ELENA DE TROYA

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El murmullo de cientos de voces se mezcló, imposible de descifrar. Pero el juramento era éste: «He ayunado. He llegado a la cesta sagrada y, habiendo actuado allí, he dejado un residuo en la cesta ritual. Entonces, retirándome de la cesta ritual, he vuelto a la sagrada». Lo puedo recitar ahora mismo, sabiendo que resulta incomprensible para aquellos que están fuera de los misterios. No traiciono nada. Satisfecha, ella nos hizo la señal de que formásemos una gran espiral en el terreno sagrado de danza. Su punta entraría primero en la sala de iniciación, y luego el resto se iría desenrollando detrás. A medida que entrábamos, teníamos que sofocar las antorchas en un enorme abrevadero de piedra que estaba justo en el exterior del edificio. Cada antorcha sumergida en el agua entonaba una última y chamuscada protesta. En el interior estaba terriblemente oscuro. Una oscuridad profunda, tenebrosa, como la oscuridad de la tumba, como la oscuridad que hay cuando nos despertamos y no sabemos si todavía estamos vivos. Sólo la presión de otros cuerpos a mi alrededor me tranquilizó y me dijo que no había muerto y que no estaba perdida. —Feliz es aquel entre los hombres de la Tierra que ha contemplado estos misterios; pero el que no está iniciado y no ha tomado parte en ellos nunca tiene un buen destino cuando ha muerto, allá abajo, en la oscuridad y la melancolía. —Una voz lejana y resonante lloraba. —Inclinaos ante las diosas —nos dijeron. Noté, más que vi, un movimiento en una dirección, y seguí. Ante mí, oí suspiros y quejidos, y mientras me aproximaba, apenas pude vislumbrar las oscuras sombras de unas estatuas de Deméter y Perséfone. La madre, vestida de colores radiantes, estaba enfrente, y ante ella, en la sombra, y negra, la hija. Pasamos ante ellas rápidamente, sin que se nos permitiera quedarnos, y nos condujeron a otra sala más pequeña. Un perfume abrumador a flores llenaba el aire. No estaba segura de cuáles eran, parecía que se habían mezclado varias. ¿Eran lirios, jacintos, narcisos, dulcísimos y estrujados? Pero no era la estación de tales flores, de modo que, ¿cómo era posible que las imágenes de las diosas las hubieran conseguido? —Éstas fueron las últimas flores que recogí antes de que me raptaran —dijo una voz fantasmal, flotando en el aire espeso y perfumado—. Podéis sentir lo que yo sentí, oler lo que olí... —Y la voz quedó flotando en el aire, tristemente. Nos sumergimos mucho más profundamente en la oscuridad, como si hubiésemos bajado con ella al abismo. Noté que caía. Al fondo, donde aterricé después de resbalar largo rato, me encontré sola. Me puse en pie y quise averiguar dónde estaba. A mi alrededor sólo había oscuridad y negrura, una noche sofocante. —A esto tendrán que enfrentarse todos los que están arriba —susurró una leve voz contra mi mejilla—. Pero tú..., tú nunca tendrás que venir a este lugar de oscuridad. Éste es el destino de los mortales. —Yo soy mortal. —Al final pude articular las palabras. —Sí, de alguna manera. —Un suave suspiro y una risa—. Depende de ti lo mortal que seas. La voz..., la presencia... Yo había acudido para los misterios, y ellos me habían prometido que la divina epifanía se manifestaría por sí sola. Y había ocurrido entonces. —No sé qué quieres decir —dije. —Tu madre no te ha hecho ningún favor. —Ella (porque sabía que era una mujer) dijo entonces—: Tenía que haberte contado la verdad sobre tu engendramiento. —Si lo sabes, te ruego que me lo digas —grité. Al parecer estaba sola con ella; me había concedido una audiencia privada. No había nadie a nuestro alrededor. ¿Habría caído en un pozo secreto? —Tú y yo somos hermanas —dijo ella—. Es todo lo que puedo decir. Si lograba saber quién era ella, sabría también qué preguntar. —¿Quién eres? —murmuré. —¿Qué santuario es éste? —Parecía disgustada. ¡Ah, no, que no se disgustara! —El de Deméter y Perséfone. —Justamente. ¿Y quién soy yo? Tenía que ser la hija. —¿Perséfone? Entonces sentí un calor que se extendía y me rodeaba. —Has dicho la verdad. —Una gran pausa—. Pero mi madre es también digna de alabanza —me dijo—. Y tú serás muy inteligente si le haces caso. Aunque la hija crezca, eso no significa que su madre deje de requerir su homenaje. Aquella vez no sabía qué quería decir. Más tarde lo sabría demasiado bien. Ella se acercó a mí. La sentía a mi lado. —Hermana —murmuró—. Puedes confiar en mí. Siempre estaré contigo. Ten cuidado con las demás diosas. ¿Cómo podía ella pensar en otras diosas, o imaginar que yo era capaz de hacerlo? Su resplandor, un resplandor que penetraba en la oscuridad y brillaba en mi mente, me invadió. —Sí —murmuré. —Y ahora, espero a otros —dijo. Por supuesto: la diosa siempre está dispuesta a atender al siguiente, mientras nosotros, los mortales, miramos hacia atrás, a lo que acaba de pasar, a lo que acabamos de ver. En eso yo era enteramente mortal. Mis ojos quedaron cegados con la radiante visión de ella, aunque, en realidad, nunca llegué a contemplar su rostro. Y eso era lo que ella pretendía. En la gran sala nos amontonamos esperando. Había pasado mucho rato, en plena noche, aunque no tenía modo alguno de saber exactamente cuánto tiempo había transcurrido. El tiempo había volado como un cuervo de negras alas. Todo se había desvanecido, y yo estaba allí de pie, despojada de todo lo que conocía, de todo lo que era, de todo lo que había sentido. Estaba desnuda ante la deidad, esperando su revelación. Una luz resplandeció; la respuesta llegó en el ritual final representado para nosotros. Vi el milagro, el centro más profundo del secreto. A partir de aquel momento, la muerte no me dio miedo. La conocía en todo lo que representaba. Podía trascenderla.


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