ELENA DE TROYA

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Los labios de Hécuba temblaron, pero ella los apretó. —Gracias, queridísimos, el último hijo e hija que le di a Príamo. Todos los hijos vivos que he tenido están hoy aquí, desde el mayor hasta el más joven. Somos muy afortunados. —Y —dijo Príamo —tenemos muchos viejos amigos que han hecho el viaje a través de los años a nuestro lado, y que te saludan también. — Hizo una seña hacia el grupo de consejeros que estaban a un lado, impacientes. —¡Timetes! El hombre, tuerto por una antigua batalla con los misios, hizo una reverencia. —¡Lampio! Tan gordo que sus arrugas estaban rellenas desde dentro, el hombre saludó gravemente. Si hubiera hecho una reverencia se habría echado a rodar. —¡Clitio! Sus encías sin dientes relucieron de un color rosa intenso al saludar a la Reina. —¡Hicetaonte! Su rostro y su figura conservaban vestigios de la maravilla que había sido en su juventud. Pero los rasgos se habían difuminado y ablandado, los músculos se habían atrofiado y el pelo le clareaba. Sobresalían de su imagen de decadencia unos ojos asombrados..., asombrados de encontrar a su propietario en aquel estado. —Ahora incluimos a Zeus en nuestras conmemoraciones —dijo Príamo—. «Mi» Zeus. Indulgente, la familia le siguió hacia el patio principal donde se reunían cada pocos días cuando él los convocaba al sacrificio ante su extraña figura de Zeus. Él sentía que aquella imagen era su protectora personal, y era fieramente leal a ella. Yo lo encontraba inquietante, con sus tres ojos y su pelo salvaje y enroscado, pero sabía que el dios de cada hombre le habla sólo a él, y que nadie debe cuestionar por qué. Mientras la extensa familia permanecía junto al altar, no pude evitar compararla con la mía allí en Esparta. Hasta cuando estábamos todos juntos éramos sólo seis. Mi padre no tenía ningún círculo de camaradas y consejeros que hubieran estado con él todos los años. Nuestras vidas en Esparta parecían estériles, en comparación con la de Príamo. Vacías de gente, pero también de los lujos que los troyanos parecían concebir como necesidades. Por lo que yo había visto hasta el momento, no se negaban nada. ¡Quizás incluso pensaran que era poco saludable hacer tal cosa! No estaba segura aún de si envidiaba sus comodidades o las desaprobaba. —Nos consagramos a ti, Zeus, y sabemos que continuarás protegiéndonos como has hecho hasta ahora. —Príamo se dirigía a la imagen. Ahora que se había mencionado al huésped prohibido, los problemas que se avecinaban, Héctor exclamó: —¡Ocurra lo que ocurra, puedo defender Troya sólo con mis hermanos y los maridos de mis hermanas! —Miró a su alrededor—. ¿Qué diríais a eso, hermanos míos? ¿Estáis dispuestos a seguirme, a defender las murallas de la ciudad de nuestro padre? —Las murallas de la ciudad pertenecen a Apolo —dijo Heleno—. Él construyó una parte, y las protegerá. —¡No, nosotros las protegeremos! —exclamó Deífobo—. ¡Todos nosotros! Con nuestras espadas. —Se volvió a Paris, que estaba a su lado —. Y tú, por supuesto, tendrás que confiar en tu arco. Puedes esconderte en la torre junto con los arqueros de la ciudad. Paris le miró. Sus proezas con el arco seguían persiguiéndole; se consideraba una forma de lucha inferior. —Mi brazo es tan bueno como el tuyo, y puedo usar la espada cuando lo decida. Y tengo además otra habilidad que tú no tienes, que es el arco. Practica un poco. Quizá pueda ayudarte a aprender. —¿Tendré que ponerme pantalones también? Todo el mundo se echó a reír a carcajadas. —Pruébalos alguna vez —dijo Paris—. Son muy prácticos. —Si quieres parecer un oriental..., o un trabajador corriente. —Yo era un trabajador corriente, que es también algo muy práctico, más de lo que has hecho tú nunca. Aseguras que eres un guerrero, pero cuando no hay guerra ¡esa ocupación resulta inútil! —¡Hijos míos! ¡Dejad de discutir! ¡Parece que tengáis diez años! —La aguda voz de Hécuba los silenció—. Es bueno que uno de mis hijos, al menos, haya pasado algo de tiempo con la gente corriente. Después de todo, la mayor parte de nuestros súbditos lo son, y deberíamos conocerlos mejor. —Pero en cuanto a esta guerra... o conflicto. —Se puso de pie el viejo Hicetaonte, temblando—. Helena, debo preguntarte una cosa. —De repente, todos los ojos se volvieron hacia mí; yo era la única, después de todo, que conocía personalmente a los hombres que venían en los barcos—. ¿Crees que estarán dispuestos a irse si los sobornamos..., quiero decir, si les pagamos? Tú los conoces a todos. ¿Debía decir la verdad y estropear aquella ocasión feliz? No había otra salida, entonces no. —El líder, Agamenón, ya tiene mucho oro, ganado y tierras. Pero nunca ha luchado ni ha dirigido una gran guerra. Y es eso lo que quiere. La ansiaba desde que le conocí. Incluso ha sacrificado a su propia hija por ella. No se rendirá por oro, porque para él no es ninguna novedad. —Ya estaba, y no me había achicado al decirlo. —¡Dejad ya temores e inquietudes! —Heleno levantó las manos. Las mangas de su túnica brillante oscilaron al moverse—. Hay profecías acerca de Troya, y deberían cumplirse todas antes de vernos en peligro de caer. —¡Pues cuéntanoslas! —aulló Deífobo, que parecía casi uno de los perros de Príamo—. ¡No las guardes en secreto! —Sí, hijo —dijo Príamo—. Habla. —Para empezar, existe la que dice que mientras Palas Atenea esté en Troya, estaremos protegidos. —¡Por supuesto que se quedará aquí! —exclamó Troilo—. ¡No va a salir corriendo! —No tiene piernas —rio Filomena. Era exactamente lo mismo que yo pensaba, pero nunca hubiera podido decirlo en voz alta. —Otra dice que alguien debe venir y atacar Troya con las flechas de Heracles. —Helena..., ¿no hay un griego que tiene esas flechas? —preguntó Héctor. —Sí, eso he oído decir. Su nombre es Filoctetes. Pero no sé si se habrá unido a Agamenón o no. —Luego, también hay algo acerca de unos caballos tracios que beben del río Escamandro. Si beben de él, Troya estará protegida. —Los caballos tracios beben todo el tiempo del Escamandro —dijo Paris—. Los importados que criamos en las praderas. —Creo que esos caballos tracios tienen que traerlos los mismos tracios, y no ser atendidos por troyanos. —Los comerciantes que los traen durante la feria... deben abrevarlos en el Escamandro —dijo Troilo—. No van todo el camino hasta la casa de aguas que hay junto al templo de Apolo, donde el agua es más pura. Yo llevo mis caballos allí, pero ellos no. —El Simois está más cerca. Creo que van ahí —dijo Antenor. No le había visto unirse al grupo, tan silenciosamente había entrado. Con él iba un hombre joven, que supuse que sería su hijo. Extrañamente, para tener un padre tan elegante, el hijo llevaba la ropa muy arrugada. Quizás intentase ser un «antiAntenor». Si no podemos sobrepasar a


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