ELENA DE TROYA

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LXXIII

Entonces me di cuenta de que tendría que seducir a uno de mis captores, si quería tener alguna esperanza de escapar. ¿Podría hacerlo con Filoctetes? Pero mi ser se rebelaba. No podía halagar al asesino de mi marido. Se abrió la puerta y Andrómaca entró trastabillando. Junto a ella iba Neoptólemo, empujándola y riendo. Por primera vez podía contemplar su rostro sin oscurecer por un casco. Sus ojos eran de un color indefinido. Con aquella luz tan mala, no podía distinguir si eran castaños o azules, pero el caso es que no brillaban. Como su cuerpo, su rostro era presentable, pasable, pero olvidable. No había heredado la grandeza orgullosa de su padre. —¡Mi nueva esclava! —exclamó—. ¡La viuda de Héctor! Andrómaca se volvió hacia él. —Soy demasiado vieja para ti —dijo. Hablaba en voz baja. —¡Sí! —dije, acercándome a su lado. Le rodeé los hombros con el brazo y la abracé—. Estoy aquí —susurré. Y luego me volví hacia Neoptólemo—. No querrás a una mujer tan vieja que podría ser tu madre. —¿Qué importa eso? Más me importa quién la tuvo antes que yo —dijo Neoptólemo con sorna—. Se lo borraré de la memoria. En ese olvido estará mi gloria. —Tú no tienes gloria alguna, niño —dijo Andrómaca—. Has matado a mi hijo, y te despreciaré para siempre. ¡Astianacte! ¿Qué le había hecho? —Ha matado a mi hijo, Helena. —No había expresión alguna en su voz. Se volvió hacia mí, ignorando a Neoptólemo—. Me lo ha cogido de los brazos y lo ha arrojado desde las murallas de Troya... ¡No! Ya no quedaban murallas en Troya, lo ha arrojado desde los montones humeantes hacia un amasijo de piedras, pero, de todos modos, la muerte le ha llegado igual. —Las palabras, oscuras y bajas, salían ordenadamente de sus labios. —¡Astianacte! —lloraba yo. Su amado y único hijo, que tan ansiosamente habían deseado. La noche en el monte Ida... —El bebé serpiente debía morir —dijo Neoptólemo—. No podía vivir para deslizarse por las ruinas de Troya y empezar otra vez con las amenazas troyanas. La semilla de Héctor debía ser destruida. ¡Todos los herederos de Troya borrados de la tierra! Pero Afrodita decía que Eneas había escapado. No importa, no podíamos saberlo. —Oh, hermana —dije, y la abracé. Lloramos juntas. Por primera vez me alegré de que Paris y yo no hubiésemos tenido hijos. Habrían perecido, como todo lo demás de Troya. —Volverás a Grecia conmigo —dijo Neoptólemo a Andrómaca—. Quizá no como esposa principal mía, porque es cierto, eres un poco vieja para mí. Me concederás alivio o diversión ocasional en el lecho. Pero creo que me merezco una princesa de Grecia. Creo que tu hija Hermíone es más de mi gusto, Helena. He hablado ya con tu marido de ello y me ha dado permiso. Seré tu yerno. —Se rio y se inclinó hacia delante, para besar mi mejilla—. ¡Madre! —dijo, y rio. Le di una bofetada, no pude evitarlo. —Si mi hija tiene algo de mí, te rechazará. Él se echó a reír. —Pero a lo mejor no tiene nada de ti; quizá sea la digna hija de su padre, o piense totalmente por su cuenta. —Se enderezó—. Puede que ella desee al hijo del poderoso Aquiles. Muchas mujeres lo desean. —Entonces vete con ellas y deja en paz a mi hija. —Tu hija puede que esté entre ellas —dijo él—. Es lo más probable. —Se rio bajito—. Pero no debería hablar de lo que es probable, sino de lo que se requiere. Se volvió de espaldas a Andrómaca y a mí como si no importásemos, y se dirigió a las mujeres que estaban reunidas en el fondo de la casa. —Mi padre ha venido a verme últimamente —dijo—. Me ha hablado en sueños y apariciones. —¡Qué raro! —exclamé yo—. ¡No te conoció ni de bebé ni de niño, y ahora te habla! Él se dio la vuelta hacia mí. —Los dioses no hablan a sus hijos hasta que les apetece —dijo. —Así que, ¿Aquiles es un dios ahora? —exclamé—. Qué raro, porque cuando le vi por primera vez no era más que un niño malcriado y desagradable. —¡Cierra la boca, puta de Troya! —exclamó. —La respuesta mejor para quien no tiene respuesta. —Me dirigía a las mujeres—. Insultos. Pero ésa no es una respuesta verdadera, es sólo la desesperación de los que no tienen nada más a lo que acudir. ¿Qué te ha dicho tu ilustre padre..., si es que realmente era tu padre? —Pide sangre. Necesita un sacrificio para dejarnos navegar hacia Troya. —¿Cuál? —Hécuba dio un paso al frente—. Con toda justicia tendrá que ser el mío. —No —dijo Neoptólemo—. Es el de tu hija más joven, Polixena. —¿Cómo? —Hécuba se atragantó, agarrándose la garganta. De pronto, no era ya la marchita anciana que se dirigía cabizbaja hacia la muerte, como había fingido. Parecía crecer mientras la mirábamos, hasta que se quedó cara a cara con Neoptólemo. Era una ilusión, por supuesto, pero hasta éste lo sintió. Dio un paso atrás—. ¿Por qué? —Mi padre se encaprichó de ella —dijo. —Pero ¿cómo pudo ser? ¡Si nunca la había visto! —Sí, la vio —dijo Neoptólemo—. La vio en la fuente. Entonces, Polixena avanzó unos pasos, con los ojos llameantes. —¿El día que asesinó a mi hermano Troilo? ¿Recordaba haberme visto? Debió maldecir aquel día, y todo aquello sobre lo que puso sus ojos. Yo lo hice, y despreciaba a tu padre. ¡Díselo cuando aparezca en tus sueños! —Tus sentimientos no tienen ninguna importancia. Él tendrá tu sangre, señora, y la derramaremos sobre su tumba. Entonces y sólo entonces habrá acabado la guerra. —Troya es un montón de cenizas, está muerta bajo las piedras caídas y las maderas carbonizadas, ¿y necesita otra muerte para completar la guerra? —Su voz se había ido desvaneciendo, como si hubiese consumido toda su fuerza al recordar a Troilo. —¿Quién puede comprender los deseos y las necesidades de los muertos? —dijo él. Recordé la fría sombra de Paris—. Yo también lo


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