ELENA DE TROYA

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hermanos se unieron a nosotros, se sentaron más tarde murmurando disculpas. Yo estaba sentada entre Paris y Menelao. No me atrevía a pedir que cambiaran de sitio a Paris, aunque lo deseaba. Cuanto más cerca se encontraba él, más difícil resultaba para mí. —Mis hijos —dijo mi padre—. Cástor y Polideuces. —El famoso luchador y boxeador —dijo Paris—. Es un privilegio conocerte. —Paris también es boxeador —dijo Eneas, desde el otro extremo de la mesa. —No... —Paris meneó la cabeza. —Ah, sí, sí que lo es. O más bien reclamó su herencia mediante el boxeo. —¿De verdad? ¡Cuéntamelo! —dijo Polideuces, el boxeador. Paris se levantó y miró a los congregados. Sus nudillos se apoyaron en la mesa y noté que ésta se movía. —Te prometí, rey Agamenón, contarte mi llegada tardía a la casa de mi padre. Ésta es parte de la historia. —Esto sólo conseguirá aumentar nuestro apetito —manifestó mi padre—. Mientras que si esperamos hasta tener el estómago lleno, quizá estemos demasiado embotados para escuchar. Te lo ruego, cuéntalo. Paris debió de sonreír entonces; no veía su cara, pero lo notaba en su voz. —Muy bien. Intentaré contarlo brevemente, a diferencia de los bardos, que prolongan una historia durante días. —Tomó aliento—. Fui criado como un pastor en las laderas del monte Ida —dijo. —La montaña que hay cerca de Troya, donde se crió Zeus —entonó Hermíone, que había pasado mucho tiempo aprendiendo esas cosas—. Tiene muchas flores y fuentes preciosas. —Sí, así es, princesa —dijo Paris—. Y por eso era feliz allí. Cuidaba el ganado y... —Y evitó a una banda de ladrones de ganado cuando era apenas un chiquillo —dijo Eneas. Hizo una seña hacia nosotros—. Es demasiado modesto, nunca lo contaría. Paris amenazó con un dedo a Eneas. —Calla, o si no nunca acabaremos la historia. Descubrí que se me daban bien los toros. Podía controlarlos, y pronto se me buscó para las competiciones locales de toros. Tenía reputación de ser justo, ése era el motivo. Y luego, se llevaron a uno de mis mejores toros para que fuese sacrificado en Troya, como tributo. Yo perdí la compostura..., ¡amaba a aquel toro, lo había criado desde que era un ternero! ¿Por qué me lo exigía aquel egoísta rey de Troya? Decidí seguir tras él, competir en los juegos de los tributos y ganar de nuevo el toro —dijo, y se inclinó hacia delante. Aún estaba de pie, aunque los demás seguíamos sentados, y bebió un largo trago de vino. Levantando la vista, vi moverse su garganta. Rápidamente aparté la vista. —Mi padre intentó detenerme. Yo no sabía por qué. Me aconsejó que no fuese a Troya, me dijo que olvidase al toro. «Los deseos del rey son leyes, hijo mío», me dijo. Pero nada más. »Yo no lo tuve en cuenta y acudí a Troya. En la llanura, ante las puertas de la ciudad, se había construido un campamento para la competición. Nunca había visto nada tan elaborado, todas mis carreras habían sido con los pies desnudos, a través de los prados de la montaña, pero aquéllas eran más formales, a lo largo de una pista. Aun así, estaba tan furioso por lo del toro que competí. Y gané. La rabia puso alas a mis pies. Y llegó la competición final, el boxeo. Yo nunca había boxeado antes, pero, como decía, la rabia me impulsaba. Gané también. Pero no sé si podría repetirlo. No comprendo ni siquiera cómo lo conseguí. No había recibido entrenamiento, no tenía método. —Lo consiguió mediante el valor, más que mediante la habilidad —dijo Eneas—. Así se dictaminó en justicia. Pero aquello le calificaba como el campeón de los juegos de los tributos. Y se disponía a pedir el toro como recompensa, cuando, de repente, los hijos de Príamo se volvieron contra él e intentaron matarlo, tan furiosos estaban por haber sido derrotados por un simple pastor, un rústico de las montañas. Sólo cuando su padre, que había seguido a Paris hasta allí, les rogó que se detuvieran porque aquél era su «hermano», quedó todo revelado. —Cogió aliento—. Quiero decir que aquel hombre no era su verdadero padre, sino que sólo le había criado. Paris era hijo del rey Príamo. De modo que, una vez probado aquello, Príamo dijo: «Antes prefiero que caiga Troya que perder de nuevo a mi hermoso hijo». Y así fue como la casa de Príamo ganó un hijo. —Como si no tuviera ya bastantes —dijo Agamenón. Si lo había oído, Paris no lo demostró. —Eneas, querido primo, veo que no me permitirás contar mi propia historia. Sea, pues. —Bebió otro sorbo de vino—. Yo podría haber tardado mucho más y haber entretenido mucho más rato a estos excelentes anfitriones, apartándoles de la comida. ¡Y eso no puede ser! —Se sentó y dejó su copa en la mesa. —¿Por qué te había expulsado tu padre, el rey Príamo? ¿Por qué te perdiste? —Por supuesto, era Agamenón quien lo preguntaba, la pregunta impronunciable, descortés. Los criados traían ya las bandejas de comida: cabra y cordero hervido, y jabalí asado; tuvimos que suspender la charla mientras nos llenaban los platos. —Porque había... Apareció un segundo grupo de criados, que traía embutidos con sabor a hierbas, y tarros de miel ahumada de las colmenas, y cuencos de higos silvestres y de peras, y finalmente queso de cabra y nueces. La gente empezó a hablar con sus compañeros, a hablar de cosas agradables, intrascendentes. Pero la voz de Agamenón se impuso entre los murmullos. —Dinos, buen príncipe. Dinos por qué te expulsó tu padre en un principio —insistió. —Mmmm... —Paris estaba masticando la carne. —¡Joven, no eludas la pregunta! —Agamenón intentó que su voz sonase alegre. Paris se tomo su tiempo para acabar el bocado de carne y al final dijo: —Si estás decidido a tener una respuesta, pues bien, aquí está, aunque temo que pueda sonar algo discordante en esta feliz compañía. Había un mal augurio sobre mi nacimiento, un augurio que decía que yo sería la destrucción de Troya. Así que intentaron evitarlo. Oí el pequeño temblor en su voz. Maldito fuera Agamenón por haberle obligado a decir aquello..., aquello que le causaba tanta aflicción. —Así que eso era lo que quería decir Príamo cuando dijo: «Mejor que caiga Troya antes de que mi maravilloso hijo vuelva a perderse de nuevo» —dijo mi padre—. Ya veo. —Se secó la boca—. ¡Bueno, es un padre valiente! —¿No harías acaso tú lo mismo por nosotros? —dijo Cástor, en broma, inclinándose hacia mi padre. Él se echó a reír. —Pues no lo sé. Quizá sería mejor que os enviara al monte Taigeto, como otros padres hacen con los malos hijos. —Bueno, tendrías que mandarnos a los dos —dijo Polideuces—. No podemos estar separados.


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