ELENA DE TROYA

Page 279

sitiado por sus enemigos, aunque su esposa le había sido fiel. Tuvo que matarlos a todos antes de recuperar su lugar legítimo. Agamenón no tuvo tanta precaución. Y por eso yace en la tumba, mientras que Odiseo reina de nuevo en Ítaca. —¿Y qué ha sido de... la mujer troyana? —preguntó Menelao. —La mataron también —dijo mi padre—. Antes siquiera de que entrase en el palacio. Casandra. Casandra, otra baja troyana. —¿Y quién reina en Micenas, entonces? —Menelao parecía desesperado. —Mi hija Clitemnestra. ¡Qué vergüenza! Y su amante, su primo Egisto. ¡Ah, la maldición de mi casa se ha cumplido! —¿Y los demás? —le pregunté, no queriendo saber nada más de la maldición—. Había otros que volvían a casa. ¿Y Hermíone? —Recordé la espantosa amenaza de Neoptólemo de que la poseería. —Ah, sí, volvieron. El hijo de Aquiles llegó aquí como un trueno y se llevó a Hermíone contra su voluntad y la obligó a casarse con él. Pero duró poco. Ese hombre violento intentó robar el tesoro del templo de Apolo en Delfos y lo mataron. Ahora la gente habla de la «deuda de Neoptólemo» queriendo decir que si matas, acabarán matándote. Igual que había matado cruelmente a Príamo en un altar, él mismo había recibido la muerte en otro. —¿Hermíone? ¿Dónde está? —pregunté. —Aquí. En palacio. Es una viuda sin hijos, sin esperanza de casarse de nuevo: la notoriedad de su madre y la violencia de su marido la han manchado. Hermíone..., con treinta años ahora, y sola. —Debo advertirte de que no es una persona agradable —dijo mi padre—. Dudo al decirte esto de mi propia nieta, pero le han ocurrido demasiadas cosas. —Me cogió el brazo—. No intentes verla, al menos no ahora mismo. Así que estaba allí, cerca. Sólo a unos pasos de distancia. Sin embargo, debía esperar. —Neoptólemo..., ¿se llevó con él a otra mujer de Troya? —dije; había cogido a Andrómaca. ¿Qué habría sido de ella? —Ah, sí, esa mujer tan alta. Se escapó de él cuando se casó con Hermíone, y huyó con alguien..., se fueron al norte. Andrómaca. A salvo. No había podido cumplir mi promesa, pero ahora Héctor podría descansar. —¿Y mis queridos hermanos? —Tenía que preguntarlo, debía oírlo. —Cayeron juntos. Estaban preparándose para unirse a la locura de Troya. Pero las flechas de Apolo los hirieron antes. Así que Agamenón tenía razón con sus crueles palabras. Habían desaparecido; ya no podríamos cazar ni cabalgar juntos nunca más. Pero yo no les había matado. Eran casi los únicos entre los hombres que conocía que no habían perecido en Troya. Perséfone los había compadecido y no los había llamado por mi causa. De pronto me sentía muy cansada, apenas podía permanecer en pie. La brillante luz del día formaba remolinos a mi alrededor. Estaba de vuelta en palacio, pero todo había cambiado, y todo el mundo había muerto. Menelao cayó en la cama a mi lado. —Nunca volveré a coger su brazo de nuevo. Y nos habíamos peleado cuando nos separamos. Me costó un momento comprender que se refería a Agamenón. —Siempre nos sentimos torturados por nuestro recuerdo de la última vez que estuvimos con alguien, lo que dijimos, lo que no dijimos. Con mi madre..., oh, Menelao, ¿cómo podremos soportar ninguno de nosotros lo que los años nos han echado encima? —Pensé con añoranza en el elixir y en su misericordia, pero no, no quería sentir aquello. —No podemos —dijo él—. Y por eso los ancianos andan encorvados. Necesitaba verlo todo. El palacio, con sus habitaciones que me hablaban, contándome cada una un recuerdo. El mégaron donde Clitemnestra y yo elegimos a nuestros maridos. Las puertas, la puerta de atrás por la que huimos Paris y yo, la otra, por donde Clitemnestra y yo nos escabullimos aquel día hacia la ciudad. La gran pradera donde Menelao y yo caminamos por primera vez como marido y mujer, y donde vimos a Gelanor. Gelanor..., ahora desaparecido también. Los bosques donde cazaba con mis hermanos, y la orilla del río donde corría, y... ¡ah! Todos estaban allí aún, pero los momentos que habían cambiado mi vida habían desaparecido, tan desaparecidos como Troya. El árbol de Hermíone había crecido mucho en los años transcurridos desde que fue plantado. Su copa poblada susurraba suavemente en la brisa benévola del estío. El promontorio del caballo, sí, allí fue donde empezó todo el mal. Debía ir allí, enfrentarme a él, patalear en la tierra, maldecirlo. El montículo se encontraba a cierta distancia de Esparta. Recordaba lo mucho que nos había costado llegar hasta allí, con el corazón latiendo deprisa y todo mi ser invadido por la confusión y el bochorno. Volvía a trazar aquellos pasos, caminando con calma, consciente de todo lo que me perdí entonces: los tranquilos valles a cada lado, los oscuros bosques, el calor del mediodía serenando la tierra. «Levantad un montículo encima, para que quede como recuerdo de este día y este juramento», había dicho mi padre. Su voz era fuerte y clara aquel día, y no este gorjeo como de grillo a la que se había visto reducida. Lo vi allá delante. Era irregular, abultado, pero, aun así, inconfundible. Montículos..., el túmulo de Aquiles, el memorial del caballo. Uno conducía directamente al otro. Cosas espantosas, que afeaban el paisaje. Al acercarme, vi que la tierra estaba más alta de lo que yo pensaba. Subí por uno de los lados, inclinado, agarrándome a los matojos de hierbas para alzarme. Allí debajo, allí debajo estaban los huesos... ¡Ah, los hombres habían mantenido su promesa! Me senté en la cima, recordando a los hombres que habían jurado. Mi padre había pensado evitar así el derramamiento de sangre, y en lugar de ello, lo había inducido. Augurios. Si empezase de nuevo, una nueva vida, ignoraría todos los augurios, sin hacerles caso ni tratar de inutilizarlos. Si decidimos hacer caso omiso de ellos quizá pierdan su poder, como los viejos dioses y diosas, a los que ya no se adora, se desvanecen y sueltan la presa sobre nosotros. Qué dulce soplaba el viento sobre aquella hierba, acariciándola. Como la hierba de Troya y los caballos a los que alimentaba. Caballos. Troya. Vivos y de madera. Troilo y sus caballos, Paris domando caballos salvajes. Héctor, el Domador de Caballos. Los muertos que salpicaban la llanura de Troya. Los misteriosos caballitos de la isla de Esciros. El caballo muerto que dormía allí. Metí la cabeza entre las rodillas, cerré los ojos. No sabía lo que había esperado encontrar allí, pero no era aquel montículo letárgico, ensoñador. Debí de dormirme, porque cuando abrí los ojos las altas hierbas se agitaban ante mi vista y una mujer estaba de pie ante mí. No la conocía. Me miraba con los ojos entrecerrados, inclinando la cabeza para verme la cara. —No tan guapa —dijo. ¿Quién sería? —Mejor —dije—. Porque esa cantinela ya cansa, se ha pasado su hora. —Pero supongo que hay algunos que insisten en fingir que todavía es así. —Su voz era hostil, y seguía mirándome.


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.