aire ni sol para su primer tallo”. Ni por aquí ni por allá. Ni Nino ni Nina. 13


Por si había quedado algún hueco, la tía Matilde acabó con las pocas ilusiones de Toletis. Le contó que no plantara semillas de manzano en terreno público: “Hay que consultarlo con los demás vecinos, y ya sabes que todos no quieren. Ni en fincas de otros, porque hay que pedirles permiso antes. Ni en las nuestras...” –¿Por qué en las nuestras no? –preguntó de un sobresalto Toletis. –Porque los manzanos son árboles feos y, además, en este pueblo tan frío y alto, echan unas manzanas amargas que apenas se pueden comer. –Mentira. Los manzanos no son feos y las manzanas salen bien ricas. –Bueno, bueno, déjate de pamplinas. Tanta lata como estás dando con los dichosos árboles... Sabía Toletis que sólo podía contar con su abuelo Ra. Siempre, cuando surgían los mayores contratiempos, Ra estaba dispuesto a ayudarle. A Toletis se le encendió una idea. El plan siguió adelante aquella semana de abril. Toletis, Claudia y Tután corrieron al lugar donde escondían las pepitas de manzanas. Tenían 147. Se llenaron los bolsillos de los pantalones y las chaquetas con ellas y fueron a ver a Ra cuando ya atardecía. Toletis sabía que Ra le escuchaba cada día, en los últimos rayos del atardecer. Así se lo había dicho su madre aquel día especialmente triste: “El abuelito se apaga, se va lejos. Pero no te preocupes, se14


guirá aquí, a partir de ahora nos mirará desde la loma con la última luz del sol”. Y Toletis se había buscado una esquina de un prado para consultar con Ra sus problemas. Aquella tarde de primavera todo estaba silencioso y tranquilo. Cantaba un pájaro. Llegaban los últimos rayos de sol, de color entre naranja y violeta. Toletis le contó el plan a su abuelo, y esperó un rato. Tután y Claudia miraban más a Toletis que al cielo, y no terminaban de entender cómo iban a encontrar una solución al plan de las manzanas. Toletis miraba al horizonte, y Tután y Claudia le miraban a él. De repente, Toletis gritó: –¡Ya. Ya está! ¡Allí! Donde da aquel último rayo de luz. Supo enseguida que tenía permiso para plantar en ese trocito de tierra de la loma todas las pepitas, las 147. –Gracias Ra. Verás ahora qué cara de tontos se les queda a todos ésos del pueblo, que no entienden de nada que se salga de sus huertas. –Y añadió–: Ojalá llueva pronto. Para que Ra crezca sano y rápido, con todas sus manzanas. –Sí, ójala llueva pronto, porque yo no pienso ir a regar allí, que pilla muy cuesta arriba, y nos va a ver todo el mundo y nos van a tomar por chiflados, y... –le respondió Claudia. –Si no llueve, vendremos a regar por las noches, con dos botellas de agua cada uno. –Conmigo no contéis –insistió Claudia. Pero Toletis continuó explicando su plan, sin hacer caso a los reparos de Claudia, porque estaba seguro de que, a la hora de la verdad, se apuntaría la primera al riego. 15


