ELENA DE TROYA

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adrasteos. —Accedisteis a luchar junto a nosotros —les recordó Príamo, alzando la voz para que lo oyeran—. Y por una recompensa —añadió. —¡No accedimos a que atacaran a nuestras ciudades! —gritó otra voz—. Accedimos a enviar soldados para que lucharan, no a que los soldados extranjeros nos atacaran, saquearan y mataran. —¡Pensamos que sería Troya la atacada, no nosotros! —gritó un anciano al que le temblaba la voz. —¡Ah, así que os dabais por satisfechos si éramos sólo nosotros! —De repente, Deífobo apareció junto a su padre en el tejado. —Troya tiene elevadas murallas y torres —gritó una voz de la multitud—. Está hecha para eso. ¡Nosotros no! —¡Bah! —Deífobo hizo un gesto desdeñoso—. Ahora estáis aquí, participando de nuestra hospitalidad. —Hijo, hablas cuando no toca. —Príamo puso una mano firme sobre el hombro de Deífobo—. No hablas por el Rey ni por el honorable pueblo de Troya. —Se acercó al borde del tejado y extendió las manos hacia la multitud, alzando la voz—: Lamentamos vuestra desgracia, y admitimos que no nos la esperábamos. ¿Qué podemos hacer para garantizaros que es cierto lo que decimos? —¡Ganado! ¡Oro! —gritó un hombre. —El ganado no puede hacer que vuelva mi madre —gritó otra voz. —Buena gente, venid a mi palacio esta noche. Estará abierto, os daré de comer y hablaremos. —No fue Príamo quien hizo esta invitación, sino Paris, que apareció en el tejado cerca de Deífobo. Un gruñido recorrió la multitud, hasta que alguien gritó: —¡Es él! ¡Es la causa de todo! ¡Paris! ¡Compañeros, vuestros hogares arden, se han llevado a vuestros ganados y vuestros padres han muerto por él! Príamo empujó a Paris hacia atrás. Su rostro estaba oscuro por la rabia. —Me avergüenzan mis hijos, que hablan antes de pensar —dijo, mirando primero a Paris y luego a Deífobo—. No, es a mi palacio adonde debéis venir. Esta noche. Las puertas estarán abiertas para vosotros. La multitud se dispersó, ruidosa pero apaciguada. Ahora veía en qué podía convertirse Troya en un instante cuando la gente se alteraba. Estaban confinados, como bestias en una jaula, demasiado juntos, y todo el mundo sabía que varias bestias en la misma jaula tendían a pelearse. Ahora Troya estaba atestada de extranjeros, era volátil como la yesca seca, y estaba repleta de heridos, troyanos o no. ¿Así que Paris quería abrirles las puertas de nuestro hogar? Debía de haber perdido la razón. O su profundo y persistente dolor por la muerte de Troilo le hacía pensar que podría reparar el daño de esta manera. Egoístamente, me sentí aliviada al saber que Príamo lo hubiese evitado. Pero compadecía a Hécuba aquella noche. Sin tiempo para prepararse, el rey y la reina de Troya debían recibir a cientos de invitados en sus dominios privados. Les costaría muchísimo, ya que tendrían que vaciar preciadas reservas necesarias para el asedio continuo. Pero estábamos en esa fase de la guerra en la que las cortesías podían tener más peso que las necesidades. El patio resplandecía por las antorchas. No esperaba menos. Estaban asando varios bueyes, también como esperaba. Había jarras de vino firmes como soldaditos, cinco a cada lado en seis filas, en mesas largas. Montones de pan, cocido a toda prisa aquella tarde, y cestas de preciados higos secos y dátiles estaban repartidas generosamente entre cuencos de olivas y manzanas. Yo estaba sola. No había encontrado a Paris en nuestro palacio, y sabía que eso implicaba que no deseaba que lo encontraran. No sólo no quería compartir la cama conmigo, sino que no quería compartir mi brazo en un acontecimiento público. Lo que había dicho iba en serio. Había terminado conmigo. Ya no había más Paris y Helena. Mientras me abría paso entre la multitud y veía sus heridas y sabía de sus pérdidas, la culpa y el dolor cayeron sobre mí como un manto empapado por la lluvia. Me