ELENA DE TROYA

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LXIX

Era media mañana. Los tozudos ciudadanos ataron cuerdas en torno al cuello del caballo y fijaron una lazada a la plataforma para poder tirar del caballo y llevarlo a la puerta sur. Aun así, el progreso era muy lento. El caballo era pesado..., demasiado pesado, quizá, para estar vacío..., y los cilindros se deslizaban y se salían de la plataforma. Varias veces, el caballo se tambaleó y casi se sale de ella. Pero cada vez lo salvaron, lo enderezaron y lo llevaron de nuevo por su camino lento y seguro. Cuando se acercaban a la puerta sur, Príamo insistió en realizar una pequeña ceremonia para bendecir su entrada en la ciudad. Las puertas se abrieron todo lo posible, como si hicieran una mueca, y toda la gente de la ciudad tuvo que empujar para poder hacer entrar el caballo. La parte superior de la cabeza pasaba por debajo del dintel sólo por una mano de distancia. Ah, qué concienzudos eran los griegos. Qué bien lo habían calculado. Príamo lo bendijo mientras pasaba dando sacudidas por la puerta, rogando que empezase así la era de plenitud de Troya. Subirlo hasta la ciudadela resultó mucho más difícil. La calle hacía ángulo hacia arriba, y pronto hubo que dejar de tirar; había que empujar. El ingenio pesaba muchísimo, y sólo la decisión de los troyanos fue capaz de moverlo por los tramos más empinados. El sol ya declinaba cuando estaban todavía a mitad de camino, y el templo se hallaba a la vista, pero todavía algo alejado. No podían dejar el caballo donde estaba; rodaría y caería hacia atrás, chocando contra la puerta. De modo que se esforzaron por empujar más y más, gruñendo y gimiendo. Ningún caballo ni buey tiró de aquella estructura; era imposible enjaezar a algún animal a ella. Sólo los músculos de unos hombres determinados podían hacerlo. De ese modo, Troya se esforzó por cumplir su propia condena. Ya era tarde cuando el caballo llegó al templo de Atenea y quedó descansando en una extensión de terreno pavimentada que quedaba junto a éste. Mi palacio y el de Héctor daban a aquel terreno. Desde mi habitación veía a la gente de Troya arrojando flores sobre la plataforma del caballo, oía la música de los flautistas y a los cantantes ensalzando al caballo. Debajo de mi ventana, los vinateros habían sacado los últimos restos de ánforas de vino de Troya, y lo vertían con descuido. Hombres y mujeres borrachos se tambaleaban, bailaban y se caían en torno al «animal». Riendo, se levantaban y seguían su inestable camino. Mirándolo desde la altura de la ventana de mi habitación, el caballo parecía el juguete de un niño, hasta por las cuerdas que colgaban de la plataforma. Yo había visto carretas de arcilla o de madera cargadas con dulces o con muñecas que iban tiradas por los niños con cuerdas semejantes. La parte superior del caballo no mostraba ninguna línea ni la silueta de una portezuela. Pero tenía que estar hueco por dentro. La luna tardía luchaba por remontar las murallas, y cuando finalmente surgió por detrás de ellas, inundó la ciudad con su luz fría y ultraterrena, haciendo que las antorchas parecieran de un amarillo intenso. El súbito resplandor de luz extra espoleó a los juerguistas, como si los mismos cielos se hubiesen unido a las celebraciones. Los durmientes se removieron y salieron tambaleantes de sus casas, desfilando alegremente con sus ropas de noche. Los vendedores, desaparecidos desde hacía mucho tiempo de las calles de Troya, de pronto habían montado sus tenderetes, y juglares y acróbatas llenaban la cumbre de la ciudadela y pasaban entre la multitud actuando gratis. Encima de la plataforma del caballo, los amantes se abrazaban, y los niños competían por ver quién trepaba más deprisa por las patas. Alguien empezó una ruidosa competición de lanzamiento de ánforas vacías, que estrellaban