ELENA DE TROYA

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Una gran multitud de mirones se había reunido en la zona justo por encima de la puerta Escea, y vi la cabeza gris de Príamo rodeada por su familia y sus consejeros. Mientras pasaba entre nuestras filas les oí murmurar. El viejo Pantoo, que normalmente sólo se preocupaba por dispositivos mecánicos irrelevantes, tenía un aire torvo y me miraba con los ojos inyectados en sangre. Junto a él, el elegante Antenor me fulminaba, lleno de reproches. Mi lugar estaba junto a Príamo y Hécuba, por muy doloroso que fuese para todos nosotros. Príamo se volvió a darme la bienvenida. Sus palabras eran amables, pero vi el terror ciego en sus ojos. Decía que no me echaba la culpa a mí, sino a los dioses. Hécuba no dijo nada. Me miró con los ojos entrecerrados, y sus hijas a su lado siguieron mirando al frente hacia la llanura, viendo cómo su hermano se dirigía a la condenación, a una condenación que él mismo había atraído sobre sí. Héctor seguía al lado de Paris, y él y Odiseo examinaban el terreno de combate. Los dos contendientes estaban de pie, vigilantes. Menelao, que en todo el tiempo que yo había pasado en Troya me había producido tanta rabia, estaba de pie ante el ejército griego, con los pies plantados en el suelo de aquella forma algo extraña que yo recordaba tan bien. Mi corazón se llenó de piedad por él. Aquel hombre todavía estaba sufriendo por mí. Paris miraba al suelo, con la cabeza gacha. Un sacrificio. No esperaba sobrevivir. Héctor estaba de pie entre ellos y agitó en su casco los objetos para echar a suertes, apartando la vista. Apareció el que daba derecho a arrojar la primera lanza. Los dioses habían elegido a Paris. Ambos hombres se colocaron los cascos y sus rostros desaparecieron debajo del bronce. Menelao cogió su escudo redondo, y, dando unas zancadas hacia el centro del terreno, se colocó en su lugar. Paris echó atrás la lanza de largo astil y la arrojó por el aire. Dio en el escudo de Menelao con un ruido estruendoso, pero no penetró por completo; por un instante sobresalió en línea recta y luego la punta de bronce se dobló bajo su peso y la lanza cayó. Menelao la retorció con una mano y la arrojó a un lado, y luego lanzó él a su vez contra Paris. La maldita diosa me permitió oír las palabras que murmuró, apelando a todos los poderes para matar a Paris, para que le concedieran su venganza. Añadió desdeñosamente que los hijos de nuestros hijos todavía temblarían sólo con pensar en engañar a un anfitrión tan amable como él, Menelao. Unas palabras egoístas y que eliminaron la piedad que sentía por él. El odio dio fuerza a aquel lanzamiento y la lanza penetró en el escudo de Paris, desgarrando su túnica. Pero él había dado un salto a tiempo para evitar resultar herido. Mientras se tambaleaba e intentaba recuperar el equilibrio, Menelao se arrojó sobre él, blandiendo la espada, y la dirigió con fuerza hacia el casco de Paris. La fuerza del golpe le hizo caer de rodillas. Pero en lugar de penetrar en el casco, la hoja montada en plata se rompió en pedazos y cayó como una lluvia de metal brillante en torno a Paris, arrodillado. Menelao chilló y alzó sus manos al cielo, y luego se arrojó hacia Paris y lo cogió por la cimera del casco. Su furia le daba la fuerza de un Heracles, y levantó a Paris del suelo, haciéndole describir un arco; luego empezó a arrastrarle hacia la línea de los griegos. No se molestaba ya en usar lanzas ni espadas; quería matarle con sus propias manos desnudas. Retorciéndose, Paris se agarraba con las manos la correa del casco; le estaban estrangulando hasta la muerte. Un gruñido surgió de la muralla al verle así, indefenso. Los pies de Paris se arrastraban por el polvo, y sus brazos tiraban del casco. En un momento dado, el sol recién salido arrojó su luz dorada sobre el campo de batalla, y al siguiente, una oscura niebla se abrió paso por la llanura, tendiendo sus extraños dedos