ELENA DE TROYA

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la interrogaban y desapareció entre la multitud. De repente, la sala se llenó de gemidos y gritos de duelo por todas las muertes causadas por aquella guerra. El intento de Príamo de procurar consuelo y reconciliación sólo había servido para reunir a grandes cantidades de víctimas de la guerra en una sola habitación, donde su dolor y su angustia podían multiplicarse por diez. Las mujeres gritaban y levantaban las manos, los niños emitían chillidos lastimeros que sonaban como puñaladas en la noche. Volcaron las mesas e hicieron añicos los recipientes del vino, esparcieron la comida y convirtieron la habitación en un revoltijo resbaladizo. —Amigos míos... —Príamo alzó las manos, implorándoles. Pero su voz se perdió en el tumulto. —¡Yo terminaré con esto! —Una voz se alzó sobre las demás, atravesándolas como las suaves notas agudas de una flauta se alzan por encima de los golpes de los tambores—. ¡Yo lo empecé, y por todos los dioses, yo le pondré fin! ¡Paris! Pero ¿cómo iba a ponerle fin? No había vuelta atrás. Había ocupado su sitio junto a Príamo; bajo la luz parpadeante nunca lo había visto tan espléndido..., pero ¿acaso se debía solamente a que se había apartado de mí? ¿Habría aumentado su belleza al no ser mío? Levantó los brazos, como si sus finas manos quisieran alcanzar el cielo. Mantenía la cabeza erguida y la barbilla levantada, pero vi que sus ojos examinaban a la multitud. Cuando me vio, apartó la vista. —Yo os he conducido a esto —dijo—. Me metí de cabeza en el terreno de lo desconocido, y ahora nos he arrojado a todos contra las rocas. Pero el barco..., el barco de Troya no se ha hundido. Y mis queridos amigos, ya sabéis lo que hacemos cuando un barco parece estar en peligro o maldito...: aligeramos la carga, lanzamos el objeto maldito por la borda. Y eso haré. Yo soy el objeto maldito. No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Iba a matarse? No, antes de dejar que eso ocurriera, lo rodearía con mis brazos y permanecería entrelazada a él durante el resto de su vida, sería su odiada cadena. —Dos hombres se han llamado a sí mismos maridos de Helena, hija de Tíndaro de Esparta. —Volvió lentamente la cabeza para mirar en dirección a todos los reunidos, y sus ojos recorrieron todos los rostros. Agradecí que no hubiera dicho «hija de Zeus»—. Menelao, de la casa de Atreo en Grecia, y yo, el príncipe Paris de Troya. Se trata de una lucha privada, que el hermano de Menelao ha decidido aprovechar para convertirla en guerra. Agamenón era un caudillo sin guerra hasta que se presentó ante él. Pero debo decir que sigue siendo un asunto entre dos hombres: entre el hombre que Helena eligió como marido en un concurso que su padre había preparado muchos años atrás, y el hombre que eligió por sí misma. Es culpa de Agamenón que cualquier otro sufra por ello. Encarguémonos nosotros mismos. Desafío a Menelao a un duelo. Que vaya a mi encuentro en la llanura ante las murallas de Troya. —Por fin bajó los brazos—. La lucha será a muerte. Y que los dioses unjan al mejor. Esperaba que Príamo se opusiera; que Hécuba gritara. Pero permanecieron en silencio. Durante un instante eterno, la gran multitud que había en la sala no hizo nada, y entonces empezaron a gritar y balancearse, y a alabar a Paris por su valentía. Avanzaron hacia delante y lo rodearon, y a continuación lo alzaron a hombros. —¡Paris, Paris, Paris! —gritaron. Lo jalearon. Él saltó y saludó, pero no me miró en ningún momento.


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