ELENA DE TROYA

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—Incluso hay un río o dos aquí —dijo el capitán—, buen agua para nosotros. Es muy raro que una isla tenga ríos. Nos quedamos allí varios días, disfrutando de los sencillos placeres de caminar libremente, algo que yo nunca había apreciado antes de aquel viaje. Y seguimos hacia Esciros. Cuando llegásemos estaríamos justo a la mitad de nuestro viaje. Era una isla pequeña, con dos montañas que se alzaban como pechos a cada lado de una zona llana. Ni siquiera habíamos fondeado nuestro barco en la costa cuando aparecieron unos soldados para interrogarnos. —Ésta es la isla del rey Licomedes —aseguró su comandante—. ¿Quiénes sois vosotros? ¿En nombre de quién venís? Paris iba a responder, pero Eneas le hizo callar. —Soy Eneas, príncipe de Dardania —dijo—. Vuelvo a mi hogar después de una embajada en Salamina. —Bienvenido, príncipe, tú y tus hombres —dijo el comandante—. Te escoltaremos hasta el palacio. ¡Oh, no! Nos iban a descubrir, y se sabría cuál era nuestra ruta. O (¡mucho peor aún!) seríamos capturados y detenidos. Paris podía mentir acerca de su identidad, pero cuando me vieran a mí... Fui hasta Eneas y susurré a su oído: —Pide un poco más de tiempo. Di que debemos ocuparnos de algo en el barco. —Hombres, dejad que nos recuperemos un poco. Ha sido un viaje agotador —dijo Eneas. —Podéis reconfortaros en el palacio. Hay baños calientes, comida exquisita. —Se quedaron tozudamente en pie junto al barco. —Eh. —Noté que me tiraban del manto. Evadne estaba junto a mí—. Úntate esto en las mejillas. —Me pasó un botecito pequeño de arcilla que colocó en mi mano—. Te envejecerá. —¿Para siempre? —Parecía un remedio algo drástico. —Hasta que te laves y te lo quites —dijo ella—. Yo la llamo crema de Hécate. Es un regalo de la propia y vieja diosa en persona. «Creo que tú eres la vieja diosa», pensé yo de repente. ¿Cómo sabía que aquella mujer era humana, y no una diosa? No estaba segura de si había estado en Esparta alguna vez o no. Y había aparecido de una forma tan extraña, junto con Gelanor, y llevando la serpiente sagrada... Yo estaba helada por la aprensión. —Una cardadora de lana sabe mucho de la piel y de cómo tratarla —explicó ella, como para tranquilizar mis miedos—. Hay una sustancia en la lana que conserva la juventud. Mira mis manos. —Las tendió y en realidad eran suaves, como las de una muchacha, en contraste con su rostro arrugado—. Hay otras sustancias que imitan la edad. —Me colocó el tarrito en la mano—. Date prisa, querida. Los soldados miraban hacia el barco. Me incliné y me unté la cara con la arcilla espesa y de color gris. Se extendía sorprendentemente bien, y apenas la notaba en mi piel. —Retírate el pelo —dijo ella, cogiéndolo bruscamente entre sus manos y enrollándolo para formar un moño. Luego cogió un basto pañuelo de lana y me lo enrolló en torno a la cabeza para ocultar mi cabello por completo—. Recuerda que debes encorvarte al andar. No puedes caminar como de costumbre. Ahora te duelen las caderas y se te hinchan los pies. Apenas había acabado mi transformación cuando nos condujeron fuera del barco. Subimos por un sendero de la montaña hacia el palacio colgado en su cima. Intenté recordar que debía encorvarme y caminar trabajosamente. Incluso pedí un bastón para apoyarme. Paris iba junto a Eneas y yo iba cojeando al lado de Evadne. De repente nos encontramos en una meseta llana y el palacio apareció ante nosotros, unas columnas pulidas y un porche sombreado en la fachada de un edificio de dos pisos. Los cortesanos vinieron corriendo y nos acompañaron bajo la galería sombreada y hacia el pequeño patio. La subida había sido empinada y no me resultaba difícil jadear y mantenerme encorvada. Pronto apareció el Rey, cojeando bastante. Era tan viejo como yo fingía ser. —Bienvenidos, extranjeros. Cenaréis con nosotros y pasaréis aquí la noche —dijo. Ahora habría una gran cena ceremonial, y la presentación de los regalos. Yo di gracias de que el protocolo le prohibiera preguntarnos nuestros nombres o nuestras ocupaciones hasta después de la cena, porque eso nos daría más tiempo para inventar alguna historia. Nos condujo hacia un salón grande y de pronto nos vimos rodeados por un montón de jovencitas como una bandada de mariposas. —Mis hijas —dijo—. Tengo más hijas que ningún otro rey. Os lo aseguro. —¿Y ningún hijo? —preguntó Eneas. —Los dioses no me han enviado esa bendición —respondió él. Pero luego abrió los brazos para acoger en ellos a varias de sus hijas, riendo—. Lo que le falta al palacio en guerreros, le sobra en belleza. El banquete fue como todos los banquetes: ordenado, predecible, apaciblemente agradable. ¿Había ocurrido acaso algo importante en un banquete? Yo estaba sentada con las mujeres y las niñas, ya que se suponía que era miembro del séquito de Eneas y no tenía ningún rango especial. La hija mayor del Rey estaba sentada a su lado. Su nombre era Deidamia y me pareció que tenía unos quince o dieciséis años. Llevaba un vestido de un verde muy claro y cremoso. De nuevo pensé en una mariposa. Junto a ella estaba una joven que parecía mayor y más alta, pero me habían dicho claramente que Deidamia era la mayor. Aquella chica hablaba poco y mantenía los ojos bajos. El brazo que salía de su túnica al cortarse la carne parecía extrañamente musculoso. —Pirra, ¿no puedes hablar a nuestros invitados? —la instó Deidamia. Pirra levantó los ojos y durante un momento esos ojos me parecieron familiares. Luego parpadeó y pareció luchar para encontrar las palabras. —¿Habéis tenido aventuras a lo largo del camino? —preguntó, en voz muy baja. —Una vez dimos con unos piratas —dije yo. —Ah, sí, ¿dónde? Empecé a decir la verdad, pero entonces me di cuenta de que no debía indicar que habíamos estado en las proximidades de Citerea, demasiado cerca de Esparta, por tanto. Por el contrario, dije: —Cerca de Melos. —¿Y qué ocurrió? —Hubo una pelea muy encarnizada, pero nuestros hombres los derrotaron. —¡Por Hermes, me habría gustado estar allí! —dijo la joven, orgullosamente. —¡Oh, Pirra! —Deidamia soltó una risita cantarina. Pirra quería saberlo todo de las armas que habían usado los piratas, y del tipo de barco que llevaban para tomarnos la delantera. Pero su retahíla de preguntas quedó interrumpida por el inicio de la parte ceremonial de la cena. Se entregaron regalos por parte de Licomedes a Eneas, y Eneas sacó algo de bronce del barco. Entonces y sólo entonces preguntó Licomedes: —¿Y quién eres, amigo?


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