ELENA DE TROYA

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Ah, había echado de menos terriblemente a Andrómaca, la única mujer a la que había considerado una verdadera amiga en Troya. Pero ahora el bálsamo de su gentil presencia quedaba perdido entre los latidos de mi corazón y el pánico que me iba invadiendo. Con cada paso de los caballos dejábamos atrás a Paris, y mi alma gritaba deseando estar con él en aquella hora, y no corriendo hacia el monte Ida en la vana búsqueda de una mujer que le odiaba. Nuestros guardias y el conductor nos advirtieron de que el camino se volvía más duro a medida que alcanzábamos los pies de la montaña. Rogué a Andrómaca que intentase recordar el lugar adonde nos habían conducido Paris y Héctor. Paris y Héctor. ¡Ah, no, no debía pensar en aquello, en aquellos días ya perdidos! Si pudiera desmontar allí, tendríamos más oportunidades de encontrar el camino hacia el lugar adecuado. Intenté dirigir a los conductores, pero la tarea resultaba más dura aún en la oscuridad, donde sólo podíamos ver los hitos más grandes del paisaje; las ondulantes antorchas eran de poca ayuda para desvanecer la oscuridad de la noche. —Creo que ésta es la fuente de agua caliente —dijo Andrómaca, atisbando en la negrura. Yo no veía nada, pero oía un gorgoteo y un susurro —. Tenía un asiento de piedra al lado, ¿recuerdas? —Sí, vagamente —dije—. Eso creo... —Reí... ¿Cómo podía reír en aquellos momentos? Era una locura—. Mi recuerdo principal era la sacerdotisa, la Loba-Madre, o quienquiera que fuese. Andrómaca se echó a reír también. —Le estoy muy agradecida —dijo—. Hiciera lo que hiciese, el caso es que tuvo poder. Ahora tengo a Astianacte, mi niñito... Una tremenda sacudida casi nos arroja fuera del carro cuando una de las ruedas dio con una roca y la otra se metió en un agujero. —No podemos seguir adelante, señoras —dijo nuestro conductor—. Ahora tenemos que desmontar. La oscuridad nos rodeaba, como si hubiésemos salido a un abismo. Andrómaca y yo fuimos tambaleándonos, agarradas la una a la otra, ciegamente. En algún lugar ahí fuera ella nos esperaba. Lentamente, tentando con los pies y deslizándonos poco a poco, empezamos a trepar, sujetando unas pequeñas antorchas. Notábamos el camino por la tierra pisoteada, y teníamos mucho cuidado de ir siguiéndolo. Lejos, a nuestra derecha, oíamos el ruido de un arroyo que pasaba entre las rocas, mezclándose con el susurro de los árboles cuando el viento agitaba sus copas. Qué espantosamente lento era ir andando de aquella manera... Las piedras con las que tropezaban mis pies..., el murmullo de mil criaturas de la noche que nos rodeaban..., la sensación vertiginosa del ascenso... Me di cuenta de que observaba todas aquellas cosas, como si importasen realmente, para mantener a raya la idea terrorífica de Paris y de su herida. La luz se filtró desde el rincón más oriental del cielo después de mucho tiempo. Como un claro entre la niebla o un manto que se retira poco a poco, la oscuridad fue cediendo y dejó expuesta la montaña. Estábamos en pie junto a un lugar donde el camino se abría hacia un prado amplio, herboso: un lugar de descanso para aquellos que querían alcanzar la cumbre más elevada, la sede de Zeus. Me parecía todo vagamente familiar. Pero ¿no parecen iguales todos los prados verdes? Cogí el brazo de Andrómaca. —Éste parece el lugar donde la vimos. Pero ella no vive aquí. Sólo dio con nosotros aquí. Ella va recorriendo la montaña, yendo y viniendo a voluntad. Paris decía que era una ninfa, pero ¿de qué tipo? ¿Del bosque, del agua, del mar? No, del mar no, o sea que tiene que ser