en las calles, lo que provocaba que más gente se despertara y saliera de sus casas. —Troya es libre... Troya es libre... Troya es libre... Filas de personas empezaron a salmodiar mientras iban balanceándose, con las manos juntas, yendo y viniendo por las calles y en torno al caballo, y se tambaleaban, caían, se reían, gritaban... El caballo. El caballo. Ahora estaba dentro de la ciudad, alojado en su mismísimo centro. Apolo, el constructor de las murallas de la ciudad, prometió su protección divina para aquellos muros, pero no se acordó de ofrecer la misma protección para la ciudad. Normalmente las murallas resistían, recias, y nada podía penetrarlas. Pero en aquel caso no era así. Me pareció que casi podía ver en el interior del caballo, y lo que vi eran unas sombras oscuras y agazapadas que se movían ligeramente. Era como si mirase a través de una nube y atisbase algo oscuramente. La visión especial de las serpientes no me había abandonado. Me puse un vestido largo con cola y bajé con determinación hacia el lugar donde estaba el caballo. Estaba atestado de gente. Odiaba los empujones y la proximidad caliente de las masas de gente. Uno de mis guardias abrió camino para mí, de modo que pude subir a la plataforma. Unas antorchas parpadeantes mostraron las costuras de las tablas usadas para sellar el vientre redondeado del caballo. No veía ninguna abertura, pero en la oscuridad era difícil asegurarlo. ¿Cuántos hombres podía contener aquel artefacto? ¿Cuántas sombras movibles había atisbado yo? No había demasiado sitio dentro, y los hombres tendrían que estar agachados en una posición incómoda, pero quizá cupieran hasta seis, dentro. Eso bastaría..., bastaría para abrir las puertas de la ciudad, de modo que cientos más pudieran entrar. Pero eso implicaba que tendrían que llegar a las puertas sin ser detectados, después de que la multitud fuera disgregándose y desapareciera al fin, y Troya se entregase al sueño. La madera era demasiado gruesa para que la perforasen las lanzas, y la gente de Troya no quería ni oír hablar de prenderle fuego, especialmente ahora, que estaba dentro de la ciudad. ¿Qué otra cosa se podía usar para poner a prueba al caballo e inutilizarlo? Sonido..., trompetas, música o voces. Voces. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que los griegos habían oído las voces de sus esposas, de sus madres o de sus hijos? ¿Qué pasaría si las volvían a oír? ¿Quién era más probable que estuviera dentro? ¿Serían hombres de rango u hombres considerados poco importantes y que podían ser sacrificados fácilmente si eran descubiertos? Sabía seguro que un hombre estaría allí: Odiseo. Iba contra su naturaleza enviar a otros y esperar a oír lo que había ocurrido, quedarse quieto y perderse un atrevido ataque. Estaría allí, sí, y posiblemente también Menelao y Agamenón. Podía imitar la voz de Clitemnestra y de Penélope, que después de todo era prima mía, y en cuanto a Menelao, mi propia voz serviría. Áyax el pequeño posiblemente estaba allí también, pero yo no sabía quiénes eran sus seres amados; se decía que era un hombre cruel y malvado, pero eso no significa que alguna estúpida mujer no pudiera amarle. Me acerqué al caballo y me puse de pie junto a su costado. Mi guardia chilló y levantó las manos, pidiendo silencio. La música se detuvo y los fuertes ruidos de la multitud fueron desapareciendo. Di unos golpes en el vientre del caballo para captar la atención de quien quiera que estuviese dentro. Ahora creía que allí había unos hombres; no podía dirigirme al aire vacío. Me llené los pulmones y, conteniendo el aliento un momento, me propuse convertirme en Clitemnestra, recordando su voz. —Mi querido Agamenón, mi amo y señor. —Eso le complacería, seguro—. Añoro tu regreso, que estés a mi lado una vez más. No puedo


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