ELENA DE TROYA

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había corrido antes del día de su boda con quince doncellas, en honor de Hera, la patrona del matrimonio. Después las jóvenes dedicaron un traje a la estatua de la diosa. Le rogué que me dejase llevar a cabo aquel último rito de la niñez y la libertad que estaba dejando atrás. —Porque ya sabes que soy una corredora muy rápida —dije. —Sí, pero... Mi madre interrumpió. —Déjala que corra. Deja que tenga ese día. —Me miró de manera cómplice—. Yo nunca tuve esa oportunidad. —Cogió mi cara entre sus manos—. Querida niña, debes correr libre por las orillas del Eurotas. —Sonrió, con una sonrisa privada—. Como debe ser. «¿Porque allí fui concebida?», pensé. Las plumas de cisne todavía estaban en la caja; yo había mirado recientemente. No habían perdido nada de su resplandeciente blancura. —Primero debes tejer una túnica para la diosa —dijo mi padre. Era una gran alegría para mí. Me había convertido en una buena tejedora, e incluso había aprendido a hacer diseños en la tela. Para la diosa crearía un diseño que mostrase su ave favorita, el pavo real. Sería un desafío, pero sí, podía hacerlo. Con lana de un blanco puro, luego teñida de verde con ortigas y musgo, y luego el borde azul. Era a principios de la primavera, para mí el momento más bello de todo el año. Diminutas hojas creaban auras verdes en torno a las ramas de los árboles, cuando el sol brillaba a su través. Mil flores diminutas (blancas, doradas, rojas) parpadeaban en el prado. Una vez más, yo estaba de pie en la orilla del Eurotas. Junto a mí se encontraban otras quince muchachas, todas seleccionadas por sus pueblos o sus familias por ser ligeras de pies. Algunas eran más jóvenes que yo, se notaba con sólo mirarlas. Otras eran mayores. El día que yo corrí tenía quince años. Había crecido toda mi altura. Era más alta que algunas, pero no todas. Llevábamos unas túnicas cortas que nos llegaban sólo a las ro dillas, y el hombro derecho desnudo. Los pies también los llevábamos descalzos. El sol pasaba oblicuo entre los sauces que crecían en la orilla cuando nos pusimos en fila para empezar la carrera. Con las cabezas inclinadas, pedimos la bendición de Hera y le dedicamos toda nuestra fuerza. —Correréis a lo largo de la orilla del río hasta que alcancéis la roca grande que está en el campo de cebada. Luego daréis la vuelta hacia la izquierda y seguiréis por el sendero que hay junto al campo. Cuando lleguéis al final, daréis de nuevo la vuelta a la izquierda, hasta llegar a los dos escudos que se colocarán como puerta, con un hilo entre ambos. La primera que rompa ese hilo será la ganadora —anunció una joven sacerdotisa de Hera. Cada una adelantó el pie izquierdo, dispuestas para salir disparadas. Yo notaba que me temblaban las rodillas. Pero no por miedo a perder, sino por la ansiedad de la carrera. Al fin podría correr tan velozmente y con tanta fuerza como deseaba, sin entorpecimiento alguno. —¡Adelante! —gritó el director de la carrera. Me arrojé hacia delante, y mi pierna derecha se tensó como un arco. Los músculos temblorosos dieron un salto y corrí. ¿Cómo podría describir la ligereza y la libertad de una carrera libre? Me sentí inmensamente fuerte, llena de poder, y no había barreras para mí. Hubiera lo que hubiese en mi camino yo saltaría por encima. Tenía toda la fuerza. El río pasó veloz; era vagamente consciente de las aguas sombreadas que pasaban y fluían a mi izquierda, pero seguí corriendo. Sólo veía a las chicas que iban a cada lado. Llegamos a la roca en el campo de cebada y la rodeamos. Otras dos estaban al mismo nivel que yo. Jadeando, di la vuelta a la piedra y me dirigí hacia el sendero recto que había ante mí. Ya era mío. Había mucha velocidad en mí, y mis piernas se movían más rápido, recibiendo mis órdenes. «Atalanta. Ella es Atalanta.» Mis hermanos me habían llamado así toda mi vida cuando me veían correr. Atalanta: la mujer más rápida que había corrido jamás. Pero nadie arrojó una manzana de oro en mi camino para distraerme como a Atalanta. La pista fangosa y la carrera en sí misma eran todas mías. Le ordené a mi pecho que aspirase más aire, que respirase; movía los brazos arriba y abajo, y por encima de todo, recurría a toda la fuerza que podía tener escondida en todos los rincones de mi interior. Había una todavía delante de mí. Era bajita y fuerte; sus piernas potentes la llevaban por el camino, mostrando los músculos de los muslos desnudos por la corta túnica. Era ella. La que pensaba que iba a ganar. «¡Ayudadme, ayudadme!», grité. Pero ningún brote de fuerza acudió a mis miembros. Llegamos al final del campo de cebada. La otra chica y yo giramos de nuevo a la izquierda; íbamos tan cerca al dar la vuelta que veía el sudor en sus hombros. Ella corrió con más intensidad y durante unos angustiosos momentos me dejó atrás en el camino. Delante veía los escudos que marcaban el final. «Ahora —me dije a mí misma—. Dale toda tu fuerza. Entrega incluso la fuerza que no tienes.» ¿Se estaba acortando la distancia? Corrí con toda la fuerza que pude. Ya no le decía nada a mi cuerpo: yo era mi propio cuerpo. Más cerca... Más cerca. Su espalda se hacía grande. Más grande. Llegué a su lado. La miré. La sorpresa estaba escrita en su rostro. Pasé delante de ella, rompí el débil hilo. Luego caí al suelo. Porque había corrido más rápido de lo que era capaz. Algo que todos los atletas comprenden. «Lo has hecho todo lo bien que has podido», me dije a mí misma, exultante. No, incluso mejor. Mejor que lo mejor, ¿quién puede explicarlo? Mi infancia había terminado. Acabó con la victoria en aquella carrera. Aquél era mi sacrificio a Hera: mi rapidez, mi fuerza. Mi libertad al viento en la carrera.


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