hacia los combatientes envueltos en polvo. Justo antes de que los alcanzara, vi que la correa del casco de Paris se rompía y que él luchaba por ponerse en pie. Menelao arrastraba un casco vacío. Lo miró y lo arrojó hacia las filas de su ejército. Luego se volvió hacia Paris buscando una forma de matarle. De repente, ambos hombres se desvanecieron. La niebla nos envolvió también a nosotros. No podía ver ni siquiera a Príamo, aunque estaba muy cerca. Pero oía la suave y dulce voz de mi compañera: —Vuelve a tu palacio —murmuraba—. Paris te espera en tu fragante dormitorio, con toda su belleza radiante. Ve, únete a él en el lecho con incrustaciones. Aquello era demasiado para soportarlo, aunque yo fuese una simple mortal y la que me susurraba una inmortal. —¡No! —grité—. Menelao ha derrotado a Paris en la llanura. Me estás atormentando. No me dejaré engañar para ir a una habitación vacía. Antes de que ella respondiera, noté un frío temor que me invadía. —Si me provocas de nuevo, te odiaré tanto como te he amado —siseó—. ¡Ah, sí, te sientas y te compadeces a ti misma cuando tienes mi favor! Si te lo retiro, recordarás todo ese dolor como un auténtico gozo. —Esperó un momento—. Haz lo que te digo. Ve a tu palacio y busca el dormitorio de Paris. Ahora. Me alejé, dejando a los troyanos en la muralla. Nadie me echó de menos, nadie me vio partir. La niebla lo dispuso así. Notaba mis piernas pesadas, como si fueran de madera, mientras subía fatigosamente hacia el palacio. Allí no habría nadie. El único Paris que me esperaría sería el que llevaba en la mente, mientras que el real yacía asesinado. No había oportunidad alguna de reparar lo que nos había separado, ni en esta vida ni en el pálido averno. Todo sería vagar en la oscuridad, agua helada chorreando de las rocas donde se reúnen los muertos sin esperanza, pasando uno junto al otro, incapaces de pensar ni de hablar. El palacio estaba allí delante, rodeado por el vacío. Todo el mundo estaba abajo, en las murallas, y la cima de Troya se hallaba desierta. Las puertas permanecían abiertas. Qué extraño, siempre estaban cerradas. No había guardias en el interior, ni sirvientes, ni ninguna de las personas que atestaban nuestras estancias desde hacía tanto tiempo. Mis pies resonaban con fuerza mientras caminaba. Subí poco a poco las escaleras, hacia el silencio. Arriba, más escaleras, ascendiendo hacia la quietud. No quería subir los escalones finales ni entrar en la habitación. Miré hacia atrás: no había nadie detrás de mí. «Evadne» se había desvanecido, como ya sabía que ocurriría. Y seguí subiendo, tendí la mano hacia los grandes tiradores de la puerta, los atraje hacia mí, abriendo las pesadas hojas. Entré y vi movimiento en la cama. Paris estaba allí echado, tan provocativo como un fauno yaciendo en la orilla de un río cubierta de flores. Sobresaltado se enderezó, llevándose una cubierta hacia el pecho y parpadeando como suelen hacer los que se despiertan repentinamente de un sueño. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Dónde estaba su armadura? ¿Yacía desnudo en la cama? ¿Cómo podía estar durmiendo? Me quedé mirándole, sin habla. —Helena —dijo, y su voz no tenía ni un ápice de aquel tono feo de antes—. Helena. —Sonaba como un niño perdido y asombrado. De repente, vi que no estábamos solos. Afrodita, sin molestarse ya en imitar el aspecto de Evadne, estaba cerca, ondulante. Llevaba una silla y la colocó junto a la cama. —¡Siéntate! —me ordenó. Me dejé caer en ella. Sin embargo, ni siquiera la miraba. Sólo miraba a Paris. —Pero te he visto en la llanura... —empecé. —Sí..., sí. Menelao me estaba arrastrando y de pronto me he sentido libre. He echado la cabeza atrás y el casco ha salido volando, y entonces me he apartado. Justo antes de ese momento sabía que iba a morir. Moriría y tú volverías con Menelao. —Pero no comprendes —le dije —que yo nunca habría vuelto con él.


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