ELENA DE TROYA

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De repente había gente por todas partes, moviéndose como una colmena enorme. Corrían en todas direcciones como si las acabaran de llamar en aquel preciso momento para realizar un trabajo vital. Casi esperaba oír el zumbido, pero los sonidos eran mucho más intensos: gritos, golpes, chasquidos de látigos. Unos cuantos asnos cargados iban caminando lenta y pesadamente por la calle, dándose golpes con las paredes de las casas y avanzando con dificultad bajo el peso de odres de vino o tinajas de barro; pero sobre todo había gente, gente que llevaba cestas de grano y bultos de ropa. —Vamos al mercado... Te gustaría, ¿verdad, Helena? —dijo Clitemnestra. Estaba más cerca de mí y me llevaba cogida bajo su brazo, como para protegerme y esconder mi rostro desnudo. Asintiendo, intenté liberarme para ver mejor. Pero su brazo me sujetaba firmemente a medida que me conducía por la calle. Llegamos a la plaza del mercado, una zona donde convergían varias calles y formaban un espacio abierto. Vi filas de gente sentada en el suelo en unas alfombrillas, con sus cestas de higos secos u hojas de menta y sus jarros de miel y otros alimentos. Había algo que brillaba en una cesta muy profunda, y me asomé a mirar en su oscuro interior. Allá lejos vi unas cuantas baratijas que atrapaban la luz del sol, y metí la mano y saqué una. Era un brazalete de alambre retorcido, trabajado de una forma muy ingeniosa, de modo que parte del alambre estaba aplastado y relucía con la luz del sol. La vendedora rápidamente me cogió la mano y me metió otro brazalete en ella, pero Clitemnestra me lo quitó con la misma rapidez, junto con el primero. Me cogió la mano y la retiró. —No, no debes —susurró—. Ven. —Intentó hacerme dar la vuelta, pero era demasiado tarde. Los ojos de la mujer se habían apartado de mi brazo, un brazo como el de cualquier otro posible cliente, y habían subido hasta mi rostro para intentar engatusarme y que le comprase algo. Pero en lugar de las habituales bromas y súplicas, lanzó un chillido. Sus ojos, que hasta entonces no veían más que una posible venta, se abrieron mucho, incrédulos. —¡Es ella! ¡Es ella! —gritó. Se levantó de un salto y me cogió los brazos, atrayéndome hacia sí, lo que provocó que volcara la cesta con brazaletes y esparciera su contenido por todas partes. Clitemnestra, murmurando, tiró de mí hacia atrás, y empezaron a tirar una hacia cada lado, como si yo fuera un saco de grano. —¡Ayudadme! ¡Ayudadme! —dijo la vendedora a sus compañeros—. ¡Sujetadla! ¡Es «Helena»! Todos se levantaron y corrieron hacia nosotras. Clitemnestra era más fuerte que la mujer de los brazaletes y me había arrancado de sus garras, y me había escondido entre los pliegues de su manto, pero estábamos completamente rodeadas. Sólo unos guardias bien armados podían haberles mantenido a raya. Clitemnestra me sujetó orgullosamente a su costado, tan apretada que yo no veía nada, pero notaba el temblor de su cuerpo. —¡Echaos atrás! —ordenó, con voz áspera—. ¡Echaos atrás o responderéis ante el Rey por esto! Dejadnos ir en paz. —¡Déjanos ver su cara! —exigió una voz entre la multitud—. ¡Déjanos ver su cara y os dejaremos ir! —No —dijo Clitemnestra—. No tenéis derecho a mirar a la princesa. —Vemos tu rostro —dijo otra voz más profunda—, y tú también eres nuestra princesa. ¡Déjanos ver a Helena! A menos que sea un monstruo, tenga pico de cisne, el pico de su padre... —Su padre y el mío son el mismo: vuestro rey Tíndaro. Dejaos ya de habladurías —dijo Clitemnestra, con voz rotunda. —¡Entonces, enséñanosla! —exigió una voz de hombre—. ¿Por qué la han tenido escondida todos estos años en el palacio, sin mostrárnosla nunca, como te han mostrado a ti, como han mostrado a Cástor y Polideuces, abiertamente, viniendo a la ciudad, jugando en los campos...? A menos que sea cierto..., a menos que sea hija de Zeus, que vino a la Reina en forma de cisne, y que naciera de un huevo... —Un huevo de un azul de jacinto —gritó otra voz—. Yo he visto la cáscara, que se ha conservado... —¡Qué tonterías! —aulló Clitemnestra—. Habéis ido demasiadas veces al santuario de Jacinto, que está aquí cerca, y él os ha metido esas fantasías en la cabeza... —No, el huevo es real, su cáscara realmente era azul... —Alguien vio al cisne y a la Reina allá en la orilla del río. Y el cisne sigue volviendo a veces, como si estuviera enamorado y sintiera añoranza. Es más grande que los demás..., más fuerte..., más blanco... —¡Dejadnos pasar! —ordenó Clitemnestra—. ¡O si no os maldeciré a todos! Un momento de silencio siguió, mientras consideraban sus palabras. Yo seguía sin poder ver nada, envuelta como estaba en los pliegues de su manto. Una voz rompió el silencio. —¡Es un monstruo! ¡Por eso la escondes! —¡Un monstruo! Un monstruo como la Gorgona. ¡Una aparición espantosa! —¡Dejadnos ir! —repitió Clitemnestra—. O a lo mejor... si es un monstruo y os dejo verla, ésa puede ser la maldición. Recordad el poder de la Gorgona de convertir en piedra a los que la miraban. Un murmullo leve siguió a la amenaza. Yo tendría que haberme sentido más segura, pero la insinuación de Clitemnestra, aunque era astuta, me dolía. Ella estaba deseosa de pintarme como un monstruo, alguien a quien daba miedo mirar, y dejar que la gente de Esparta creyera eso en lugar de ceder ante ellos. Me retorcí soltándome de la presa de Clitemnestra y me aparté la capucha, desnudando la cabeza ante la multitud. La multitud era grande, un círculo de gente de varias filas de profundidad. Nunca había visto tantas caras. —¡Soy Helena! —grité—. ¡Mirad hasta cansaros! —Levanté bien la cabeza y me enfrenté a ellos. Hubo un silencio. Un silencio muy profundo. Las caras se volvieron hacia mí, como flores de luna, que siguen a la luna mientras ésta hace su viaje nocturno por el cielo. Las expresiones desaparecieron, reemplazadas por una calma tan tranquila como si estuviéramos a la luz de la luna. Finalmente, alguien murmuró: —Es verdad. Sólo la hija de Zeus podía tener un rostro semejante. —Qué terrible..., ciega... —murmuraban. Pero lo que veían realmente en mi rostro era también el poder que pondría en movimiento tanta guerra y destrucción. Nos fuimos y los dejamos allí de pie, como piedras; verdaderamente, como si la Gorgona les hubiese transformado, aturdidos, como si estuvieran bajo el influjo de un hechizo, y nos alejamos por las calles. Pero era yo quien iba tropezando, como hechizada. Zeus. Me habían llamado hija de Zeus, habían dicho que él se había emparejado con mi madre en forma de cisne. El cisne que nos atacó... ¿era acaso, podría ser mi «padre»? La luz del sol todavía brillaba, pero lo único que veía era la blancura del cisne y sus ojos implacables, y las miradas de la gente de la ciudad al mirarme y quedar paralizados, con la boca abierta. Para eso era el velo, pues, por eso me habían guardado, y por eso mi madre había huido de


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