del bosque o del agua... —Me llevé la mano a la boca—. Helena, estás balbuciendo..., diciendo tonterías... Creo que Paris dijo que era del agua. ¿Por eso me dijo que la buscara junto a la cascada, una cascada en particular? «La cascada más larga...» Por aquí... A nuestra izquierda estaba el estanque resguardado entre los árboles, donde Paris había juzgado a las inmortales, donde Enone había aparecido de pronto. Parecía bastante inocente. Reflejaba en su superficie el sol que salía con unos colores iridiscentes. Pasamos a su lado y fuimos a la izquierda, donde esperaba encontrar la cascada larga. Piedras y rocas empezaban a salpicar el prado, hasta que la hierba dejó paso a un suelo duro y rocoso. Lo fuimos flanqueando y luego oí el débil sonido chapoteante del agua ante nosotros. Avancé y cogí la mano de Andrómaca. Detrás de nosotros, los guardias iban resoplando, agotada ya casi la paciencia por mi búsqueda. Detrás de aquella cortina de altos árboles se encontraba el agua. Me acerqué a ella, temerosa, sin atreverme a nombrar qué agua podía ser aquélla y sin saber si habíamos encontrado nuestro destino. Fuimos pasando entre los troncos de los árboles que la ocultaban y contemplamos, al fin, un estanque ancho y oscuro, y por encima de éste una cascada, fina como un espetón, que caía recta desde un acantilado tan abrupto que no se veía su cima. —Lo hemos encontrado —le dije a Andrómaca—. Ahora estamos cerca de ella. Como si no me oyera, Andrómaca se dirigió hacia el agua, se arrodilló en la orilla y sumergió la mano en ella. —Está muy fría —advirtió, dejando que corriese entre sus dedos—. Tan fría que puede entumecer todo dolor. ¿Era eso lo que ella buscaba, alguna sustancia tan fuerte que amortiguase su dolor? Pero nada de lo que yo conocía era tan poderoso. Me uní a ella al borde del agua. —¿No ha disminuido tu pena ni tan siquiera un poco? —le pregunté. —No. Más bien ha aumentado. Cuando perdí a Héctor, al principio, fue un golpe horrible, tan enorme que el cielo y su luz quedaron borrados. Pero ahora el cielo se ha aclarado de nuevo, y puedo ver los pequeños huecos y los lugares vacíos en la vida que él ha dejado atrás. Una cosa grande o mil cosas pequeñas..., ¿qué es lo que más duele? —Su rostro estaba serio. Yo no lo sabía. Y no quería averiguarlo. ¡Enone! Teníamos que encontrarla. Arrojé una piedra en la profunda poza y vi que el agua se la tragaba; se formaron algunas ondas, pero eran débiles. Luego, de repente, el agua onduló y algo quedó suspendido justo debajo de la superficie, blanco y flotante. Retrocedimos. Antes de que pudiéramos alejarnos más, una columna surgió del agua y el rostro y la forma de Enone se materializaron. Conmocionadas, ambas saltamos hacia atrás y caímos. Mientras la contemplábamos, ella creció hasta adquirir su altura total, pero parecía que la sostenía el agua, con los pies apoyados justo por debajo de la superficie. Luego se desplazó y fue caminando por encima del agua como si fuera una libélula, y salió hacia la orilla con los pies desnudos. El agua chorreaba de sus ropas, que flotaban a su alrededor como si estuvieran secos. Su cabello tampoco estaba húmedo, sino que caía con rizos perfectos sobre sus hombros. —¿Enone? —susurré. En lugar de responderme, ella dijo con una voz fría y distante: —¿Te sorprende ver de dónde vengo? Sabías que mi padre era un dios del río y que yo era una ninfa del agua. Me levanté del suelo, frotándome las rodillas lastimadas. —Sé muy poco de ti —dije. —Ah, así que Paris no ha hablado de mí. —Su voz se hacía más fuerte ahora.


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