Llovió durante toda la semana. Suave, pero sin parar. Así que Toletis, Claudia y Tután no tuvieron que ir a regar los manzanos. A los siete días, decidieron acercarse a ver qué había pasado, y Claudia se quedó casi petrificada con lo que contempló. Como si fueran ratoncitos, centenares de árboles diminutos se movían con gran rapidez y llenaban el trocito de loma donde habían enterrado las pepitas. Apenas metían ruido, sólo un breve siseo. Los arbolititos, como les llamó Claudia, que a veces tendía a ser un pelín cursi, se asustaron al ver a los niños. Se agruparon en corros y se quedaron muy quietos. Cada uno era como un pequeño manojo de tres o cuatro hojas, unidas por un tallo con corteza, y unas raíces despeluzadas que se movían como si fueran patitas. Los movimientos de las hojas recordaban los de brazos y cabeza. Eran, sin duda, unos seres extraños, simpáticos e inofensivos. Aunque Tutankamon, que a pesar de ser tan listo, en los momentos más singulares solía plantear cuestiones tontas, preguntó nada más verlos: –¿Morderán? Toletis le sacó de la duda con otra pregunta. –¿Con qué? Las hojititas de los arbolititos eran distintas. Toletis estaba convencido de que allí había olmos, chopos, sauces, robles, hayas, pinos, fresnos, tilos, abetos, arces, abedules y castaños, aunque no supiera distinguir quién era quién. Tras el primer momento de sorpresa en que todos -arbolititos y niños- se quedaron inmóviles y callados, Toletis tomó la iniciativa. Dio un paso al frente. Los arbolititos retrocedieron tres minúsculos pasitos de los suyos. 16


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Tután tuvo una idea. A él siempre le gustó imitar los sonidos de los animales. Se pasaba tardes enteras perfeccionando sus simulacros hasta que conseguía que los animales le respondiesen. Entonces se daba por contento y se apuntaba un nuevo sonido en su colección. Tenía ya 17 idiomas aprendidos, que le permitían comunicarse con gorrinos y gorriones, gallinas, vacas, ovejas, caballos, gatos, perros, jilgueros, cornejas y conejos, cigüeñas, golondrinas, vencejos, cárabos, grillos y el loro de su abuela. El que más le estaba costando -llevaba tres meses intentando entablar conversación con ellas- era el lenguaje de las urracas. Con los abejarucos, sin embargo, había sucedido todo lo contrario. Eran los pájaros los que estaban aprendiendo sin dificultad el lenguaje humano. A esos 17 tipos de animales Tutankamon sabía decirles buenos días y hasta mañana, preguntarles qué tal estaban, si tenían hambre y si creían que iba a llover, y entenderles si le contestaban sí o no, o “déjanos en paz, que tenemos mucha prisa”, una respuesta habitual entre los animales del bosque, que siempre andan bastante atareados. Ni corto ni perezoso, Tutankamon echó mano de su experiencia e intentó comunicarse con los arbolititos. Empezó a sisear. Al principio, la táctica no dio resultado, sino todo lo contrario; los arbolititos se asustaron y se encogieron como en pequeños cogollitos. Tután lo siguió intentando. Sssssususú para acá, ssssususú para allá. Hasta que después de veinte minutos, cuando siseó de una forma muy complicada, más con zetas que con eses, los arbolititos estiraron sus brazos-hojas y comenzaron a murmurar entre ellos. –¡Qué difícil! Ahora a ver cómo consigues que te vuelva a salir ese sonido tan raro de eses y zetas –le dijo Claudia. 18


Durante las dos semanas siguientes, los niños acudieron todas las noches a la loma para visitar a los arbolititos y para ver si Tután lograba aprender su suave idioma. Cuando ya era mayo y el sol había provocado que los arbolititos estuvieran más revoltosos y saltarines, Tutankamon empezó a entenderse con ellos. Según les tradujo a Claudia y Toletis, eran las almas de todos los árboles cortados en el pueblo en los últimos años. Todos tenían que encontrar otro árbol en el que instalarse, para darle vida y sentido durante años, lustros, décadas y siglos. Pero estaban aburridos, porque la gente del pueblo ya no plantaba árboles, ni siquiera dejaba desarrollarse a los que crecían en el campo ellos solos, espontáneamente. Tutankamon consultó con Toletis y Claudia para ver si les podía dar alguna buena noticia, si se les ocurría algo para dar una salida a tantas almas de árbol aburridas. Toletis, que en los meses de luz era rápido como una lagartija, supo enseguida lo que hacer. De las pepitas plantadas en el trozo de tierra que había señalado el abuelo ya estaban brotando sanos y decididos los manzanos. Corrían días templados de mayo y a veces lloviznaba. Toletis ideó que los arbolititos se subieran a cuchos. Aunque no lo hubieran hecho nunca, que no les importara, que se subieran unos cuantos a cada manzano, que tan sólo tuvieran cuidado de no romper las tiernas ramitas. Toletis daba las instrucciones: –Que se suban con cuidado y que se coloquen bien ordenaditos. Si alguno se va a caer, que le den la mano los otros para que 19