sentía culpable porque habían sufrido por nada: si Paris y Helena ya no estaban juntos, todas sus pérdidas no habían servido para nada, y Troya no tenía por qué ser atacada. Y sentía pena por mí misma, una pena profunda porque Paris ya no me amaba. Él me había traído felicidad vertiginosa, satisfacción absoluta, libertad, por lo que resultaba aún más difícil volver al mundo gris sin él, un mundo tan gris como la llanura de Troya en invierno, tan gris como el mar ondulante que rompe contra la costa de guijarros de Gitio. Había deseado probar los sabores de la vida ordinaria, había rezado para que me liberaran de ser casi una diosa. Ahora mi deseo se había cumplido. A las mujeres corrientes se las dejaba de lado, cada día oían que sus maridos decían: «Ya no te quiero». Las mujeres corrientes entraban solas en su habitación. Las mujeres corrientes buscaban en esa habitación la cara de una persona que lo único que haría sería volverla. «Bienvenida a la tierra de la gente corriente, Helena. ¿Te gusta?», me susurraba una voz leve al oído, pero no, no estaba en mi oído sino en mi mente. Una voz que conocía muy bien. «No pensé que te gustara.» —Aún no he tenido tiempo de acostumbrarme a ello —le dije—. Con el tiempo, lo haré. «Puedo hacer que todo vuelva a brillar —prosiguió—. Puedo cambiar a Paris en un instante.» Ahora la habría rodeado, si hubiera resultado visible. —Debemos seguir nuestro propio camino —afirmé. Pero una parte de mí ansiaba decir: «Sí, sí, lanza tu hechizo y haz que vuelva a ser mío». Pero no quería denigrarnos a ninguno de los dos de esa manera. «Como desees», dijo ella burlonamente. Su leve risa resonó en mi cabeza. La sala parecía más ruidosa que nunca, ahora que el silencio y la audiencia con la diosa en mi cabeza habían finalizado. Estaba abrumada por el ruido de la gente que daba vueltas por la habitación, por los empujones y las disputas para conseguir trozos del buey asado que estaban cortando y entregando. Era cierto, Príamo tenía que recibirlos para honrar su sufrimiento, pero era una lástima que lo único que pudiera hacer fuera ofrecerles comida y bebida terrenal, cuando necesitaban algo en un plano distinto. Deífobo se encontraba justo delante, asomado entre la multitud. Me aparté. No tenía ningún deseo de hablar con él, ni siquiera de saludarlo. Cuando el corazón está enfermo no apetece incitar a los cuervos carroñeros. Al apartarme de él, me topé con ese muchacho retraído, Hillo, que se inclinó, tartamudeó y adoptó una expresión apenada. Me dijo algunas frases de cortesía antes de desaparecer de nuevo. Yo estaba sola en la multitud, y me empujaban y tiraban de mí por todos lados. No tenía a nadie con quien hablar, a no ser que insistiera en obligar a alguien a hacerlo. Sola en Troya. Y lo cierto es que, exceptuando a Paris, siempre había estado sola en Troya. Ahora se había retirado y me había dejado abandonada: una extraña entre extraños. Quería marcharme, escabullirme a mi propia casa. Me volví para hacerlo. Sólo quería estar sola, sola de verdad. Vi a Gelanor en un extremo de la sala y me di media vuelta, ya que él buscaría mi compañía. Ahora no quería compañía, sólo sentía la necesidad acuciante de escapar. Pero ¡me vio! La expresión de su rostro cambió y empezó a caminar hacia mí, pero yo fingí que no lo había visto y seguí mi camino entre la gente. Casi había desaparecido y sentía el aire fresco de fuera penetrando en las columnas cuando lo oí dirigirse a la concurrencia. Al principio pensé que no podía ser. Sólo el Rey, sólo la familia real, podía dirigirse a los invitados en aquella habitación. Pero no, era su voz. Lentamente, el murmullo cesó y todas las cabezas se volvieron hacia él. Estaba de pie junto a Príamo. El brazo de Príamo rodeaba su hombro, otorgando el reconocimiento real a cualquier cosa que dijera. Príamo


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