ELENA DE TROYA

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LXVII

Agaché la cabeza en falsa obediencia a Príamo. Nunca abrazaría a Deífobo, pero aquella acción podía elevar los ánimos decaídos de Troya. Príamo se acercó a mí, titubeante. —Entonces anunciaremos la próxima boda —me dijo, casi sin aliento. —No hasta que pasen mis cuarenta días de luto por Paris —le recordé. —Sí, hija mía —accedió él. Hécuba, a su lado, me miró con tristeza. Ella había perdido a Héctor y a Paris por mi culpa, y ahora iba a casarme con uno de los últimos hijos que le quedaban. Sabía que la dote que llevaba conmigo era la muerte. Pasaron los cuarenta días con demasiada rapidez, y en paralelo con el año moribundo. El frío se acumulaba entre las piedras de la ciudad y se abría camino hasta nuestros huesos. El color se desvanecía, como en una puesta de sol, desde los campos, mientras esperábamos la quietud del invierno. Deífobo no se molestó en cortejarme, hacerme regalos o venir a verme. Se contentaba con esperar a que yo cayera en sus manos como un fruto maduro, o eso creía él. Mientras esperaba, seguía llorando a Paris, conjurando su imagen en mi mente todo el día. Pero no intenté seguirle de nuevo al otro mundo. La boda. ¿Debería dignificar aquello con una palabra tan majestuosa? Deífobo me condujo desde mi palacio hasta el espacio abierto entre el palacio de Héctor y el mío. El viento era intenso y nos levantaba los mantos. Los cuervos se llamaban unos a otros. Eran las únicas aves que quedaban por allí, en aquellos días borrascosos. Sus graznidos roncos y profundos sonaban como mercaderes que discutían en sus puestos de venta. —¡El periodo de luto ha concluido! —anunció él. Si hubiese visto su cara en un mercado o en la calle, lo habría encontrado guapo. Incluso se parecía un poco a Paris en el cabello, entreverado de oro. Pero ahí terminaba toda semejanza. —Mi luto no concluirá nunca —dije, con toda la fuerza que pude. —Pero ahora te embarcas en una nueva vida. Subirás en un barco que es mi viaje vital. —¿Ah, sí, príncipe? Pensaba que eras tú quien te trasladabas a mi palacio. Deífobo, ansioso de escapar del patio de los hijos de Príamo, esperaba trasladarse a mi hogar. —Es simbólico —murmuró—. No me refería a nuestro actual lugar de morada, sino a nuestra situación en la vida. —Ya. Entonces, ¿debo interpretar que serás mi huésped y el huésped de tu hermano desaparecido? —No. Seré tu señor y marido. Dónde ejerza ese privilegio, es algo que no importa. —Su boca era una línea recta, muy fea. No podía responderle. La ceremonia fue transcurriendo: los votos, las frases rituales, los gestos ceremoniales. Yo cumplía con mi obligación de una forma mecánica. Intercambiamos regalos. Él me puso una corona. No había flores vivas en los campos en aquella época, así que usamos unas secas y muertas. Él me cogió la muñeca como afirmación de matrimonio, una costumbre muy antigua. En el banquete, sin poder comer, yo observaba a los demás. Mi corazón añoraba a Paris. Nunca, nunca podría celebrar aquel intento de separarnos por parte de los demás. Nos retiramos a la habitación (la mismísima habitación que yo había compartido con Paris) después de aquel día tedioso. Él estaba ansioso. Se quitó el manto y se acercó a mí, con los brazos tendidos. Le aparté a un lado, disimulando. Era demasiado para mí. Mi modestia femenina se había puesto a prueba. Le rogué que me perdonase. Luego, antes de que él pudiese protestar, me encerré en la habitación interior que ya había preparado. Que esperase. A la mañana siguiente, cuando Evadne vino a verme, la puerta cerrada, el manto caído y las sandalias de Deífobo en la habitación exterior le contaron toda la historia. Llevaba un tarro tapado. —Ya veo, pues, que necesitarás esto. Gelanor había esperado que no fuese necesario. Cogí el tarro y miré en su interior. Una rama de espino corta yacía enroscada en su interior. La saqué. —Cuidado..., no te pinches con los espinos. Sujeté la rama por uno de los extremos. —¿Veneno? —dije. No era eso lo que quería..., no tenía estómago para asesinar a Deífobo. —Bueno, algo parecido. Pero selectivo. Sólo mata su... potencia. No su potencia militar, debo añadir. Sólo le discapacitará en aquello que te amenaza. —Oh. —Gelanor había refinado sus habilidades de una manera impresionante—. ¿Y afecta a las mujeres igual que a los hombres? —Yo no lo probaría, señora. Por eso te he advertido. Se sentó en una silla junto a mi lecho. —Cuando él se acerque —dijo—, debes aplicarle los pinchos en la piel desnuda. El menor arañazo bastará. —¿Y el daño es duradero o revive la capacidad? —Creo que es duradero. Las noches siguientes procuré alejarme de mi habitación. Pero cada noche él se acercaba más, hasta que llegó el momento en que empujó la puerta y se quedó en el umbral, posesivo, mientras se abría lentamente. La vergüenza que representaba tener el paso prohibido al dormitorio de Helena se leía claramente en el aspecto beligerante de su rostro. —Esposa —dijo, y levantó los brazos y avanzó hacia mí. Me volví, retirándome al interior de la habitación, y atrayéndole tras de mí. Ávidamente, él cerró la puerta. Ésta resonó con fuerza al girar sobre sus goznes, y él colocó luego el cerrojo en su sitio. —Ahora —dijo —empieza nuestra vida en común. Cuando llegué a la parte más oscura de la habitación, me detuve. Él seguía andando hacia mí, y cuando me alcanzó, me abrazó. Me puse a temblar con su contacto, que enviaba culebrillas de aversión por todo mi cuerpo. —¿Tienes frío, cariño? —Parecía solícito—. Acerquémonos más al brasero.


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