no se haga daño. Y si ven que están muy prietos, que estiren un poco las hojas hacia arriba para hacer hueco. Y Tután, que había llegado a dominar el lenguaje de los arbolititos mucho mejor que el de los conejos y las cornejas, traducía y traducía, con un siseo imparable. A veces, sin embargo, se quedaba atascado porque no sabía cómo transmitirles algún concepto de Toletis: daño y estar prietos, por ejemplo. Pero, al final, ayudándose de la mímica siempre lograba explicarlo. A los arbolititos daba gusto verles mover su especie de cabezota enanita hacia arriba y hacia abajo, en un gesto de aprobación. Claudia, que era muy de instintos y sensaciones, y desplegaba una especial ternura con todo lo que fuera pequeño, se empeñó en llevarles una botella de agua con gas, porque decía que con las burbujas iban a crecer todos más contentos. De poco sirvió que Toletis le explicara que los arbolititos preferían el agua de la lluvia, que no tiene gas. Al día siguiente, comenzó a llover como nunca lo había hecho en el valle, también calentaba el sol. Por eso, el agua caía templada y con los siete colores del arco iris, lo que le sentaba fenomenal a los manzanos de Ra. Así estaban más fuertes para aguantar a los parlanchines arbolititos, que no paraban de murmurar sobre la suerte que habían tenido. Y así continuó toda aquella semana de mayo, cayendo lluvia de colores. Cuando paró de llover, una noche de luna llena y estrellas grandes, con Amenofis aullando, pasó algo que ni la tía Josefina, ni el tío José, ni Clemente el Bigotes, ni Nino ni Nina, ni la tía Matilde pudieron 20


comprender ni explicar. Nunca habían visto nada igual ni habían oído nada parecido, no sabían ni qué nombre darle al asunto. Desde un punto de la loma había crecido un árbol gigante, tan alto como 17 o 27 torres de campanario de la iglesia. La vista no alcanzaba a ver el final. Era un árbol gigantesco formado por muchos árboles de todas las clases, en fila hacia arriba. Alrededor suyo, como protegiéndole, habían salido 146 manzanos más. –¡Hala, qué brutos! –soltó Claudia–. Se han subido todos los arbolititos encima del mismo manzano. Claro, yo también lo entiendo, para darse calor y no mojarse tanto. ¡Con lo que ha llovido! ¡Hala, hala, todos a cuchos al mismo manzano! ¡Qué divertido, todos los arbolititos juntos! El primero de la torre, el único que estaba en contacto con la tierra, era un manzano. Toletis le llamó Ra, el manzano de Ra. Encima de él había bellísimos olmos, robles y castaños, sauces y fresnos. De la copa de uno salía el tronco de otro, que a su vez tenía enredadas entre sus ramas las raíces de otro que crecía más arriba, que a su vez servía de tierra para otro más que daba sustento a otro y a otro y otro y otro. A los pájaros les gustó y acudieron a la mañana siguiente a estrenar la nueva casa. Siete parejas de cigüeñas empezaron a tejer allí su nido. A la niebla también le apeteció enredarse en semejante criatura y cada atardecer se envolvía con especial cuidado alrededor de tan fantástica torre verde. Toletis, en un impulso de lagartija feliz, dio tres besos a Claudia, a Tután y Amenofis. Desde aquel día, su pueblo fue el que más árboles tuvo de todo el valle, aunque estaban todos agrupados en una torre, uno encima de otro, desde la tierra hasta arañar el cielo. � 21




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