ELENA DE TROYA

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—No, te digo que he yacido en la oscuridad y me ha traído hasta aquí. —Pero cuando llegue la luz te levantarás. —No si tú me enseñas a no hacerlo, a evitarlo. —Por tu propia mano, esposa, por tu propia mano. Tú tienes la fuerza. Aquél no era el Paris que yo había conocido. ¿Le habría cambiado la muerte? —Paris, no puedo vivir en tu ausencia. Mi vida ha volado contigo —dije. —Entonces debes entrar completamente aquí, en lugar de engañarte agarrándote a la vida para ti misma. —¿Por qué estás todavía aquí, en la orilla más alejada del Hades? Los ritos funerarios tendrían que haberte liberado... —Te estaba esperando. —Me mira—. Y estás aquí. Pero no tienes el valor necesario para seguirme. Ese espectro, esa sombra acusadora no es el verdadero Paris. Ahora lo siento más profundamente que nunca: Paris se ha ido para siempre. La muerte le ha convertido en un extraño. «Paris ya no está.» —¡Aléjate de mí! —grito—. Tú no eres Paris, sino otra visión cualquiera. Una que no deseo ver. Me alejo con tanta prisa que tropiezo y caigo sobre los tallos erectos de los asfódelos. Son bastante reales. ¿Por qué, ah, por qué no es Paris? El viaje de vuelta fue instantáneo. Parpadeé y ya estaba de nuevo en mi habitación, rígidamente echada en la cama, temblando y murmurando. Un sufrimiento indescriptible me abatió. Había huido de Paris. Le había visto y había huido. No, había huido de aquello en lo que se había convertido, un caminante en aquella orilla estéril y oscura. «Paris se ha ido.» Esas palabras encarnaban toda la verdad que yo necesitaba saber, brincaban, saltaban, se burlaban de mí: «Paris se ha ido». Oí mi propia respiración. Yo estaba viva. Helena estaba viva. Helena debía seguir adelante, sola. Eso es vivir: seguir adelante. No hay virtud, no hay solaz en el más allá, por tanto no hay mérito alguno en correr hacia allí. Y Paris, el Paris al que yo había amado, ni siquiera me esperaba allí. Todavía estaba oscuro. Faltaba mucho para el amanecer; yacía esperando que entrase la luz, consolándome al saber que ninguna luz, por muy débil que fuese, penetraba jamás allá abajo, en el Hades. Debía aprender a atesorar la luz. —Helena. —Era Evadne, de nuevo, que se inclinaba hacia mí, con un vestido en las manos, dispuesta a envolverme—. Helena. —Notaba el temor en su voz. Estaba echada y muy quieta. —Sí, querida amiga —dije, y me incorporé para tranquilizarla. Me tapó enseguida con la ropa, como si yo fuera tan delicada que fuese a perecer en el aire de la habitación. Quería decirle que había viajado hasta las fronteras del averno, que había visto a Paris. Pero ella me diría que sólo había sido un sueño. —Helena, te están esperando. Todos... Príamo, Hécuba y otros. Ah. Eran los «otros» a los que yo temía, a uno en particular. —Gelanor pide también su permiso para entrar. —Que entre él primero. —Me esforcé por salir del lecho. Notaba las piernas débiles—. Pero no antes de que me haya vestido y haya comido algo —dije; no tenía hambre, pero necesitaba reponer fuerzas. Llevando mi ropa de luto, sin joya ni adorno alguno, con el pelo recogido y cubierto para que resultase invisible, recibí a un sombrío Gelanor. Cosa poco habitual en él, se inclinó, me cogió la mano y la besó. Luego se irguió y me miró. —Entonces todo ha terminado —dijo—. Lamento mucho tu dolor. Aunque no lo negaré: al principio, pensé que venir a Troya era una mala idea. Pero lo hecho, hecho está, y si te ha conseguido algo de felicidad, entonces elegiste sabiamente para ti. —Gelanor, ¡no puedo creer que él se haya ido! —estallé. —Es lo más duro del mundo, verse separado de aquellos a los que amamos. Ojalá halle la paz. «¡No la ha hallado!», quería gritar, pero Gelanor también diría que yo había soñado lo de la última noche. —¡Príamo quiere que me case con Deífobo! Ese hombre sudoroso, lascivo. Como si pudiera... —Debes hacerlo —dijo él, crudamente—. Cierra los ojos, tápate la nariz, tiende la mano y finge que estás de acuerdo. ¿Cómo podía abandonarme de aquella manera? —¡No! —Ahora eres una prisionera de Troya —dijo él entonces—. Viniste aquí libremente, cierto, pero ahora eres una prisionera, y pueden hacer contigo lo que quieran. Y lo que quieren es recompensar al único hijo guerrero de Príamo que les queda, para que siga adelante. Seguir adelante... Todos tendríamos que seguir: un camino arduo a través del barro, las piedras y colinas empinadas y yermas durante el resto de nuestras vidas. —¿Cómo pueden esperar que le permita tocarme? —Los prisioneros tienen que permitir esas cosas. Me eché a llorar. ¿Cómo podía atesorar la luz que brillaba sobre aquello? Quizás el Hades fuese preferible, después de todo. —Helena, no llores. No puedo soportarlo. —La voz de Gelanor era amable—. Tú me persuadiste de que viniera aquí, y ahora debo contemplar... —Negó con la cabeza—. Hay algo que puedes hacer, si fallan medios más amables. Lo prepararé para ti, Evadne te lo entregará. —Parecía apesadumbrado. ¿Se referiría al veneno? —. Si gana Troya, si los griegos se vuelven a casa... He oído decir que una competición por las armas de Aquiles acabó en pelea entre Odiseo y Áyax. Las armas fueron entregadas a Odiseo; Áyax se puso como loco y se mató. Los griegos están al límite, igual que nosotros. Enviaré mi última arma entre ellos..., las camisas con la peste. Puede resultar el golpe final que consiga enviarlos a casa. Haré que las entreguen en fardos atados como si fuera un tesoro. Sabes lo codiciosos que son. Caerán sobre ellos, los desatarán y entonces... —Esbozó una torva sonrisa—. Agamenón probablemente sea el primero en abrir los bultos de mayor tamaño. Asegurará que tiene derecho, como jefe y comandante. Me gustaría ver a aquel hombre abatido entre forúnculos y bubones. Había sacrificado a su hija, tras arrancarla del lado de mi hermana. Pero ni la muerte más espantosa y humillante podía deshacer aquel hecho. —Quizás ocurra como tú dices —dije, y así le di permiso para entregar su cruel arma. —Mientras tanto, debes aplacarles aquí. Será muy breve. Evita a Deífobo, di que has hecho votos, ¿no se te permite cierto número de días de duelo? Antes de que él pueda reclamarte, los griegos habrán huido de estas costas. —¿Y luego? ¿No estaré ligada a Deífobo? —Sólo brevemente, como ya he dicho. Porque cuando se vayan los griegos, ya no serás prisionera de nadie. —Sí —dije, asintiendo.


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